viernes, 22 de julio de 2016

LXXXV

El lunes a eso de las dos abrí la ventana del cuarto. Llovía de ese modo brutal que sella los centímetos del ojo, a cuenta de quedarse ciego tratando de adivinar que hay más allá de la ventana. Me quedé un rato quieto y con el alma callada, sólo para saber si es posible mirar algo sin pensar. Sin pensar en otra cosa que en la lluvia, quiero decir.
Pero no se puede (no pude). La lluvia es una idea, densa como el amor o la sopa. Y de noche todo es un poro que lleva al colapso de la vida.
Llovía. Llovía tanto que era incomprensible que durmieras, que no te dieras cuenta de la ventana abierta o de mí, que éramos lo mismo. Yo era la ventana, el vidrio y la pintura reseca del marco, la persiana raída por traiciones inmemoriales. Yo era la casa, nuestra casa que vio todo: los hijos, los muertos, los despechos y los orgasmos, los cuentos y los besos y los consuelos.
Llovía como si estuviéramos muertos. El loco de las madrugadas era tan insignificante que ni siquiera te movías para quejarte a nadie. Y en medio de la rutina terrible de la tormenta tuve la sensación insólita de ser nada. Nada. Ni siquiera tu guardián imbécil que ronca y se arrepiente.
Llovía como si fuera cierto que hay noche, agua y relámpagos.
Bajé la persiana. Y lloré un poco.

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