jueves, 31 de octubre de 2019

DXLIX

¿Será que no va a quedar de mí ni el olvido?
La muerte está siempre acicalada
mi terror de niño es mi caricia de viejo
saber que sí
que queda nada
más allá de tritones y abejorros
soñados por otrxs para mi gracia

Mientras tanto
hay un helecho y una paloma torcaza
con idéntico destino
por eso
sólo por eso
y por la libélula y la golondrina y la niña santa
y por los hijos encrucijados
y la compañera de siglos abandonada
riego la albahaca
y la vida gana

DXLVIII

- No sé por qué me preguntás tanto sobre eso – dijo Renata –, es igual que lo que te pasa a vos.
- No – contestó Gerardo –, precisamente; no es igual. Yo tengo que calcular.
- Pero es que lo que vos contás no es lo que cuento yo; digo que es lo mismo porque ves números, igual que yo, que veo números. “Veo” es una forma de decir; en el sentido platónico, si querés, aparecen en la mente.
- ¿Ves? No es igual; lo mío de platónico no tiene nada, es el resultado de un procedimiento, a veces tan rápido que parece instantáneo, pero sólo para las cuentas. Para todo lo demás... mirá, ahí lo tenés: si lo tuyo es platónico, lo mío es kantiano; necesito del tiempo. Vos rompés el molde kantiano en acto; desmentís a Kant, al menos en eso.
Renata se acomodó un poco más abajo en la cama y se apoyó sobre el brazo de Gerardo, que la abrazó.
- Explicame mejor – dijo ella.
- ¿No sabés nada de Kant?
- Más o menos.
Gerardo hizo un silencio, largo; no tenía ganas de explicarle la teoría kantiana a Renata y menos en la situación en la que estaban. Renata era inteligente, pero no se entiende a Kant en forma express, de ninguna forma. De pronto pensó que teniéndola de contraejemplo, le podía resultar más fácil y además que no tenía que explicar todo, sino sólo la cuestión del tiempo como forma de la percepción. Igual era un montón.
- ¿Y? ¿No me querés explicar? - lo apuró Renata.
- No, no. No es que no quiera; es que no sé cómo te explico eso ahora, rápido.
- Explicame despacio, ¿qué apuro tenés? Creí que me quedaba a dormir.
- Sí, sí. No. Es que es tedioso.
- Probá; si me aburro, te digo.
- Bueno – dijo Gerardo después de pensar un poco –. A ver qué sabés: ¿Sabés qué es un juicio analítico?
Renata frunció el ceño y movió la cabeza, en un gesto que Gerardo interpretó como un “más o menos”, tirando a “no”.
- “El agua es agua” - dijo Gerardo -, pensá en esa proposición, en esa oración, no importa si sabés qué es una proposición; ¿es verdadera o es falsa?
Renata pensó un poco.
- ¿Tiene trampa? - preguntó.
- No, ninguna. “El agua es agua”: ¿verdadero o falso?
- Y... depende, ¿no?
- ¿De qué?
- Si está congelada, puede ser hielo; y es agua, o cuando es vapor.
- No. Esperá. Vamos por partes: en primer lugar, en estado líquido, sólido o gaseoso, podemos afirmar que lo que tenemos es agua, tenemos formas de ser del agua, pero no es el punto, porque podríamos decir que el estado líquido y sólido son formas de ser del vapor. El punto es otro. Te lo voy a explicar de otro modo, a ver si sale mejor: “un tirirí es un tirirí”, ¿eso es verdadero o es falso?”
- No sé qué es un tirirí, ¿cómo puedo saber?
Gerardo empezó a fastidiarse, lo cual era previsible: Kant fastidia. Trató de que no se le notara.
- A ver: se trata exactamente de eso. Yo no sé qué es un tirirí, es una palabra que acabo de inventar recién, pero aunque no sepa qué es un tirirí, si es un tirirí, es un tirirí; no necesito ver ni uno solo, con sólo pronunciar la palabra “tirirí” estoy diciendo que “si eso existiera”, sería un tirirí. Con el agua es lo mismo; si yo digo que tengo agua, entonces, ¿qué es lo que tengo en casa, si tengo agua?
- Agua. Pero me podés estar mintiendo.
- Renata, te acabo de decir que no te estoy mintiendo, te dije “si tengo agua en casa, si tengo, o sea, es verdadero que tengo agua en casa, entonces, ¿qué es lo que tengo en casa?
- Y...agua.
- ¿Porque qué es el agua?
Renata pensó un rato largo, tanto que a Gerardo le llamó la atención, pero cuando le iba a decir algo, ella le tapó la boca con los dedos. Finalmente se le dibujó una sonrisa.
- Ahhh... creo que entiendo; es como Saussure, ¿no?
Gerardo apoyó la cabeza contra la pared.
- A ver... - dijo.
- ¿Saussure no es el que dice que el lenguaje es un sistema de diferencias, o algo así?
- Sí, algo así – dijo Gerardo, en mal tono; pero Renata ya estaba en la suya.
- Entonces, si yo digo que el agua es hielo, me sobra una palabra; “agua” tiene que ser diferente de “hielo”, al menos en algo. Si fuera así, no importa qué es el agua, siempre va a ser agua, inclusive si la pienso como hielo; si digo “esto es agua”, entonces es agua y entonces es imposible que sea falsa la frase “el agua es agua”. Tiene que ser verdadera. Lo mismo con el tirirí... está buenísimo.
- Bueno, le diste una vuelta rara, al menos rara para mí, era más fácil, pero es exacto: es imposible que sea falsa la proposición “el agua es agua”, sea el agua lo que sea. Esa proposición es verdadera, no hay alternativa.
- ¿Pero para qué te sirve? Decís “agua” y listo.
Gerardo dio un saltito que sacudió a Renata.
- ¡Exacto! ¡Brillante! Ese es exactamente el punto. Olvidate de para qué sirve; quedate con lo último; decís “agua” y listo, porque el sujeto y el predicado son iguales. En otras palabras: el predicado está contenido en el sujeto. Cuando digo la palabra “agua”, estoy diciendo, sin decirlo, que es agua. Todo el predicado está en el sujeto. Eso es un juicio analítico, es decir, es una frase que va a ser siempre verdadera, sin necesidad de que exista ninguna experiencia, de ningún tipo, porque el predicado se desprende de analizar el sujeto. No hace falta saber qué “es en la realidad” lo que estoy nombrando, sea lo que sea, es lo que estoy nombrando.
- ¿Pero no es un poco estúpido? - Preguntó Renata.
Gerardo perdió todo entusiasmo.
- Olvidate, Renata – dijo –, cambiemos de tema. No me interesa Kant; sólo trataba de decirte que lo que vos hacés y lo que yo hago no son lo mismo y que a mí me sorprende lo que hacés. No sé cómo terminamos acá.
- Vos hablaste de Kant; ahora quiero saber.
Gerardo bufó. Renata le apoyó la cabeza en la panza y lo miró sonriendo. “Dale”, le dijo.
- Olvidate de analítico y todo eso. Vamos al punto; si lo entendés, listo, si no, dejémoslo ahí, ¿sí?
Renata hizo que sí con la cabeza, siempre sonriente, como si jugara.
- “Dos más dos es cuatro”; ¿verdadero o falso? - preguntó Gerardo.
- Verdadero – respondió ella.
- ¿Puede ser falso?
- ¿Cómo si puede ser falso? ¿Cómo sería falso? No entiendo.
- “En París está lloviendo” - dijo él - ¿Es verdadero o falso?
- ¡Y qué sé yo! ¿Cómo voy a saber?
- Pero sí sabés que dos más dos es cuatro.
Renata se quedó pensando y de golpe abrió los ojos como huevos duros.
- ¡Es como lo del agua! - dijo.
- ¡Ahí tenés! Exacto – contestó Gerardo - ¿pero por qué?
- Porque decir “dos más dos” es lo mismo que decir cuatro; es como decir “agua” las dos veces, ¿no?
- Bueno, precisamente, antes de Kant se creía eso, pero él dijo que no, que no era lo mismo; pero lo importante es la razón que dio, que es lo que te hace especial a vos. “dos más dos es cuatro” no es un buen ejemplo, dice Kant; pongamos otro: “un millón doscientos setenta y nueve mil trescientos once por tres mil cuarenta y tres”...
- Tres mil ochocientos noventa y dos millones novecientos cuarenta y tres mil trescientos setenta y tres – interrumpió Renata –, es lo mismo que “dos más dos”
- No, justamente, “para vos” es lo mismo y es incomprensible.
- Lo que no entiendo es por qué decís que no es lo mismo, es el mismo número dicho de dos maneras diferentes.
- No, o sí, digamos que sí; pero lo que dice Kant es que para que sean el mismo número es necesario algo más que el sujeto y el predicado; es decir, cuando digo “agua es agua” no hace falta más que eso. Mejor dicho: el predicado y el sujeto se contienen sin que haga falta ninguna otra cosa. Pero en el otro ejemplo que te puse eso no pasa, o por lo menos eso creía Kant, porque si bien es cierto que son dos formas de decir lo mismo, es necesario “transformar” ese sujeto en ese predicado, mediante el uso del tiempo. Sin tiempo, es imposible que sujeto y predicado digan lo mismo. Acá es donde aparecés vos: no lo necesitás. Yo puedo hacer esa cuenta mentalmente, pero no importa cuánto tarde, ponele que tarde cinco segundos, o uno; “necesito” ese tiempo. Entonces, se necesitan tres cosas, no dos: sujeto, predicado y tiempo. Vos te arreglás con las dos primeras. Eso es rarísimo.
- No entiendo mucho; eso es un problema del que tiene que hacer la cuenta, no de la cuenta.
- ¡Otra vez! ¡Exactamente! ¡Eso es lo que dice Kant! El tiempo lo pone el sujeto, es una facultad, una propiedad... Kant dice una “intuición” del sujeto, no una propiedad de las cosas. Pero no quería llegar acá, sólo quería decirte que sos un caso único. Y lo que lo hace más raro es que te pasa con las cosas; no sé, yo no lo entiendo y trato de entenderlo.
- ¿Cómo con las cosas?
- Como lo de las hojas de los árboles; esperá – Gerardo miró para los costados y agarró el control remoto del decodificador y se lo mostró a Renata – ¿Cuántos botones tiene este control?
- Treinta y nueve.
- ¿Ves? ¿Cómo sabés? ¿Cómo hacés eso?
- Es que tiene treinta y nueve botones; qué sé yo qué decirte. Soy como Funes, el de Borges.
- No, precisamente, eso sería más coherente; Funes no ve un árbol, nunca, ve cada diferencia y no la puede totalizar. Vos hacés las dos cosas: mirás el árbol y sabés cuántas hojas tiene, cuántas de cada color; pero también ves el árbol, es decir, no vas a pensar que no es el mismo árbol si se le caen las hojas. A Funes le pasaría eso.
- Igual – dijo Renata – lo que hacés vos es más difícil. Yo no lo entiendo... nadie lo entiende, creo.
Gerardo se quedó callado un rato, mientras le acariciaba la panza y ella cerraba los ojos. Pasado un rato, preguntó
- ¿Cuándo fue la primera vez que lo hiciste, si es que te acordás?
- En un súper, con mi mamá, cuando tenía cinco años. No sé si fue la primera vez que lo hice; fue la primera vez que me acuerdo de haberlo hecho, o de que me haya pasado, mejor dicho, porque no es algo que haga, ya lo sabés y si no lo aceptás eso decí que sí, que no quiero discutirlo de nuevo.
Se hizo un silencio, que rompió Gerardo.
- ¿Y?
- ¿Y, qué? - preguntó Renata.
- ¿Cómo fue? ¿Por qué no decís nada más?
- Ah... no me preguntaste cómo fue, no me di cuenta de que querías saberlo.
- ¿Y para qué te lo voy a preguntar?
- ¡Qué sé yo! Siempre hacés preguntas raras y anotás cosas. Pensé que sólo te interesaba el cuándo.
- Bueno, sí me interesa, pero sólo si te acordás el día exacto y, de ser posible, la hora, pero no sé eso.
- Dieciséis de abril del 84, apenas pasadas las diez de la mañana. Creo que eran las diez y diez.
Gerardo estuvo a punto de preguntarle la hora exacta, pero se dio cuenta que lo iban a sacar de raje, así que sólo se movió de la comodidad de la cama y salió de abajo de Renata, que cayó en el colchón.
- ¡Eh, bestia! - dijo ella.
Gerardo pidió disculpas al pasar y sólo fue a su saco a buscar la libreta y una lapicera. Volvió a la cama.
- Perdón otra vez – dijo, acomodándose de nuevo –; ahora sí, decime – siguió, ya anotando.
- Estás más loco que una cabra – dijo Renata, acomodándose sobre él otra vez y con una sonrisa –. Bueno, decime qué te cuento.
- Lo que pasó, cómo fue; yo te voy preguntando, si hace falta.
- Yo iba a la escuela a la tarde, así que cuando mamá iba a comprar la acompañaba. Ella agarraba las cosas y yo sólo miraba y, cada tanto, pedía algo, que casi siempre quedaba en el pedido. Una de esas veces, llegamos a la caja y la cajera hizo la cuenta con la máquina y yo le dije que nos estaba cobrando dos pesos con cuarenta de más. Yo ni me daba cuenta, pero cada vez que mamá agarraba algo yo pensaba en el número que se iba haciendo... bah, no pensaba; ya sabés, como vos decís, lo “veía”. Yo sabía lo que había en el chango y lo que habíamos gastado. La cajera y mi mamá hicieron algún comentario que no me acuerdo, entre sonrisas. Yo me enojé y le dije que nos había cobrado dos veces el pan. Insistí y, obviamente, tenía razón yo. Pero nunca lo fui pensando, sólo apareció la cuenta final y me di cuenta del error.
- ¿Vos ibas sumando?
- No... pero es una pregunta rara: me acabás de decir que yo no sumo. No sumé, sólo me iba apareciendo el número en la cabeza, cada vez que mi mamá agarraba algo. Si te sirve para anotar, en la heladera había setenta y nueve leches y mi mamá agarró dos. Yo le dije que agarrara dos más, para que no quedaran setenta y siete, un número horrible; pero me dijo que no y me quedé con rabia, no me lo saqué de la cabeza en todo el día.
Gerardo anotaba y Renata le pidió mirar.
- No vas a entender nada – dijo Gerardo.
- Me explicás – contestó ella.
- No, no; te muestro, pero no te explico.
Renata aceptó y Gerardo le dio la libreta. Ya cuando vio la página “de ella” puso una cara de estupor; fue un poco para atrás y para adelante y le devolvió la libretita a Gerardo.
- Es otro idioma, dijo. Está chapa, chapa.
Gerardo sonrió y dejó la libreta sobre la mesa de luz, con la lapicera arriba. Empezó a acariciarle la panza, otra vez y de a poco empezó a bajar con la mano. Renata sólo apoyó la mejilla en la pija de Gerardo, que se iba endureciendo. Cojieron como dos horas, con intervalos, hasta que se quedaron dormidos, Renata primero.
Antes de dormirse, Gerardo agarró la libreta y anotó unos números; después la corrió un poco a Renata, la abrazó y se entregó al sueño.

miércoles, 30 de octubre de 2019

DXLVII

Era el permiso que se daba: una porción de muzza con fainá en Güerrín, en la barra, con un vaso de agua, los viernes a la noche.
Empezó a trabajar a los trece, con el padre, en la tornería. Aprendió el oficio con rapidez y a los quince ya el viejo le daba trabajos completos. Prolijo, detallista, cuidadoso. Ni un accidente de trabajo en más de cincuenta años, ni en el taller de papá, ni en el de él, que fue el mismo, ni en las fábricas, cuando el taller ya no dio para más.
Nunca tuvo problemas de horario; el torno era para él como un piano para un pianista, un instrumento artístico. Era poseedor, además, de una magistral habilidad para el trabajo manual más exquisito, en madera o metal; el torno era, en todo caso, su cúspide creativa, pero no su único saber. Esa virtud lo transformó en un obrero modelo, siempre dispuesto al yugo, que no era tal para él y, por ende, en un carnero innato, de lo cual en la metalurgia, sobre todo en su época más rutilante, no se salía indemne.
No se preocupó demasiado por ascender en ningún lado y hasta le resultaba ingrata la idea, porque más responsabilidades implicaban menos tiempo para dedicar a los juegos de ajedrez y las cuchillas y cuchillos que fabricaba en un tallercito modesto en el fondo de su casa de Avellaneda. Tuvo ofertas varias, de unas cuantas empresas, muchas de las cuales eran tan difíciles de rechazar que sus propios compañeros de trabajo se asombraban. Él no hablaba demasiado con nadie, pero era afable en el trato y respetado por su saber, que lo hacían fuente permanente de consulta, aunque poco querido por los trabajadores más sindicalizados, que no llegaban a tenerle bronca porque era difícil tenérsela, dado su carácter sereno y su permanente tono conciliador y pacífico.
Cerca de los cincuenta perdió todo interés en formar una familia, algo que nunca se había planteado seriamente, pero a lo que no renunciaba en forma explícita, más por mandato que por otra razón. Era tío y hermano y con eso le alcanzaba y su cariño estaba reservado a su sobrina nieta, que jugaba con los artefactos que él le fabricaba con dedicación, entre los que destacaba un trompo a cordel.
Lo agarró el 2001 a los cincuenta y siete, con un trabajo firme sólo en apariencia, que perdió en junio. De sus años de taller no tenía aportes y descubrió que de sus años de obrero tampoco, tarde, cuando ya no hubo a quién reclamar. Los pocos pesos que tenía ahorrados se le terminaron casi al mismo tiempo en que consiguió un trabajo en una empresa chiquita, en Lomas de Zamora, por recomendación de un antiguo compañero de la fábrica, en el 2006. No era un gran trabajo, pero fue mejorando con los años y, prudencialmente, empezó a guardar una parte fija del sueldo, comprando dólares y gastando lo mínimo indispensable para pagar los gastos de la casa y, si le quedaba, materiales para sus obras de arte.
Llegó entonces 2011 y la nieta se enfermó, feo. Su hermano había fallecido unos años antes y a su cuñada no le alcanzaba para el tratamiento en Cuba. Acá, gratis, no había nada que hacer; lo de Cuba era quimérico, aunque cabía esperanzarse. Hicieron, la cuñada y él, trámites interminables para conseguir apoyo económico, pero no hubo caso, aun las coberturas más generosas dejaban un agujero que no había forma de tapar. Sólo había una chance y la usó: la casa. El sueldo en la fábrica le alcanzaba para alquilar algo chiquito y de la venta se quedaba con algo, por las dudas. Se tenía que hacer y se hizo y estuvo bien, porque la nena se curó. La cuñada prometía una y otra vez que le iba a devolver, hasta que él le tuvo que decir que dejara de decírselo, porque le hacía peor.
Y vino, finalmente, lo que no tenía que venir, que terminó siendo peor que la enfermedad de la nieta. En 2016 llegaron las consecuencias: la fábrica de Lomas cerró y él, sin años de aportes, no calificaba para las moratorias, o al menos eso le decían. Dejó el ambiente y se mudó a una pieza, que apenas llegaba a pagar. Comía a veces con la cuñada, pero sólo porque le daba vergüenza pedirle todos los días; ¿quién necesita comer todos los días, de todos modos? ¿Y quién necesita una pieza, habiendo paradores? El subsidio que cobraba se le iba en algún remedio, en algún regalo para la princesa, en las comidas calculadas y en la SUBE. Descubrió, además, que el parador era demasiado caro, la noche que le robaron casi todo, menos la ropa que tenía puesta y una muda que no habían visto en un bolsillo de su bolso, que por suerte le dejaron; ¿pero quién necesita un parador, habiendo cajeros automáticos y puentes y techitos?
Se daba, como ya fue dicho, un solo permiso, que no quería abandonar: una porción de muzza con fainá en Güerrín, en la barra, con un vaso de agua, los viernes a la noche. Pero ese viernes simplemente no tenía con qué y pensó que después de tanto tiempo podía animarse a pedirla y prometer que la pagaba en la semana. No sólo ya debían conocerlo, sino que casi sesenta años de trabajo tenían que ser mérito suficiente para tan poco premio. Entró con su bolsito a la pizzería a buscar lo que le correspondía y se dio cuenta de que al parecer no le correspondía, o al menos eso le dijeron en la caja. Habló muy poco, sólo hasta que se escuchó pidiendo por favor.
Encontraron el cuerpo unos diez días después, flotando en el Riachuelo, donde había llegado desde el Puente Avellaneda. La cuñada y la princesa sólo supieron que no apareció más, porque no tenía ni documento. Se había llamado Hugo Chaparro y había sido tornero, probablemente de los mejores.

martes, 29 de octubre de 2019

DXLVI

Pena de la pena urgente
una conjura de náuseas se aloja en los ojos
como
jaurías irredimibles de olvidos
de desamores de otoños memorables
¿Dónde
dónde estabas ayer
y dónde querés ir a ver tu boca?
¿Acaso te abandona un náufrago
con sus ojeras blancas
y su mirada verde?

Novia del reproche amargo
a quien nunca fue menos que el pétalo
de esa noche siempre pasada
el día de diferencia
que ahora importa nada
nunca
nunca jamás supiste dónde termina un día
y yo
tan cruel tan vil tan ruin
fui quien no dejó morir la madrugada
hasta que fuimos dos de veras

Ahora que es tarde para cualquier cosa
no llores eso
no mi traición ni mi llanto
que ese
ese es mío y me lo gané
en la espalda del ave marítima
o en el desprecio de una bandurria
plena de sur celeste

lunes, 28 de octubre de 2019

DXLV

¿Sigue escampando el alma de ángel en la espalda del monte?
Vivo destrazado por el don acuático de mis ojos
que ven la huella del viento en el árbol oblicuo
y las peregrinaciones de escarabajos hacia la palma
como nómades insensatos que recortan el sol

Yo vi encerrarse el lago en la cordillera interminable
acoplarse la piedra al dolor medido y soportable
para llegar de espaldas a la piedra titánica
hecho abanico diminuto en mi braceo de niño

Hoy ya sé que el cuerpo recuerda con aromas
y que todo olvido es sólo un paréntesis
entre la tregua plácida del guerrero exhausto
y la brutal inclemencia del infante dormido

¿Habré amado lo suficiente como para pedirte
que sepas de mi ausencia lo mismo que el agua?

sábado, 26 de octubre de 2019

DXLIV

Me queda el verdín
y los pies de arroz
aun sin labrar
tallos de escarpín
pétalos de mar

El dedo en el espinal
rúbrica del sur
la boca en la nariz
hueco del dolor
beso avejentado

Llegan los días
más tristes que hubo
soledades nuevas
sin escarpines
sin narices

DXLIII

Ella es ya demasiado grande para aprenderlo y todavía demasiado chica para saberlo. Que no que sí que vamos a ver. Y un corazón esporádico reclutado del aburrimiento, sólo para que nadie crea que no está, que no es ella pero a la vez sí.
Jugar con la gente no es ni peligroso ni ruin, sino sólo triste. Hay una marca de patetismo en ciertos bamboleos entre la lujuria y el desprecio, o entre el deseo y el asco. Ella se desprende de su propia lengua como una lagartija de su cola; ya saldrá otra para besar otras espaldas, dejando en otro mundo una huella tangible de que el amor subsiste, a pesar de no haber sido nunca. Y llora plegarias desacomodadas a su silencio Real, vertido en otrxs con ferocidad estremecedora.
Ella no miente, porque no dice; y si habla es porque teje el hilo destemplado del no irse, creyendo que trama una tela que existe, que consiste, que la une alguien allí donde no hay nadie. Es como le elefante que se balancea sobre la tela de la araña, llamando a otrx elefante, pero no hay otrx elefante, ni está ella, ni hay tela. La canción es, para ella, el mundo. No entiende el concepto de signo, ni siquiera en el universo fantasmático que, aun imaginario, requiere diferenciar el nombre de lo nombrado.
Ella no sabe, por ende, el amor, que reclama lo contrario, pero no por carencia, sino por negación de la diferencia y por diferimiento del sentido que se detiene un instante, pero para corroborar la sutil temporalidad desacoplada entre lo que es del habla y lo que es de la lengua. Lo sublime (tal es el amor) necesita de la distancia, para quebrarla; allí donde no hay distancia no puede haber amor. Pero tampoco puede haberlo allí donde la distancia no se descompone, al menos un rato.
Ella es demasiado pequeña para saberlo. Luce ingrávida en su burla, pero pesa en el cuerpo de otrx. Pesa y no pesa. Y eso no se le hace a nadie.

DXLII

La espalda inmarcesible al sol de abril
los pies lamiendo el lago turquesa y manso
y la cantata del agua que llega y se retira
al compás del viento sinfónico e impúdico

Fui un niño de agua clara como los ojos de mi padre
y ojos claros como la hoja de la albahaca
fui la mansedumbre del retiro
y la cólera furibunda del silencio punzante
que se mecía absorto en la ladera del ojo
y en el salto esporádico de la trucha

¿Por qué crece la vida como una usurpación
del romance inagotable con el instante?
Madera que aromatizaba caminatas
saltamontes intrépidos en los hombros alegres
y ulular de ranas al filo de la noche

El amor se escarmienta con un alud de lágrimas
las mismas que entonces
pero secas y demandantes de tiempos que no son
y tal vez no fueron nunca

viernes, 25 de octubre de 2019

DXLI

No hay
puedo inventar otra luna
pintar el césped de naranja
enjazminar las madrugadas
aprender el idioma del arroyo
o caramelizar todos los ombligos

Pero no puedo darte una razón
sólo no hay

DXL (1)

- Dame dos días – dijo el Tuerto.
Ignacio se quedó callado, paró con la mano a un mozo que pasaba y le pidió una ginebra. El mozo miró al Tuerto como buscando aprobación y el Tuerto lo apuró.
- ¿Qué mirás? ¿No escuchaste? ¡Traele al amigo una ginebra, doble!
El mozo siguió de largo.
- Dos días – murmuró Ignacio –, dos días; ¿y para qué querés dos días?
- Es que ahora no tengo, Cabrera; pero en dos días consigo todo, te lo juro.
Ignacio tamborileó con los dedos sobre la mesa de fórmica y pensó un rato. En el medio, el mozo le trajo el pedido.
- No me cierra – dijo, después de un rato –; ¿cómo la vas a conseguir en dos días? Y además, ¿por qué no la tenés? Era la mía. Si no la tenés ahora, o te la afanaste vos o te la afanó alguien; y pasado mañana no la vas a tener tampoco.
- No, sí, sí – respondió el Tuerto enseguida –, es sólo mover dos o tres tipos.
Ignacio se bajó la ginebra de una vez, se paró y empezó a irse. Dio unos pasos y volvió sobre sí.
- Dos días no son tres, Tuerto, ¿estamos?
El Tuerto Pelayo asintió.
- Dos días – repitió Ignacio –. Pasado mañana vengo, calculá a esta hora.
Pelayo se quedó quieto, viéndolo salir.
Dos días.

Ignacio y el Tuerto se habían conocido veintidós años antes, cuando el Tuerto era nada más que Pelayo. Los había juntado Ayala para hacer un laburo en una financiera, arriesgado pero de buena guita. Lo organizaron casi cuatro meses, junto con el Gordo Paco y Camisa Godoy, un dúo de fama bien ganada después de un asalto a un blindado. Ignacio era el Chapa, porque el viejo era chapista y él lo ayudaba en el taller, hasta que se cortó solo.
El trabajo había salido bien, con el detalle de que en la escapada a Pelayo le entró un tiro desde atrás, por la sien derecha, que le salió por el ojo, con el ojo. La plata que repartieron daba para desaparecer un buen rato y nunca los agarraron a todos. El asalto salió en todos los diarios y Ayala terminó cayendo, pero fue el único. Nunca dijo nada, como marcan las reglas. Se comió nueve años y cuando salió fue a buscar la suya, que estaba guardada por Paco y Godoy. En el transcurso, el Gordo Paco, Godoy, el Tuerto e Ignacio habían hecho algunos laburos grandes, de los cuales le guardaron una parte al preso, como correspondía. En el medio, se sumó a la banda el Pacha Sierra, pero le dieron un tiro en un asalto y cayó en cana. Apareció suicidado al poco tiempo, porque en el trabajo habían matado a dos policías y eso no se deja pasar. Además, ya tenía un historial largo y terminó en Ezeiza, donde había más de uno que se la tenía jurada, porque era un bicho malo, que había dejado en banda a varios y se rumoreó siempre, aunque nunca se pudo probar, que en una boqueteada había cantado un par de apellidos, cosa que él, obviamente, siempre negó y, para ser justos, no era muy probable, por torcido que fuera.
Con Ayala afuera, ya sólo se dedicaron a golpes grandes, los medios hablaban de la “superbanda de Ayala”, por lo que estaban calados hasta la manija; pero a esa altura se trabaja con la cana o no se trabaja. Casi no había Comisaría de zona sur con la que no tuvieran algún arreglo.
En enero del 98 cayó el dato de una operación trucha de mucha guita en Lanús, que trajo Godoy por una fuente en la cana; pero era un trabajo complicado, porque había política de por medio y en general esas cosas se hacen con mucha custodia. La pensaron bastante, sobre todo Ayala, que no estaba para nada convencido. El tema era cuándo. En el acto no podía ser, eso estaba descartado. Eran cinco contra por lo menos nueve o diez, todos pesados. O era antes, a la gente del intendente, o era después, a los que la recibían. Lo primero tenía el inconveniente de que iban a un enfrentamiento con canas y, si caía alguno, nadie los iba a bancar, más allá de que los canas que se ocupan de esas cosas son todos tipos muy pesados y que además se dan cuenta rápido de lo que viene. Si optaban por la segunda opción, estaban choreando a una banda de respeto, lo que no se aconsejaba.
- Lo hacemos antes – dijo Ayala, en un momento –, arriesguemos.
Había que tener una buena logística. Paco, que fue el que apareció con el dato, tenía que averiguar el recorrido de la guita hasta el punto de encuentro, algo difícil, pero posible; por lo general, se barajan opciones y se elige la más probable; si no sale, hay que tener alternativas. Necesitaban tres autos, en principio; de eso se ocupaba Ignacio. Uno para seguir la guita e ir cantando, otro para interceptar y otro para rajar. Las armas las ponía Camisa y de la cana se ocupaba Ayala. El Tuerto iba a ser el chofer, como siempre. Estaba decidido y el tiempo alcanzaba, pero hasta ahí; había que planear rápido. Cada uno se dedicó a lo suyo; el Tuerto recorrió la zona una y otra vez hasta conocer de memoria todos los caminos, tanto para llegar como para escaparse. Tenía, además, que elegir muy bien dónde iba a dejar el auto del cambiazo, que fue lo primero que identificó. Chapa consiguió los autos rápido, que guardaron en un galpón, por las dudas de que tuvieran pedido de secuestro. En el Focus iban los cuatro que interceptaban y lo manejaba el Tuerto, el Clío era el que seguía, manejado por Camisa y el del raje era un Vento.
Tres días antes ya estaba todo arreglado, aunque lo repasaban una y otra vez. Paco consiguió una información importante, que era el punto exacto de salida de la guita. El dato había sido caro, pero era fundamental; igualmente, era tanta plata que valía la pena.
- Acordate, Camisa – dijo Ayala –, si ves que el coche empieza a hacer algo raro, va a ser porque te junaron; no te voy a decir, ya tenés experiencia, pero si pasa, paramos todo al toque; ¿tenemos algún teléfono de alguno? Con uno alcanza, hacemos seguimiento por ahí y vos podés ir más lejos y acercarte al final; ¿Tenemos?
- Yo por ahí consigo, pero ese dato me lo van a cobrar una bocha – dijo Paco.
- ¿Ya se confirmó quiénes son la custodia de Suárez? - preguntó Ayala a Paco.
- Raimundi y Barrientos, seguro; y casi es fija que Kostisky – contestó el Gordo.
- Es una cagada si va el ruso – dijo Chapa.
Godoy se metió.
- Más o menos, peor si va Bustos.
- Bueno, bueno, che; ya está – cerró Ayala –, vaya quien vaya va a ser complicado, sólo quería tener una idea. Si va el ruso, seguro que maneja él; igual me extraña que vayan tres... ¿eso es un hecho?
Nadie contestó.
Gordo: si son más de tres la cagada es tuya, ¿Eh?
- Van a ser tres, más Suárez, obvio – dijo Paco.
Ayala levantó los dos brazos.
- Bue... listo. Ya no nos vemos ni hablamos hasta el día. En el galpón a las seis.
En un rato, el lugar se vació y ya no se encontraron hasta el miércoles

El trabajo fue, además de un éxito, una conmoción nacional. Todos hicieron a la perfección lo que tenían que hacer y el auto siguió la ruta más imaginada Hubo tiros, pero no muertos; la custodia quedó reducida y en poco tiempo Ayala tenía el bolso con la guita. Él volvía en el Focus con Godoy y el Tuerto, Paco volvía en el Clío con Chapa. Ya con el bolso, los primeros tres corrieron al Focus y salieron arando, mientras Paco e Ignacio rajaron al Clío; pero ahí cometieron un error: dieron la espalda demasiado tiempo. El “Ruso” Kostisky se abalanzó sobre un arma y les empezó a tirar; el Gordo llegó al auto, pero a Chapa un tiro de Barrientos le dio arriba de la rodilla y otro en la espalda, a la altura del hombro derecho. Paco dudó y Chapa le gritó, “¡Rajá, boludo! ¿No vez que no llego? ¡Olvidate, rajá!”. Paco salió arando, mientras el Ruso le tiraba y Barrientos corría hacia Chapa, apuntándole; un tiro del ruso destrozó la luneta del Clío. No pudieron seguir a los autos, porque la llave del de ellos estaba en medio de la maleza, en un baldío al que la había tirado el Tuerto. Pero se quedaron con algo: el Chapa, que ya había tirado el arma y tenía las dos manos en la nuca y resollaba, por las heridas. Le dieron una buena biaba, como para sacarse la bronca, al parecer, pero Barrientos los paró; “tiene que estar entero para hablar”, dijo. Los demás sonrieron. Todos sabían que Ayala estaba atrás de todo, pero había que probarlo. Lo único que tenían era la palabra de Chapa, es decir, nada. Las armas ya no existían y los tres autos se quemaron en lugares diferentes, habían usado pasamontañas y tenían coartadas.
A Chapa le dieron con todo, pero no hubo caso, nunca abrió la boca. Le ofrecieron de todo y todo lo rechazó. La cárcel no iba a ser muy larga, a lo sumo ocho o nueve años, porque no había habido nadie muerto; además, con la gente de Ayala no se metía nadie y menos con el Chapa, respetado en el ambiente, así que era cuestión de aguantar. Lo esperaban dos palos afuera, cuando le tocara salir, más lo que le hubieran guardado de algún otro golpe. No se equivocó; fueron ocho años y le dieron la condicional. Cuando salió, le llamó la atención que nadie lo hubiera ido a buscar, eso sí.
Estuvo un par de meses guardado y haciéndose el boludo, para no marcar a nadie. Pasados más o menos dos meses y medio fue a lo del Tuerto, que era el responsable de su plata, de acuerdo a lo establecido. El “pasá la semana que viene” de la primera visita ya lo puso en alerta:
- ¿Por? - preguntó.
- No voy a tener todo eso acá – contestó el Tuerto –. Tranca, está en un Fijo que vence el martes; pasá el miércoles temprano.
Chapa no hizo gestos ni dijo nada, excepto la palabra “miércoles”, apuntándole con el índice al Tuerto, que le hizo de eco. Y llegó el miércoles y el Tuerto se había equivocado de semana, que era la otra, que qué boludo, que perdoname. Chapa, para no armar quilombo, ni siquiera pedía ver el banking para ver si lo estaban verseando. Así pasaron los días, demasiados, hasta que se dio la charla final, de dos días de plazo.
El Tuerto no era precisamente una luminaria, pero sabía perfectamente que si el jueves no tenía la guita, estaba en el horno. Lo mandó a vigilar los dos días por dos matones que laburaban con él y lo mantenían al tanto de sus movimientos. habló con Ayala y con Godoy y se reunieron un par de veces (Paco había caído en un allanamiento al que se resistió). Lo concreto era que habían dividido por cuatro; lo habían cagado, en otras palabras. Si el Tuerto no respondía, Ayala y Godoy eran los que seguían. La decisión la explicitó Ayala: había que darlo de baja el jueves, cuando fuera a buscar la plata. No iba a ser difícil.

El jueves a la mañana, la guardia no reportó movimientos; tampoco al mediodía o a la noche. Raro. El tema era que Chapa sabía que lo seguían y tenía a los dos gorilas parados enfrente de un lugar que no era donde paraba, al que para llegar tenía que hacer unas piruetas insólitas por los techos y las medianeras, De hecho, Chapa no apareció en el negocio, los guardias dijeron que no salió de la casa en todo el día. El Tuerto les pidió a otros dos que lo acompañaran esa noche a su casa, pero no se cruzaron con nadie y la casa del Tuerto estaba vacía. Los dejó en la puerta, por las dudas. Cenó, miró un poco la tele, habló con Ayala, que le dijo que ya iba a aparecer y se fue a dormir.

Se despertó por un golpe de agua en la cara, totalmente aturdido, como dopado. Le costó mucho entender la situación. Estaba en un sótano, eso era claro. Al lado de la silla en la que estaba, había una mesita con herramientas. La silla era de metal y estaba abulonada al piso, tenía los pies engrillados a las patas y los brazos a a los brazos, más allá de las muñecas: casi no podía mover las manos, lo que era, puntualmente, la idea. El Chapa estaba apoyado en una mesa de madera, mirándolo en silencio, mientras comía un turrón.
- Podés gritar todo lo que quieras, Tuerto – dijo Cabrera –. Te lo aviso ahora por las dudas. No te va a escuchar nadie.
- Estás muerto, Chapa – dijo el Tuerto.
- No parece. Muertos están los dos gorilas que me pusiste en la puerta y los dos que pusiste en la puerta de tu casa; esos sí están muertos. A propósito de eso: bastante boludos los tipos que elegís para que te cuiden, Tuerto; indignos de vos; pero yo, por ahora, parezco bastante vivo, ¿no?
- Ayer tenía tu guita, pelotudo – el Tuerto hervía de furia –, en el negocio.
- Lo que tenías ayer en el negocio era una banda de culeados que me la iban a poner, lo sabés vos, lo sé yo, lo sabe Ayala; a propósito ¿le mandaste saludos de mi parte?
- Escuchá, Cabrera, no seas gil, en serio te digo; soltame ahora y esto no pasó, vos sabés que tarde o temprano me van a encontrar y la vas a pasar feo. No seas boludo y largame.
Cabrera ni le contestó. Fue hasta otra mesa del cuarto, llena de herramientas y agarró una silla; de pasada, tiró el envoltorio del turrón en un tachito y se lo terminó. Puso la silla delante del Tuerto, al revés y se sentó apoyando las dos manos en el respaldo; le hizo al Tuerto un gesto de que esperara un poco, para terminar de tragar. Finalmente y con mucha tranquilidad, habló.
- Te digo cómo van a ser las cosas – dijo –. Yo te voy a preguntar siempre lo mismo, que ya sabés qué es: dónde está la mía. Sé que hicieron tres laburos grandes mientras estaba adentro y que Paco ya fue. Me calculé un poco de cada uno de esos. Lo del laburo mío eran dos palos trescientos. Digamos que con tres palos estamos bien. Entonces, para no perderme, la pregunta es dónde está mi guita. Se puede resolver rápido y sin ninguna clase de sufrimiento o se puede hacer largo, lo que no te conviene. Para que sea corto, tenés dos opciones: la primera es decirme que me cagaron y se la fumaron; si es así, hablás con Ayala y con Godoy (los medios te los facilito yo, no te preocupes), les explicás la situación, me consiguen los tres palos y te vas cuando ya tenga la guita, o te saco, mejor dicho; la segunda es que me digas dónde está o quién la tiene, la voy a buscar y cuando la tenga, te saco. Ojo acá, porque si me pasa algo cuando la voy a buscar, vos te morís sentado en esa silla, porque acá no te va a encontrar nadie, nunca. Se va a hacer largo si me boludeás. Cuanto más me pelotudees, más largo y doloroso se hace. Te pongo un ejemplo: me cantás un dato falso, voy y vuelvo y te corto dos dedos y te vuelvo a preguntar y vos, que no entendiste, me volvés a huevear, dos dedos menos; y así. Mirá que tengo mucho para cortar y algunas cosas duelen una barbaridad, como la nariz, por ejemplo, que duele más que los huevos. Así que elegí. Cada cosa que salga mal, hay menos Tuerto; ¿dudas?
- Chapa, escuchá bien – contestó el Tuerto amenazante –; creo que tenés claro que esto te va a salir mal. Te estoy dando una chance, agarrala. Me largás y se olvida todo, eso te lo garantizo, palabra. Pero después de esto, si no lo parás ahora, se te viene la noche. No seas gil.
Chapa lo miró un rato largo, como pensando qué hacer. Finalmente habló.
- Tuerto, querido, no estás para amenazar a nadie. Lo que me pase, me pasará – Ignacio se dio vuelta y agarró un papel –. Mirá acá: es un número de cuenta, con CBU y CUIT y todo lo que hace falta. Cuando los tres palos estén ahí, vos te vas de acá. O cuando la tenga en la mano. Te aviso que me estoy empezando a poner un poco nervioso, así que decime algo que me calme. Algo que me calmaría un poco sería que me dijeras la verdad: qué pasó con mi plata.
El Tuerto se mordió los labios, pensó un poco. Finalmente le dijo a Chapa
- La plata no está, ya lo sabés.
- Bien, eso es algo; y sí, ya lo sabía, si hubiera estado, ya la tendría. Explicame por qué no está.
- Ayala te dio por muerto. En la tele se decía que estabas en intensiva y estuviste con pronóstico reservado mucho tiempo. Decidió repartir en cuatro. Te juro que Godoy y yo le dijimos que no, que esperara, pero él quería la guita y Paco igual. Además Paco vio cómo te dieron y estaba convencido de que no salías. Después se supo que habías sobrevivido y Godoy y yo insistimos, pero Ayala se negó. Cuando saliste, Ayala te mandó seguir; te quería boletear, pero desapareciste, hasta que viniste al negocio.
- Bien. Vas bien. Igual no me cierra que si Godoy y vos querían separar mi parte, no la hubieran separado al menos de la de ustedes; hoy tendría por lo menos la mitad y el problema sería nada más que de Godoy y Ayala. Muchas ganas de dejarme la mía no tenían, quiero decir, vos y Godoy.
El Tuerto no respondió; tampoco tenía mucho que decir.
- Vamos por partes, entonces – siguió Cabrera –; decime en principio dónde consigo la parte mía que te tocaba a vos. Serían setecientos cincuenta. Yo sé que la tenés, tengo mis fuentes, también. Si la tenés en el banco, dame los datos de la cuenta, o la tarjeta y yo me voy pasando la plata hasta llegar al número; y ahí pasamos a los demás. Si la tenés en la caja fuerte, me decís la combinación y la busco. Te aviso, eso sí, que si tenés mas de tres palos, sea donde sea, me quedo con los tres míos y después vos verás cómo te arreglás con el resto de los pícaros.
El Tuerto volvió a cambiar el gesto.
- Mirá Chapa, no vas a durar tres días afuera. Olvidate. Aunque te la lleves toda, te van a seguir y vas a caer. Dejame ir y yo te garantizo que nunca más te va a joder nadie. Ahora estás hasta las manos, creeme.
Chapa dio un bufido y bajó la cabeza, negando una y otra vez. Finalmente dijo
- Qué boludo que sos, Tuerto.
Acto seguido, acercó la mesita con las herramientas y agarró una tijera de jardinero.
- ¡Pará, Chapa, pará! ¡No seas boludo, Chapa! ¡Me llegás a tocar y no hay vuelta atrás, lo sabés!
Chapa ni se mosqueó.
- ¿Sos zurdo o diestro? - preguntó.
- Chapa... estás en el borde; estás a tiempo – casi rogó el Tuerto.
Cabrera agarró la mano derecha del Tuerto, que gritó
- ¡Soy diestro, soy diestro!
- ¿Nada más?
El Tuerto lo miró con odio.
Chapa agarró entonces la mano izquierda y el Tuerto cerró el puño bien fuerte. Chapa dejó la tijera y agarró una maza.
- Abrí la mano o te rompo todos los huesos y la abro yo. Duele mucho, te aviso.
- Chapa, Chapa.
Cabrera calzó la maza y cuando el mazazo se venía el Tuerto abrió la mano.
- Estás muerto, hijo de puta – dijo.
Chapa agarró de nuevo la tijera, agarró el pulgar del Tuerto y de un sólo apretón lo cortó a la altura del último nudillo. El ruido del hueso fue escalofriante, pero lo tapó el grito del Tuerto, al igual que cuando se quedó sin índice. Ignacio tiró los dos dedos en un tachito, mientras el Tuerto se retorcía todo lo que podía y lo insultaba. Chapa agarró una botella de alcohol y se lo roció en las heridas al Tuerto. Después le puso un desinfectante, una pomada y lo vendó. Se paró, fue hasta la escalera y se preparó para subir.
- Mañana la seguimos, Tuerto. Tomate la noche para pensar – cerró Chapa.
Apagó la luz y se fue, subiendo la escalera, sin prestar atención a los gritos del Tuerto, que se quejaba de dolor, amenazaba e insultaba.

A la mañana siguiente, Chapa llegó al lugar con un bolso, que dejó en un rincón. Eran cerca de las diez. El Tuerto lo empezó a insultar, exigiéndole que lo dejara ir, que se olvidaba de lo de los dedos, pero que era la última vez que se lo decía; si avanzaba, ya no había vuelta atrás. Ignacio ni se inmutó, al contrario, se lo notaba más alegre.
- Tuviste suerte, Tuerto; el boludo de Paco dejó un montón de guita en la casa, ahí me la traje – dijo, señalando el bolso con la cabeza –, igual no alcanza. Fue jodido, estaba el hijo grande y lo tuve que reducir, pero empezó a los gritos así que bue, vos sabés, tenía que buscar rápido, antes de que llegara la Negra. Los vine marcando hace rato y son medio relojito; no sé qué hacía el grande ahí, que ni vive en la casa. Ya salí en la tele de nuevo y Ayala también; ah... saliste vos, con el nabo ese de C5N que ni me acuerdo el nombre. Igual quedate tranquilo que salimos como referencia, como que el muerto era hijo de Paco, que era de nuestra banda; la policía agarró unos dealers que andaban con el hijo y les cargan el fiambre por cuestiones de guita.
Vio el Tuerto tenía los dorsos de las manos lastimados; se ve que había estado tratando de zafarse, pero no era posible.
- ¿Estuviste haciendo quilombo? - preguntó Chapa, señalándole las manos y sentándose en la silla del día anterior -, Bueno, ¿seguimos?
- Escuchá, hijo de puta – dijo el Tuerto, furioso –, ¿querés la guita? Te voy a dar la guita. Pero el orden es así: primero me soltás y después hablamos de plata.
- Tuerto, ya te expliqué como es el orden: tengo la guita y vos te vas; el tema es si te vas más o menos entero o si lo que sale es un tronquito. Te di una posibilidad: decime si vos tenés la guita, en una cuenta o en el negocio o en tu casa, no me importa, de cualquiera de las tres formas la voy a conseguir. Es temprano, por ahí te vas hoy, quién dice.
El Tuerto le largó un gargajo en la cara a Cabrera, que se tiró para atrás medio asqueado, limpiándose con el dorso de la mano.
- ...que te parió – dijo, bajito y se paró a buscar un papel para limpiarse,
- Me querés matar, puto de mierda, matame; no me vas a sacar nada hasta que no me largués de acá.
- ¿Y para qué me sirve matarte? Si te mato tengo que encarar a Godoy y Ayala, que, convengamos, son más pesados que vos. No me conviene. Además, cuando terminemos, porque en algún momento vamos a terminar, vas a ser una cosa, Tuerto; ¿No entendés eso? Te voy a hacer sufrir mucho y te voy a dejar vivo, deseando que alguno se apiade y te pegue un tiro – Chapa se volvió a sentar enfrente del Tuerto –. Ya me conocés, Tuerto, la vas a pasar muy mal; no seas estúpido. Además la cuenta total bajó, ya tengo como un palo, así que si tenés dos, te vas a negociar con Ayala y Godoy. Si tenés setecientos cincuenta, me los agarro y me encargo de lo segundo. Pero eso mínimo me tenés que dar, ¿me oís?
- Te busca todo el mundo, Chapa; nadie te va a dar una mano si saben que Ayala está atrás tuyo; y Ayala está atrás tuyo. No vas a dormir más en tu puta vida y lo sabés.
- Ay, Tuerto y la puta que te parió. Cortala y decime algo que me importe. Parecés el novio de Ayala. Todo lo que me dijiste ya lo sé y me estoy preparando desde bastante antes de aparecer; no te creas que todos le tienen a Ayala el mismo miedo que le tenés vos; y cuando tenga la guita no me van a encontrar nunca más; ya tengo todo arreglado; ¿que me puedo morir? Sí, me puedo morir; pero eso para vos sería una cagada. Pensá que podés pasar mucho tiempo agonizando acá abajo. A propósito: ¿tenés sed? Debés tener; avisame, ¿eh? Hay para comer y para tomar.
El Tuerto pidió agua. Chapa fue a la heladera y sacó una botellita de esas tipo Sport y le dio para tomar al preso, hasta que se la bajó.
- Estabas cagado de sed, che; me hubieras dicho.
- Me estoy cagando – dijo el Tuerto.
- Yo sé que te vas a calentar, pero con tantas cosas, no pensé en eso; va a ser un incordio, para vos y para mí, pero vas a tener que cagar y mear así. Mirá, más razones para no estirarla.
- ¡Cómo te voy a ver sufrir, pedazo de mierda! - dijo el Tuerto.
Chapa lo miró un rato, como decepcionado. Negó con la cabeza.
- Qué boludo resultaste, Tuerto – dijo, casi con pena.
Agarró la tijera de podar de la mesa y fue a agarrar la mano izquierda del Tuerto, que lo frenó en seco.
- ¡Pará, pará!
Chapa dejó la tijera en la mesa.
- Conseguime un teléfono y hablo con Ayala – casi rogó el Tuerto.
- Sos de manual, Tuertito. Querés tiempo. Me lo esperaba.
Cabrera sacó un teléfono de un saco.
- No se puede rastrear, te aviso, así que no la alargues al pedo. Andá al punto. Lo pongo en altavoz, pero hablás vos.
Chapa le pidió que le cantara el número al que quería llamar y marcó, pero no contestó nadie.
- No va a atender si le sale privado o no conoce el número – dijo el Tuerto.
- Esperá, entonces.
Chapa miró el número y escribió un mensaje: “Soy el Tuerto, atendeme, es urgente”. Lo mandó. Esperó un poco y llamó de nuevo, poniendo el teléfono cerca del Tuerto. Del otro lado, la voz inconfundible de Ayala respondió.
- ¿Dónde mierda estás, Tuerto?
- Estoy con Chapa, me tiene encerrado en un sótano. Escuchame, por favor – respondió el Tuerto.
Empezó a contarle la situación, con lujo de detalles, incluyendo la muerte del hijo de Paco.
- ¿Está escuchando? - preguntó Ayala.
El Tuerto lo miró a Chapa buscando aprobación. Cabrera asintió.
- Sí, está escuchando.
- Chapa, la puta que te parió, decime que querés, hablá conmigo; no sé para que mierda lo hacés hablar al Tuerto.
- Si hablo con vos va a ser cara a cara y en otros términos. No voy a decir más nada. Hablá con el Tuerto y arreglen entre ustedes el quilombo que armaron.
El Chapa apoyó el teléfono en las piernas del Tuerto y agarró un lápiz y un papel, en el que escribió “Dos palos. Hoy”. El Tuerto transmitió el mensaje.
- ¿Tomaste algo, Chapa? ¿Dos palos? ¿De dónde saco dos palos para hoy?
Chapa lo miró al Tuerto y le cabeceó.
- No te va a contestar. Hablame a mí.
- ¡Qué pelotudez todo esto! - dijo Ayala – Bue... decile que de dónde mierda saco dos palos para hoy y preguntale por qué carajo le voy a dar yo dos palos. Si quiere mi parte, que la venga a buscar. Eso decile. Vos hacé lo que quieras; si le querés dar tu parte, se la das; yo no lo voy a hacer.
Desde su lado del teléfono, Ayala escuchó una súplica, un “pará, pará” y un ruido horrible de hueso roto, seguido de un grito del Turco y una puteada.
- ¡Ayala, este hijo de puta me va a cortar en pedacitos! ¡Me cortó otro dedo! ¡Ay, la concha de la lora! ¡Por favor, Ayala, yo me arreglo con vos, vos sabés que sí, me conocés, pero por favor sacame de acá!
- Turco, ya te dije: tu parte es tu parte, la mía es la mía. No le voy a dar dos palos. Si tenés lo que te pide, dáselo y que después me venga a buscar, si se la banca; ¿Escuchaste Chapa, hijo de puta? Sí, sé que escuchaste; a ver si tenés huevos, pedazo de sorete. Lamento, Turco; arreglá lo tuyo, que podés y yo arreglo lo mío. No hay más que decir.
El teléfono se cortó.
- ¡Ayala, Ayala! - gritó el Turco, sin respuesta.
Chapa agarró el teléfono, cortó y lo fue a dejar al saco. Volvió a su silla.
- Bueno, parece que en esta estás solo. Ya son las doce; tenés tiempo. Decime dónde está mi guita, la encuentro y te vas. Ayala dijo que podés; te mandó al frente, digamos. Ya no tenés mucha elección.
- Oíme, Chapa; está bien, lo tengo, te lo puedo conseguir, pero ni puedo para hoy ni puedo si estoy encerrado. Si no me largás, no va a haber manera... ¡Pará, pará! ¡No, la puta madre, pará!
Volaron los últimos dos dedos del Tuerto. Alcohol, desinfectante, pomada, venda.
- Vuelvo a las dos – dijo Chapa –, pensá bien qué me vas a decir cuando vuelva.
- ¡No puedo, no puedo, Chapa! ¡Por favor! ¡Te juro por mis hijos que la vas a tener! ¡Chapa, Chapa, la puta madre, Chapa!
No hubo caso, el Chapa ya estaba cerrando la entrada al sótano.

DXL (2)

Lo venía siguiendo desde hacía mucho. Cabrera era bueno para eso: sigiloso, meticuloso, invisible si quería. Era inteligencia en la mayor parte de los trabajos, por lo que conocía el oficio. Godoy era un tipo complicado, duro de veras; pero Ignacio no se quedaba atrás. Tenía que ser breve, era sólo un anuncio y volver a Berazategui, a seguir con el Tuerto. Para Ayala faltaba todavía.
Camisa Godoy se cuidaba mucho y era raro que anduviera solo, pero tenía una mala costumbre, salir a fumar al costado del bar, saliendo por una puerta de la cocina, la mayoría de las veces aprovechando para mirar mensajes en el teléfono. En esos casos, no estaba con nadie; pero Chapa sabía que adentro había más gente, por lo que ya tenía asegurada una salida rápida. Esperó cinco minutos; Godoy era un relojito. Cuando salió, Cabrera esperó un rato breve y salió de atrás de un container, con la 9 en la mano con el silenciador puesto. Godoy se dio vuelta y cuando lo vio hizo un gesto casi automático de llevarse la mano a la espalda, pero vio el arma de Chapa y se frenó en seco.
- Te vuelo la cabeza, Godoy, ni lo pienses – dijo Chapa –, las manos adelante.
Godoy puso las manos a la vista.
- ¿Vos sabés que estás muerto, no, Chapita? - dijo.
- Ya me aburre un poco que me lo digan; por ahora no parece; y si fuera por esta situación, estás más muerto vos que yo, dependés de mí ¿no, Camisita?
Sin dejar de mirar a Camisa, Chapa sacó de atrás del pantalón un sobre bastante grande y se lo tiró a los pies a Godoy.
- Cortito, Camisa; me debés setecientas cincuenta lucas. Mirá eso tranquilo; yo me voy a poner en contacto con vos, antes o después de terminar con el Tuerto y antes o después de terminar con Ayala; pero creo que a Ayala lo voy a dejar para el final, a ese lo quiero disfrutar más.
- Te voy a ver sufrir, Cabrera. Te voy a hacer sufrir; y si te agarra Ayala ni te cuento. No te debo un carajo y no te voy a dar un carajo.
- Bueno, ya veremos. Por ahora, mirá bien lo que te dejé y pensá qué vas a hacer. Andá a la pared, con las manos adelante, de frente.
Godoy apoyó la espalda en la pared, al lado de la puerta. Mientras se movía, dijo,
- ¿Vos sabés que media ciudad te busca, no Chapa? Es cosa de tiempo nomás; vas a caer.
Chapa pasó a una distancia prudencial, con la mano lista para tirar, pero Godoy no era boludo y no hizo nada.
- Y media ciudad me esconde, Camisa; ¿seguís igual de chupapija de Ayala que creés que es Dios?
- Alguien va a cantar, boludo.
- No van a tener nada que cantar, Godoy. Soy prolijito, no hace falta que te lo diga a vos, ¿no?
Ignacio caminó sin darle la espalda a Godoy hasta la salida del callejón y dio vuelta a la izquierda. Godoy no lo siguió; sólo avanzó unos pasos y se agachó para agarrar el sobre. Prendió un pucho y llamó a Ayala, con el que habló apenas unos segundos. Cuando terminó el cigarrillo, se metió en la cocina del bar otra vez y pasó al salón, sin mirar el interior del sobre. Eso quedaba para la noche. Adentro lo esperaba el malandraje y se sumó a la charla general, haciendo como si nada pasara; pero no estaba tranquilo.
El Chapa así de enojado podía ser un dolor de cabeza grande.

- ¡Qué olor a mierda, che! - dijo Cabrera cuando entró al sótano. Entró con una bolsita de papel con algunas cosas para darle de comer y tomar al Tuerto y un paquetito de papel de diario. El tuerto ni contestó. Chapa prendió la luz, se acercó a la mesita de las herramientas, hizo un lugar para la bolsita y desenvolvió el papel de diario, en el que había unos clavos larguísimos y gruesos, de los que sacó uno y lo puso al lado de la maza – mirá el asco que estás haciendo – agregó, señalando la silla y el piso. Eran casi las dos y media –. Disculpá la demora; saludos de Godoy.
Pelayo no le prestaba atención, sólo miraba la mesita.
- ¿Qué mirás? - preguntó Chapa - ¿Esto? - y señaló el clavo –. Cambié de idea, te voy a dar una chance. Pensaba cortarte los dedos de la otra mano, pero te voy a dejar una mano entera, todavía, así que te voy a cortar la otra, pero para eso te tengo que sacar el grillete, así que te voy a tener que clavar el brazo a la silla. Duele un poco al principio, pero después, si no andás haciendo fuerza, te acostumbrás. Vas a ser como Jesús.
- Chapa... - balbuceó el Tuerto.
Cabrera no lo dejó terminar.
- Pará, pará, que así no se puede estar.
Fue hacia atrás del Tuerto y se escuchó ruido de agua. El Tuerto se sobresaltó con un chorro fuerte en la espalda, que fue bajando hasta el asiento. Chapa fue recorriendo toda la silla alrededor y el piso, limpiando hasta donde se podía la orina y los excrementos del Tuerto, que no eran tantos.
- Si no vamos manteniendo y si vos seguís con esta onda, cuando terminemos va a haber más mierda que tuerto – dijo Chapa, que volvió para atrás y agarró un secador, con el que iba limpiando el piso mientras manguereaba,
- Chapa, escuchame – volvió a decir el Tuerto.
- Te dije que esperaras, Tuerto. Igual, celebro que al menos vayas cambiando el tono; por ahí vamos avanzando. Además, hay algo puntual de lo que quiero hablar, además de lo que ya sabés; y espero que me digas la verdad. Tené paciencia, ya charlamos.
Chapa limpió todo lo que pudo y se ocupó un rato de las heridas del tuerto, con alcohol, desinfectante y una pomada, cambiándole las gasas mientras el Tuerto se mordía de dolor.
- Está feo – dijo Chapa –, me parece que la mano no zafa, che, hables o no; veremos, igual va a ser hoy.
Terminadas todas las faenas, Chapa volvió a su silla, delante del Tuerto.
- Vos primero – dijo Chapa.
- Chapa, si no me vas a soltar, matame. No te voy a decir nada.
Chapa hizo un gesto de fastidio.
- Para eso me pedís hablar. Ya te expliqué, Tuerto, no te voy a explicar de nuevo todo otra vez. Olvidate, no pienses en eso que te va a hacer mal. Sacátelo de la cabeza, no va a pasar; si te vas a morir, si ya lo decidiste, antes la vas a pasar muy, pero muy mal; y tengo todo preparado para que no te mueras rápido; hace rato que estoy preparando todo. Así que te aconsejo que recapacites. Todavía tenés tiempo... y cuerpo – Chapa le dio una palmadita al Tuerto en el costado derecho de la cara y el Tuerto la sacó, con bronca –. Bue... vos sabrás; pero escuchá, que quiero saber otra cosa; pensé que a esta altura lo de la guita ya iba a estar arreglado, pero ya sabés, no depende sólo de mí. Voy al punto. Cuando estaba en cana pasó algo que me dejó pensando bastante; de hecho, no sé cómo no se me ocurrió antes. Lo primero que me llamó la atención, perdón por la digresión, fue que me quisieran limpiar tantas veces – Chapa se levantó la remera y mostró muchas cicatrices –, esta y esta fueron a matar, pero soy chivo; igual, pasé mucho tiempo en la enfermería, hasta que me metí en la ranchada del Paraguayo Poli y me tuvieron que dejar de joder; pero bueno, son cosas que pasan. Retomo. Una tarde, llamaron a visita y vi que estaba (raro que no lo hubiera visto antes) el Chueco Villar; ahí me quedé pensando en que la mina de Villar es amiga íntima de la mina de Godoy, pero íntima de veras. El tema es que las dos hacen trío con la jermu de Barrientos; son como inseparables. La noche del golpe, Barrientos estaba en la custodia y empecé a encajar fichas y no pude dejar de preguntarme: ¿y si sabían? Repasé lo que pasó una y otra vez y me di cuenta de que Ayala, Godoy y vos rajaron demasiado rápido; no nos cubrieron, quiero decir, ni a mí ni a Paco. Si ustedes nos hubieran cubierto, casi seguro que no me habrían dado; segunda pregunta: ¿y si Paco y yo éramos la prenda? La guita daba para cinco, pero ya para más, tanto riesgo... ¿y si nunca pensaron en que yo iba a cobrar? ¿Me seguís, Tuerto?
El Tuerto no dijo nada, sólo miraba el piso. Chapa lo agarró de la pera y le levantó la cabeza y se la dio vuelta hacia él.
- Mirame cuando te hablo: ¿me seguís?
El Tuerto lo miró y Chapa se dio cuenta de lo que estaba pensando.
- Oí, Tuerto; te juro por la memoria de mi vieja que si me decís la verdad en esto las cosas no cambian para vos; no empeoran, quiero decir. Empeoran para Godoy y para Ayala, pero para vos, no.
- Andate a la mierda, Chapa.
Chapa lo miró fijo, casi con lástima.
- Que boludo, Tuerto...
Agarró la bolsa de la mesita y le dijo al Tuerto que le había traído comida y bebida.
- Metete todo en el orto – dijo el Tuerto.
Chapa dejó la bolsita.
- Y yo que creí que íbamos mejor.
Se encogió de hombros y agarró de la mesa la maza y el clavo.
- Como sea, volvamos a lo nuestro; ¿dónde tenés la plata?
El Tuerto le cabeceó los instrumentos de tortura.
- Dale para adelante, pedazo de mierda – dijo.
Chapa hizo un gesto de resignación, se paró e hizo lo suyo. El Tuerto quiso evitar dar muestras de dolor, aunque fueran las sonoras, pero no lo pudo evitar; los quejidos se le escapaban y terminó gritando, totalmente transpirado y con los ojos llenos de lágrimas. El clavo fue lo menos doloroso, pero el corte de la mano fue demasiado, a pesar de que fue hecho con bastante destreza, de un sólo golpe, con un cuchillo de carnicero muy afilado; el tema fue después. Antes de cortar, Chapa había hecho un torniquete y tenía una soldadora con la que luego comenzó a cauterizar el muñón.
- Estuve mirando en Internet – le dijo Chapa al Tuerto, en un momento – cómo se cauterizan las heridas; se suele usar anestesia, pero no es la idea que la pases bien, ¿no? Tené en cuenta, Tuerto, para el futuro te lo digo, que cuando termine con la otra mano paso a los pies y eso no va con cuchillo sino con sierra; te lo aviso para que lo vayas sabiendo. Dicen que cuando cortás el tendón de Aquiles es feíto; pero falta para eso, antes tengo diez dedos más, veremos en cuántas tandas.
Cuando terminó de cauterizar y hacer el vendaje, previa limpieza y desinfección, dejó todo en la mesa.
- Si querés comer, es la última chance; si no, será hasta mañana.
El Tuerto apenas podía articular palabras; estaba ido, prácticamente.
- Listo, como quieras. Mañana a la mañana nos vemos, entonces – dijo Chapa, que antes de irse dejó la bolsa de comida en la heladera, agarró un tarro que sacó del freezer en el que estaban los cinco dedos cortados y le agregó lo que restaba de mano. Metió el tarro en su mochila y subió la escalera –. Que descanses – se despidió definitivamente desde arriba de todo.
Salió y cerró la entrada, después de apagar la luz.

A las diez en punto de la mañana, sonó el timbre. Ayala se sobresaltó.
- ¿Qué mierda...?
Le dijo a uno de los tipos que estaban con él que fuera a ver y a otro que se pusiera atrás, todo con gestos. El primero se acercó a la puerta y miró las pantallas de las cámaras; se dio vuelta.
- Afuera del portón hay un pibe con una cajita en la mano... parece una cajita. Acá en la puerta no hay nadie.
Ayala se paró para verificar. El timbre sonó de nuevo y desde adentro vieron que era el pibe el que tocaba. Ayala lo cabeceó al tipo que estaba al lado, que apretó un botón.
- ¿Quién es? - dijo.
- Tengo que entregar algo para... - el chico verificó mirando la cajita – Ayala.
- ¿Quién sos? - insistió el hombre, desde adentro.
- Me llamo Leandro; un hombre me dijo que viniera y entregara esto.
- A ver, esperá.
Se dio vuelta y lo miró a Ayala, que estaba pensando, sin dejar de mirar la pantalla. Se hizo un silencio. Finalmente, asintió con la cabeza.
- Yo miro desde acá. Llévenlo a López.
- Esperá un poco, pibe – le dijo el matón a Leandro –, ahí voy.
Salieron de la casa tres tipos, uno adelante y dos un poco distanciados, a los costados. Ayala miraba todo desde adentro. El que iba adelante abrió una puerta que estaba al costado del portón, que era donde estaba el chico. Que extendió los brazos y ofreció una caja envuelta en papel madera, que arriba decía “Ayala”. El matón sacó medio cuerpo y miró para todos lados; no había nadie.
- ¿Quién te dio esto? - le preguntó al chico.
- No sé, no lo conozco, era un señor alto, medio negro, que me dio quinientos pesos y me dijo esta dirección. Me dijo que sólo tenía que entregar la caja.
- ¿Y dónde está ese señor? - preguntó el hombre.
- No sé – dijo el chico.
- El guardaespaldas agarró la caja y metió la mano adentro de la propiedad sin mirar, donde otro de los guardaespaldas la agarró.
- ¿Me puedo ir? - preguntó Leandro.
- Sí, nene, andá... tomá, estás de suerte – dijo el hombre, que le dio quinientos pesos más. El chico salió corriendo y dobló en la esquina. El matón habló por el portero, después de hacer una seña para que Ayala se diera cuenta de que le quería decir algo. Ayala ya estaba escuchando.
- ¿Hacemos algo más? - dijo, finalmente. La voz de Ayala se escuchó por el parlante.
- No, ¿qué van a hacer? El hijo de puta está ahí, mirando, ¿pero vos ves algo?
- Nada. Nada de nada.
- Listo. Entren, entonces.
El hombre cerró la puerta y volvió para la casa con sus dos acompañantes. Entraron y el que traía la caja la puso arriba de la mesa. Todos se quedaron quietos, mirando a Ayala, que estaba en una de las sillas de la cabecera.
- ¿Y? ¡Abranlá! - dijo el jefe.
- ¿Seguro, Ayala? ¿Y si es una bomba o algo así?
- No seás boludo, Pancho, no es una bomba; si Chapa me quisiera matar ya lo habría tratado de hacer, pero de otra manera. Abrila, yo sé lo que es.
Pancho desenvolvió la caja y la abrió, sacó el frasco con formol que estaba adentro, en el que estaban la mano y los dedos sueltos del Tuerto. Nadie se mosqueó demasiado; habían visto cosas peores que esa. En el frasco, pegada, una etiqueta decía “Saludos de Pelayo. El Chapa”. Se quedaron todos en silencio, esperando algún gesto de Ayala, o alguna orden, o algo. El jefe sólo sacó los cigarrillos del bolsillo, sin sacar los ojos del frasco y prendió uno. Uno de los tipos que lo acompañaban le puso un cenicero enfrente, a mano. Ayala fumaba, daba vueltas el frasco y pensaba. Finalmente, se apoyó en el respaldo de la silla y largó un “joe puta”, pero para sí.
- Fijate si dejé el teléfono en el sillón – le preguntó a Méndez, que era el que le había alcanzado el Cenicero.
Méndez fue al sillón y vio el teléfono sobre la mesa ratona. Lo agarró y se lo dio a Ayala, que lo miró y dijo
- No, no este, el otro, el blanco.
Méndez volvió a mirar y no lo encontró. Los demás se sumaron y Pancho lo vio en la biblioteca, lo agarró y se lo pasó al jefe, que lo agarró y marcó. Esperó un rato y cortó. “Boludo”, dijo para sí. Pensó un rato y marcó de nuevo. Al rato alguien le contestó.
- ¿Cuco? - dijo Ayala.
- ¿Qué querés, Ayala? - Respondió Cuco.
- Decime qué querés a cambio del Chapa.
- No sé de qué me hablás, Ayala. Ya el atrevido de Godoy anduvo jodiendo a la gente mía preguntando por él. No tengo la más puta idea de dónde está; y si supiera, no te lo diría.
- No me jodas, Cuco; decí qué querés, es personal, así que es caro; y lo pago.
- Ya te dije todo lo que te tenía que decir, Ayala. Vos decile a Godoy que se deje de romper las bolas, ¿ta? Si no, voy a pensar que me estás espiando. Sé del Chapa lo que saben todos y nadie lo vio, o nadie dice, que es lo mismo.
- Ta bien – contestó Ayala, ofuscado –; sólo sabé que tiene precio alto y lo voy a hacer saber. Alguien lo va a ver y se va a quedar con el premio. Sólo te aviso.
- Si Chapa sigue siendo Chapa, no va a ser tan fácil; y con Godoy boqueando por ahí, menos. Vos lo cagaste, Ayala, como hacés con todo el mundo. Bancatelá. Y te repito: decile a Godoy que se la voy a mandar a poner.
- Godoy no es mi hijo y no te llamé para pedirte consejo, Cuco, sólo te ofrecí un negocio.
- No estoy interesado, Ayala – Terminó Cuco y cortó.
Ayala refunfuñó, agarró el teléfono y volvió a marcar el primer número, lo atendió Godoy.
- ¿Qué hacés, pa? - dijo.
- Escuchá, pelotudo. Estás haciendo bardo y lo único que vas a conseguir es que se esconda cada vez más o que nadie lo quiera entregar. Te dije que anduvieras de queruza y media ciudad ya sabe que lo andás buscando; ¿qué mierda hacés hablando con la gente de Cuco?
- Pará, pará, pa, bajame el tono, que no soy hijo tuyo, ¿tamo? Ando hablando con la gente de Cuco porque sé que si no lo cuida alguien cercano, lo cuida él mismo; y no es gilada, es dato de B, Ayala, que no tira cualquier cosa.
- ¿Hablaste con B? ¿Me jodés, Godoy? ¿En serio? ¿Vos querés que te mande a buscar a vos, en vez de al Chapa? ¡Dejá a la yuta afuera, la concha de tu madre! ¿Te estás merqueando otra vez?
- ¿Qué carajo te pasa, pa? ¿Estás mal por algo? ¡No te la agarrés conmigo, pa! ¡Decí si querés algo más o llamame cuando tengas algo que decirme!
Se hizo un silencio.
- Venite – dijo Ayala, finalmente, en tono conciliador –, tenemos que hablar cara a cara. Yo no salgo hoy, así que pasá cuando quieras.
- Daaale... nos vemos, pa; hora, hora y media – dijo Godoy y cortó.
Ayala dejó el teléfono arriba de la mesa y volvió a decir para sí, “joe puta, Chapa y la que te parió”. Finalmente, les dijo a los tres tipos que estaban con él,
- Y ustedes ya saben: el que me pone la cabeza de ese hijo de puta en la mesa, se lleva la torta; que se sepa.
Prendió otro cigarrillo.
- Déjenme solo – dijo, despidiendo a la guardia; y se quedó mirando la ventana –. Cómo vas a sufrir cuando te agarre, Cabrera – y mirando el frasco agregó – y vos aguantá, Tuerto, aguantá.