lunes, 30 de septiembre de 2019

CDXC

Pero nunca se supo
si era cierto que la voz cabía
en ese cuerpo incierto
la gota de miel del higo maduro
era menos dulce que su espalda
y un dibujo a lápiz
con manos trémulas y voz pequeña
se hizo carne en la noche
que te abrace el alba
niña más niña que el capullo
preciosa esmeralda
rocío de la madrugada
que yo abriré los brazos
esperando

CDLXXXIX

Niña de rubí
jazmín en serpentina
sé que van y vuelven tus ojos al río
al compás de Baker
que enrojece el pómulo de la luna

En el límite promiscuo del beso
anida tu textura imposible
¿Quién baila así, tan derramada,
las lágrimas de Parker hechas notas?
Que reverbere el eco
de tu boca imprescindible.

CDLXXXVII

El color de tu boca
el sabor de tu cuello
la tersura de tus piernas
el aroma de tu pecho
el sonido de tu respiración
todo dobla el espacio
tuerce el aire
hacia la cúspide del ciruelo
hecho de agua
y viento este
allí
encima del tiempo
viendo caer los frutos
vamos a encontrarnos
una vez
o dos
y es posible que nunca
te quieras hacer savia
te sobra el alma
y la fruta
madura
amor mi amor
se abre
para recibirte

domingo, 29 de septiembre de 2019

CDLXXXVI


Ese abril fue el mes que evidenció la diferencia fatal. Damián estaba acostumbrado, como suele suceder con lxs niñxs, a los requerimientos absurdos de un amor que un padre y una madre no pueden exigir de sus hijxs. En su caso, el requerimiento se tornaba más incomprensible, debido a que el padre que exigía veneraciones insólitas no era su padre, al menos para él. Su padre verdadero exigía poco y daba menos, pero al menos no fastidiaba.
También eran costumbre los desplantes y las escenas dantescas, sobre todo por parte de quien exigía los honores de una paternidad que no le pertenecía. Sin ser un consuelo, funcionaba como fuga del escarnio personal el hecho de que los destratos fueran compartidos con su madre. Las razones de un golpe o un insulto eran tan arbitrarias que resultaba imposible asumir conductas precautorias: una noche, por ejemplo, una cena terminó en escándalo por el orden en el que se había condimentado una ensalada. Alguna vez, también, un comentario de Damián, que tenía ocho años, acerca de una mala maniobra de Reutemann había terminado con un cachetazo.
Abril, entonces, no fue inaugural en un sentido literal; simplemente fue un punto de quiebre en lo que hacía al aumento de las exigencias a Damián acerca de aceptar la benevolencia de su padrastro.
En abril nació Guillermo, el hijo verdadero.
Se abrieron para Damián, en ese mes nefasto, dos alternativas, ambas insostenibles e inhabitables. La primera de ellas era renunciar a su padre, para poder ser incorporado al clan en igualdad de condiciones que Guillermo y, a la vez, dejar establecido que en toda manada sólo hay un macho alfa. La segunda era sobreponer la biología a la convivencia, lo cual tenía la ventaja de reconocerse parte de un linaje y una historia, al menos nominales, pero implicaba un abierto desafío a la condición indispensable para ser acreedor de derechos plenos en su hábitat cotidiano.
Damián, sin proponérselo, puesto que no era siquiera conciente de que tenía que elegir, actuó la segunda de las opciones.
Los escarnios más tremendos suelen ser sutiles, a veces demasiado, tanto que no se perciben sino mucho tiempo después, en forma de tumores; pero el falso padre no era dado a las sutilezas y eso tenía sus ventajas (y, desde ya, sus desventajas). Las primeras eran el agotamiento del dolor en el momento mismo de cada acto terrible; era el dolor intenso, pero acotado al instante. Las segundas, obviamente, eran ese dolor reiterado, que Damián empezó a aceptar como parte de la vida: así deberían ser las cosas, imaginaba, hechas de golpes e insultos.
Sucedía que Guillermo contaba en su vocabulario cotidiano con una palabra necesaria que Damián sólo podía pronunciar de vez en cuando: “papá”. Esa palabra sobrante, o faltante, dependiendo del punto de vista, era la que marcaba el límite. Un verano, al año siguiente. Damián preguntó si el uso de la palabra le estaba permitido; la respuesta fue afirmativa y seguida de un gesto de cariño. No obstante, fue un intento desmesurado para las posibilidades del niño, que no pudo sostener.
Las cosas en la casa se fueron poniendo cada vez peor para Damián. Conforme pasaba el tiempo, se hacía evidente que había un hueco irremediable entre la familia y él, que se hizo mayor cuando nació Leandro, cuando Damián ya tenía doce años y el cuero y el alma bastante curtidxs. Mamá era una simple espectadora, una sombra que corroboraba su cariño con abrazos y gestos amorosos, pero se volvía invisible cuando el falso padre hacía sus demostraciones de hombre despreciado. 
Había, en todo esto, una segunda instancia de resguardo que era también ineficaz, cuando no más destructiva aun, que era la casa de papá. Allí sobraba la sinceridad; ella, que vivía con papá y con quien había tenido una hija, Magdalena, ni siquiera simulaba un interés en lo que a Damián respectaba. Y papá era toda indiferencia. Una vez Damián preguntó si podía vivir con él y la respuesta de papá fue lo suficientemente evasiva como para que el niño entendiera que eso no iba a suceder jamás.
Un 22 de agosto, día premeditado y minuciosamente elegido, Damián salió de la casa de su madre para ir a pasar el fin de semana con su padre y Magdalena y ella. Ya había tomado la precaución de robarse un dinero de su madre del que sabía hacía tiempo. Se tomó el 152, pero no bajó en casa de papá. Bajó en Retiro y entró en la terminal del tren. En veinte minutos salía una formación para Tucumán y compró el boleto. Había cargado una mochila con una muda de ropa y algunos libros. Zapatillas no, porque sólo tenía un par.
El tren llegó a Tucumán casi a las nueve de la noche y hacía frío. Esto no era un problema para Damián, casi nacido en el sur y con mucha resistencia a las bajas temperaturas que, de hecho, le agradaban. Pasó la primera noche en una plaza, casi sin dormir. La única razón por haber elegido Tucumán era que un amigo de la primaria, tucumano, hablaba de un tío que tenía un restaurante en Famaillá, no muy lejos de la Capital y a donde se llegaba fácil en un micro. Preguntó por la terminal y una vez allí sacó el pasaje. Llegó a Famaillá pasadas las tres de la tarde y el Restaurante estaba cerrado, por lo que deambuló por ahí, hizo tiempo en la plaza principal, entró a ver la iglesia y estuvo un rato al lado de un río, cuyo nombre desconocía, haciendo patito.
A eso de las siete emprendió el regreso a su destino original. El lugar estaba abierto. Entró, preguntó por el Mencho, al Mencho. Se presentó como amigo del Rafa, sobrino del dueño y no ahorró detalles; no mintió ni una vez. Lo que pedía era un lugar para dormir y comida, a cambio de trabajo, el que fuera. Mencho se rascó la cabeza; en la puerta del local había un cartel que decía “se busca asistente”. “Me metei en un problemón, pibe; la verdá es que no sé, lo via tener que pensar un cacho; en yealidá, lo que tengo quiacer e'iamar a la policía y que te ieven con tu familia”. Damián rogó por primera vez, no por el trabajo, sino por el silencio de Mencho, que era prioritario. “Mirá nene, no sé; hagamoj así: io no via decir nada, ta bien, pero lo del chabajo lo tengo que pensar. Venite mañana a laj ocho'e la mañana y charlamo mejor. Si queré, te podei quedar a dormir en el cuartito del fondo; ay ni tené que venir, a laj ocho io te iamo, si no estai despierto”. Damián aceptó y agradeció el hospedaje. “El cuartito del fondo” era una mezcla de despensa, depósito y habitación, que no cumplía fines de vivienda desde hacía mucho. Había una cama con colchón, pero el colchón estaba lleno de polvo. Damián pensó un rato y supo que ese sería su hogar, si la respuesta de Mencho era afirmativa. Dedicó un rato largo a sacudir el colchón, encontró entre los bártulos dispersos por el cuarto un almohadoncito, que también había que sacudir y finalmente se acostó. Se quedó dormido casi instantáneamente.
Se despertó algo antes de las siete, con el ruido de la puerta de entrada al local. Escuchó algunos movimientos en el salón, las cortinas levantarse, ruidos de sillas. Se levantó para ir a ayudar. “Güen día, chango; ¿cómo ai dormío?”, preguntó el Mencho. “Bien, bien”, contestó Damián. Mencho se acercó a una mesa y separó dos sillas, que puso una frente a otra; “vení changuito, vamoj a charlar un cacho”. Damián se sentó en una de las sillas y el Mencho hizo lo mismo, poniendo antes, sobre la mesa, dos cafés con leche con seis medialunas, de las que Damián se comió cinco. “Güe, vamoj al grano”, dijo Mencho; “mirá, no vai poder ser, ¿sabé? No cieya. Aier salisten la tele y acá soi como un farol. Ademá no está bien. No te via decir qué tenei que hacé, eso lo decidís vo, ¿sabé? Pero, ¿por que no me contai quia pasao?”. Damián hizo un silencio para enjugarse las lágrimas. Y después le contó su vida al Mencho, que lo escuchó de punta a punta sin interrumpir. Cuando terminó de hablar, Mencho le dijo “¿Sabei lo que creo, chango?, que todo eso que me ái contao son cosa que se ayeglan; ¿Qué vai hacer? ¿Yealmente crés que andar vagabundiando porái vaj a estar mejor? Io no via decir nada, quedate chanquilo; pero si te sirve dialgo, me parece que tenei que golver, chango. Dejalo al estúpido ese que me áis contao; pensá en tu mama; ¿Sabéi el dolor que está sintiendo ahorita mesmo? Porái, ademá, todo esto sirve dialgo, como pa que vean que nostái jodiendo, ¿entendei?”. Damián no dijo nada. “Si queréi te podéi quedar una noche maj acá, pero nada má; dejpué te tenei quir, ¿te parece?”. Damián movió la cabeza y negó. “No Mencho, gracias igual, prefiero irme ahora”, dijo. “¿Y sabéi lo que vaj hacer?”, preguntó Mencho. Damián negó con la cabeza. “¿Tenéi plata, por lo meno?”, preguntó el hombre. “Tengo algo”, dijo Damián; me arreglo. Mencho fue a la caja y volvió con unos billetes. “Tené, chango; con esto te alcanza pal viaje a Salta y a Buenoj Aire y todavía te queda un poco. Golvé, no seai huevón”. Damián agarró la plata, se paró y abrazó al Mencho, que le acarició la cabeza; “Golvé, changuito, haceme caso”.
Damián fue al cuarto, guardó todo en su mochilita y salió, derecho para la terminal de colectivos. Miró los horarios y vio que había un colectivo que salía en cuarenta minutos para La Quiaca. Fue a la boletería y preguntó si el colectivo hacía parada en Purmamarca, lugar que conocía por la primaria. Sabía que allí vivía otra pariente de Rafael, y era un pueblo chico, menos arriesgado que Faimallá. “Mirá quel micro no dencha”, le dijo el boletero “vo le avisái al chofer y te para en la Yuta, en la enchada; diái tenej unoj kilómechs, no mucho, ponele uno o do, majomeno... uno, nada”. Damián sacó el pasaje y buscó algún lugar poco visible para esperar; Mencho le había dicho que había salido en la tele, así que no se quería hacer ver y, efectivamente, era un farol blanco teta en el deambular cobrizo de lxs demás pasajerxs. Tenía hambre, pero no quería entrar al kiosco porque había un televisor; podía aguantar unas horas más. Cuando se hizo la hora, fue hasta el andén y el micro ya estaba ahí. Se subió y se acomodó en el asiento, del lado de la ventanilla. A su lado se sentó una mujer de unos cincuenta, Kolla hasta el tuétano, que lo miró con una sonrisa sincera. “¿Qianda haciendo un mócito solito aquí en Jujuy?”, preguntó la mujer; “Me iamo Justina, ¿Y vo?”. “Francisco”, respondió Damián. “Voy a ver a mi tío en Purmamarca”, agregó. “¿Y el Tata y la Mama lo han dejao?”. “Voy siempre”, dijo Damián, “mamá y papá están alla; yo vine a Tucumán con el tío y ahora vuelvo”. “Pero no son diáca”, dijo Justina. “No, vinimos hace poco, a mis papás les gustó y nos quedamos”. “Y, sí, es lindo porái, si tenéi chabajo es lindo lugar”. Para fortuna de Damián, la charla quedó ahí. Se acomodó contra la ventana y se durmió.
Se despertó en Bárcena, sacudido levemente por Justina. “Chango, dispiertesé que ia está iegando”, despué de Tumbaya se tiene que bajar”; “sí, sí, ya sé”, mintió Damián. Se mantuvo despierto hasta que vio el cartel que indicaba que faltaban seis kilómetros para Purmamarca; fue hasta adelante y le dijo que él se bajaba en la entrada. El chofer le preguntó si tenía valija y Damián respondió que no. No más de tres kilómetros más adelante, estaba el cartel que decía “Purmamarca 2”, con una flecha a la izquierda. El micro paró y Damián quedó sólo en la ruta, que cruzó, para iniciar el periplo hacia su destino, que fue sencillo, porque el camino no tenía bifurcaciones. Se cruzó dos veces con grupos de mujeres que vendían tejidos, pero ninguna le ofreció nada; simplemente se cruzó saludos con todas.
Vio, doblando una curva, el Cerro de los Siete Colores; era mucho más lindo de lo que había visto en fotos. Por un momento se sintió feliz, lo cual era bastante novedoso. Pero la belleza del cerro le trajo a la cabeza, paradójicamente, las palabras de Mencho sobre su mamá y pensó en él y ella solos mirando ese paisaje. Diestro ya en la tarea de espantar las esperanzas, se deshizo de la imagen antes de que pudiera llegar a entristecerlo. Sólo caminó hasta el pueblo y preguntó a la primera persona con la que se cruzó sobre el restaurante “El algarrobo”; “Enchaste Justito, Chango, diacá no te podei perdé; esta es Sarmiento y la segunda es Lavaie, doblái a la ízquierda y a media cuadra lo vai a ver”. Damián agradeció. Efectivamente, era muy sencillo llegar; el lugar estaba abierto. Entró y preguntó por la tía de Rafa Ayala a una chica que atendía las mesas, que le dijo que preguntara en la caja. Lo hizo. Un señor con cara de malo y muy poco cordial escuchó la pregunta y gritó “¡Mecha! ¡Que tiandan buscando! Vos perá, chango, ia viene” y siguió con lo suyo. Al minuto salió de la cocina una mujer horizontalmente enorme y verticamlente diminuta, que miró al hombre de la caja, que cabeceó para el lado de Damián. “¿Quiái, chango? ¿Quiandai précisando?”. Damián le preguntó si podían hablar en privado; la mujer hizo un gesto leve de sorpresa y lo invitó a sentarse en una mesa en un rincón, al fondo. Le contó que era amigo de Rafa, que se llamaba Francisco, que no tenía padres y que lo habían mandado a un hospicio y él se había escapado; que necesitaba lugar para comer y dormir y que sabía trabajar, o podía aprender. A la mujer no se le movió un pelo: “¿Cómoanda el Yafa?”, preguntó. “Bien, bien, estudiando”, contestó Damián. La mujer se quedó pensando un rato y en un momento se paró y le dijo a Damián que esperara. Fue una espera larga; Damián pensó en irse, porque de fondo escuchaba la voz de Mecha, que claramente hablaba por teléfono y lo primero que se le ocurrió era que estaba llamando a la policía. En ese trance, la Mecha volvió y se sentó de nuevo frente a él.
“Vamoj al punto. Io no ando necesitando a nadie. Hablé con mi cuñao, quiace el viaje a la salina, le conté todo lo que miás dicho y me dice algo que tiene yazón; voj pensái queste ej un pueblito perdido, güeno pa esconderte; taj equivocao, chango, acá viene gente de todos laos, io te firmo quen sei mese ia te enconcharon, má si vái a chabajar en el tur, ques a lo que la gente viene. Hablé entonce con el Heriberto, que tiene un bar acá a dos cuadra y me dijo que te vaias paiá; también le conté. Te vái hasta Sarmiento y Libertá y lo vaj a ver, tiene un cartel. Ahorita está el Heri; ojo que tiene cara de malo y es más seco que pan de cuacho día, pero es güenazo, ta vaoir. Vo fijate”. Damián agradeció. Agarró su mochilita y salió rumbo al bar. En la barra había un morochazo viejo con cara de malo, que Damián identificó como su interlocutor. Cuando se acercó a la barra, antes de que dijera nada, Heriberto lo saludó “Quiacéi, chango; ¿vo sói el Pancho?”. Damián dudó, “Pancho” no le sonaba. “Francisco”, dijo. “Damián Francisco”. “¿Que no sabei quia lo Francisco se les dice Pancho?, ¿Qué clase de Francisco so? ¿Nunca tian iamáo Pancho?”. “Es que me llaman Damián, pero yo prefiero Francisco”, dijo Damián. “Güeno... tonce diora en má soi Pancho, ¿Tamo?”. Damián sonrió.
“Así quiandái fugao, me dijo la Mecha”. Damián asintió. “Mirá que tiaj elegío un lugar malo pa esconderte, chango; esto en ches mese ej un hormiguero y la mitá son porteño... porque vo sói porteño, ¿no?” Damián asintió. “Güe, nuimporta, sóij amigo e la familia e la Mecha, así que soij amigo e la casa. Io te digo lo que te puedo ofrecer y vo decidí, ¿tamo?”. Damián se quedó mirando. “Io necesito aiuda achás y ej un laburo medio e mierda, no te via mentir; e de todo un poco y todo e yoña: sacar basura, limpiar loj baño, ordenar la despensa cuando iegan loj pedido. Áy mismo, ayiba, hay un cuarto limpio, con baño. Lo que io tiofrezco ej vivir ahí y comer acá, cuacho vece por día; si áy unoj peso, io te doy y hacé lo que quierás, loj gastái o te vaj haciendo un ahoyito. E lo quiai. Lo güeno ej que no te ve nadie. Si te cieya, ayancamo mañana y tempiezo a enseñar; ¿Te cieya?”. A Damián se le iluminó la cara y abrazó al viejo, que sólo le revolvió un poco el pelo. “Güe, ta ceyao, entonce; loj horario son de nueve a do de la tarde y de sei a diej de la noche; pero en temporada se alarga todo y no se mosquea, ¿tamo?”. “Tamo”, dijo Damián, corriendo a las escaleras que daban a la habitación. Lo último que escuchó fue “¡Mañana a laj nueve firme acá abajo, chango!”. Pero ya no contestó. Abrió la puerta del cuarto y le pareció un palacio. La habitación estaba impecable y el baño era un lujo, comparado con lo que había visto en Faimallá. Lo único que lo frenó fue una arañota del tamaño de una mano suya, en un rincón del techo. La miró un rato largo y pensó que se iba a tener que acostumbrar a esas cosas; la araña y el lugar pegaban perfectamente bien.
Pasaron así unos años, durante los cuales se fue haciendo conocido en el pueblo como el “Gringuito” primero y como el “Gringo Pancho”, después y definitivamente. En ese tiempo, lo que empezó como una invitación aislada se fue haciendo corriente y las cenas las pasaba en la casa de Heriberto, que lo adoptó como a un hijo. Fue gracias a la buena relación de Heriberto con la Directora de la Escuela que Damián pudo terminar la primaria, por las diligencias de la Directora para conseguir los registros en Buenos Aires. Fue un período tenso, porque Damián estaba seguro de que se iba a saber de él; pero no pasó nada. Terminó séptimo a los catorce y Heriberto le dijo que tenía que hacer la secundaria, pero en San Salvador. Ya para esa época tenía horario adaptado al estudio y sus tareas eran más relevantes; trabajaba de dos de la tarde a diez de la noche y en temporada hasta las doce o la una, como encargado general de mantenimiento. Ya tenía sueldo, además de casa y comida y lo ahorraba casi todo, con lo que se había hecho una buena plata.
Con veinte cumplidos, Heriberto le empezó a insistir con la Universidad, algo a lo que Damián se negó. Unos años después, llegó a la caja, que era la marca de la confianza y Chato, el hijo mayor de Heriberto, pasó a ser algo así como un Gerente General. Heriberto iba ya de vez en cuando y vivía de una renta fijada de palabra. No fueron muy buenos tiempos, ya que Chato y Damián tenían agarradas fuertes por los malos modos de Chato con el personal; pero eran diferencias que se arreglaban y volvían, hasta volverse una rutina.
A los treinta, el “Gringo Pancho” ya estaba curtido y paseaba por el pueblo sin desentonar con el paisaje. Hacía rato que había aprendido a cabalgar y se compró unos caballos para hacerse un extra en las temporadas, organizando cabalgatas alrededor del Cerro y por otros senderos que ya se sabía de memoria. Llegó, entonces, la tecnología; Damián vio un filón y se anotó como Programador, primero, como Analista de Sistemas, después y, finalmente, como Ingeniero Electrónico. Fueron años feroces, en los que dormía cuatro o cinco horas por día. Pero finalmente el esfuerzo dio frutos: no había en el pueblo nadie que supiera tanto como el de computación, conexiones inalámbricas, redes, sistemas de cable. La cuestión fue que dejó el Bar, con honda pena. El viejo Heriberto lo despidió entre lágrimas; “No me voy de pueblo, Tata, me voy del Bar”, le decía Damián. Pero el viejo lo acariciaba con dulzura y le decía “quién te viera y quien te ve, Gringuito lindo; mirá quias salío güeno”. Damián no lloraba, pero porque nunca había aprendido cómo.
Abrió un local en pleno centro y al poco tiempo estaba lleno de trabajo de todo tipo. Si algo se rompía, había que ir a lo del Gringo Pancho. Lo que nunca abandonó fueron las cabalgatas, que hacía por placer.
Y entonces llegó ese 22 de febrero. Era plena temporada, por lo que Damián cerraba a la una, hacía cabalgatas hasta las cinco o seis y volvía a abrir hasta las nueve o diez, dependiendo del trabajo. Los fines de semana, sólo hacía cabalgatas, a la mañana y a la tarde. Una de las cabalgatas, la más cara y difícil, se tenía que reservar, se hacía sólo los fines de semana y duraba el día entero. Era un trayecto a la salina con mucha subida y una bajada marcada, no tan complicada, en zigzag. Lxs cabalgantxs se quedaban dos horas en las salinas y se emprendía el regreso. El 19 a la noche había recibido un llamado de un tal Leandro, preguntando por la travesía. Damián la explicó, puso las condiciones y estableció las reglas, que el cliente aceptó. Salían el 22 a las nueve de la mañana. Ya a las ocho y media, Damián empezó a preparar los caballos, seis para lxs turistas y la Tuna para él, una yegua preciosa que sólo Damián podía montar.
A las nueve menos cinco, pararon un Focus y un Corolla enfrente del caballaje. El Focus era un remís de Jujuy, que Damián ya conocía; el Corolla era auto de turista. El primero en bajar fue Guillermo, del Corolla. Damián lo reconoció enseguida. En orden, bajaron Mamá, el falso Padre, dos mujeres que no conocía y un tercer varón que no reconoció, pero dedujo que era el Leandro que lo había llamado el 19. Guillermo y Leandro, al igual que las dos mujeres jóvenes, lo saludaron con cortesía. El Padre fracasado fue menos efusivo, por lo que Damián no llegó a darse cuenta de si lo había reconocido o no. Pero los ojos de Mamá no podían mentir; dijo un “buenas” desde lejos y ya no habló.
Damián actuó conforme a lo establecido en la charla; dio las indicaciones iniciales, comprobó que todxs tuvieran anteojos de sol y agua suficiente y le pidió, con mucho respeto, a una de las mujeres jóvenes, que se levantara un poco la pollera para comprobar si traía pantalones largos. Hechos todos los preparativos, lxs turistas fueron subiendo unx a unx a los caballos, todxs, menos Leandró, con ayuda de Damián, que sintió que se le electrificaba el cuerpo cuando tocó a Mamá y le dio el empujón definitivo. Ella no lo miró.
Fue hasta la Tuna, la montó y arrancaron. El camino estaba lleno de curiosidades sobre las cuales Damián daba explicaciones a pedido. Accidentes geográficos, fauna, flora, historia. Iban a tranco lento, salvo en algunos llanos en los que se podía correr, algo que Guillermo y Leandro querían hacer con insistencia. “No me loj hagan coyer demasiao a estaj hora que despuej hay que golver, loj cabaio se me sudan y no tienen mucha agua por acá”. Fuera de eso,la cabalgata fue tranquila. El paseo por la salina no era parte de su trabajo, por lo que se quedó abajo de unos árboles esperando que volvieran y atento a la hora, por si no lo hacían. Más o menos a la hora y media, el grupo volvió. Se repitió la ceremonia de la montada y volvieron por un camino distinto, algo más difícil pero con paisajes más lindos.
Llegaron al pueblo a las cinco de la tarde. Guillermo y Leandro volvieron a ser efusivos, celebrando la travesía y prometiendo repetirla, cosa que, Damián sabía, ni iba a suceder (nunca sucedía). Saludó a las muchachas, estrechó la mano del falso Padre y, finalmente, quedó cara a cara con Mamá, que lo miraba fijo. “Que tenga un güen día, Doña”, dijo Damián. Mamá se secó una lágrima, dio media vuelta y entró al remís.
Fue la última vez que se vieron.

sábado, 28 de septiembre de 2019

CDLXXXV

Deberíamos dibujar a Dios con la lengua
en algún vidrio exhausto de glicinas y arrayanes
descoser el color absurdo de la creación
reemplazando con saliva fresca el tumor del color
para ver qué nos queda de humanidad
para oler el beso de antemano, aunque nunca ocurra

Dejo el mar
dejo el río en su delirio amarronado
lo que pinta un ojo lo despinta la tarde
por eso
amor
no hay que mirar
si el beso está perdido
lloremos

Esta noche vamos a desamarnos tanto como podamos
vas a agradecerme las obviedades

Quisiera
recordar esa vez del tapado rojo
sola estabas como un cactus
herida a contraluz
y lo lloré demasiado
tanto que brotaron los hijos de tu vientre imbatible
por eso
amor
mejor dejar el tiempo en otras manos
lloremos
y veamos qué mundo existe detrás de una lágrima

CDLXXXIV

Vayamos a ver”, dijo el flaco, cuyo nombre no recuerdo. Trabajábamos los dos como personal de seguridad del Hospital Argerich, un empleo que me hacía llorar de noche, en la cama, pensándome en mi uniforme policial y pidiendo a la gente que abriera carteras y mochilas, universos privados a los que nadie tiene derecho. “Vayamos a ver”.
El rumor era un accidente grave. Una mujer bastante mayor había resbalado en el cordón y un 54 le había aplastado la cabeza con las ruedas de atrás. Dudé; no sabía si me interesaba esa escena, pero fui. Se veía un cuerpo anciano y femenino, boca arriba en la acera, que terminaba en las ruedas dobles traseras de un colectivo, a la altura del pecho. El flaco se acercó, yo no. A la pasada, un policía pasó con una bolsa de residuos y una pala; no sé si por mi uniforme, me habló: “hay sesos por todos lados”, dijo. Me alegré de no haber llegado más al lado.
La escena macabra me quedó impregnada en el recuerdo. Ya no voy para La Boca, pero en los tiempos en los que viví allí no podía parar en esa esquina sin rememorarla casi de inmediato; y aun sin reverberar en el sitio puntual, las paradas de colectivo y las mujeres mayores, juntas, me producen un efecto similar, al menos a veces.
La escena espeluznante es en realidad una excusa. El tema es la muerte, o la vida; y el amor. La vida y el amor comparten una característica sobrecogedora y brutal: el paso de la vida a la muerte y del amor al desamor son instantáneos. Una mujer va a tomar un colectivo, se resbala y listo, ya no existe; un amante sabe de forma inmediata, como un golpe en el pecho, que ha dejado de serlo. El paso de la vida a la muerte tiene una ventaja: se pasa del todo a la nada, pero no hay sufrimiento una vez transitado el pasaje; pero el desamor es una nada que perdura en el alma, un vacío que se arrastra como lastre irremediable. Hay que seguir viviendo, con el amor ido a cuestas; y puede suceder algo aparentemente paradójico: quien sigue amando, sin ser correspondido, sufre tanto como quien no encuentra correspondencia en su desamor, cuando quien deja de amar sabe que el ser al que amó no merece sufrimiento alguno. Amar no es desear la felicidad de le otrx, sino estar alegre en conjunción. Saber de la infelicidad de una persona con la que se ha compartido una vida es un tormento feroz, culpable, sombrío.
El desamor ocurre como una puñalada, además; pero sucede lo mismo con el conocimiento y la aceptación de que lo que fue ya no es. La muerte ocurre una vez; el desamor, al menos dos: la primera se sirve de la extensión y la segunda de la intensidad.
Otra cosa en la que la muerte y la pérdida del amor se parecen es la obstinación en las nimiedades, en lo que parece o pareció insignificante, que cobran su dimensión cuando unx sabe que ya no van a suceder nunca. Los grandes momentos, las felicidades portentosas y los enconos más terribles viven y mueren en su ocurrencia y por eso no tienen valor para la tristeza; pero un gesto repetido, una forma de cebar un mate, una tristeza estúpida producto de un descuido leve, esas son las cosas que desgarran, porque son las cosas de las que están hechxs el amor y la vida. Recuerdo de mi abuela, por ejemplo, su forma de revolver el café para que tuviera espumita, no puedo pensar mucho en eso sin sumirme en una melancolía dolorosa; o de mi padre un brazo en un asiento de colectivo puesto de forma que pudiera acomodar mi cabeza. Recuerdo, desde ya, furias y enormes alegrías; pero fueron plenas en sí mismas y no duelen, no escarban en el alma buscando la fragilidad para hacer hogar en el vacío.
Cuando era pequeño, el marido de mi madre me dio una paliza salvaje. Estábamos en casa sólo él, mi hermano menor y yo. Cuando llegó mi madre le contó la golpiza con lujo de detalles. Recuerdo los golpes, desde ya, pero el dolor sólo adviene al recordar la cara impasible de mi mamá, mirándome con ojos vacíos. Del mismo modo que duele por pasado el instante fugaz en que yo la esperaba en la ventana y la adivinaba llegando por su forma de caminar.
Pero sobre el desamor hay algo más doloroso aún y es la incerteza, algo que la muerte no admite. No amar tiene algo del orden de la decisión, sin ser una decisión; ¿sabe siempre unx si lo que siente es que el amor se ha ido? ¿Y si se tratara de una desconocida imposibilidad por recrear esa rutina exacta que le daba sentido a todo? ¿Será que ya no se ama o que la costumbre ha sembrado su asco como un campo de tumores en la vida? ¿Y si todo fuera cuestión de volver a los olores primitivos, a la sorpresa ante la piel tan suave y dulce como el damasco en el árbol? La muerte elimina de una vez toda pregunta, pero el desamor, por el contrario, las multiplica hasta la locura, al punto de ponerse en duda a sí mismo: ¿y si no es desamor, sino un frenesí de egoísmo y autocompasión ante la falsa pérdida de un Yo que sólo existe amante de le otrx? ¿Hay acaso desamor sin ese golpe brutal que lo anticipa y lo revela? En otras palabras; ¿puede acaso dudar, pero dudar en serio, quien dejó de amar? ¿Pero puede dudar quién ama?
Vuelvo a la anciana absurdamente muerta. La duda no cabe allí, aunque sea pertinente cierto abismo en el alma producido por una pequeñez que deriva en la catástrofe irreparable. Si bien la muerte no admite dudas, no toda muerte es tan abismal como los de la pobre vieja debajo del colectivo; porque hay muertes anticipadas y hasta deseadas, procesuales, que inician su luto antes de la instancia del no ser definitivo. Pero el amor sólo revela su proceso en forma retroactiva, tramposamente, para aliviar el pena o para profundizarla a propósito, con cierto regodeo en la miseria que la muerte no produce, o produce menos.
Esa mujer fue madre de alguien durante mucho tiempo y de pronto el hijo dejó de ser hijo por una chancleta que se torció. No hay explicación para eso, ni anticipatoria ni retroactiva; pero con el amor no pasa lo mismo, no hay causa y eso es insoportable.
Vayamos a ver”, dijo el flaco. El rumor era un abandono. No hay nada que ver ahí. El amor es una forma mejorada del tormento que produce el fin. La vida no tiene significado; el amor no tiene sentido.

viernes, 27 de septiembre de 2019

CDLXXXIII

No hay dos
ese es el drama
todo se vuelve
soledad
dos soledades
dos desgracias
la vida
impar como la noche
derogada
por nadie
sólo ida muerta
vida impar
amor
qué vas a hacer
que voy a hacer
ahora
¿amar de nuevo?
¿por qué?
¿a quien?
Lloremos
lloremos
nada está aquí
en la ventana

CDLXXXII

Empalaga la mañana el recuerdo
de lo que fue mejor, de lo perdido,
el dolor carroñero hace su nido,
y proyecta en la sangre lo que pierdo

¿Cuánto habra que sufrir su lejanía?
¿Cuántas heridas deja lo vivido?
¿Donde descansa el alma su sentido
que significa sólo una porfía?

El adiós es la muerte abigarrada
o una forma imposible del espanto,
del amor siempre queda nada, ¡nada!

Y es tan cruel el vivir sin un abrazo
que la sola certeza del quebranto
hiere el pecho con flecha envenenada

jueves, 26 de septiembre de 2019

CDLXXXI

El tiempo es inclemente
no debería pasar
ser con otrx tanto tiempo
y de golpe no
un no que no se sigue
que no tiene axioma
sino sólo espanto

No está bien
la pena se engalana
lo triste es sin duelo
es sólo arena
en un día de viento
entra en los ojos como lágrima
y sale como lengua
que embarra el pasado

Y sin otrx no hay uno
Yo no sabe quién es
sólo ambula
arremanga el deseo
para que se vea
la marca de lo sido
Yo deja de estar siendo
de repente
como un disparo

No debería pasar
pero un día sucede a otro
y Yo no entiende
que el amor pase
así
como relámpago
y Yo teme
morir de desamparo

miércoles, 25 de septiembre de 2019

CDLXXX

Ello sangra
Ello quiere desea
Ello sufre
Ello baila
en el témpano lento
rehilado en caramelo
Ello teme
que ella escape
que ella se quede
Ello duda
Ello llora
el camisón antiguo
celeste hasta el espanto
de la muerta dulce
Ello
una noche la pena acaba
no esta
Ello espera
morir de amores
morir de amores
luna
luz
Ello te reclama

CDLXXIX

Abel vive de la zafra. Mejor es decir que trabaja en la zafra y vive como puede, que no es tan mal, porque no está solo y porque no gasta. Es el menor de siete hermanxs, tres de los cuales trabajan con él. Las tres mujeres trabajan en Libertador (toda la familia se niega a llamar Ledesma al pueblo) y la mama está en la casa, viejita ya para el trabajo.
Melchor Ávila, su padre, desapareció el 23 de julio del 76, durante el apagón; era dirigente gremial. Abel tenía un año. Cuando dice su apellido la pregunta es de rigor, “¿algo que ver con Melchor?”; “soy el hijo”, responde, nada más. Los Ávila son respetados por la peonada, porque su padre fue un dirigente de esos que conseguían cosas concretas: descansos, jornadas, bonos. Una vez, junto a otro grupo de zafreros, paró el trabajo, algo inédito; todos los que lo acompañaron desaparecieron también, salvo Acuña, sobre el cual pesa la sospecha de ser el que cantó los nombres, algo que nunca se pudo probar; ya no vive en Jujuy, sino en Salta, donde abrió una casa de comidas.
Abel habla poco, muy poco; por lo general, para responder preguntas, o pronunciar algún monosílabo por cortesía, cuando le cuentan algo. Sólo mantiene algo parecido a una conversación con el viejo Caracha, que conoció a su padre y está grande ya para el trabajo. Abel le ofreció una vez hacerle los trámites para entrar en la moratoria de la jubilación, pero el viejo no quiso. “Nací en la zafra y en la zafra me voy a morir”, dice. Abel sabe más de su padre por él que por su propia familia; Caracha zafó de pedo, porque estaba algodoneando de golondrina en Formosa. Sólo volvió a Libertador en el 83 y a la zafra en el 86. Entró por un favor y pasó los controles.
Una tarde le dijo a Abel: “Io no sé cómo no me hande haber agayado, pero que me buscaron, me buscaron. Mice iamar Cárdenas y viví en una tapera pulgosa, fiera, hasta que se jueron los milicos; áy me volví pacá y tu vieja me aiudó una barbaridad; era como tu viejo, la Paca; juerte y corajuda”. Abel lo cuida como si fuera su viejo y una vez casi lo echan por levantarle la voz a un capataz, que no atendió los años de Caracha, desmayándose de calor.
La casa de Abel queda en las afueras de Libertador, cuarenta y cinco minutos a pata desde y hasta la zafra, que camina irremediablemente, llueva, haga frío, calor; los hermanos van en la chata, pero él pefiere ir a traviesa; sólo se suma a los otros cuando vienen los temporales. Las caminatas, a la vuelta, le sirven para, cada tanto, arrimar una carne a la cena; una iguana, un conejo (raramente), una serpiente o un pájaro incauto. Eso lo aprendió de Caracha, eximio gomerista, entre tantas otras cosas.
En la casa con La Paca viven sólo él y Milagros, la mayor de las mujeres, además de La Paca, desde ya. Estuvo de novio una vez, pero no la pasó bien; le gusta estar solo, leer y salir a chupar los viernes y sábados. Durante la semana no toma nada, pero cuando empina, le da duro y tiene una resistencia notable. El tema es que se pone bravo y ya se peleó demasiadas veces, en general con éxito, porque es duro, fibroso y tiene una piña que asusta, por lo que no se le retovan mucho.
Hoy, Abel tiene una única preocupación verdadera: el viejo Caracha. El rigor de las estaciones y del trabajo se le vuelve año a año más pesado y ya no rinde; no lo echan por lástima o por costumbre y porque más de una vez Abel cortó de más para engrosar el bulto de su amigo. A Abel, todavía, le sobra con qué. La mama no lo preocupa, aunque sabe que no le queda mucho; pero Paca está cuidada y acompañada, sobran los nietos dando vueltas y están él y la Milagros, además de que Dolores y María Eva pasan seguido a matear y revisar que no falte nada. Caracha, sin embargo, está solo; la Elvira murió hace tiempo y los dos hijos casi no vienen de Buenos Aires, donde viven; él, sin embargo, habla orgulloso de ellos, abogado uno y médico el otro. Al menos dos veces por semana, Abel pasa de visita y el viejo es una fonola; habla y habla. A veces cuenta anécdotas con Melchor, pero no habla de política, porque se pone malo; Abel sabe que hay cosas que al viejo le encanta contar, por lo que cada tanto le dice “Caracha, ¿cómo jue esa vez que lo dejaron al Cocho en la plaza, durmiendo con el colchón” y el viejo se enciende y cuenta el cuento como si fuera la primera vez. También van juntos a ver a Gimnasia, casi como un ritual que al viejo le saca veinte años durante noventa minutos. Apenas el árbitro da el pitido inicial, Caracha grita “¡Cobrá bien, jueputa y la conchetu vieja!”; así será el resto del partido. La única vez que fueron juntos a Buenos Aires fue para ver un Gimnasia de Jujuy – Boca, que ganó Gimnasia 1 a 0, con un gol de Trimarchi. Caracha tiene una foto de Trimarchi en la sala, porque desde ese día viene inmediatamente abajo de Dios.
Así es, o era, la vida de Abel.
Amigos, no; compañeros, pocos y de novia ni hablar; cada tanto un filo en alguna fiesta barrial y uno o dos polvos. Suficiente para él. Su única y no menor inquina es el Ingenio, que mató al tata. Durante rato estuvo maquinando atentados y sabotajes, pero con el tiempo quedó sólo la bronca. Se alegró cuando lo amenazaron a Blaquier con hacerle juicio, pero no le tuvo ni le tiene fe. Sin embargo, verlo vilipendiado en la tele le parecía un buen castigo para un hijo de puta tan grande.
El 22 de enero del 18, el Ingenio empezó a cortar el trabajo. Muchos nuevos se fueron, otros quedaron con jornada reducida y a algunos afortunados, entre los que se contaba él, les dejaron la completa; pero el viejo Caracha cayó en la volteada: lo jubilaron sin jubilación. No le sirvió de nada el esfuerzo de Abel para convencer a Baigorria, un capataz demasiado turro, para que lo dejara con media, por lo menos. Baigorria ni le contestaba. Abel empezó a tragar bronca y veía que el viejo se iba poniendo peor; “en la zafra me voy a morir”, se repetía Abel, sin saber qué hacer.
El 19 de enero del 19, a la mañana, vio que Caracha se acercaba al cañaveral, machete en mano. Se puso contento un rato, pensando que le habían dado la media, al menos, pero apenas el viejo llegó se dio cuenta de que la cosa no venía por ahí; “que no me paguen”, dijo Caracha, “¿Qué mimporta la guita a mí, ahora; diúltima te mangueo, ¿No cachoyo?”. Abel esbozó una sonrisa, pero se preocupó; no lo iban a dejar estar ahí. Le preguntó al viejo cómo había entrado; “Aiá en el algayobo grande lalambre'sta yoto y no se ve de la enchada di aiá; ¿Qué me van a decir?” Abel no dijo nada, sólo le dijo que se metiera más para adentro, que cortara de adentro para que no se lo viera por los pasillos; el viejo le hizo caso y empezó a laburar. A la hora, más o menos, apareció Baigorria, de a caballo, a unos cincuenta metros de Abel; puso cara rara y se acercó. Abel ni se mosqueó cuando se le puso atrás y, mirando al viejo, dijo “ey, Caracha, quiacei acá, ¿cómo enchaste?”; Abel se dio vuelta y empezó a contestar “No va a cobrar, sólo quiere...”, “Vohcaiate, que no tiablao” interrumpió Baigorria, bajándose del caballo; ya abajo, volvió a la carga “¡Que! ¿No mioís, Caracha?”. El viejo se giró y le dijo que sólo quería trabajar, que no le pagaran, que no iba a armar lío. Baigorria se rió “Cuchá, Caracha, yastái haciendo lío; si te pasa algo quién paga, ¿vo? Yajá, Caracha, no miagái sacarte io” y mirando a Abel “¿Y vohqué mirá, Ávila? ¿Te crés que sos tu Tata? Acá ia no áy zurdos, Ávila; io ni sé por qué te dejaron; si era io, te yajaba el primero; andá a laburar”. Baigorria volvió al viejo; “Daaaale, Caracha, sali diái diuna ve”. Caracha miraba a Abel, pensando qué hacer, dio un paso tímido y Baigorria lo cazó de una solapa, para sacarlo; pero el viejo se tropezó y cayó de frente sobre las cañas cortadas en diagonal, algunas de las cuales lo atravesaron de lado a lado; una, específicamente, le atravesó la cabeza. Baigorria dio un paso atrás; “Ta madre”, dijo, “viejoe mierda y la concha de su vieja” y, mirando a Abel, “¿Viste, pelotudazo? ¿Iaura quiacemo, eh? ¡Decime, Ávila! Áy lo tené, miralo”. Abel miraba el cuerpo muerto de Caracha; levantó la cabeza y le dijo a Baigorria, “Loai matao, Baigoyia, loai matao”; “¿Io? ¿Que io loé matao? ¡Vo lo mataste, huevonazo! Te crés el zorro y sos un turro como tu viejo; mirá cómoás aiudao, Ávila”. Abel, no movió un músculo: “Yetire lo de mi viejo”, dijo; Baigorria se rió: “te viaser meter en cana, Ávila; io te vi peliar con el viejo y cómo lo empujaste”. “Yetire lo de mi viejo”, contestó Ávila. Baigorria se dio cuenta de que la cosa venía fulera, no había nadie cerca y llevó la mano atrás del pantalón. Abel no dudó: de un machetazo limpio le partió a Baigorria la cabeza por la mitad. El capataz cayó de rodillas y después para adelante.
Abel miró para todos lados. Se acercó al cuerpo de Caracha y le dijo “y al final te moriste en la zafra, viejo taimao; mirá en el quilombo que meai metío, ta madre”. Actuó rápido: cambió machetes con Caracha y revolvió la tierra para limpiar huellas. Tenía que salir por la entrada, porque se había registrado, pero pensó en no salir; se metió en el cañaveral, pero de enfrente y caminó por adentro hasta el primer pasillo que encontró, a unos cien metros. Empezó a cortar caña como loco; tenía que cortar dos horas en quince minutos, por si llegaba alguien enseguida. El sol rajaba la espalda, pero Abel se movía como un robot: chas, chas, chas, chas; una caña atrás de otra y cada veinticinco un bulto y de nuevo: chas, chas, chas, chas. Pasó más o menos media hora y ya había cortado caña como de medio día. Paró un poco, porque ni sentía los brazos. Fue cuando escucho los primeros murmullos, que se hicieron gritos. En la punta del pasillo apareció Aparicio, otro capataz; “¡Che, Ávila, ¿quiacéi? ¿No sabés lo que pasó?”. Abel abrió los brazos, “no sé, ¿que pasó? Io no mee movío diacá desde las ocho; preguntale a Baigoyia, él te va decir”. “Largá eso”, dijo Aparicio, “Andá pa la enchada iá”; “¿Pero quiá pasao?”, preguntó Abel. “¡Andá a la enchada, Ávila, dejá todo y anda a la enchada!”.
Abel, machete en mano, empezó a caminar para la entrada; vio que todo el mundo hacía lo mismo. Una vez en la entrada, pasó un rato hasta que llegara el resto. Atrás, como arreando una manada, cuatro de los cinco capataces. El superior de todos, Ayala, paró el caballo adelante de la peonada y habló: “La viá ser fácil: Baigoyia sta muerto, lo han matao de un machetazo; y al lao está el Caracha, muerto, clavao en las cañas. No la hagamohlarga, jue alguno diacá, así que vamo, ¿quién sabe algo?”. Nadie respondió. Ayala se sacó el sombrero, se secó el sudor, se puso el sombrero de nuevo y pensó un rato. “Decime, Ávila, ¿el pasiio cuacho no te tocaba a voh?”; “Io empecé en el cuacho, pero Baigoyia me mandó pal ches, porque Peralta nostaba; me dijo quiba buscar algún ocho”, contestó Abel. “A lahocho me jui pal ches y me quedé ahí; no sé nada”, agregó. “¿El Caracha noera amigo tuio?”, preguntó Ayala. “Sí”, contestó Abel, “pero ni sabía questaba, lo yajaron”. Ayala se acercó a los otros tres capataces, hablaron algo y Ayala se bajó del caballo y entró al rancho que hacía de oficina. Al rato, salió y dijo “Güeno, parece que naides vio nada. Vamohacer así, diauno, van enchando y le dan el machete a Merlo, que les va a poner el nombre; dehpué, se me quedan acá ajuera, questá viniendo la policía. Cuando ieguen eios lehvan a decir queacer”. La peonada empezó a desfilar y la policía llegó en el medio, en dos camionetas. Abel contó ocho. Dos se fueron a hablar con los capataces y, después de la charla, encararon para el cañaveral; los otros seis se quedaron mirando a los zafreros.
Cuando terminaron de entregar los machetes, tuvieron que esperar un buen rato hasta que a lo lejos se vio al grupo de cuatro que volvía. Uno de los policías habló: “Güeno, gente; las cosa ehasí: hoy ya no se chabaja, se me van cada uno pa las casas, pero pa las casas, ¿tamo? Lohvamohair iamando a declarar, por aura como testigos, pero el que jue, bue, lo vamohagayar. Cuando vaian a declarar acuérdense que el que miente va adencho, derechito. Mienchas tanto, vamohacer las prueba. Acá se cieya hasta que nosochos digamo. Pa las casas, va; y se me yegischan toditohal salir, ¿tamo?”
Los peones se fueron. Abel llegó a su casa temprano y contó la versión para la policía: que Baigorria estaba muerto, que el Caracha estaba muerto. Le dijo a la mama que creía que el Baigorria lo había querido rajar al Caracha y el Caracha lo había liquidado y después se había caído sobre las cañas. Eso, de hecho, fue lo que dijo en la comisaría, casiu dos semanas después, más lo que ya había dicho en el ingenio, a donde hacía diez días ya había vuelto. Le dijeron que en el machete de Caracha había ADN de él y de él en el de Caracha; Abel explicó que Caracha y él cambiaban los machetes todo el tiempo (lo cual era cierto) y ofreció que fueran a su cuarto y se llevaran todos los machetes; que iban a ver que en todos había rastros de Caracha. La policía lo hizo y lo que Abel dijo se cumplió. Hicieron lo mismo con los machetes de Caracha y encontraron en casi todos rastros de Abel.
No había testigos, por lo que se terminó diciendo fue lo que se le había ocurrido a Abel: todo había sido una disputa entre Caracha y Baigorria, que había terminado mal; lo único que no cuadraba eran las marcas en el piso que parecían huellas borradas. El caso se cerró así, de todos modos.
Unos días después, en pleno trabajo, Aparicio se le paró a Abel al lado, arriba del caballo. Abel paró y lo miró; “¿qué pasa?”, preguntó. “Io te vi, negro; io sé que juistes vo”. “Na que ver”, dijo Abel, “vio mal”. “No Ávila, vi bien, ye bien; juistes vo”. “Dígale a la policía, entonce”, contestó Abel, “pero eh lo único que tienen; y además, si hubiera visto, ¿por qué no dijo?”. Aparicio hizo un gesto de desdén con la mano. “Te via decir algo, negro, pero no te creás que somoh amigo, ¿tamo?”. Abel se quedó inmóvil y mudo, espertando. “Io lo conocí a tu viejo, ¿sabé? En esa época éramos zafreros los do. Discutíamoh todo el tiempo; tu viejo era imposible, inchatable, le nombrabas al Blaquier y se le hinchaban lah vena de la frente. Io nunca me metí en política, pero al Ávila se le tenía yespeto; io le tenía yespeto; él creía en lo que creía. El año que nacistes vo, acá se armó flor de quilombo; tu viejo era cabecilla, pararon la zafra como ches díah. A mí me daba por loh huevo, porque íbamoh a jornal y era guita que se perdía, porque no noh dejaban enchar; pero a la final, nos dieron un franco y unos pesos. El Ávila era un erue, acá; pero loh pachones ia lo tenían junao. Vo ia sabéh cómo terminó, no te lo voi a contar io. Lo quemaron al pobre Acuña, que no tuvo nada que ver; al yevés, era uno de loh que buscaban; y mirá, lo único güeno que hice en esoh años jue ayudarlo al Acuña a yajar a Formosa. Jue difícil, pero salió bien. Io siempre jui más corderito, así que un día me subieron a celador y despueh a capataz. Ahí lo conocí al Baigoyia, pero de veras. Tremendo hijoeputa; más milico que Videla, que había empezado en la zafra y había subido yápido por jueputa, nomá. Un asco de tipo. Aura te lo puedo decir: el que marcó a todos jue Baigoyia, que había ayeglado con los pachones hacerse pasar por huelguista. A todos, los marcó; y a tu viejo al primero. Io te vi, negro. Pero si alguno tenía que matar al sorete ese, teníah que ser vo. Tu viejo ay destar orguioso aiá ayiba”.
Abel se quedó callado. Después de pensar unos segundos, sólo dijo “io no tuve na que ver”. Aparicio giró el caballo. “Ta bien, negro” dijo, “cuidate y mandale un saludo a la Paca, de Aparicio”. El caballo empezó a caminar hasta el final del pasillo y dobló a la derecha. Abel se quedó quieto un rato y se inclinó hacia las cañas; “Es pa voh, Tata”, se dijo a sí mismo; y empezó a cortar.

martes, 24 de septiembre de 2019

CDLXXVIII

Va desde esa nube
conejo alucinado
hacia el sur
sur de dientes
en el muelle
madera de raulí
olor a menta
ella
muerta
llorona conclusa
que vio
en los brazos
al niño Jesús
pintado de amarillo
blanco como leche
nieve
rezagada de abril
ella
cierva en proceso
sutil
como el beso
no
ella
el beso
muerta
lágrima en celo

CDLXXVII

Cuando tenía siete años, u ocho, no más y mi padre no era todavía solamente una palabra, nos veíamos fin de semana por medio, desde el viernes a la noche hasta el domingo a la tarde. Era el régimen de visitas estipulado y creo que a él le sentaba bien. No sé si él disfrutaba de mi compañía, sí sé que su pareja no. Más allá de eso, la mayoría de nuestros encuentros era placentera para mí. Él, siendo mucho más joven, había empezado a estudiar ingeniería y había abandonado; tenía una gran habilidad para los números, que me traspasó, con técnicas para hacer cuentas mentales y encontrar múltiplos de números complicados, algo a lo que jugábamos en los colectivos o en el tren. Sabía bastante de física, también y, al menos para mi completa ignorancia, de astronomía.
Había un momento de nuestros encuentros que era particularmente importante para mí: la hora de acostarme, por lo general temprano. Habíamos hecho una rutina que consistía en “charlar”, o al menos así llamaba yo a la actividad, que duraba unos quince minutos y a veces más, dependiendo del tema, que siempre proponía yo y se realizaba conmigo acostado y con él sentado al lado de la cama.
Los temas eran variados. La muerte era recurrente, al igual que la geometría y las teorías físicas de Newton, que me fascinaban. Algunas veces hablábamos de fútbol, cuando habíamos ido a la cancha, algo que sólo hacía con él. Pero por lo general, lo que más me interesaba era hablar sobre “el cielo”, que en sus relatos adquiría ribetes mágicos. Supe, ya desde pequeño, que las órbitas de los planetas eran elípticas, el por qué de las estaciones y las duraciones de los días y las noches en relación con la cercanía o lejanía del Ecuador (o de los polos, que es lo mismo) y el Teorema de Arquímedes, que me aprendí de memoria rápidamente y que hoy, indefectiblemente, uso como ejemplo como docente para explicar los modelos nomológicos en epistemología. No obstante, mi tema favorito era Einstein. No sé si mi padre sabía poco, algo o mucho sobre él; en ese momento creía que lo sabía todo. Lo escuchaba hablarme de universos curvos, de agujeros en el espacio, de tiempos y espacios relativos (con un ejemplo de trenes que hoy, también, uso frecuentemente, tal como él me lo contaba) y me sumergía en un mundo de ensueño, mucho más interesante que los mundos de los cuentos infantiles, que casi no conocía. Pero la luz... la luz era la maravilla, el personaje principal de cualquier relato. Mi primera perplejidad fue el descubrimiento de que la luz era un objeto y a la vez no, que tenía masa y no la tenía, lo cual hacía que, al igual que una piedra o una pluma, se doblara, afectada por la gravedad, por “poder tener” masa pese a estar toda ella compuesta por elementos que carecían de ella. Fue de mi padre de quien escuché hablar por primera vez del principio de incertidumbre. Volvíamos sobre el tema varias veces, porque me era inaceptable, a mi corta edad.
Sin embargo, fuera de toda duda, mi mayor estupor fue el saber que la luz era principalmente radiación, energía en movimiento, pero extremadamente veloz, tanto, que no existía nada que pudiera ir más rápido (creo que hoy se ha demostrado que esto es falso, pero es irrelevante a los efectos de lo que quiero decir). Escuché, entonces, el término “año luz”, sobre el que mi padre me explicó que consistía en una unidad que medía distancias, no tiempo, a pesar de contener la palabra “año”. Esto llevaba a la conclusión de que si una estrella estaba a un año luz de la tierra, eso quería decir que estaba a una distancia que requería un año de viaje de la luz; para resumir: si yo veía una estrella que estaba a un año luz de distancia, la veía “como era hacía un año”. Pero, al parecer, no había estrellas que estuvieran tan cerca y la inmensa mayoría estaban a decenas y hasta centenas o miles de millones de años luz, por lo cual, era muy factible que, al alzar la vista, yo estuviera viendo un enorme número de estrellas que, en rigor, no estaban más allí, por haber muerto hacía ya muchísimo tiempo. Sin necesidad de alejarme tanto, el sol que veía “ahora” e incluso el calor que sentía “ahora”, eran en realidad un sol y un calor “de hace algo más de ocho minutos”, al igual que la luna, que se veía como “había sido” un segundo y pico atrás en el tiempo. Mi padre me dijo, a colación de esto, citando a alguien que no recuerdo, que mirar el cielo era como mirar el pasado. Esa frase quedó grabada en mi mente como una sentencia del orden de la revelación.
Todo lo dicho hasta aquí fue sólo una introducción, probablemente más extensa que mi relato.
En casa no se fuma, o dicho mejor, como soy el único que fuma, no puedo hacerlo “en” casa; entrecomillo el “en” porque, en rigor, lo puedo hacer, pero sólo en la ventana de la cocina, con la puerta cerrada, o en alguno de los dos balconcitos, del living o del cuarto (preferentemente en el del living). Fumar a pasado a ser una ceremonia que tiene algo de bueno: el momento de fumar se dedica sólo a fumar. A fumar y mirar y pensar. Fumar en los balcones tiene de atractivo que veo la calle y, sobre todo, la esquina de Mitre y Uriburu, donde siempre ocurre algún evento digno de mención, sobre todo automovilístico; pero es también muy atractivo ver a la gente que viene y va, a los borrachos del Hotel y los de la esquina, a las peleas entre peatones y ciclistas, que son fija. En la cocina fumo de noche, casi con exclusividad, cuando los balcones ya fueron cerrados, merced a la obsesión de mi pareja, a la cual raramente me rebelo (aunque alguna vez me atrevo, cuidándome de cerrar todo cuando termino).
Como ya conté en alguna oportunidad aquí, desde la ventana de la cocina se ve una estrella; se ven más de una, sobre todo algunas noches, pero hay una en particular que tiene un ciclo que conozco tan bien que me permite saber la hora sin necesidad de mirar el reloj. La cocina da al pulmón y esta estrella sale alrededor de las 22:30 de atrás de mi edificio, cerca de las 23 queda justo sobre la medianera entre una casa aledaña y un gimnasio y luego transita todo a lo largo el muro del gimnasio; tipo 00:00 está sobre la primera luminaria, a la 1:00 llega a la segunda y a las 2:30 desaparece detrás de un edificio. Es “mi estrellita”, que bien podría ser una galaxia, algo que prefiero no suponer para que mis ideas tengan sentido. Como todos sabemos, no hay nada más eficaz que la verdad para destruir las ideas que valen la pena.
Suelo acostarme tarde y escribo en la cocina. Cada tanto, el rito del pucho y el café me llevan a la ventana, donde está ella. “Está” significa aquí que la veo; no sé, efectivamente, si está o no. O, mal aplicando el principio de incertidumbre, podemos decir que es probable que esté y no esté; no vemos, por otra parte, lo que está, sino lo que queremos que esté, en general. Entonces fumo y la miro; es casi mi único pensamiento en la ventana, cuando trato, precisamente, de no pensar demasiado, para lo cual me sobran el día y la mesa; pero a veces falla. La mente funciona de esa forma; sólo una pequeña parte de lo que pensamos es producto de una decisión, lo que sigue es una catarata involuntaria de desvíos y desvaríos, que cada tanto se pueden disciplinar, a menos que la invasión sea más interesante que lo que estábamos pensando.
Contar un pensamiento es también un problema, porque el pensamiento, como la percepción, es muchas veces total; llega completo, en forma de revelación, pero se cuenta sucesivamente, lo cual ya destruye toda pretensión de adecuación entre el relato y el pensamiento (o la experiencia). Haré lo que pueda para no hacer demasiada injusticia a lo que se me ocurrió.
Todo es una cuestión de magnitud, de magnitud del tiempo, quiero decir. Si es verdadero, y al parecer lo es, que vemos los objetos distantes de un modo diferente al que los objetos están siendo en el momento en que los vemos, lo cual aplica a elementos no tan distantes como la luna, entonces, aunque sea por una diferencia infinitesimalmente pequeña, “todo” lo que vemos es y no es lo que efectivamente está allí, frente a nuestros ojos, como una evidencia irrefutable. Dicho por la contraria: siempre vemos lo que ha sido. Si a eso sumamos el hecho de que el “ver” y el “contar lo que se ve” difieren cualitativamente (veo una campera beige en la silla de una vez, pero cuando formulo la frase “hay una campera beige en la silla” estoy suponiendo que eso que fue total e inmediato permaneció idéntico a lo que vi durante todo el tiempo en que estuve formulando la frase).
Si todo fuera así, ¿qué posibilidades caben para atender a la frase “viví el presente”? Salgo a la ventana, miro mi estrellita; ¿qué tiempo estoy viviendo?
En el torbellino indetenible de la idea, el problema del tiempo se vuelve como un quiste. Supongamos por un momento que todo lo dicho hasta aquí es una suerte de legitimación fáctica del problema del tiempo como fenómeno físico, o al menos explicado desde el punto de vista de la física, como una herramienta de legitimación empírica de la imposibilidad del presente, menos mesiánica que la explicación agustiniana (aunque ésta sea difícilmente contestable) y más acorde a la preferencia de las almas sensibles que necesitan pruebas más científicas y menos metafísicas.
¿Y si fuera esta determinación irreparable del tiempo, que se resiste al pensamiento, la causa de la imposibilidad de pensar al cuerpo de manera adecuada, como sostenía Spinoza? ¿Cómo es posible dar cuenta, desde la necesaria sucesividad del lenguaje, a la experiencia del cuerpo, que es siempre total y está “hecha” de una infinidad de elementos que, además, cambian permanentemente, también de forma total? En todos los problemas que se abren a partir de ahí, el tiempo es la valla infranqueable, ya que el lenguaje es incapaz de narrar una totalidad. Ese mismo tiempo que en los relatos de mi viejo me hacía ver cosas que no estaban allí o sentir en el presente temperaturas pasadas.
¿Y si el amor fuera un acontecimiento que quebrara, o pudiera quebrar la imposibilidad de la adecuación? Me refiero al amor como encuentro de cuerpos, es decir, al amor como sensibilidad, no como pensamiento y tampoco como sentimiento, que es definitiva una forma del pensamiento, que hizo del amor como idea un concepto infértil y performativo; el amor como romance, como esclavitud del cuerpo al concepto y, sobre todo, como herramienta de dominación, sobre todo (pero no solamente), de género. El amor romántico, como estrategia de posesión de le otrx, es el éxtasis de la inadecuación: le amante es siempre inadecuadx, porque el amor es pura idea de lo que debería ser, lo sea o no. Es una idea del amor como proyecto y no como sensación singular.
El amor es idea, desde ya; puede definirse. Spinoza lo hizo de una manera bella: “el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior”. Aquí el tiempo debería pensarse de un modo bastante diferente al que mi padre me contaba, casi por obligación con la definición que Spinoza hace de él (o al menos de él como el amor entre une humanx y otrx) un “algo” sólo definible como existente a partir de la comunión de dos cuerpos. Pero aun en el caso de que no se trate del amor humanx específicamente, sino, por ejemplo, de mi relación con la estrellita errante, el tiempo que ha tardado la luz en llegar a mí se vuelve irrelevante, puesto que el amor está siempre situado “ahora” la estrellita ya no está; yo he sido, siempre; pero lo común es el tiempo de la cópula entre el cuerpo y el brillo, que sucede en un tiempo detenido, iterado. Poco importa que del ojo al cerebro sea necesario un tiempo físico, porque el amor no sucede en el ojo, ni en el cerebro, sino en el cuerpo; y no es del orden de la idea, sino que está “acompañado” por la idea. Es el paralelismo es estado puro.

Pasa nada
no hay ventana ni puerta ni distancia
sólo una temperatura irremediable
y la fuga inmediata a tu espalda
revelada en el aire
plegada en los dedos rancios
todo el tiempo todo
como si no recorrieras la sombra
como si ya fueras cierta
pero ya
ni antes ni después de pronunciarte

Cuando iba con mi viejo a la cancha el tiempo no transcurría, como ahora, que es sólo un sustantivo que lo excede. Como no hubo tiempo esa tarde en Plaza San Martín previa a mi viaje a Rosario, a ver a mi viejo, que ya era palabra; no puedo narrar ese evento y sin embargo el recuerdo guarda cada detalle minuciosamente, al igual que el nacimiento de mis hijos, que no son del orden de lo contable, pudiendo describirse en oraciones. El amor es eso, parece.
Volviendo a las charlas con mi viejo, en una de ellas hablábamos de los círculos y del número “pi”. Me resultaba extraño que se tratara de un número indefinido, es decir, de un número con infinitos decimales; mi extrañeza era que una figura geométrica pudiera ser exacta, estando ella formada por partes indefinidas. Me explicó varias cosas al respecto, me contó de la carrera de Aquiles y la tortuga y de la diferencia entre la totalidad y las partes, en el sentido de que una totalidad puede tener características que cada una de sus partes, por separado, no tiene. Me ponía de ejemplo las rectas o los segmentos, que podían medirse, a pesar de estar formadxs ambxs por puntos que carecían de extensión, es decir: partes inextensas conformaban una totalidad extensa. Pero se me ocurrió algo que me dejó perplejo a mí mismo; de hecho, nunca me preocupé por averiguar si alguien ya lo había dicho, pero supongo que sí. Lo resumo así: “Es como – dije – si tuvieras un cuadrado. Ahora multiplicás los lados por dos y tenés un octógono, y los lados los volvés a multiplicar por dos y tenés un una figura de dieciséis lados; ahora seguimos haciendo eso todas las veces que podamos y nos vamos a dar cuenta de que en algún momento nos queda una figura formada por lados de sólo un punto (mi viejo me marcó, con razón, que para que fuera un lado hacían falta necesariamente dos); bueno, ponele que fueran dos, eso sería un círculo, como un polígono con lados y sin lados”. Mi padre me dijo que no, pero se ve que le quedó la idea dando vueltas en la cabeza y al día siguiente me dijo que por ahí tenía razón, pero que lo tenía que pensar.
No importa mucho qué pensó mi viejo, porque no recuerdo que hubiéramos vuelto a hablar del tema; pero pienso ahora si con el amor no pasará algo parecido, pero en relación con el tiempo; es decir: suponemos que el tiempo requiere de la sucesión; ¿qué pasa si empezamos a achicar esa sucesión, “n” veces? ¿Y si el amor estuviera hecho de eso, de ese momento final en el que ya no es posible dividir más el tiempo?
Pienso en dos cuerpos encontrándose, no ya en el sentido en el que nos encontramos mi estrella y yo, sino, precisamente, en esa distancia ya indivisible y, por lo tanto, sólo explicable en un tiempo también imposible de dividir; ¿Qué tiempo tendría el alma para “pensar” eso inadecuadamente? O dicho de otro modo: un alma enamorada, necesariamente, tiene que adecuarse a esa temporalidad sin medida posible. Cuerpo y alma enamoradxs, en armonía exacta y adecuación perfecta.

No hay del amor más rastro que lo ido
ni es de futuro que huele su paso
es el amante tan sólo un retazo
de un hoy que no es y nunca se ha perdido

Eterno ahora llovido en dolores
lienzo en el aire del fervor hiriente
incorruptible duelo del presente
que sólo habita quien sabe de amores

Cuenca vacía del ojo divino
vistos por nadie hierven los amantes
que sin mañana cuecen desatinos

El amor calca en el alma un aroma
que siendo nada fragua los destinos
de quienes lloran la nada que asoma

CDLXXVI

Soy él
el que anda
me mira
sube al regazo del sol
soy ese

Soy otro
no hay yo ni él
otro que ama
respira pasado
se duerme en penas
no soy yo
no soy él

Pero hay más
ni otro ni él ni yo
es quien calla
se hierve en odio
no desea nada
mata las horas
no soy yo
no soy él
no soy otro

Sólo quién
o quien
sabe demasiado de mí

sábado, 21 de septiembre de 2019

CDLXXV

Si el día se envició en su barricada
y el adiós se vistió de un mal idioma,
es la noche un dolor que sólo asoma
para hacerse huracán en retirada.

Es el filo del habla el que acobarda,
es el rostro, la voz, la risa herida,
es toda ella, sutil, triste, vencida,
una excusa en que el duelo se retarda.

Pero ¿cuánto ha de ser el desatino
de callar la feroz ley del deseo?
¿Quién decide el final del devaneo

sin dejar sangre seca en el camino?
El final es feroz, no hay ya recreos
que den tregua al desprecio clandestino.

CDLXXIV

Ella entró en casa un martes a la madrugada. Se llama Luana, aunque no lo sabe. Desde mi posición en la cocina es imposible que algo de ese tamaño entre por la ventana sin ser visto, por más abstraído que esté, escribiendo o aburriéndome con el teléfono o las redes sociales. Lo que vi fue una mancha que cruzaba el tramo de pared blanca que está entre el marco de la ventana y el otro borde de la mesa. Levanté la cabeza y no vi nada, por lo que me moví para el costado, evitando la mesa, que hacía de pantalla. Estaba quieta, en el medio de la pared.
Me quedé, en principio, quieto, mirándola y pensando qué hacer. Me acordé del cuento “La migala”, de Arreola y tuve tiempo de imaginar si yo sería capaz de convivir con una sensación así; pero Luana no era ni por asomo de ese nivel de amenaza y era, además, muy bella. Me paré despacio y me acerqué, lo que la hizo moverse y quedar oculta por la tabla de planchar. Siempre sentí con las arañas la sensación de que se trataba de alimañas saltarinas; sé que algunas lo son, pero son muy pocas y Luana no era una de ellas; ya lo averigüé. Le saqué una foto y resultó ser una araña negra, que al parecer sólo pica si se siente amenazada, pero su picadura no es mortal, aunque puede provocar muchos síntomas desagradables y es muy dolorosa. Se quedó detrás de la tabla, decía; dudé sobre qué hacer y al final despegué la tabla de la pared, pero ya no estaba, lo que me llamó la atención, porque no la vi salir.
Entonces miré hacia abajo y la vi en el zócalo, a dos centímetros de mi pie, que retiré violentamente y dando un saltito para atrás. Luana, por su parte, bajó a la esquina entre el zócalo y el piso y partió a toda velocidad hacia la puerta. La seguí y la encontré en un rincón, en el distribuidor, inmóvil. Ya había decidido no matarla, de todos modos, antes de que entrara; no mato bichos, salvo mosquitos y alguna cucaracha que no se esconde antes de que me decida; a veces hormigas, bueh, pero sólo cuando son plaga. El tema es que Luana es verdaderamente grande, mucho más que cualquier araña que haya visto en casa alguna vez; ¿qué hacer? Mientras pensaba esto, mirándola, se fue arrimando despacio a una escalera de madera que tiene un bajo escalera amplio, lleno de cosas, algunas de uso frecuente. Fin de la historia. Seguramente haría sus telas por ahí adentro.
Dos días después, reapareció en la cocina, en el repasador. Se me ocurrió mirar el techo y en una esquina había un hogar en construcción. La tela de las arañas negras es peculiar; se trata de una tela muy densa y amplia, con un agujero en el medio, donde se resguardan y alimentan. Suelen no salir de las telas, pero si escasea la comida bajan a cazar. En la cocina hay, indefectiblemente, una que otra cucaracha, así que supuse que estaba reconociendo el terreno. Fue cunando la bauticé, con el nombre de una chica de la secundaria que me gustaba. Pero necesitaba el repasador.
Fue la primera vez que establecimos contacto fuera del ámbito meramente visual. Agarré el repasador de una punta, contraria a la dirección en la que Luana miraba, para moverlo, suponiendo que iba a correr. Corrió, pero para el lado de mi mano, a una velocidad que no me dio tiempo de retirarla, por lo que pasó por encima de mi dedo índice. Mientras yo trataba de recuperarme del preinfarto, Luana subía, ligero al principio, más lento después, a su hogar; mientras la miraba subir me figuré que estaba más grande. Leí un poco más en Internet sobre sus costumbres, tratando de encontrar alguna referencia un poco menos difusa a su peligrosidad. Supe, así, que “sentirse atacada” era sinónimo, por ejemplo, de meter una mano para agarrar un tenedor en algún sitio en el que ella se encontrara. Descubrí, a la par, que la potencia de la mordedura es directamente proporcional al tamaño del octópodo; si eso era cierto, y si es posible creer en Internet, una picadura de Luana podía dejarme una semana en cama, con vómitos y fiebre, además de una hinchazón sensible, dolorosa y grande.
Recalculé mi decisión acerca de si dejarla o no vivir conmigo; no era necesario asesinarla, con un frasco y algo de coraje y habilidad, podía sacarla de la casa. Quedó como idea, de todos modos. Mientras estuviera en la tela no había por qué preocuparse. Esa noche, mientras cenaba, Luana estaba fuera de su escondite, en el techo, a mi espalda. Sobrevino el primer cambio que ocasionó en mi vida, que fue el cambio de ubicación en la mesa, para tenerla siempre vigilada. Era un engorro, porque mi posición me impedía ver la televisión, algo que hacía (y hago) con frecuencia.
Los días comenzaron a pasar y, con ellos, mis hábitos; dejé de andar descalzo por la casa, por ejemplo, o miraba el interruptor de la luz en lugar de simplemente prenderla; pero lo más notorio fue que empecé a comprender que mi vida ya no era solitaria, por raro que parezca decirlo. La casa contenía otro ser, que a la vez era una amenaza permanente. Luana, con el correr del tiempo, empezó a aparecerse en lugares que no le correspondían: la mesada de la cocina, la pared de atrás del sillón del living, el baño; el baño, ese fue el primer lugar problemático, porque dejé de poder ir “de apuro”, ya que antes de realizar cualquier acción en el inodoro tenía que certificar que mi compañera no estuviera bajo la tabla, o en el inodoro mismo, o detrás de él. Más de una vez, estando ya en el baño, aparecía bajo la puerta y, siempre rinconeando, avanzaba hasta debajo del mueble del lavabo; pero a veces iba en sentido contrario, para perderse detrás del inodoro, lo cual me sumía en un inevitable estado de zozobra, cuando no me interrumpía, directamente.
Vivía en un perpetuo estado de inquietud bastante paradójico, porque no me desagradaba y a la vez me impedía concentrarme en mis tareas, creyendo advertirla cercana. Esa inquietud creció exponencialmente el día que la encontré sobre la almohada de la cama. Fue inevitable preguntarme cuántas noches habré dormido con Luana a mi lado, o sobre las sábanas, sin advertirlo. Tuve, entonces, que empezar a hacer algunas pruebas para ver si había forma de acostumbrarla a su casa propia y eso me llevó a vencer más de una imposibilidad psíquica. Me propuse como tarea empezar a alimentarla, dejándole insectos en la tela. Como el techo de casa era alto, tuve que comprar una escalera grande, que me costó un dineral. Creí que si la eficacia de su tela crecía, iba a peregrinar menos por ahí. El tema era qué insectos dejarle y, además, si debían estar vivos o no. Rápidamente descubrí que lo segundo era mucho menos eficaz que lo primero, pero el problema es que los únicos insectos que podía capturar en esas condiciones eral las cucarachas de la cocina, que eran difíciles de agarrar sin matar. Las barreras vinieron ahí.
En medio de esto, sucedió un episodio relevante. Una mañana, al ponerme la zapatilla, sentí que el pie se me quemaba, literalmente. Lo saqué, dolorido, detrás, salió Luana, que abandonó el zapato y salió corriendo fuera del cuarto. El dolor en el pie fue aumentando conforma pasaba el tiempo y los dos dedos inmediatos al gordo a hincharse arriba, para luego hinchar el empeine. El pié se transformó en una pelota de Rugby. No me dio fiebre ni tuve vómitos, pero anduve rengo una semana, o casi. Pasaron como dos hasta que se me desinflamó del todo. Ya no me calzo sin golpear primero los zapatos contra el piso. De hecho, casi no hay nada que toque o espacio que ocupe que no sea previamente revisado con cierta minuciosidad.
Vuelvo a mi nuevo rol de proveedor alimenticio. Una noche, mientras escribía, vi sobre la mesada una cucaracha chiquita. Más indefensa y agarrable que allí, imposible. Me paré y me acerqué y la cucaracha empezó a moverse hacia la pared; ni siquiera pensé: me tiré sobre la mesada y puse la mano como campana sobre el bicho asqueroso. Podía sentirlo en distintas partes de la palma y los dedos, buscando salir, hasta que me di cuenta que se había subido a la mano. Aproveché para cerrarla rápido, capturando así al insecto. Busqué la escalera y la ubiqué; con cuidado y lentitud enormes, empecé a abrir la mano, con la otra dispuesta para agarrar a la cucaracha, lo que logré. El tema era qué hacer ahora, si tirarla a la tela, con el riesgo de que rebotara y cayera, como ya había sucedido con otros bicho muertos que había tirado. Pero no sabía si Luana estaba en su hueco o estaba de paseo; desde mi posición no se veía bien y, además, el hueco era muy profundo; si depositaba a la cucaracha corría el riesgo de que la araña saliera y se encontrara con mis dedos; ya sabía yo las consecuencias de ese contacto. Ya estaba ahí; temeroso, acerqué al bicho a la tela y lo apreté. Medio cuerpo de Luana salió del agujero, pero se quedó tiesa; yo traté de sostener mi temor y, mirando a la araña, apreté un poquito más, dispuesto a sacar la mano al mínimo movimiento, que no se produjo. Cuando me pareció que Ya la cucaracha no tenía escape, saqué la mano, dejando al bicho tratando de moverse, inútilmente. Luana siguió en su posición intermedia un buen rato; de hecho, bajé de la escalera, la cerré y cuando volvía a mi silla para empezar a escribir ya la vi sobre la cucaracha. Desde lejos, vi cómo la envolvía en seda y la arrastraba, marcha atrás, hacia el hueco.
Ya mucho tiempo. Fui aprendiendo sobre ella y sé que está dentro de las posibilidades que crezca hasta los doce centímetros, de los cuales no está demasiado lejos, hoy. Ya nos hemos acostumbrado a convivir; más de una vez apareció en la mesa mientras escribía y me picó una vez más, sacando un desodorante de abajo del lavabo.
La tela se volvió verdaderamente grande. Diría que en su parte más extensa tiene más de sesenta o setenta centímetros, lo cual es bueno porque puedo darle de comer desde más lejos; una vez que un insecto toca la tela ya no puede salir. Gracias a Luana, le perdí el temor y los pruritos a casi todos los bichos que suelen pulular por la casa: cucarachas, chinches, uno que otro saltamontes o langosta en verano; lo único que no le doy son escarabajos, porque me gustan, igual que las vaquitas de San Antonio; todo lo demás es ración.
Y yo me acostumbré a la inquietud. Alguien podrá pensar que con el tiempo se atenúa, pero no es así. Nunca di el paso de tratar de hacerla subir a la mano; el recuerdo de su dolorosa mordida es más grande que la tentación. Pero vivo sabiendo que Luana está por ahí y duermo sabiendo que es muy probable que durante la noche seamos cohabitantes de la cama. Una vez, dormido, en verano, tuve la sensación de que estaba caminando por mi espalda: pero, repito, estaba dormido. Luana pasea por la casa y yo me acostumbré a esperar su mordida cada segundo.
Volví a andar descalzo.