miércoles, 31 de julio de 2019

CCCLVII

Lo decidió, a lo sumo, una hora antes. Los días, tal vez semanas o meses previos había sido una idea. En algún momento la idea se transformó en fantasía y no mucho después en pensamiento serio, real, espeso. Hasta que no fue decisión, sin embargo, prevaleció el miedo; el miedo al dolor físico, sobre todo, lo cual es comprensible. También pesaron en sus cavilaciones infinitas los dolores de lxs otrxs, físicos también, pero en un sentido menos literal y más metafísico, más amoroso; éstos últimos dolores, no obstante, los ajenos, eran exactos, comparados con los que él sufría todo el tiempo. Ellxs tenían que saber algo que no se podía explicar y él se los iba a enseñar, drásticamente. Tanto pensar sobre el asunto no hacía más que convencerlo de su certeza sobre el amor como fuente de dolor inagotable.

Alguien debía pagar tantos años, meses, días y segundos de injuria, tanta tristeza inmerecida, tanto sufrimiento. Contada en segundos, la capacidad humana para tolerar la agonía es incomprensible. Era demasiado injusto vivir a destajo la inclemencia del consuelo intrascendente, de la mirada compasiva, del reproche por lo inevitable. Había sido ya demasiado tiempo. De todxs, curiosamente, ella era quizás quien menos merecía el castigo. Fue lo más cercano que hubo al amor o, si el término era exagerado, al cariño sincero; pero no era inocente en absoluto. Su indecencia era el persistir en la ignorancia del final. Si ella sabía que él nunca iba a decirlo, ¿por qué esa obstinación en querer lo que ya estaba deshilachado en desprecios leves pero permanentes? Para él cada sonrisa de ella era un desconsuelo, una humillación, una decepción.

Pero ahora todo eso ya estaba concluido, ya ni siquiera se le cruzaba por la cabeza. La vida termina antes de la muerte, a veces mucho antes. Disfrutaba por primera vez en años de un aletargado, dulce y olvidado estado de serenidad, fumando en el balcón. Había prendido la televisión en un canal de música y de fondo sonaba un concierto de Ravel. Los chicos no estaban, lo cual era indispensable, ni iban a venir antes que ella. No podría decirse que no pensara, pero se trataba más bien de una repetición neurótica del momento cercano, una y otra vez, sin valoraciones morales ni razonamientos que pudieran entorpecer el devenir de los hechos. Si acaso pensaba algo, era más bien en el cigarrillo y en el café; y los disfrutaba, cosa extraña. Y un poco en la música.

No pasó más de una hora desde que él fue al balcón y ella pasó la puerta. Cuando escuchó la llave, se dio cuenta de algo que podría derrumbar el plan y se reprochó por no haber previsto algo tan obvio; ella, casi seguramente, iba a entrar y seguir de largo para la cocina, como solía hacer, sin mirar al costado. Si él se veía obligado a llamarla, el dramatismo de la escena devendría en patetismo y todo se vería irremediablemente arruinado; en algún rincón de su alma el pensamiento fue el destello de un alivio, pero no fue así como sucedieron las cosas y no tuvo tiempo de desarrollar la idea. Ella entró, cerró la puerta y se detuvo frente a él, en el vestíbulo, de espaldas, sacándose la campera y la bufanda y dejando la cartera en la silla. En medio de todo el movimiento, lo vio. Lo miró, le regaló una sonrisa de alegría sincera y lo saludó con felicidad. Él, impávido, no dijo nada, no hizo gesto alguno, no movió un músculo; sólo clavó sus ojos en los de ella de una forma tétrica que él sabía componer con tremenda eficacia. Fueron segundos, si acaso pasó tanto tiempo; lo único que él esperaba era que ella se diera cuenta. Y lo vio; lo vio en la cara de ella con meridiana claridad: ella supo; supo todo y hasta atinó a decir algo, que él interpretó como su nombre acogotado. Era todo lo que necesitaba: que estuviera, que supiera, que viera y anticipara; que sintiera al menos un segundo el desgarro de la impotencia absoluta, que sufriera la vida de él al menos un instante. Y eso estaba hecho, por lo que sólo restaba culminar.

Entonces, simplemente se inclinó para atrás. Escuchó su nombre, no ya apretado y temeroso sino gritado con un tono desesperado que jamás había oído, que si siquiera imaginaba que pudiera existir. No era el tono, ni el volumen, ni la desesperación de la voz lo que lo conmocionó, sino la comprensión repentina de su fantasía realizándose, su sentimiento de angustia duplicado en ella, pero dentro de él; y cuando casi ni siquiera había comenzado, pero no había ya forma de retroceder, se arrepintió. No la vio nunca más, pero hay una diferencia trascendente entre el “nunca más” del lenguaje y el que se siente en el pecho. Comprendió que ella había muerto, que sus hijos habían muerto, por así decirlo, aunque a él eso fuera a serle insoportable apenas los segundos que tarda un cuerpo en caer unos cuantos metros. Ella nunca fue a la ventana, por lo que al menos le ahorró la imagen de un gesto que podría haber sido ajeno a cualquier fantasía de lo espantoso.

En ese momento, se dio cuenta de que había cometido errores pueriles, pero que cobraban una relevancia notable en su pensamiento, que iba de lo nimio a lo infinito con una fluidez excesiva, casi enloquecedora. Pensó, puntualmente, que de eso debía tratarse la locura, de la indiferenciación absoluta de todo aquello que no puede ser palabra, en donde cabe todo, desde la mancha en el bidet hasta la muerte. Pensó, entonces, en las monedas del bolsillo del pantalón, cuando advirtió que se estaban saliendo, al igual que el paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa. ¿Cómo no se había vaciado los bolsillos? Cuando terminara de caer las monedas iban a desparramarse y la gente se las iba a robar; esas monedas eran de ella, de los chicos; había tardado mucho tiempo en juntarlas para la máquina del café y ahora se las iban a llevar tres o cuatro vivos; ¿y el celular? ¿dejó el celular? No lo sentía en el bolsillo ni lo sintió salir ni lo vio caer; no, seguro lo había dejado en la mesa. Era imprescindible para que ella les avisara a sus conocidxs. ¿Y si no les avisaba? En eso pensaba cuando vio, dado vuelta, al vecino del edificio del frente, de soslayo; le pareció que tenía las manos en la cabeza y gritaba, pero no lo escuchaba. Fue cuando se dio cuenta de que no escuchaba nada, pero de un modo desconocido; el silencio era tan grave, tan pleno, que pudo darse cuenta de que los pensamientos hacían ruido.

En ese momento vino lo peor, el recuerdo del nacimiento de sus hijos. “Maté a mis hijos”, pensó. Y recordó cada detalle de cada uno de los partos, pero sobre todo su plenitud, la única que conoció en su vida. Ya no escuchaba ni veía; el mundo era una secuencia desquiciante de imágenes e ideas que se solapaban, se sucedían, se contradecían, se superponían; pero eran perfectamente distinguibles, todas y cada una. Nunca se sintió tan lúcido. Dios, creyó, si existe, debe pensar así. Si la eternidad es la conjunción de todo tiempo, entonces eso era lo que estaba enfrentando. Los partos, las plazas, las mamaderas, las bocas, los olores, la caca, los primeros días de escuela, la bandera, la cancha, la peluquería; todo de un golpe y a la vez distinto, claro, reproducido hasta el detalle más trivial, vivido nuevamente de una vez, junto y por separado. Notó que lloraba y pudo morir en ese momento; un dolor punzante, insoportable, lo invadió de pies a cabeza y creyó que no era posible soportarlo. Sin embargo, recordó las camisas y el dolor se fue como llegó; se había olvidado otra vez de ir a buscar las camisas que había dejado para planchar. Su primer pensamiento fue tan estúpido que lo abandonó de inmediato: pensó en el malhumor de ella y en el reproche, como si fuera a sucederle; pero inmediatamente la imaginó yendo ella al lavadero, volviendo con sus camisas, ya de nadie, llorando, colgándolas en perchas que no iban a ser tocadas más que por ella misma cuando regalara la ropa. Se puso triste con la imagen de ella llevando en ambos brazos las camisas como mortajas. Ya estaba castigada, pensó; pero se dio cuenta de que el castigo no terminaba en esa mirada final, despectiva y rancia; ¿qué hice? Pensó.

Y mamá. Papá no, hasta era probable que él no se enterara jamás. Mamá, la herida de su vida inválida para el amor en acto, la de la mirada ida y el callar obsceno ante los maltratos ajenos y a la vez la marítima huella de un exilio eterno, traspasado por generaciones, la triste heredera y hereditaria, la del parque en enero bajando la pendiente y las fotos que decían cariños que él no recordaba. Mamá, llorando en el teléfono una distancia decidida por ella y adjudicada al destino, o a vaya saber qué brujería que la exculpara. ¿Cómo iba a hacer mamá para vivir con esto? Pero más recalcitrante era pensar en la futilidad de la última vez que la había visto, en el abismo que lxs separó algún día allá por el 74 ó el 75, cuando él todavía no era ni un proyecto de espíritu. Y se consoló pensando en que toda desgracia le era merecida; si habría de sufrir, que entonces lo pensara como un trago de su bebida amarga, que la azotara la culpa y el tormento, que rodara en llanto por su casa y, si fuera posible, se matara también para ir a buscarlo.

Y la cancha de boca y el día que el rojo salió campeón del mundo y la cancha de tierra con los chicos. Las peleas gloriosas y las otras y el eterno sur, móvil como el atardecer crujiendo bajo los pies debajo de la higuera, del cerezo, de la parra. Y el agua fría congelando la vida cuando todavía parecía que la felicidad iba a ser tan infinita, como los tres o cuatro días en que la libélula le regaló suspiros para desvivirse en una esperanza imposible desde el inicio, porque la vejez es dura y la juventud es indiscreta y desalmada hasta el tuétano. Que sufriera también, aunque fuera improbable. Y que sufriera también la rosa inmensa de los trece años, por no haberlo amado hasta arrastrarse sobre sus lágrimas agrias. Esa otra golondrina de junio, a la que él abandonó de forma infame pero por culpa de ella, cruel en su belleza insoportable.

Y el golpe final, menos que un destello, pero suficiente para escuchar el fin del silencio en los huesos rompiéndose, el sonido más horrendo que alguna vez había escuchado. Y el dolor; sí, el dolor brutal, temporalmente ínfimo y físicamente incomparable. El fragmento de un soplo de un destello en el que cupo todo, incluida la cara de la abuela, que fue su última imagen y curó en parte la muerte en la idea de que iba hacia ella, a pedirle que le mostrara otra vez el truco del brazo en la pared y el olor de los ñoquis de polenta y el café con espuma de la mañana.

Y nada más.

martes, 30 de julio de 2019

CCCLVI

¿Quién va a querer el paraíso después de haber vivido?
El amor es un jirón del cielo anubarrado
se ve detrás lo memorable
desde la tierra herida por el abandono
No quiero perderte
qué forma insustancial de nombrar lo bello
¿cómo perder algo que nunca es propio?
la historia del patriarca infame en tres palabras
se pierden los dientes y los relojes
y los buenos momentos a veces
No quiero perderte
ligeramente se patetiza el lenguaje
perdeme nomás que el tiempo no me espera
Y con un retazo de pájaro doliente
que hace rama en el trino a nadie
que se canta a sí mismo día tras día
se hace el edredón para cobijar la tristeza
que sólo la parra descomprime en febrero
casi como la higuera
Ya se rompió el niño
ya no hay más reparo que la fortuna
va a morirse todo antes que yo
esa será mi pena por haber callado tanto

domingo, 28 de julio de 2019

CCCLV

Mis primeros tres años de escuela no fueron afortunados, por usar un término suave. Primero y tercero estuvieron signados por el rigor de Elvira, primero y, si mal no recuerdo, Gladys, después. De la primera recuerdo los dientes enormes, siempre visibles a causa de los gritos. Los castigos eran frecuentes y el maltrato a Lugones, un compañero negro, una constante. Lugones era un tipo bárbaro; para mí, en el sentido positivo de la palabra, para Elvira, en el sentido sarmientino; y siendo fiel a su postura no ahorró sangre. El pobre Lugones se la pasaba en la Dirección. De (si mal no recuerdo) Gladys, retengo su pelo naranja y su cara de Droopy, apodo que la persiguió en secreto el año entero. Era también dada al tono de voz elevado y fue la primera de quien escuché hablar sobre la aberración comunista, tema que le fascinaba y me dejaba algo perplejo, ya que en casa se hablaba en términos contrarios. Por entrenada prudencia casera, yo no hacía comentarios al respecto. Más allá de los detalles, fueron años olvidables.
No pasó lo mismo con segundo grado, pero por un episodio específico que aun me transporta a cierto estado de indefensión retrospectiva y, paradójicamente, de felicidad. De la maestra no recuerdo ni el nombre, creo que por lo primero.
La disposición de los bancos en las aulas era lineal, en filas e hileras. Nos sentábamos de a pares. Lxs más afortunadxs eran quienes, llegando primero al aula, elegían a sus parejas de mesa (parejas que en más de una ocasión eran destruidas por la maestra, en virtud de su creencia en la mutua potenciación del mal). La cuestión fue que a mí me tocó como compañera de banco una nena llamada Patricia, rubia, muy bonita y aplicada; un fastidio, en resumen. Pronto aprendí que era vano cualquier intento por pedirle un lápiz, una regla o una goma, o establecer un contacto verbal que fuera más allá del silencio. Sin exagerar, era la nena mala de la Familia Ingalls, la de los ricitos rubios.
El punto fue que un día nefasto desapareció su pluma, lo cual era, para ella, una calamidad sin consuelo posible. Como yo me sentaba a su lado, fui el sospechoso inicial (y, diré, le únicx); aunque no había tenido nada que ver con el hurto (si acaso lo hubo), acepté mansamente que mi cartuchera, maletín, guardapolvos y bolsillos fueran puntillosamente revisados. Por supuesto, nada apareció. Une miembrx de la clase de  sugirió que podía haberla escondido en mis zapatos, por lo que tuve que descalzarme. Toda la situación humillante fue pública y avergonzante. Creí, mal, que el asunto, en lo que a mí respectaba, estaba saldado. Al llegar el momento del recreo, fui llamado por la maestra, que volvió a inquirir sobre mi participación en el crimen; mi respuesta fue la misma: era inocente. Pero mi salida al patio fue más incómoda.
Al parecer, Patricia había decidido llevar los eventos a un nivel superior, contando a todx le que quisiera oírla (y a le que no quisiera), que ella me había “visto” en el momento exacto en que la despojaba de su preciada lapicera, al parecer, una Parker, que era señal de prestigio. De las pocas sensaciones que recuerdo vívidamente de mi infancia, la tristeza de ese recreo es una de las más pertinaces. Las miradas fueron el primer indicio de que algo no estaba bien; pero el reproche por mi acto (ya indudable para todxs) se hizo palabra: “chorro”, “ladrón”, “cagón” y otros calificativos dolientes que no recuerdo, se murmuraban por donde pasara. Me acerqué al Ore, que estaba con Lugones, ambos ajenos al escarnio colectivo. Ore era y sería hasta séptimo grado y más allá, mi mejor amigo, por lo que simplemente me aconsejaba no prestar atención. Lugones lo acompañaba en el consejo.
El resto del día transcurrió más o menos igual, pero con un cambio: a pedido de Patricia, fui cambiado de banco (de más está decir que su contrastación empírica de los hechos ya había sido comunicada a la maestra); no recuerdo quién se sentó con ella, pero yo, al menos en eso, tuve suerte; me sentaron al lado de Nancy, una nena regordeta de unos ojos azules preciosos que, como el Ore y Lugones, no parecía condenarme. Fuimos muy compinches hasta séptimo grado, cuando nuestra amistad terminó drásticamente un día que me clavó un compás en la mano.
No comenté nada en casa, esa noche. Como ya es sabido, hablar con mi madre y su pareja no era una actividad placentera, menos aun si se trataba de narrar algo de lo cual, casi seguramente, sería declarado culpable.
El problema real fue que el asunto de la lapicera no terminó ese día; muy por el contrario, a medida que el día de los hechos se alejaba el clima se tornaba más denso, sobre todo porque no había jornada en la cual la maestra no dedicara un tiempo a aconsejarme la confesión como forma de cura del alma. Las chicas ya no me hablaban y muchos de los chicos me increpaban con excesiva frecuencia.
Fue en esos días que tuve mi primer problema serio en la Dirección. Tras un tiempo de soportar en silencio los maltratos, me acerqué a un grupo de chicos que me miraban, que a mi “¿qué les pasa?” incitante respondieron con una invitación a pelear, entre acusaciones e insultos. Nunca supe de mi capacidad de lucha hasta esa tarde. Ellos eran cinco y yo estaba solo. El odio acumulado puede ser peligroso. Les di una paliza monumental, a todos. Tres de ellos terminaron llorando y uno, Esteban, con un corte al costado del ojo, producto de un codazo. Yo no recuerdo haber recibido golpe alguno, lo cual debe de haber sido imposible; en mi furia, simplemente no los sentía. Cuando apareció la maestra, la escena hablaba por sí sola y las chicas por sí mismas: “fue Bresler”. No negué los cargos, esta vez, puesto que eran ciertos.
Esos eventos tuvieron dos consecuencias, ambas desagradables. En la dirección expliqué los hechos sin faltar a la verdad, yo había iniciado la pelea, yo había dado el codazo, yo había pateado a Juanjo; era culpable de todo. Era ya un motivo suficiente para citar a algune adultx responsable de mí. Pero entonces se introdujo, como no podía ser de otra manera, el tema de la lapicera. Ya no era una voz, sino dos, las que me decían que me iba a sentir mejor confesando mi crimen horrendo. Y lo hice.
Mi confesión, al fin, cerró el círculo. La maestra había encontrado la bolsa que ella misma había arrojado tras el matorral, como había dicho Nietzsche. El paso siguiente fue meramente burocrático: cuaderno de comunicaciones, breve narración de los eventos y citación a, en este caso, mi madre, para el día siguiente. La noche en casa transcurrió entre reclamos y adjetivaciones, ambas cosas tan habituales que eran casi folclóricas. Yo no dije nada, sólo comí, asentí y dormí, esperando un día siguiente complicado.
Recuerdo que mi madre y yo llegamos a la escuela y fuimos directamente a la Dirección. Ella golpeó y abrió. El Director, al verme, hizo un gesto de asentimiento y nos pidió que esperáramos afuera, en unos bancos largos que daban contra la pared. Yo no había dicho casi palabra desde que me había levantado y así permanecí, simplemente esperando. El Director salió de su oficina, dijo que iba a ir a buscar a la maestra y partió raudo hacia el primer piso. No pasado mucho tiempo, llegaron juntxs, acompañadxs por Esteban. Entramos en la oficina del Director, todxs menos Esteban, yo adelante y nos sentamos; el Director en su poltrona, la maestra en una silla al costado del escritorio y mi madre y yo frente al Director, en sendas sillas.
Me es imposible reproducir el contenido de lo que allí se dijo. Yo estaba, literalmente, ausente. Sé que hablaron todxs, que en un momento el Director hizo entrar a Esteban, con el ojo hinchado y morado, a quien tuve que pedirle disculpas, a mi pesar, puesto que su deformidad me hacía feliz. De hecho, le hubiera pegado de nuevo, en ese momento. Esteban aceptó las disculpas y se fue. Hoy pienso por qué razón, si tenía que pedir perdón, sólo debía pedírselo a él; los otros cuatro también habían sido mis víctimas. Al parecer, la fantasía de que la violencia sólo es tal cuando es visible no es algo que se haya inventado hace poco. Como sea, volvimos a quedar solxs lxs cuatro.
Llegó, entonces, el momento crucial: el del robo, que parecía ser lo más serio a tratar. Nuevamente, se habló mucho, sobre todo la maestra, mientras mi madre asentía. Y pasó. Pasó lo único que recuerdo de toda esa reunión. La maestra, en tono hipócritamente maternal y comprensivo, me preguntó por qué lo había hecho. Yo me quedé un rato callado y hasta abrí la boca para empezar a contestar, pero sólo pude llorar, discretamente al principio y desconsoladamente al final. Mi madre me abrazó y todxs esperaron a que me tranquilizara. Finalmente, aun llorando, pude decir las únicas frases que recuerdo de ese día: “Es que no fui yo – dije -, yo no fui; yo sólo quería que me dejaran tranquilo”. Y seguí llorando.
Pasó, entonces, algo para mí inaudito, que aun hoy me estremece. El rostro de mi madre cambió por completo. Lo que hasta ese momento habían sido puros gestos de asentimiento y vergüenza, se transformaron en un gesto duro; cambió también el tono de su voz y, dirigiéndose a la maestra, le preguntó sobre qué bases había fundado su acusación. Vi a la maestra balbucear y, en ese balbuceo, validar su acusación en mi confesión bajo tortura. Mi madre no se conformó; volvió a preguntarle por qué me había acusado ese día, con qué fundamentos que no fueran las palabras de una nena estúpida. El Director trató de interceder, pero mi madre estaba ya convencida de mi inocencia y casi no lo dejó hablar. No puedo recordar (cómo quisiera) qué fue lo que le dijo, pero el Director calló también. Creo que guardo este recuerdo de mi infancia porque es el único que tengo de mi madre defendiéndome, de mi madre siendo mi madre. Se puso de pie y me ordenó hacer lo mismo; le dijo a la maestra que no volviera a llamarla, o algo así; y dijo también que yo iba a volver al aula y, en tono amenazante, que no iba a tolerar represalias de ninguna clase.
Salimos de la Dirección y vi a mi mamá llorando. Se agachó y me abrazó y me dijo que fuera al aula, con un beso. Yo subí la rampa corriendo y recuerdo haber entrado como a mi territorio personal. No miré a nadie, porque nadie me importaba. Fui derecho al banco y me senté al lado de Nancy, con una sonrisa indeleble en la cara. El Ore, que se sentaba adelante, se dio vuelta y me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, pero estaba más que bien, estaba feliz. Al rato llegó la maestra, que empezó con la clase sin hacer mención al asunto; de hecho, nunca se volvió a hablar del tema, nunca jamás. Con el tiempo, las cosas se fueron acomodando, como sucede en la infancia, en la que los enconos son tan encarnizados como efímeros.
Esa semana dolorosa tuvo dos consecuencias formidables, una de ellas duradera, la otra, lamentablemente, demasiado fugaz. La duradera fue que la pelea se conoció en toda la escuela y pasé a formar parte del selecto grupo de los chicos con los que era mejor no meterse. En la niñez y siendo varón eso era, al menos en esa época, un rango valorado. La fugaz, aunque en ese momento trascendente, fue tener una madre. Hasta hoy me pregunto si, de haber sido duradera la segunda, no sería yo, hoy, un hombre mejor.

CCCLIV

La tristeza real, la inconmensurable, aquella que no tiene bordes ni topografía, no es, como suele creerse, solitaria. La soledad, estado grave del alma empobrecida es, en todo caso, un camino seguro a la tristeza, que sólo se emancipa de aquella no abriendo, sino examinando las heridas mórbidamente, con un gesto casi ritual de repetición. Para estar triste es necesario poblar la soledad de fantasmas, colonizarse a unx mismx con deseos exánimes y luego permanecer, transcurrir sin perspectiva, adormecer el cuerpo hasta el límite preciso que separa la parálisis de la muerte, sin traspasarlo nunca.
A diferencia de la melancolía, la tristeza tiene objeto, sustancia, espesor; pero su plenitud sublime es lo ido o, peor aun, lo que pudo ser y no fue. La tristeza es un desfile de rostros imposibles y de posibles sin rostro, ajena a consuelos y lágrimas con significado; es que está llena hasta el borde de todo lo que no significa, que es todo lo que existe. El hombre y la mujer tristes están pobladxs de mundo, pero de un mundo en el que las palabras no pueden nombrar, no tienen correlato o los tienen todos, que es lo mismo.
Su primera víctima es el deseo, que requiere de "algo". Pero "algo" es una diferencia, una otredad, una equivalencia entre un pedazo del mundo y un espíritu. Poco importa si esa equivalencia se materializa; es necesario creer que es posible que lo haga. Es precisamente porque el hombre y la mujer tristes están repletos de muertos que no tienen espacio para hacer equivaler el mundo con su ansia, que ya está llena.
Por eso muere, con la tristeza, el amor, casi como consecuencia inevitable del deseo perdido; porque el amor es la sublimidad por excelencia, aquella de la que Burke decía, del mejor modo que jamás se ha dicho y podrá decirse, ser el estado del alma en que esta está tan llena de su objeto que ya no queda espacio para nada más. Pues bien: si la tristeza es ya una plenitud fantasmática, morbosa y paradójicamente carente (los espectros llenan el alma de vacío); pues no puede haber más plenitudes. Así, el hombre y la mujer tristes sólo asisten como sombras yertas a la plenificación negativa de la vida como extinción del tiempo, como duración, como secuencia. La tristeza no permite amar porque secuencializa la intemperie al infinito y todo aquello que interrumpa la sucesión será desechado por bello, por discordante, por doloroso en su diferencia.
La tristeza no es del orden de la voluntad. "No estés triste" es un oxímoron y, para quien está sumido en la pesadumbre del devenir vacuo, un insulto. No se "hacen cosas" para abandonar el abismo, se las hacen en el abismo. Porque el hombre y la mujer tristes no quieren, simplemente reproducen mecánicamente la rutina de lo irrelevante. No quiere decir esto que la tristeza impida momentos de interrupción del olvido, en los que el alma simplemente se aleja de sí y se ve como tal. Pero son destellos que una vez idos hacen más doloroso el vivir, porque el recuerdo es pertinaz, flagelante. Como ya se ha dicho, la materia de lo triste es lo que no es; y el instante es el no ser por excelencia.
Finalmente, en la tristeza no hay nadie, ni siquiera el hombre y la mujer tristes. No hay él o ella, no hay nada vivo que prevalezca sobre la letanía de la muerte anticipada, cuya materialidad no es más que un alivio que vacía el lenguaje. Porque el silencio de la tristeza es un silencio catastrófico, en el que las palabras implosionan segundo a segundo. No es que el hombre y la mujer tristes no hablen, solamente no dicen lo que se hablan, una y otra vez, hasta la locura o el abandono definitivo de toda esperanza.

sábado, 27 de julio de 2019

CCCLIII

Ruge el cuerpo extendido en el reproche
siempre a mano en su boca espeluznada
habla y hace de culpas la morada
que herirá en desconsuelos esta noche

¿Quién se guarda el dolor con tal bravura
que repele el dolor desconsolado?
¿Quién completa el pesar con su llamado
sin pensar que el desprecio no se cura?

Ella dice "no digas", ella hiere
ella cruza el océano del duelo
y no cuenta los besos que no quiere

He de arder por la noche su recelo
mientras ella se arrope en sus quereres
y se colme de lágrimas el cielo

CCCLI

Hierve al agua
en el filo del ojo se rasga la etiqueta del café
la carta vertical que deja el musgo en la pared
cuenta la historia de la niña extinta
que me perdió el rastro para castigarme
por el humo herido que chorreó sus ojos
niña pintada en óleo
cantada por la espiga verde
que me dejó solo

Detrás de un racimo de fantasmas
traté de implementar el olvido
pero ella vuelve
siempre acorralada por mi anonimato
mi no ser de nadie mi no ser amado
y se evade ilesa de mi mano de agua

El sur del mundo ya me rompió el cielo
y un mes de julio la estupidez posible
tuvo que ser invierno para que no hubiera
más lágrimas tibias
más lágrimas muertas
más lágrimas dulces

CCCL

No habrá octubre este año para crujir los días
ni se verá en el balcón la paloma incauta
porque el beso que ardía se anticipó al recuerdo
y murió entre bocinas y gritos y estampidas

Quise volver a casa
pero supe que me esperaba la sangre perdida
hay heridas abiertas que habitan espacios perdidos
y se pegan al alma con solo pasar cerca

¿Viste cómo llora la mujer sin letras?
Ella está tendida en su espera de sismos
y lo último que quiere en su lista infinita
es mi palabra espléndida robada a la tarde

Cazando espantapájaros en la esquina de Mitre
me encontró la tristeza otra vez
volví a la casa mansa que sangra sólo a veces
pero ya estaba viejo mi amor de barba blanca
y esperé que durmiera para llorarla entera
y me hice ceniza pensando en su boca
perdida para siempre
no habiéndola tenido nunca


CCCXLIX

El fotógrafo invisible y la trapecista se conocieron en junio. Gerardo había arreglado un encuentro con él y, a último momento, Martina lo había llamado para pedirle que se vieran. Gerardo le explicó la situación y ella no retrocedió. No fue un problema para Gerardo, extrañamente.
El anfitrión fue el último en llegar; sin embargo, las descripciones de Gerardo eran tan exactas que el fotógrafo y la mujer se habían reconocido enseguida (el arte de la descripción había mejorado en Gerardo desde que conoció a Martín, el narrador involuntario). Para ella fue más fácil, porque Ricardo estaba borracho; él se dio cuenta al verla venir, por la forma de caminar.
El último paso de Martina fue, como siempre, un saltito.
- Ricardo, ¿no?
Él extendió la mano, pero no llegó a decirle "encantado" porque la trapecista ya lo estaba abrazando. El fotógrafo se quedó estático, al menos hasta donde se lo permitía la borrachera. Mientras decidían si esperaban en la esquina o entraban al bar, llegó Gerardo.
- Perdón por la hora - se excusó, aunque había llegado a tiempo - ¿entramos?
Eran un trío singular, recorriendo las mesas del bar. En cierto modo, parecían practicar una coreografía sólo caminando; Gerardo, adelante, con paso vivo, cabeza gacha y un exagerado estatismo en los brazos; detrás, el fotógrafo intentando sin éxito no golpear algo y, cerrando el desfile, Martina, bailando. Gerardo propuso una mesa, pero Ricardo se negó.
- Ventanas no; uno nunca sabe - Dijo y se fue a sentar cerca de la pared. Al dúo restante le daba igual, así que se sentaron. Gerardo sacó su anotador y una lapicera.
- Primero pidamos - Dijo el fotógrafo, dándose vuelta y chistando al mozo, que se acercó fastidiado.
- Un whisky doble con hielo... - miró a Gerardo
- ¿Un whisky, Ricardo? Ya está borracho. No son ni las doce.
El fotógrafo ni se mosqueó. Con la mano lo invitaba a pedir.
- Un café corto, bien cargado
- ¿Tienen torta? - preguntó Martina
- Ricota, pasta frola...
- Ricota - interrumpió la trapecista - y una tónica con limón.
El mozo se fue.
- Perdón - Dijo Gerardo - no los presenté
- Ya nos presentamos - Contestó Ricardo, ansioso - ¿Por qué no vamos al punto?
Gerardo notó que no tenía precisamente un "punto"; sabía lo que quería hablar, pero la presencia de la trapecista no ayudaba mucho, lo ponía algo tenso. De todos modos, tomó su libretita y su lapicera y, cuando estaba por empezar a hablar, el fotógrafo lo interrumpio.
- Eh, eh, eh; ¿qué va a escribir?
- Algunas cosas que diga - respondió Gerardo, algo temeroso - y algunas fórmulas; ¿por qué? ¿le molesta?
El fotógrafo se lo quedó mirando fijo, en silencio. Extendió su mano.
- Aver, déjeme ver - dijo, extendiendo la mano hacia la libreta; Gerardo la deslizó por la mesa para que Ricardo la tomara, cosa que hizo. La abrió y empezó a mirar las páginas desde el principio, haciendo muecas de todo tipo.
- No se entiende nada - dijo
- Por eso le digo - respondió Gerardo -. Es para mí, para no olvidarme algunas cosas.
El fotógrafo devolvió la libreta sin decir nada; simplemente encogió los hombros, señal que Gerardo interpretó como un permiso para comenzar la charla. La trapecista, mientras tanto, estaba absorta con los mozos; los miraba ir y venir y parecía hacer una mímica sutil de los movimientos que le parecían relevantes. Toda la situación en la mesa le resultaba ajena. Gerardo empezó la charla.
- Bueno, como usted dijo, vamos al punto. Lo que me interesa saber...
El mozo los interrumpió.
- ¿El café? - Gerardo hizo un gesto y el mozo se lo sirvió. Mientras tanto, Ricardo retiraba el whisky de la bandeja y se lo tomaba de una vez. El mozo le sirvió la tónica y la torta a Martina, que agradeció con una sonrisa ancha. Antes de que se fuera, el fotógrafo depositó el vaso vacío en la bandeja y le hizo un circulito con el dedo índice, pidiendo otro. El mozo se fue.
- Le decía - continuó Gerardo - que lo que me interesa es saber cómo funciona lo que me contó el otro día, eso de que se hace invisible.
- Yo no sé si me hago invisible, simplemente sé que la gente no me ve - Respondió Ricardo.
- Para el caso es lo mismo - dijo Gerardo -; si no lo ven, es invisible.
El fotógrafo lo pensó, hizo un "sí" bamboleado con la cabeza, pero no dijo nada.
- Pero el punto es este - precisó Gerardo - ¿esto es algo que usted puede hacer a propósito? Le pregunto porque en todas las historias que me contó pareciera que es simplemente algo que le pasa. Para ser más claro: si yo ahora le pidiera que me sacara una foto; ¿yo lo vería?
Ricardo pensó un rato largo. No contestó. Simplemente tomó su morral, sacó la cámara, le puso la lente y sólo dudó un rato acerca de si poner o no el flash; miró para todos lados y decidió que no. Se puso la cámara en el ojo, enfocó y disparó.
- ¿Y? ¿Me vio?
- Todo - Dijo Gerardo, que empezó a anotar unos números en la libreta.
- Pregunta contestada - Dijo el fotógrafo, mientras agarraba en nuevo whisky que el mozo le traía.
Martina, que hasta entonces no había participado en nada de lo que sucedía, miró al fotógrafo y le pidió que le sacara una foto a ella y a Gerardo, juntos. El fotógrafo iba a contestarle que no, que sacar fotos era su trabajo, que el trabajo no se regalaba, o alguna cosa poco cortés por el estilo; pero se quedó petrificado. Levantó la mano izquierda deteniendo a la trapecista.
- Sh... quédese así, no se mueva, siga mirando la cámara - Dijo
Martina paró en seco y abrió los ojos grandotes y sonrió, pero Ricardo le pidió que no sonriera tanto, que siguiera con la sonrisita de antes, mientras se llevaba la cámara a la cara. Gerardo, que estaba mirando todo, noto el milagro desde el inicio mismo y empezó a escribir frenéticamente; frente a él, el fotógrafo empezó a borronearse. Martina también se dio cuenta, porque su cara cambió; sin dejar de sonreír, abrió un poco la boca, asombrada. El fotógrafo se movía como loco, pero despacio, tratando de enfocar, pero el movimiento se iba haciendo cada vez más imperceptible a medida que su figura se volvía traslúcida, hasta, literalmente, desaparecer de la vista. Se oyó entonces un "click" y el fotógrafo apareció de repente, lo que provocó en Gerardo y en Martina un sobresalto notable.
En la mesa se hizo un silencio helado. Gerardo y Martina parecían estatuas; él, con la lapicera apoyada inmóvil en el cuederno; ella, con la cara de asombro con la que había sido fotografiada y, por lo menos desde que Gerardo la conoció, estática por primera vez. Finalmente, la trapecista se tiró para atrás, siempre mirando a Ricardo, exhalando un "Ja" que no era de risa, sino de perplejidad.
Ricardo, como si nada, bebió un trago y, al percatarse del estado de lxs otrxs dos, preguntó:
- ¿Qué pasa?
- Pasó - dijo Gerardo
- ¿Qué "pasó"? - preguntó Ricardo
- ¿Cómo hizo eso? - preguntó a su vez la trapecista.
Ricardo, entonces, entendió. Lo miró a Gerardo, con un gesto que era mezcla extraña de tristeza y resignación.
- Así pasa - dijo, al fin -. Pasa así.
Gerardo anotó unos jeroglíficos en la libreta, que incluían palabras, dibujos, números y fórmulas. Miró al fotógrafo.
- Sólo le pido - dijo - que me cuente lo que vio.
- Es difícil - contestó Ricardo, después de pensar un rato -. No hay un "algo"; es más bien como un "todo". Lo que le dije en el subte, cuando nos conocimos. De repente veo todo a la vez, como... cómo le explico; ¿Le gusta Bach?
- Ajá - Dijo Gerardo
- Bueno, piense en eso. Imagínese que está escuchando a Bach. Hay un momento en el que usted se da cuenta que lo que le gusta no es ese violín de ahí, o aquel de allá; no es que no los escuche, pero usted sabe que lo que importa es todo lo que escucha, que si faltara cualquier cosa, por minúscula que fuera, sería todo ordinario; pero es perfecto. ¿Nunca tuvo esa sensación?
- Mil veces - dijo Gerardo.
- Bueno, piense lo mismo con una imagen. Yo miro como usted, como cualquiera; pero cada tanto pasa que veo todo al mismo tiempo, desde la cara de la chica hasta el polvito flotando a contraluz y la señora que está esperando el colectivo allá afuera. Veo cada cosa, pero toda junta. Y es perfecta. Todo, todo, todo tiene un significado. Y no puedo simplemente dejarlo ir; eso tiene que quedar impreso en algún lado, no se puede perder así, "puf" (hizo un gesto con los dedos, abriéndolos de golpe). Y entonces necesito sacar la foto; pero no es que lo pienso; o sí, lo pienso... lo pienso y no lo pienso, no sé cómo explicarlo. Las manos van a la cámara solas, pongo el ojo en el visor y ahí está; es sólo cuestión de encontrar el ángulo, el momento; mientras pasa eso no pienso en nada más. Créame que ni siquiera decido cuando apretar. El dedo sabe. El dedo sabe y aprieta y el mundo vuelve de golpe, como si en el intervalo no hubiera habido nada más que la imagen; el mundo era la imagen. Y créame: es el momento más hermoso que hay.
Cuando terminó de hablar, en voz muy baja, casi como para sí mismo, estaba llorando. Gerardo y Martina tenían los ojos llenos de lágrimas. Martina rompió el silencio.
- ¿Pero por qué desaparece?
El fotógrafo se encogió de hombros; el que respondió fue Gerardo.
- Ya lo dijo, Martu: el mundo era la imagen, no él mirando la imagen; sólo la imagen. La imagen tal como es, que sólo existe si él se va, si él desaparece. El tema es que desaparece literalmente.
- Es un milagro, entonces - dijo Martina.
- Sí, es un milagro - respondió Gerardo, que empezó a anotar algo en la libreta mientras el fotógrafo le pedía al mozo el tercer whisky, no sin previamente preguntarle a Gerardo si invitaba él, a lo cual Gerardo había asentido.
Martina, después de pensar un rato, le dijo a Gerardo
- ¿No es parecido a lo que me pasa con las telas?
- No es parecido - dijo Gerardo - es lo mismo.
Se quedaron en el bar un rato más y, antes de despedirse, Gerardo le pidió al fotógrafo si no le podía hacer una copia de la foto, cuando la tuviera.
- Se la pago - Aclaró
- Esta no se la cobro - dijo el fotógrafo -, sólo porque me hizo sentir bien. Y hago otra para la nena.
Se despidieron en la esquina y cada uno salió para un lugar distinto. Hacía mucho frío.


viernes, 26 de julio de 2019

CCCXLVIII

No recuerdo su nombre oficial; para nosotrxs siempre fue la Avenida de la escuela. Era la calle más larga del barrio y, podría decirse, la principal. Arrancaba en el edificio 6, pasaba por el 9, el 11 y, por supuesto, por la escuela Della Penna; de hecho, por su entrada. Finalmente, por uno de los costados de la iglesia, a la izquierda y por el edificio 22, a la derecha, cuya particularidad era un enorme árbol de nísperos que, en época de frutos, provocaba aglutinamientos formidables, luchas encarnizadas y huidas temporarias de un portero celoso de su trabajo de cuidador del jardín, del que recuerdo particularmente no haberlo visto nunca sin un secador o una manguera en la mano; el primero, su arma utilizada para espantar a lxs trepadorxs del níspero. Para hacerle justicia, diré que en varias oportunidades su manguera sirvió para saciar nuestra sed cuando volvíamos de la canchita, tras horas de fútbol.

La calle moría en las vías del tren, que no tenían barrera. Eso no era, no obstante, peligroso; los trenes que pasaban eran de carga y, por lo general, lentos (la velocidad oscilaba de acuerdo a la extensión de la formación, que variaba entre locomotora suelta y tren interminable). Como la mayoría se acercaba mucho más a lo primero que a lo segundo, la lentitud, a veces intolerable, era la regla. Uso la palabra “intolerable” desde la perspectiva del que quería pasar a la canchita; la espera podía ser superior a los diez minutos, o más. Si ocasionalmente el tren se detenía, cosa que ocurría de vez en cuando, solíamos osar pasar entre los vagones, apostando a que la quietud durara lo suficiente. Más de una vez, la puesta en marcha del tren dividía al grupo de jugadores en dos; una vez que lo hubimos aprendido, tomamos como regla que el primero en pasar fuera quien llevaba la pelota. Lo esencial era que la pelota quedara del lado de la canchita, así al menos algunxs podían comenzar a jugar, a la espera del resto, menos afortunado.

Los eventos que quiero narrar requieren referir a dos de los elementos anticipados: la velocidad del tren y la pelota, ambos relevantes para la historia del día en que Juanjo se ligó el cachetazo mejor propinado que he tenido la posibilidad de presenciar. Antes de ingresar en el relato, una breve descripción topográfica de la canchita y su relación con la vía del tren.

Al cruzar la vía, exactamente al frente, había un estacionamiento y, doblando a la izquierda, dos espacios separados por una callecita. El más cercano a la vía era una cancha pequeña de cemento, originalmente de fútbol cinco, de básquet y/o de voley (digo “originalmente” porque no existían ya los aros ni la red, pero si los dibujos en el piso y dos arcos pequeños), seguida por un descampado largo que terminaba en una arboleda; ese descampado hacía las veces de cancha auxiliar cuando la canchita y la cancha pequeña estaban ocupada o cuando quienes estaban jugando en ellas eran expulsado por niñxs mayores o adultxs, lo cual era habitual y no era propiamente una expulsión, sino una simple ocupación de la canchita, hubiera quien hubiere siempre y cuando fuera menor, como si estuviera vacía; esta práctica fue pasada de generación en generación y de ella todos fuimos, alguna vez, víctimas y victimarixs. Todo este territorio descrito (el descampado, sobre todo, pero también la canchita) era contiguo a las vías, sin separación de ninguna clase, sino tan solo un desnivel de no más de un metro, como mucho, por sobre aquellas. La canchita propiamente dicha, con sus correspondientes arcos, de tierra pelada toda ella, estaba cruzando la callecita. Uno de los arcos daba a la calle Caboto y el otro al descampado ya mencionado. Esta configuración era el origen de dos formas de perder una pelota: reventada por un auto, reventada por un tren, ambas poco frecuentes.

Voy, entonces, a los eventos. El primero, relacionado con la velocidad del tren, era una de las diversiones predilectas de toda la población infantil del barrio, al punto que era capaz de detener un partido de fútbol. El paso de los trenes extensos y, por ende, lentos, devenía en una estampida de niñxs al paso de la calle ancha a la canchita, que era el espacio en el cual se podía subir al tren. La actividad, riesgosa, consistía en esperar el espacio entre vagones, casi en su totalidad munidos de escalinatas, hacer un breve recorrido junto al tren, de unos dos o tres metros, para tepar y llegar, como primera hazaña, hasta Necochea (calle en la que finalizaba el descampado); como segunda, a Almirante Brown, ya más lejana y más digna de mérito. Cuenta la leyenda (nunca comprobada y por ello leyenda) que Lucio llegó una vez a la cancha de Boca. Se trata de un relato con pocas chances de ser cierto, pero tratándose de Lucio, no del todo inverosímil. La aventura tenía dos riesgos latentes, uno de los cuales nunca se cumplió, al menos que yo supiera: el riesgo no cumplido era errarle al tren y caer, con consecuencias libradas a la imaginación; el otro, frecuente, era la detención de la formación y la aparición del guarda, porra en mano, amenazando a lxs polizones. Como la separación entre la vía y el descampado era el ya mentado desnivel, el escape era sencillo; consistía en saltar de la formación, subir al descampado y alejarse hasta la canchita, territorio fuera de la órbita del guarda, que simplemente recorría los vagones a la captura de incautxs, que lxs había; una vez acorraladxs, algunxs, audaces y respetadxs, pegaban un salto formidable del vagón al descampado, librándose de cualquier castigo; lxs otrxs (mayoría), eran descendidxs del tren y llevadxs entre amonestaciones hacia la entrada, donde eran bruscamente depositadxs. Era ese el momento en el que lxs incautxs aun no descubiertxs aprovechaban para pasar de los vagones a tierras seguras.

El segundo condimento, como ya fue mencionado, tenía que ver con la pelota. Si bien el reventón de una pelota bajo las ruedas de un tren era muy poco frecuente (debían darse muchos eventos simultáneos: que se estuviera jugando, que el tren pasara, que en ese preciso momento la pelota se fuera a la vía, lo cual suponía que alguien seguía jugando mientras desfilaban los vagones, lo que estaba casi prohibido), la caída de la pelota en las vías sí lo era, al igual que la llegada de la pelota a la calle Caboto. La operación de recuperación de la pelota no se menciona por obvia. Esta eventualidad de que la pelota se fuera a las vías y centenares de niños bajaran y subieran de ellas, provocó (o creo que fue eso lo que lo provocó) un acto cuyos autores fueron siempre desconocidos: alambrar la separación entre las vías y el espacio de juego. Esta decisión fue un dolor de cabeza. La pelota se iba menos, es cierto, pero se iba; y cuando pasaba, su recuperación requería un rodeo muy fastidioso. Cabe, aquí, hacer una breve digresión: no todas las pelotas eran objeto de las mismas acciones temerarias de recuperación. Las pérdidas de las pelotas obedecían mayormente a tres motivos: las aplastaba el tren, las aplastaba un auto, eran robadas. En todos los casos, había que correr. Pero la magnitud de la corrida se correspondía con la calidad de la pelota (nunca jugábamos con una sola; las de repuesto se ponían siempre al lado del palo de un arco, sobre todo ante la eventualidad del robo). Recuerdo que para un cumpleaños, mi padre me regaló una Pintier original; se trataba de la pelota oficial del torneo de primera división y su valor era sólo asimilable al de la Tango, que había sido la pelota del Mundial. Tuve esa pelota unos tres años, durante los cuales fui el objetivo obligado de casi todxs lxs chicxs del barrio. El portero de casa no paraba de sonar, preguntando por el Alemán, que era una forma amable de preguntar por la pelota. El camino de casa a la canchita era para mí como la entrada en Roma del Emperador vencedor en una batalla crucial. Juanjo, otro afortunado, tenía una Tango, por lo que desarrollábamos una secreta disputa de popularidad, en la que mi ventaja era que jugaba mejor (Juanjo era tristemente inhábil y yo, no siendo habilidoso, era un aguerrido y temerario defensor, pateaba muy bien y atajaba más que aceptablemente). Cierta tarde, jugando con la pelota de Juanjo, la pelota partió rumbo a Caboto. Yo estaba defendiendo y fui a buscarla; no muy lejos, venía un auto, por lo que aceleré la carrera. Sólo recuerdo haber agarrado la pelota y un golpe y un vuelo, con aterrizaje en la vereda de enfrente, afortunadamente de pasto. El conductor bajó del auto; estábamos cerca del Argerich, por lo que insistió en llevarme. Yo entré en pánico, pensando sobre todo en lo que diría mi madre, por lo que me negué, una y otra vez. El hombre levantó el pantalón, me revisó la rodilla, me hizo doblas la pierna de todas las formas posibles y finalmente, declarándose médico, me reprendió por el modo de cruzar la calle y se fue. Dos cosas se salvaron en ese acto: mi honor y la Tango de Juanjo.

La digresión fue, en realidad, una digresión dentro de otra. De todo lo dicho en el párrafo anterior sólo importaba el alambramiento de la vía. Lo que siguió fueron las motivaciones de la obra.

El hecho que importa nos remonta a las trepadas al tren. Es de suma importancia aclarar que las mismas siempre se realizaban “del otro lado” de la calle de la escuela; es decir, del lado de la canchita, porque en el contrario había unos pilotes de metal que impedían acompañar el trayecto del tren para elegir el momento exacto de la trepada. Una tarde, mientras jugábamos, escuchamos el tren y corrimos a la vía. Venía muy despacio, por lo que la trepada estaba asegurada. Nos preparamos con prudencia, para no alertar al conductor; la técnica incluía el cálculo del momento en que la locomotora daba “la vueltita” que nos hacía invisibles al maquinista y no podíamos, tampoco, hacer aparente nuestra intención cuando la locomotora pasaba. Pasó la locomotora, esperamos unos segundos y empezamos a trepar, Juanjo el primero. Cuando hubimos subido cinco o seis, se escuchó el ruido de alerta en las ruedas: el tren estaba frenando. Inexorablemente, el guarda venía en camino, o al menos el riesgo de que eso sucediera era altísimo. Había que ser veloz, el alambrado ya no permitía el escape por el costado, por lo que había que desandar todo el trecho hasta la subida y salir de la vía. Todxs lo hicimos, excepto Juanjo y José María, que hizo una maniobra memorable bajando por el otro lado, el de la pared, para deslizarse de costado hasta la Avenida (maniobra arriesgada si las había, por el poco espacio entre la pared y el tren). Juanjo se vio perjudicado por dos factores: había sido el primero en subir; no había escuchado el ruido y, por ende, tampoco anticipó la frenada con suficiente rapidez. Cuando lo hizo, fue tarde. Bajó del vagón para rumbear a la salida, pero el guarda ya se había interpuesto entre aquél y ésta. Al girar para el otro lado, notó con terror que el maquinista también había bajado, por lo que en una maniobra de pinzas quedaron uno a cada lado de Juanjo. Y allí pasó. El maquinista, sin mediar palabra, le encajó a Juanjo un bife cuyo sonido nos puso a todxs la piel de gallina. Fue un tortazo limpio y pleno, acompañado de la palabra “pendejo”, seguida de un calificativo poco apropiado. Juanjo no lloraba, sólo atinaba a levantar los brazos para no cobrar otro, que nunca llegó. Era el turno del guardia, que lo agarró de un brazo, lo dio vuelta y le pegó la patada en el culo más soberbia que recuerdo haber visto; Juanjo se levantó, mínimo, cincuenta centímetros del piso y avanzó un metro por el aire. Viéndose libre, sólo corrió.

Cuando finalmente salió de la vía, llegó hasta nosotrxs, que éramos increpadxs desde lejos por el guarda, en un idioma que ya no nos interesaba. La cara de Juanjo estaba roja como un morrón y jadeaba un poco. Todos esperamos el llanto, pero para nuestra sorpresa empezó a reírse a carcajadas. De una forma extraña y por razones incomprensibles, lo suyo había sido una especie de proeza, que todxs celebramos, carcajeando también. Esperamos a José María, que merecía también nuestros respetos, volvimos a la cancha y seguimos jugando. Al día siguiente, toda la escuela sabía de la hazaña y Juanjo era una especie de héroe totalmente involuntario.

De más está decir que las subidas al tren siguieron, más aun a medida que lo agujeros en el alambrado empezaron a ocupar mayor dimensión que el alambrado mismo. Pero la risa de Juanjo el día de la paliza quedó inmortalizada en todxs. Muchos años más tarde me lo encontré en la Avenida Corrientes; no lo reconocí del todo hasta el momento en que me dijo “Juanjo, boludo; el del cachetazo”.

CCCXLVII

De la leche pringosa de la higuera
y del tinte indeleble de la mora
se hizo el beso encendido de la aurora
y nació el labio en flor que desespera

El nogal floreció en su piel primera
tersa seda inclemente, ensoñadora
y el ciruelo endulzó su voz cantora
bajo el sol de una eterna primavera

Mas sólo por llegar dejó mi boca
sin espanto ni adiós volvió a sus ojos
como zarza que hiere a quien la toca

Ya no me queda más que ese despojo
y alguna flor de almendro, siempre poca,
incapaz de quitarme sus abrojos

jueves, 25 de julio de 2019

CCCXLVI

Hastío del consuelo, de la lágrima emponzoñada de la pena insincera y del querer que sólo espera el acto ajeno para decirse limpio y valiente, “tenés que” como bandera y “sólo espero” como espesor de la arrogancia. ¿Cuánto vale sufrir por quien sólo espera, o por quien no espera? Ir, sólo ir y desear que en un descanso del camino lo amado dé un paso adelante. Un paso.
“Te amo”, “te quiero”. ¿Quién cuida tanto las palabras que destila una lástima inmerecida? ¿Es acaso la impotencia ajena una razón suficiente para herir un corazón que se quiebra día a día?
Es tan triste el vivir que ni siquiera es posible reprochar un destrato de quien se sabe mejor. Fácil es ser mejor que un derrotado que arrastra su dolor sin cura.
El bien y el mal son aberraciones, superadas en su abyección, tal vez, sólo por la verdad. Nadie sabe lo que puede un cuerpo; un cuerpo. ¿Sabe acaso alguien lo que puede el suyo propio? ¿Sabe acaso alguien lo que el cuerpo quiere? ¿Que importa poder sin querer? Cuánto sentido tiene, sin embargo, lo contrario, condición indispensable de la existencia.
¿Quién, acaso, puede decirse dignx queriendo lo que le es posible?
Pero se trata del cuerpo, no del querer en términos del ansia cavilante. El cuerpo no cavila, aunque lo parezca; el cuerpo sabe porque suda, excreta, duerme, duele, llora y baila. “Te amo” es del cuerpo, o no es; “te quiero” es del cuerpo y nunca será más que eso. Aquí es donde el pensamiento lo mezcla todo, distinguiendo lo amorfo del deseo; peor aun: distinguiéndolo en el deseo, como si desear fuera topográficamente localizable.
Ir, sólo ir. Eso hace el cuerpo y no espera.
Pero el pensamiento debe intervenir en el momento exacto en que el ir empieza a tener sentido. Allí donde la búsqueda se vuelve mecánica e intolerable debe surgir el alma para borrar la huella de todo significado.
Hemos aprendido todo mal. “El cuerpo hace lo que la mente piensa”, nos fue dicho. Triste enseñanza colonizadora del beso porque sí, del sexo sin excepción alguna, del despilfarro del aroma en jabones que impiden creer que el hedor del cuerpo es la antesala de la belleza.
¿Cómo amar a alguien cuyo olor de jabón es idéntico a todos los aromas del catálogo? ¿No debería el cuerpo mismo repugnarse y escapar? Nadie deja que eso ocurra, porque oler es del orden del olvido y olvidar es imperdonable.
Y las palabras. No digas “puto”, no digas “concha”, no digas “pija” ni “cojer”.
¿Cómo puede cojer alguien con quien sólo quiere hacer el amor en una cama? Haga el amor afuera, m'hijx, en la mesa del café, en la vereda y en el teléfono. Haga el amor, si quiere, cuando mira esa concha rodeada de mujer que tanto le gusta, o esa pija rodeada de hombre, o ese algo rodeado de algo, o el algo todo rodeado de mundo. Y entonces sí: vaya a la cama y coja. Coja sucio, seco, atragantado, limpio, derrotado o invicto; pero dele al cuerpo que lleva a la cama la posibilidad de desavergonzarse.
Hastío del consuelo y del “vos sos”, “vos tenés”, “vos podés”.

No voy más. Voy a desgarrarme solo, mudo y viejo en mi cuna de autocompasión y desprecio. Prefiero empezar a morirme ahora, para que cuando el cuerpo se me muera ya no me importe.

CCCXLV

Irrigada de ausencias
la ciudad desangelada sobra en la niebla
una niña como un sismo cruza la calle sola
y detrás se hace llanto una mujer ocre
amputada al retumbo lastimero del alba

Mientras dobla la esquina un auto sin cielo
el joven de la bicicleta carga su colchón sin culpa
y detrás del árbol olvidado por Dios
se cocina en cerveza la mañana
y se obstina en morir la dueña de la noche
teñida de leche materna y agria

Al barrio le crecen borlas de lana en los faroles
desde arriba parecen palomas
y cada pie que pasa recoge la vereda
se lleva una tristeza y deja otra más honda
para que ser del mundo sea trágico siempre

Ahora cuando salga voy a limpiar la puerta
y la casa sola será nido de desamores
acá nadie quiere a nadie
y yo no quiero nada que tenga significado
prefiero morir de pena que vivir en secreto

Porque hablar no es posible

y vivir es demasiado complicado

miércoles, 24 de julio de 2019

CCCXLIV

Recién siendo adolescente descubrí que las calles de mi barrio tenían nombres burocráticos. Desde ya, no eran calles anónimas: la callecita del ligustro, la calle de la ligustrina, la calle ancha de la escuela, la calle de las casitas de atrás, la de la iglesia. Había tres tipos de calles: las callecitas, de no más de un metro de ancho; las veredas y las veredas anchas o avenidas, todas ellas peatonales. En rigor, veredas todas, diferenciadas por su anchura. Los nombres patrióticos e históricos estaban reservados para las calles por las que transitaban autos y otros vehículos motorizados, que rodeaban el barrio peatonal: Ministro Brin, 20 de septiembre, Arzobispo Espinosa, Necochea y otros (fue una sorpresa para mí descubrir que la vereda sobre la que estaba el edificio de mi casa era en realidad la calle Espinosa, extensión de la calle Espinosa y terminada en la calle Espinosa, al final del barrio, Siempre supe que vivía en Arzobispo Espinosa 250, pero jamás asocié el domicilio con la vereda, porque en el barrio se vivía en el edificio 11, o en el 1 (el mío), o en el 36, o en las casitas (pequeños grupos de dúplex que constaban de cinco casas cada uno, llamadas del medio, de atrás, de Necochea, de Caboto y de adelante). En las peatonales circulaban humanxs y bicicletas en proporciones similares; carecer de bicicleta era una tragedia, superior a carecer de pelota, ya que con una pelota sola jugaban veinte y con una bicicleta andaban, a lo sumo y con fastidio, dos.

La topografía del barrio era laberíntica y la numeración de los edificios, caprichosa. El 1 y el 2, por ejemplo, eran contiguos, al igual que el 4, el 5, el 6 y el 7; pero entre el 3 (para nosotrxs, las casitas de adelante) y el 4 estaban el 13 y el 12, interrumpidos por el 8 y el 9, contiguos al 15, del 10 y el 11. Había que cruzar todo el barrio para llegar al trío 12, 13 y 14, que lindaban con los 30, 31 y 32. Dar indicaciones a los extranjeros era complicado, sobre todo por las callecitas, que obraban de patio interno de tríos o cuartetos de edificios.

Entre los edificios 1 y 2 y frente a las casitas de adelante, hogar de Ernesto Zavatarelli, hijo del gran Dante, con quien fuimos una noche a ver un Quilmes - Boca que terminó 1 a 1 (esa noche conocí a Muñoz, sin saber que lo estaba conociendo), había una plazoleta rodeada de callecitas, una de las cuales era peculiar. Comenzaba en la plazoleta y finalizaba en la calle de las casitas del medio, casi enfrente del edificio 11. Era un trayecto relativamente largo el que llevaba del inicio al final, donde había, en la última de las casitas, un ligustro y un pequeño jardín con un arbolito pequeño. La callecita se había constituido en el sitio perfecto para un portentoso desafío, que consistía en arrancar con la bicicleta en el inicio de la callecita, acelerar desaforadamente y, sin descender la velocidad, doblar en la calle de las casitas hacia la izquierda, para volver a hacerlo inmediatamente a la derecha, en forma de ese, en la calle del 11. Se trataba de una hazaña que sólo se lograba con repetición, esfuerzo y muchos golpes y, en el mejor de los casos, raspones con el ligustro. El destino casi inexorable de los neófitos era embestir el ligustro y caer en el jardín, en formas aparatosas y hasta cierto punto desconocidas, puesto que una vez atravesado el ligustro sólo se veían la bicicleta volando y dos piernas desapareciendo. En más de una ocasión, el atravesamiento del ligustro incluía un golpe contra el árbol pequeño. Habiéndolo padecido, puedo dejar constancia de que era una experiencia sumamente desagradable. Las advertencias, amenazas, súplicas y ruegos del dueño de la casita eran completamente ineficaces; la aventura era demasiado divertida como para arredrarse. La experiencia completa podía culminar, no obstante, con dos tipos de éxito: el primero, valioso, era lograr la curva, pero sin evitar del todo el ligustro; todxs lxs niñxs del grupo ostentábamos en el exterior de nuestras piernas derechas, como marcas de guerra, cicatrices de rayones ancestrales (algunxs, menos intrépidos, usaban pantalones largos, pero no era bien visto); pero el éxito supremo era la ese limpia. No creo equivocarme al asegurar que todxs lxs que lo logramos en alguna ocasión, ya fuera por primera o décima vez, experimentábamos en el cuerpo una sensación majestuosa de virtuosismo, un estremecimiento del alma cercano a lo que más tarde conoceríamos como un orgasmo. La sensación se veía aumentada por los vítores lejanos de lxs observadorxs lejanxs. Se requería una destreza similar a la que asombra en los pilotos de motocicleta cuando toman las curvas rozando el suelo con las rodillas, pero sin cascos, sin rodilleras ni trajes protectores.

Con el tiempo, el reto fue sofisticándose. Cuando ya la gran mayoría podía resolver la proeza a la primera, la aventura empezó a volverse rutinaria, por lo que le agregamos un condimento temerario: hacerlo en dúos. La acción en sí era la misma, pero la novedad implicaba la salida de dos bicicletas, en fila, separadas por no más de tres metros. Puede parecer un cambio menor, pero no lo fue en absoluto. El peligro consistía, ahora, en el fallo de la primera bicicleta; cuando eso ocurría, el resultado era sanitariamente catastrófico. Las variantes eran múltiples. La menos grave era la repetición del fracaso individual, pero duplicada; es decir, dos bicicletas volaban, dos cuerpos desaparecían tras el ligustro. No era, sin embargo, el accidente más frecuente; lo habitual era infinitamente más doloroso: la primera bicicleta fracasaba y la segunda chocaba con la primera, por lo que el conductor, o bien se incrustaba de cabeza en el ligustro, o bien caía sobre la primera bicicleta, o sobre la propia, o sobre ambas. Las lesiones empezaron a ser más serias: frenos clavados en las costillas, palos clavados en la frente, pedales desollando rodillas. Pero éramos niños, por lo cual cada masacre era una fuente de carcajadas y las curaciones eran velocísimas. La salud de nuestrxs amigxs era irrelevante en comparación con la felicidad que nos producía su desgracia. Sólo nos compadecíamos ante el llanto o ante ciertas heridas que cortaban la risa como un cuchillo, de sólo verlas.

Un día ocurrió, finalmente, lo inexorable. Juanjo participaba frecuentemente del juego, pero no era de lxs más expertxs. Muchos cometían una falta, que les era reprochada, pero en él era particularmente habitual: llegar a la calle y frenar en un rango que iba de “un poquito” a “mucho”. Lxs que ya habíamos superado esa etapa de temor al momento del giro, podíamos reconocer con claridad los descensos de velocidad, aun a la distancia, por minúsculos que fueran; pero este descenso, en Juanjo, rozaba muchas veces lo obsceno. Tal vez avergonzado por los múltiples y crueles reproches, una tarde partió hacia la calle, tomó velocidad y, al llegar a la curva, sin aminorar la marcha, simplemente no dobló. No supimos por qué, al menos en ese momento. Esa vez no nos reímos; se vio todo con una claridad suprema y fue preocupante de inmediato: las ruedas de atrás de la bicicleta levantándose, el cuerpo de Juanjo disparándose como una flecha sobre el ligustro y, cosa infrecuente, el sacudón de la copa del arbolito. Lo más aterrador, de todos modos, fue el ruido; un golpe seco y duro. Dos durezas habían colisionado y todxs sabíamos que eran el árbol y la cabeza de Juanjo. Las bicicletas fueron abandonadas; todxs corrimos al ligustro y al llegar encontramos la escena escalofriante de Juanjo inmóvil, con la cara bañada en sangre. El dueño de la casita salió, dispuesto a una de sus habituales diatribas, pero al ver el espectáculo saltó el alambre que precedía al ligustro y trató de hacer que Juanjo reaccionara. No pasó nada. Creo que insultó, pero no lo puedo asegurar; yo estaba paralizado por el terror, sobre todo porque Juanjo no respondía. Se acercó a la escena un vecino del 2, que había llegado a ver algo. Habló con el dueño de la casa, charla de la que sólo recuerdo la palabra “Argerich”.

A Claudio y a mí nos tocó ir a la casa de Juanjo. Fuimos a buscar las bicicletas y aceleramos hasta el edificio 6. Claudio tocó el portero y cuando atendieron dijo algo parecido a “Juanjo se golpeó la cabeza”. Nadie contestó más nada. En segundos, la mamá de Juanjo estaba en la puerta, desencajada, preguntando qué había pasado. Corrió todo el camino hasta la casita, pero antes de llegar nos encontramos (nosotros íbamos con ella en las bicicletas) al dueño de la casa y al vecino del 2, con Juanjo a upa, todo sangrado, llorando. La mamá lo agarró y se subieron a un auto. Del grupo original, sólo quedábamos Claudio, Graciela y yo (y Juanjo, desde ya). A propuesta de Graciela, fuimos al hospital; llegamos casi al mismo tiempo que el auto y nos quedamos afuera. La mamá no apareció más. El dueño de la casita salió de la guardia y nos dijo algo, enojado, que no recuerdo del todo bien, pero puedo suponer como un “cuántas veces les dije”, o algo así. Ningunx se animó a entrar. Esperamos un rato afuera, por que sí. Salió el tipo del 2 y nos dijo que Juanjo se iba a quedar en el hospital, que estaba bien, pero que lo tenían que coser. “Coser” era para mí, al menos, una palabra terrorífica, casi premonitoria de la muerte. Claudio y Graciela no parecían tan preocupadxs y propusieron volver, cosa que hicimos. Yo, derecho a casa.

Por supuesto, no conté nada, lo cual era habitual (ya para esa época trataba de no hablarme demasiado con mi madre y su pareja, para ahorrarme problemas). Me acosté preocupado, eso sí. Al día siguiente, Juanjo faltó a la escuela. Al salir, después de almorzar, fuimos con Claudio y Lucio a su casa. Todo lo que pudimos saber, portero mediante, fue que estaba bien, pero que le habían dado doce puntos, algo que no tenía mucho significado, al menos para mí. También supimos que iba a estar unos días fuera de nuestra vista. Volvimos a verlo un lunes, en la escuela. Yo quedé muy impresionado: tenía una venda que le tapaba casi toda la cara, excepto la boca, una partecita de los cachetes y la nariz; la boca estaba hinchada y tenía un diente roto, pero lo que más me impresionó fueron el color violeta de cada parte visible y los ojos rojos, además de que hablaba rarísimo. En el recreo, nos contó que se había roto el tabique y se había cortado la frente y el labio de arriba, además de haberse partido dos dientes. Todxs queríamos saber qué había pasado ese día, por qué no había doblado; él dijo que sí, que había doblado, pero se ve que había salido con el manubrio con una vuelta de más y que el cable del freno no lo dejó doblar; era una suposición: lo que concretamente sabía era que había tratado de doblar y la bicicleta no lo había acompañado en la intención.


Nunca más volvimos a hablar del asunto, pero el día del accidente fue el último día de nuestro juego preferido. Yo, particularmente, dejé de pensarlo como un juego; aunque mejor sería decir que simplemente no volví a pensarlo más. Creo que nadie lo vivió con tristeza. La infancia tiene eso de bueno: las cosas dejan de ser con una asombrosa facilidad. Por otra parte, el barrio estaba repleto de actividades que desafiaban la audacia; y la de las bicicletas no era ni por asomo la más peligrosa. Pero eso forma ya parte de otros relatos, uno de los cuales, curiosamente, tuvo también a Juanjo como protagonista (muy) desafortunado.

CCCXLIII

La palabra no las palabras
porque las palabras son un problema cuando bulle la palabra
es la equivocación sutil en la que muero

Ya prometí una vez, dijo mi madre
callar definitivamente
era tan pequeño que cabía en las guindas del abuelo
del otro, del del idioma asesino
que no legó ni un abrazo memorable

Es fácil prometer cuando se es niño
la vida está cubierta de posibles
y de baldíos y de pelotas y de vergüenzas olvidables
(aunque aun las recuerde)

Pero los años son inclementes
hay que nombrar el miedo para sí, por ejemplo,
o su cara más cruda, ella;
y callarlo a todxs para padecer de lágrimas
calladas, invisibles al mundo

Arena montañosa en la que rodé
el cuerpo sabe caer y atolondrarse
arena, arenita hermosa al borde de la avenida
¿por qué sufro así, si soy tan bueno?

Qué pálido fue el beso de su barba
qué insípido el abrazo de su mar
¿acaso era posible decir algo que valiera?

martes, 23 de julio de 2019

CCCXLII

La pena pertinaz de cada día
el punzante azuzar del tiempo nuevo
hace aciagas las lágrimas que llevo
hace espesa la sangre en su porfía

Ya debiera morir, mucho he vivido
que durar es asunto de cobardes
sólo vale la vida cuando arde
sólo vale vivir efervescido

Ser de nadie, ser hueco, desamado
¿vale acaso un minuto, un soplido?
Sólo a Dios tal regalo le fue dado

Pero yo hiero el aire enrarecido
con el mero suspiro acongojado
sin siquiera el consuelo de haber sido

lunes, 22 de julio de 2019

CCCXLI

Ella es la pluma que baila
no hay fórmula capaz de asignarle un sitio
ni espacio en el mundo que la reclame

Una vez
soplada por Dios para mi mal
se posó en mi hombro
me acarició la mejilla y me perfumó de jazmín
y yo supe que el amor era
que había

Pero el terror centrifuga la vida
la añeja con silencio
y la mata con palabras indecentes
las únicas que sé

Cometí el error de romper mi promesa
la hice de niño para no morir de pena
y dije
y la pluma entendió que no valía
y volvió al aire que le correspondía

Hoy la veo cerca
ronda mi espalda y me desquicia
pero ya no aroma
ni quiere acariciarme
ya no es la pluma perdida
aunque sea la misma

CCCXL

Un hombre agachado bajo un farol parece buscar algo. Un segundo hombre se le acerca y le pregunta si puede ayudarlo, a lo que el primero responde ¨estoy buscando mis llaves¨. ¨Lo ayudo - responde el otro - ¿tiene idea de por dónde se le cayeron?¨;  "Sí, en la vereda de enfrente". El segundo hombre, algo sorprendido, pregunta, "¿Y por qué las busca acá y no allí?"; "Porque acá hay más luz", responde el primero.
Este chiste siempre me pareció (y me parece) gracioso, ingenioso. Pero, ¿y si no fuera un chiste?
Me siento en la obligación de aclarar que entre las muchas cosas que ignoro, el qué sea la vida es una de las más notables. No obstante, puedo sí asegurar que una de sus características más evidentes es que lo perdido es una de sus materias primordiales. No sé qué es; sé que está repleta de cosas perdidas. Sé, también, aunque esto lo sepa sólo de la mía, que las cosas perdidas son irrecuperables. En ese sentido (y en otros tantos) el tiempo tiñe de cierta morbidez la existencia, puesto que la memoria insiste en completarse.
Es también frecuente obstinarse en deplorar todo aquello que, una vez perdido, no desea encontrarse más. Visto lo dicho, se trata de un estado del alma que, a la vez que ingrato, es antihigiénico para el espíritu: lo perdido no regresa, sea bueno o malo.
No obstante, la obstinación contraria suele ser el fruto de los dolores más infames. La insistencia obsesiva por recobrar lo que alguna vez fue resguardo y consuelo, liturgia amorosa del para siempre, que todo lo embellece, caricia compasiva, risa desencadenada y abrazo del mundo, puede convertir en penumbra el devenir de lo que no habiendo sido nunca, puede aun enternecer la piel con ardores incluso más fervientes que los que guardan los recuerdos.
¿Por qué, entonces, buscar la llave en la penumbra? ¿Y si ya no existiera? ¿Y si fuera ya imposible recobrarla y nos fuera autoimpuesta la condena de una búsqueda infinita, tarea similar a la de Sísifo y su piedra?
No parece descabellado postular que una vida derogada en la penumbra de la esperanza es en sí umbría; pero aun, si por una casualidad o la simple buena suerte la llave apareciera, ¿no aparecerían con ella el camino trillado, la casa memorizada, el devenir previsible?
El farol de la vereda de enfrente ofrece la severa desventaja de abandonar la llave y, con ella, el hogar. Es, sin duda, una apuesta temible. Pero al cruzar la vereda ya sorprende gratamente que, olvidada la llave, se encuentra el cuerpo propio, antes oscurecido. Aparecen la mano, el pie, la sombra como correlato y no como morada (correlato a la vez fugaz, móvil, siempre otro de aquello a lo que refiere mal). Y tal vez, sólo tal vez, una llave, que era lo que se buscaba. Es otra llave, eso sí, siniestra al principio, incierta y temible. O aparece un zapato, o una rata, o un libro, o una cosa cualquiera completamente otra de la llave.
¿Y si la llave fuera precisamente eso? ¿Y si perderla no fuera el modo de arrojarse de farol en farol buscando lo que no se ha perdido nunca?
Siempre quedaría el recurso, en última instancia, de volver al lugar preciso al día siguiente, si lo hubiera. Es cierto que no garantizaría nada tampoco.
¿Y si buscar la llave fuera perder el tiempo? ¿Habrá alguna forma de medir si vale más el tiempo que la llave o la llave que el tiempo?
Lo que parece no valer demasiado es la penumbra.

CCCXXXIX

Nada (no esta) no existe
si nada es un nombre
entonces es una idea
y una idea es algo

Pensar en nada (no esta) es imposible
porque nada (no esta) no hace lazo

Descartes se dio cuenta
y por eso legó su infamia
su nada insoportable
lo llevó a la otra
Dios, que es nada (no esta)

El más intrépido fue Nietzsche
que entendió que nada  (no esta)
era no sentido
equivalencia absoluta de todo
indiferenciación
el ápeiron de Anaximandro
pero sin signo

Nada (no esta) es no ver la lluvia
no sentir el frío o el calor
no oler el jazmín
o simplemente transcurrir
sin objeto y sin esperanza

Nada (no esta) es el alcohol
el alcohólico no bebe
o su beber es un no acto
que finaliza en el terror
de la nada (no esta) verdadera

Sólo se llega a nada (no a esta)
teologizando negativamente
No estar
No amar
No querer
No desear

Nada  (no esta) ha llegado
me acompaña a comprar la cebolla
y a fumar
y escribe conmigo
todo el tiempo

¿Y ahora?

domingo, 21 de julio de 2019

CCCXXXVIII

Dos cosas no podían hacerse cuando yo era chico: jugar a la pelota de dos a cinco de la tarde e ir al baldío de Casa Amarilla. Había algunas más, pero irrelevantes.
La primera era poco interesante, porque no se podía de hecho. La vecindad estaba organizada para impedirlo con amenazas atroces, pero sobre todo inmediatas. Todas incluían a la policía, que era fuente de terror.
La segunda era la más interesante, ya que era una imposibilidad teórica. El fútbol carecía del ingrediente principal de una transgresión: su carácter furtivo.
Del baldío, hoy hospitalario y con una Casa Amarilla Real, inexistente en la infancia, habíamos escuchado las historias más espeluznantes, pero siempre de boca de gente de poca confianza. Ojo, eso no quiere decir que entrar en ese malezal interminable careciera de cavilaciones; por el contrario: la incertidumbre era el ingrediente esencial de cada incursión. No se entraba al baldío sin la piel erizada.
Fue por causa de ese pastizal que escuché por primera vez las palabras "poligrillo" y "robachicos". El significado exacto de la primera sigue siendo una incógnita hasta hoy. Creo que esa significación nebulosa hacía del concepto algo más terrorífico.
En fin: íbamos al baldío, desafiando la fortuna y los padres y las madres.
Nadie imagine un sitio macabro (aunque lo fuera para nosotrxs). Eran hectáreas de pasto alto (casi en su totalidad, más que nosotrxs), con algún que otro árbol. Es decir, caminábamos con un rango de visión que raramente excedía el metro y medio más adelante. Los sustos más frecuentes eran las ratas y, ocasionalmente, algún lagarto, que inexorablemente se nos escapaba (con las ratas no nos metíamos, de más está decir).
Hecha la introducción, paso al hecho memorable.
Cierta tarde, ya lo suficientemente dentro de la maleza como para ganar la calle con rapidez, Lucio, el líder indiscutido del grupo. sacó de su cintura una pistola de aire comprimido, para admiración de todxs, que nunca habíamos visto una (Lucio era experto en la exposición de artefactos asombrosos como gomeras, cartas de mujeres desnudas, chascos, estrellas ninjas y cosas por el estilo). Su propósito, al menos el declarado, era cazar una rata. Personalmente, no me pareció una idea entusiasmante, pero el resto mostró el regocijo suficiente como para que el resto de la travesía se ocupara de la propuesta.
Las ratas eran sólo sombras velocisimas que cruzaban los pocos claros que había en la vegetación. Cazarlas en esas circunstancias era imposible, por lo que había que buscarlas, abriendo los matorrales. Confieso que mi estado rondaba el pánico. La mera idea de abrir un matorral y encontrarme frente a frente con una rata (las ratas del baldío eran de un tamaño considerable), me resultaba intolerable; pero negarme no era una posibilidad. El escarnio posterior podría ser mayúsculo.
Pasamos un rato largo cocentrados en la tarea, infructuosamente. En un momento, Graciela (Graciela era una chica excesivamente alta y hermosa; además, me cautivava de ella su costumbre de hacer cosas "de varones") levantó un brazo y empezó a mover una mano. El primero en verla fue el gordo Claudio, que le hizo un chistido a Lucio. Nos acercamos con sigilo; oculta en el matorral, había una alimaña. Parecía una rata. Lucio, temerario, se acercó un poco más, apuntó con la pistola y disparó. El animal empezó a revolcarse; Lucio metió la mano un poco más abajo y disparó de nuevo. Los retorcijones de la alimaña aumentaron. Ese día descubrí dos cosas: la primera fue que una pistola de aire comprimido no era un arma letal; la segunda, lo mucho que se parecen las ratas a algunos pájaros.
En la segunda sesión de sacudidas, notamos que la supuesta rata era en realidad un ave. No era una paloma; tenía el cuello corto y mucho más grueso. No paraba de revolcarse y en ese momento supe que no habíamos hecho nada bueno. Pero lo peor lo descubrió Graciela: algo más oculto por el matorral, había un nido con unos pajaritos pelados que empezaron a Piar.
Ignoro cómo hubieran seguido los acontecimientos, porque en medio de nuestra perplejidad se escuchó (o nos pareció escuchar) una voz masculina que nos azuzaba. "¡Un poligrillo!", dijo Lucio y todxs empezamos a correr en dirección a la avenida.
El resto fue intrascendente  Llegamos a la vereda, riéndonos algo agitados y volvimos al barrio. Anduvimos dando vueltas, nos quedamos un rato en la placita Malvinas y cada uno se fue para su casa.
Años después, recordando el episodio en una reunión de ex amigos de primaria (en la que descubrí la belleza que pueden aportar los años a las chicas), Verónica, que había pasado de ser una nenita flacucha a la que pocos nos acercábamos, por su mal carácter, a una morocha que rajaba la vereda, hizo un comentario tremendo. "A esos pichones se los deben de haber comido las ratas; y al pájaro seguro que también". No fue un reproche.
La imagen, sin embargo, me persiguió el resto de la noche y, de hecho, estoy narrando la historia, por lo que subsiste aún.
No hay mito más establecido y más contrario a la realidad que el de la inocencia infantil. La infancia es una etapa de la vida en la que las más aberrantes crueldades son moneda corriente. La vida y la muerte son abstracciones. El sufrimiento ajeno, una fuente de diversión inagotable.
Volver a la infancia, aunque sea en forma de recuerdo, requiere el coraje de afrontar la propia crueldad. Hay quienes, vale decirlo, parecieran orgullosos de habitarla por siempre.
Un pájaro y sus pichones fueron testigos de ello, allá por el setenta y pico.

CCCXXXVII

Dejé abierta la lluvia y la casa
se llenó de ventanas
ahora es imposible dar un paso 
sin verse pasar al mismo sitio
y el baño quedó lejos de todo
como el hijo que dormía al salir

Voy a trepar a la casa vieja
cuando deje de llover así
a buscar la pelota que perdí en el 77
por culpa del Ore

Qué descuidos me esperan ahora
porque ella ya no me habla
se aburrió de tanta nostalgia
no le importan el baño o la pelota
sólo quiere que le cuente algo
algo que me pase
pero eso no, eso no se hace

sábado, 20 de julio de 2019

CCCXXXVI

Una hormiga camina por el baño
yo estoy sentado en la tapa del inodoro
porque el baño es el refugio perfecto

Se llora en el baño, no en la vida

Pero es difícil llorar mirando una hormiga
la curiosidad es un buen resguardo para la pena
y trato de entender por qué la hormiga va
de la puerta al zapato y de ahí a la bañadera
para volver al zapato y desaparecer
un ratito

Nunca había reparado en la tranquilidad de la hormiga
no de esta sino de la hormiga universal
es como la mosca de la cocina
(hay una mosca que vive en la cocina)
que se sube al control y baja y pasea por la mesa

Pero la hormiga es más inquietante
debe ser porque pica, pienso
se sube al zapato una vez y se queda quieta
trato de imaginar qué haría yo si ella descubriera que se puede entrar al zapato
¿la dejo y espero?
igual no se le ocurre

Si cayera una bomba atómica en casa
nos moriríamos todos menos la hormiga,
debe ser eso
ser inmortal te debe dar cierta licencia
(si no sabés que lo sos, desde ya)
entonces la hormiga baja del zapato y vuelve a la puerta
y me acuerdo de la lagartija de la ventana
(y de la mosca)

No es tan difícil estar acompañado
diría que lo difícil es estar verdaderamente solo
la hormiga se queda al lado del zapato y entonces pasa el pensamiento
¿y si la piso?

Ahora me siento mal
¿de dónde salió ese pensamiento terrible?
me reconforta saber que la hormiga no me cree capaz de eso
se mete abajo del zapato otra vez
y ahora no me puedo ir
¿y si la piso?
(esta vez es un pensamiento amistoso,
ya hemos entablado una relación)

Me preocupa dejarla en el baño y que entre la bichofóbica de la casa
pero dura poco
La hormiga sale de abajo del zapato y se esconde en un mueble

Iba a llorar y me olvidé
las hormigas merecen su eternidad, al fin y al cabo
salgo del baño, hay visitas

CCCXXXV

Nunca está donde la busco
se filtra en las estaciones
pero en otras
y si acaso coincidimos es distinta
más frágil
como no me gusta

Quererla es buscar
no buscarla
porque eso no se puede
sino buscar una llave
a ver si aparece en una mesa
lista para salir

Hoy la vi enterrando un beso
en la esquina de Mitre y Junín
ella sabe pedir disculpas
pero no equivocarse

Viaja en mensajes encriptados
para que la encuentre mejor
es que si habla se evapora
y ya no le gusto

No le gusto
no lo dijo así pero no le gusto
juega a que la llore
y gana siempre

Lloro ahora
y mañana temprano
va a empezar otra vez
a cantar mi sufrimiento
riéndole al sol

CCCXXXIV

No voy a morir de tiempo, eso es seguro. Abandonar la vida con un gesto tan intrascendente como la aceptación de la duración es una forma infame de dejar de ser.
El suicidio está subvalorado. Es tal vez el único gesto verdaderamente digno que se puede concebir a la altura del milagro de la conciencia de sí. La cuestión no pasa por morir o vivir. Esa reducción es inaceptable.
El arte consiste en la elección del instante, no en la obcecación en pedirle a la vida lo que no puede dar. 
Hay suicidios deplorables, desde ya. Los hijos, por ejemplo, no pueden faltar a la cuenta. La orfanatizacion voluntaria y prematura es obscenamente inmoral.
No pretendo banalizar la muerte, desde ya. Espero no morir inesperadamente. Hay demasiado patetismo en un morir accidental: un asalto, un accidente, un descuido. Cualquier forma del azar transforma a la muerte en un espectáculo de baja categoría. Por eso unx cruza los semáforos en verde o mira para los costados en las vías.
De hecho, suicidarse en condiciones similares es más indignante aun. Un suicida responsable debe cuidar su muerte de la farandulización. Se debe morir a puertas cerradas, tal como se ha vivido.
El punto es la elección, la única que tiene significado. Es aberrante permitir que el transcurso del tiempo asuma el control de la propia dignidad. El resultado suele ser catastrófico.
No pienso quitarme la vida. No puedo quitarme lo que no me di. Lo que quiero es poder descubrir el momento preciso para darme la muerte, tener el temple para abandonar todo con el gesto ritual con el que se elige un chocolate.
Convengamos en algo: la muerte es un alivio; pero debe despojarse de reproche, de tristeza y, sobre todo, de egoísmo. La muerte propia es una herida grave en quienes nos aman. Lo será, inevitablemente, ocurra cuándo y cómo suceda. Pero el control de daños es el punto nodal de la decisión.
Dos cosas son un hecho: voy a morir y será por mi mano.
El momento es la única incertidumbre, pues por intolerable que sea respirar y andar y dormir y despertar en ciclos enloquecedores, el instante en el que se descubre que ya todo será insoportable es desconocido.
Los optimistas, terrible e indeseable clase de entes, supondrán inexorablemente que la vida es bella. Nada más falso. La vida es. Nada más. Hay belleza en ella y eso es bueno,  a veces; pero ningún ser con un mínimo de responsabilidad puede universalizar esa contingencia extraña.
Las únicas cosas que rozan algo similar a un sentido para la vida son todas intolerables: el amor, el deseo, la hermosura, lxs hijxs.
No voy a vivir para certificar el fin de toda expectativa. Ese día y no otro será el apropiado para despedirme de mí, lo más serenamente que me salga.
Hasta entonces, sólo espero sufrir lo menos posible.

viernes, 19 de julio de 2019

CCCXXXIII

¿Cuál es es la causa, cuáles son las causas de la memoria o el olvido? ¿Cómo se selecciona un recuerdo? ¿Qué determina qué habremos de pensar por siempre y qué  no habrá sido nunca, definitivamente?
Hace ya más de veinte años volvía a casa en el subte. En el vagón había poca gente y enfrente, justo delante de mí, una mujer. Era muy bella, pero no más y hasta menos que infinidad de mujeres que me acompañaron en intervalos tan fugaces como ese. De todas, sin embargo, la recuerdo a ella y solamente a ella. No es, además, un mero recuerdo. Si pudiera volver a esa noche, cruzaría el vagón para sentarme a su lado y decirle lo mucho que la amaba. No la conocía. Era por ahí una mujer insípida y banal. Pero el paso del tiempo no impidió que se quedara en la memoria como el amor perdido más intenso e irremediable de todos.
Hay quienes pueblan la memoria por repetición. No se olvidan, lamentablemente, al padre y a la madre, a los hermanos. No se olvida al amigo. No se olvidan rostros y nombres intrascendentes, pero de modos que difícilmente podrían interpretarse como recuerdos; menos aun como persistencias. Son meras figuras que pasan y se van sin dejar huella. En algunos casos, de hecho, dejan de ser recuerdo de vez en cuando
No se olvidan, desde ya, lxs hijxs. Pero tampoco son propiamente recuerdos, porque une hijx es un órgano fuera de unx. No se olvida une hijx como no se olvida una mano: olvidándolxs. Simplemente son el propio cuerpo, extendido.
Lo inclemente es el recuerdo y la porfía de aquellxs que podrían ser pasado y sin embargo habitan cada segundo de vida como llagas o como recogimientos.
Ella, por ejemplo; la furia inmensa de la piel sin marca. La tempestad perdida (abandonada) una tarde infame; ¿qué clase de abrojo le crece a mi alma que la guarda intacta y permanente en el sueño y la vigilia, segundo a segundo, como una espina en la garganta que ni siquiera puede nombrarla sin arder de miseria? ¿Qué embrujo la imagina posible resguardo de una pena sin tregua, cuando es evidente que no hay nada de mí que le haga falta?
¿O la mujer pasmada de las hijas hambrientas y desnudas, llorada por el mediodía, que entregó su alma por cuatro monedas?
¿O el hombre más anónimo posible que me obligó una noche a vigilar un bolso como si de mi acto dependiera el futuro del mundo? ¿No era él, tan desconocido como la felicidad, tal vez una abyección mayúscula pintada de víctima imaginaria? ¿Cómo en quince minutos es posible fabricar un recuerdo tan tenaz que se revive en llanto por sólo dibujarlo?
¿O la libélula de la voz desangrada, niña imposible desde el inicio del tiempo, hecha hierro candente y brutal día y noche, pariéndole a cada minuto una sonrisa que nunca más será vista y una boca que jamás sabré más que lejana?
¿Y qué decir de la madre de todas las penas, la ya nombrada tempestad furiosa, cuando llega la noche y su puro no estar es inaceptable y definitivo? ¿Es que no hay forma alguna de quitar de la vida lo que está ya fidedignamente prohibido?
Una noche olvidable, una fila en el cine, un hombre y su maletín. No he visto nunca una imagen más cruda de la soledad. Era, tal vez, el ser más amado que hubiera existido jamás. Es irrelevante. Sólo un hombre y un maletín. Nada. Pero una nada pertinaz, inolvidable.
¿Qué puso a ese hombre en mi memoria? ¿Qué hechicería convoca a las lágrimas cuando pienso en él?
Para la mujer gigante es fácil encontrarme las grietas; por inexplicable que sea comprender la magnitud de su imagen perenne y lacerante, pero necesaria.
La libélula es grácil y duele por su brevedad inevitable.
¿Será posible desamar, una vez que la carne se vuelve memoria? ¿Y si el único sentido de vivir fuera recordar y llorar?
¿Estará vivo, todavía, el hombre del bolso que custodié esa noche?

CCCXXXII

El arroyo está librado al capricho del pedregal
cualquiera sabe que sentarse al lado del agua
con las puntas de los pies entumecidas
y las plantas heridas de canto rodado y piedra volcánica
es como lactar el oxígeno con la espalda
y dejar la respiración en suspenso hasta subir al auto

La única condición es dejar ahí la vida plácida
algo parecido al clamor del patio frutado del abuelo
pero sin abuelo ni mermelada de guinda
sólo por entrega al estrago del silencio
pero no cualquier silencio sino el restado del viento
el que no admite ni el movimiento de la cabeza rubia y sola
que frota el pedregullo bajo los pies

Frente al arroyo está el raulí de los pobres diablos
y si fuera posible habría que salvarlo ahora
pero no se cruza el arroyo sin violar el pacto con el agua
así que resta quedarse quieto y atestiguar
el futuro volverá a esa orilla una y otra vez a llenar la memoria de sapos
que quede intacto entonces el árbol haste que le llegue el día 
y que se cueza en miseria el padre que llama
él nunca sabrá irse puro de ninguna parte
y mi memoria será la cárcel de su sangre perdida
porque el mediodía en el arroyo será testigo de una infamia
y cada piedra un peso para su vida fugitiva

CCCXXXI

- Vos tenés dos problemas - dijo ella - El primero es que no entendés que si no dejás que me vaya, nunca vas a verme volver; el segundo, mucho más grave - siguió, pero en el límite exacto del grito -, es que no entendés que nunca, date cuenta, nunca, la que vuelve y la que se fue van a ser la misma.
- Estás equivocada - Contestó él, conteniendo el tono de voz todo lo que podía - es que nunca, y date cuenta vos, nunca, entiendo nada de lo que decís y, lo que es mucho más grave, nada de lo que hacés.
Ella casi contestó, pero paró en seco. Lo estaba mirando con ira; se dio cuenta y se quedó pasmada, casi como si se sintiera culpable. Se sintió culpable, al fin. Se le ablandaron los hombros y la mirada. Ahora lo veía como era y se veía como quería. Bajó la voz. Se sentó. Creía que Iba a llorar. Lloró, al fin. Él se sentó enfrente, pero de costado.
- ¿Vos realmente creés que me voy? - Dijo ella.
Él no dijo nada. Ella, serena como un maizal en un atardecer de verano, hizo un último intento.
- Te lo digo de otra manera - Empezó a decir - Empiezo por el final. Que no entiendas lo que hago es lógico; yo tampoco entiendo lo que hacés, casi nunca. Lo que hacemos es incomprensible. Así que lo grave no es eso. Tampoco es grave que no entiendas lo que digo; a mí me pasa igual, no entiendo lo que digo y menos que menos lo que decís vos, cuando hablás, que es casi nunca. Ponés los problemas en cajas y no los ves más, o no los podés conectar. "Lo que decís", "lo que hacés"; ¿Qué diferencia hay? ¿Qué problema hay con eso? Lo otro, mi amor; el problema es lo otro. Vos esperás que yo sea igual, ¿entendés? Y yo sé que vos no vas a ser igual nunca. Eso no se puede. La única forma que tengo de quedarme es yéndome y volviendo. Vos creés que es fácil para mí darme cuenta de que todos los días amanezco con un tipo distinto; y no, no es fácil, es una tortura, a veces. Pero el día que seas el mismo, el día que te reconozca del todo, ese día ya no me vas a gustar más. Lo único que te pido es lo que te doy: que sufras un poco para mí. Ahora, por ejemplo, no sé quién sos. Voy a pasar el resto del día tratando de darme cuenta, al pedo, porque mañana voy a tener que empezar de cero, otra vez. Pero eso es lo que hace que seas tan interesante; ¿cómo podés querer estar con alguien que no es capaz de no ser lo que es, de no ser lo que querías, que no es capaz de hacerte ese regalo? ¿Eso lo entendés? No soy para vos. No soy esta. Ya está, me fui. Y me voy a volver a ir una vez y otra vez y otra vez. Si no estás dispuesto a salir a buscarme todo el tiempo, entonces no te quiero. Y si estás dispuesto, cuando me busques, buscá a la que no se fue. Y si me llegaras a encontrar igual; igual a mí, quiero decir, entonces dejame ahí, porque ya no voy a valer la pena. Yo vuelvo porque quiero. Y quiero querer volver; pero para eso me tengo que ir. El día que me aburra, ya no me voy a ir más y la vida va a ser una mierda tan grande que te vas a ir vos. Pero vos no vas a volver a buscarme. Y me da mucha pena tener esa certeza; por eso te pido que lo pienses. Sólo pensalo, ¿puede ser? Y mañana le decís a la que encuentres en la cama que la querés como a mí, o más; y listo. No es tan difícil.