viernes, 29 de noviembre de 2019

DCV

En el atril el mar sincronizado
con una ráfaga estridente
de sueños que vuelan de acá para allá
recopilados en el pico de la gaviota aligerada
del peso del caracol
que yace en la arena prehistórica
nicho de todo lo que hubo un día
sobe el que camina Dios
oyendo sugerencias para mejorar el sauce
o el olor de la rosa formidable

Vas a estar solo
tanto que la muerte se va a ver del otro lado
de la ventana que da al portón del infierno
y para que llores
para que te duela el pecho apuñalado
se va a inventar un prisma reflector de pasado
y lo que fue
será presente eterno para que convulsiones
y pidas disculpas por tu ojo de astro
pobre niño idiota
muerto en tu cerezo despreciable

Nada
aprendé de memoria a recitar silencios
pero no los tuyos sino los del mundo
van a despellejarte
vas a sufrir la nieve como garrapata
así que no lleves la sangre encima
cuando al fin dejes atrás lo único que fue bueno
porque no queda más para vos
se acabó anoche
qué pena

miércoles, 27 de noviembre de 2019

DCIII

El grumo de las palabras se dispersa como archipiélago
y en un carozo de níspero cabe el idioma entero
no hay nada más suave que esa humedad sin pausa
no color más abrupto que conmueva la lágrima

Era fue pasó murió
pero hasta del cuerpo más pútrido
surge el nogal enorme
que alimenta el goce silencioso
en un ritual exacto
que se come el corazón del mundo

Hay acaso dos penas que no tienen remedio
nace la muerte cuando nace el hijo
y muere toda estrella cuando el hijo muere
pero ser hijo muerto y vagar por la avenida
se arregla con un llanto más feroz que una guerra
en un baño que pronto será puñal

¿Cuánto hay que sufrir
para convencerse del sol?
¿Cuánto se llora
antes de la primera sonrisa?

Hoy no se perfuman los jazmines
y está prohibido amar porque el amor mata
veo los tentáculos de la muerte ahí
lanzando asteroides como luces de artificio
y sé que es mentira
pero cuánto lastima ser alguien

martes, 26 de noviembre de 2019

DCI

Conozco el intervalo de las hojas mustias
las hojas no caen
se despiden del tiempo y reposan
siempre a la sombra del árbol que llora
como nosotrxs
que libamos sudor en ráfagas de pechos desnudos
y en los días sin tregua ni abrazos
nos amarillamos
Es imperceptible
como el sueño del tigre subterráneo
o el ala libidinosa del picaflor que escapa
cada segundo que pasa
el monigote se desviste y llora
¿me abrazarías ahora
que dejé los ojos en un acantilado
tomando coraje?

DLXLIX

Buena día torcacita
¿qué hacemos hoy que llueves alfileres?
Nos sacaron todo
y las nubes parecen fósiles
marcas de que todo fue carnicería
y quedan los arrayanes
que te sacaron a patadas

Paloma pertinaz
¿y si nos morimos de mirar?
No hagamos nada
a la tarde se va a terminar la guerra
y algún tiro nos va a dar
ya sé que se aligera el alma
pero yo no vuelo así
los jazmines me agarran de los pies

Buen día palomita
no te vayas
no queda nadie más que vos y yo
entrá que te hago un té de tulipán
¿viste que no hay?
Es que pasó la noche y se llevó muertos
a patadas también
con lo bien que nos venían

Buen día torcacita
Nos sacaron todo
si fuera por mí seríamos amantes
pero ya sabés
acá adentro hay cuchillos volando
esperá un poco y encontrame
si llego te abro la casa
para que me cuides

lunes, 25 de noviembre de 2019

DLXLVIII

Vas a llorar
tanto que te va a doler el aire
te van a crujir las costillas
Vas a sufrir tanto
que una espora de panadero será bisturí
y una canción media muerte
y un segundo decenas de vidas
todas insoportables
Vas a perder
la vida y los ojos
un grano de arena va a ser un templo
y la soledad te va a despellejar
te va a arrancar el futuro
como si te arrancara la piel con las uñas
Vas a herir
vas a ser vil y tumoral
van a evitarte hasta las moscas
Y vas a ser herido
como si tragaras trufas de agujas
como si con las manos
te arrancaran la lengua y los ojos
Vas a renunciar
a todo y a todos
la muerte será consuelo
porque la nada será mejor que el mundo

Pero un día
una vez tal vez
que quizás dure un minuto
o menos
Una vez
vas a sentir el olor de ella
le vas a ver los ojos como relámpagos
y le van a salir sinfonías de la boca
y vas a reconocer su temperatura
sus pasos
su respiración irrepetible
te va a nombrar
y vas a nacer otra vez
Una vez vas a tocarla
por ahí una centésima de segundo
y va a explotar un astro
y va a sonreír
para vos

Esa vez
paga todo

domingo, 24 de noviembre de 2019

DLXLVII

Dejo la piel sobre una rama cuando te imagino
y el alma en la orillita del lago
quiero ser puro nadie para que entres
y me cures con tu olor a leche recién ordeñada
y que esos ojos brutos como bisturíes
me abran las vísceras me corten los tendones
que me sanes la boca con algodón de azúcar
que parezca tu entrepierna imperfectible
que me hagas de nuevo más bueno
más hombre más mujer más amapola
que vagues y ruedes y te sientas tuya
y recojas mi alma con la boca mística
para darle un lugar mejor que el que tenía
y decidas qué piel me corresponde
para que te quedes a vivir ahí hasta que tengas ganas

sábado, 23 de noviembre de 2019

DLXLIV

Hay cuerpos raídos despreciados infames,
cuerpos que han sufrido la furia de todos los siglos
y lacerados hasta la náusea por el desprecio,
hay también cuerpos viles intermitentes vacíos
cuerpos sin memoria que repasan recorridos
máquinas maquetas de lo que nunca será nada
cuerpos mancillados heridos irremediables
hay cuerpos lacios y cuerpos irrefutables
cuerpos como esporas de flor que se marchita
hay cuerpos moribundos putrefactos rancios
y cuerpos que rebotan en la luz implacable
cuerpos sucios cuerpos ácidos áridos pringosos
y cuerpos venenosos que dejan ciego al ciego

Pero está tu cuerpo
el único que sirve
durmiendo o tal vez masturbándose
eso es lindo
o cojiendo con alguien que no soy yo
está bien también aunque no me guste
porque tu cuerpo es una simple saturación de aromas

Y en el medio
nada
sólo un precipicio que grita de gozo y exige sacrificios
mientras llora el orgasmo más inmenso de la vida

DLXLII

Habría que inventar un vientre para guardar tanto espanto
tanto dolor de siglos infectando las arterias exánimes
los ojos enmohecidos de otoños sin raulíes ni aire puro
o la boca agonizante que no encuentra el beso alucinante
y la piel delgada como papel de arroz clamando una lengua
una mano un pecho de mujer desnudo y erizado

Un vientre ominoso inmenso como la nieve de abril
que digiera la pena que porfía en el árbol invencible y rojo
y disuelva la infancia en un jugo de olvidos urgentes
de abuelas y madres que bailan como tumores de llanto
y deje sólo en pie los hijos y las mariposas y los escarabajos
y las niñas que cantan sin pertenencia ni miseria ni luto
y las mujeres que leen como si de cada palabra nacieran uvas
y las que con sólo abrir los ojos hacen el mundo posible

Habría que inventar el vientre de la tregua final
porque la vida es el reverso de la paz que nunca viene
y el mundo es el resguardo de las humillaciones y los muertos
un vientre fugaz embarazado de sonrisas que lo cubran todo
que maten esta agonía de vivir en silencio entre sombras
y siembren una una semilla de belleza en mí al menos un rato
sólo una

DLXLI

¿Quién quiso tanto a mi vieja como yo?
Almendra bañada en miel
lámina triste del barco infame que la arrancó de Italia
enraizada en sus ojos siempre húmedos
en su voz de orquídea luminiscente en la cocina
mientras yo acurrucaba el tiempo para ella
para que no le faltaran sueños a su piel de perla

¿Y entonces?
¿No fui claro, no fui bueno, no fui suficiente?
¿En qué arrabal del amor se me perdió
me le perdí?

El pasado es como el ojo estrecho de una aguja ínfima
todo está detrás de una mirilla imposible
y con los años no se llora más de tristeza
porque la vida es amarga
porque haber sido el hijo de la avellana es lacerante
una vez que el fracaso ya no tiene retorno

Y ya no tiene

viernes, 22 de noviembre de 2019

DLXXXIX

¿Seré el pensamiento de alguien, exactamente ahora?
¿De quién, por qué?
¿Eso me dejaría más o menos solo?
Pienso en tanta gente, tantas caras, tantos labios,
¿Seremos coincidencias ya, en este segundo?
¿Importa ser pensado?
Pienso en mis hijos, que hoy no están,
¿Piensan mis hijos en mí? ¿Deben hacerlo?
¿No debería ansiar que no, liberarlos de mi deseo?
Pienso en espaldas, en ojos, en voces y sonrisas
¿Me corresponde alguna, hoy, ahora, ya?
¿Existo en serio si nadie me piensa? ¿Alcanzo?
¿Cómo huele quien pienso? ¿Qué sabor tiene?
¿Es tibia como quiere mi boca?
¿Hay alguien ahí, siendo yo?
¿Será que fui bueno, que fui leal, que dejé algo?
¿Y si no?
¿Y si sólo pasé como un aire de orilla?
¿Y si fui tan torpe, malvado y pequeño como un suspiro
que le duelo al recuerdo?
Pienso en mi cerezo, en mi guindo, en mi arroyo
¿Y si morí ahí, hace mucho
cuando todavía la felicidad era una fantasía posible?
¿Seré el instante de alguien?
¿Y si fuera un orgasmo ajeno?
Pienso en mi madre, en mi padre
¿Habrán pensado en mí, al menos una vez?
¿Y si simplemente me dejaron ir a buscar una vida?
¿Y si nadie me quiere?
¿Algo vale la pena, si acaso no?
Pienso en mí.
No me alcanza.

DLXXXVIII

Llega de nuevo la paloma a la verja
será recta la noche hacia la estrella dormida
y ella sabe
que posarse en la albahaca retrasa la muerte
mientras yo me cuide de quererla demasiado
mientras yo no mueva más que la sangre
y las manos un poco

¿Viste alguna vez el capullo de la mariposa
seco en el matorral prohibido del baldío
donde muere el pájaro verosímil
bajo lluvias de risas miserables y pequeñas?

Llega la paloma a la verja a verme confeso
traído de la infancia amarga
como un depositario de los dolores del mundo
que caben aquí
en la punta de la lengua que acaricia la vagina del viento
como si una mujer fuera el color único
que pinta las noches futuras

Sólo quiero una espalda para oler la vida
o la piel de gallina de las piernas del diablo
rendidas a los dedos
y al aliento cálido en los hombros dulces como dátiles

Y la paloma llega para perdonarme
sólo debo llorar lo suficiente como para ser más bello
sucio y pringoso por tu saliva de abeja
y abrazar a alguien
y querer a alguien
y perdonarme

miércoles, 20 de noviembre de 2019

DLXXXVII

El mundo es angosto
y Buenos Aires
es filosa y larga como una estela
unx camina por el filo de la vida
como equilibrista
y alrededor sólo hay tiempos
antigüedades duraciones finales principios
gente que dura y baila
como si de andar se hiciera tarde
hermosa gente barrida por los años
sucia de suelas y tristezas de otrxs
va a llover
y en el canto del canto se ahueca la luz
como si una mariposa rebosara de estrellas
y le diera una a cada quien
para volver a casa
más bellxs
más fervientes
mas buenxs

martes, 19 de noviembre de 2019

DLXXXVI

El espejo de la flor está partido
no hay flor sin reflejo
porque lo que hay está siempre
siempre
frente a sí mismo como un puñal

En el agua verde
carcomida por el peso del pinar que baila
languidece la tarde
con el furor de la trucha en el anzuelo
como amenaza
de una noche amarga y sola
sola

Al costado de la ruta
parpadea la liebre con la nariz encogida
y de pensar en Dios se regresa
siempre
con sangre en las manos
por lo general la de unx

Las hebras del té se arremolinan
ya cayó del todo el día
y hay un hueco en la escalera
un hueco
para alguien que sepa de silencios
o de besos

DLXXXV

Amargándome un poco con la televisión, me atacó Piñera, hablando de su compromiso y obligación en la tarea de defensa de la democracia. La primera reacción ante este tipo de enunciados es siempre la indignación, que impide el pensamiento; no obstante, en el balcón, fumando un pucho, me quedé pensando en el tema y empecé a pensar de qué modo ciertas torsiones del lenguaje puede producir sentidos antagónicos entre el nombre y lo nombrado, que no sólo pasan desapercibidas, sino que imaginarizan como evidencias enunciados que son absurdos. Vaya si tenían razón todxs aquellxs que hablaron de la dimensión imaginaria como aquello sobre lo que se posa el sentido colectivo.
Existe una idea, muy diseminada, de que la Grecia de los siglos VII a IV a.C., años durante los cuales creó y fortaleció la democracia, pensaba este tipo de gobierno bajo la lógica de la no-delegación; en otras palabras, se diferencia muy comúnmente la democracia griega como “directa” y la actual como “representativa” y, en algunos casos “participativa”.
Esta idea es falsa de toda falsedad. No hay que leer demasiado para escapar del error, por lo que llama la atención escuchar y leer sobre el tema, en esos términos, a gente que unx supone formada, o en textos que pasan sin más sobre el término “democracia”, como aproblemático. De hecho, alcanza con Kitto y Vernant para desasnarse un poco (hay varixs más, pero esos dos son buenos y escriben fácil y hasta entretenido).
El primero de los problemas para comprender la magnitud de disparates que se dicen alrededor de la democracia es la mera traducción de la palabra como el “gobierno del pueblo”. Todo está mal en esa traducción: ni “demos” es “pueblo”, ni “kratías”, o “kratós” es “gobierno”. La traducción del término “gobierno” no es polisémica ni ofrece grandes complicaciones: “gobierno” es “kyvérnisi” y está acotada al concepto de “manejo”, ya sea de un barco, un auto o el conjunto (o una parte) de instituciones burocráticas del Estado. Gobernar es conducir, manejar, llevar (en los sentidos anteriores), etcétera. “Pueblo” es “Poli” (hay que retener esto para entender la cercanía entre la palabra “Poli” y la palabra “Polis”, para entender las razones por las cuales los mejores pensadores del mundo griego han aborrecido la idea de traducir “Polis” como “Ciudad Estado”) o “Plíthos” (esto último, más cercano a “Multitud”). “Kratós” sí ofrece posibilidades y es claramente polisémica, dependiendo del contexto y de las declinaciones, puede significar tanto “poder”, como “potencia”, “fuerza” (no en el sentido de “dýnami”, sino entendida como “fuerza para”, o “fuerza de” obrar sobre otrxs) o “Estado”. En cualquiera de los casos y sin siquiera empezar a discutir el concepto de “pueblo”, una democracia sería una forma de gobierno en la cual el “poder”, la “potencia” o la “fuerza” son, en última instancia, atributos del pueblo y no de sus mandatarios. Si se toma la concepción de “Kratías” como “Estado”, que curiosamente es el modo más habitual y literal (hasta donde es posible), “Pueblo” y “Estado” quedarían homologados, por lo que la democracia, más que una forma de gobierno, sería la forma por excelencia de la política, pasible de adquirir formas monárquicas, aristocráticas o democráticas en un sentido estrecho; más precisamente: la democracia es, a la vez, “una” forma de organización social (una forma de gobierno) y “la” forma de la política misma. Dejando de lado esto, que me saca del punto, “democracia” significa poder, potencia o fuerza del pueblo.
Ahora bien, esta última palabra (“pueblo”), como ya se ha dicho, no es traducción aceptable de “demos”. Un “demo” es una unidad territorial administrativa; sólo para ser gráfico y salvando las distancias, una “comuna” o un “barrio” (“comuna” es más acertado). Esta no es una traducción fácilmente rebatible, ya que tampoco hay polisemia en el término. “Democracia” sería, entonces, el poder, la potencia o la fuerza del “demo” (de aquí en más, incluiré todas las acepciones en “poder”). Pero esta traducción es también desacertada, ya que el “demo” no tiene poder: los “demoi” lo tienen, es decir, los miembros del demo. “Democracia” es el “poder de los comuneros” (utilizo el masculino intencionalmente, porque sabemos que las mujeres no eran “demoi” en sentido pleno, ya que carecían de isonomía).
¿Cómo se produce la transformación del “poder de los comuneros” al “gobierno del pueblo”?
Esta nueva y extraña transformación se produce en la modernidad tardía. Los primeros teóricos modernos que trataron de pensar lo político en ruptura con la visión clásica teológica fueron Hobbes, primero y Spinoza, después. En ninguno de estos autores encontramos esta nueva figura, tampoco en Rousseau. Los tres autores mencionados mencionan al gobierno como una función, no como un Estado. El centro, en todos, sigue siendo el poder, que no reside en el “pueblo”, sino en el Soberano (aunque se lea en algunos fragmentos la palabra “pueblo”, lo que también aleja el punto), figura que puede adoptar formas múltiples, sin alterar el carácter democrático del gobierno (en Hobbes y Spinoza esto se ve con mucha claridad); es decir: puede haber gobiernos monárquicos, aristocráticos o democráticos (en sentido estrecho), sin que eso altere el carácter democrático de la forma de la organización política, en lo que hace a la detentación del poder, que es uno, único e indivisible (recién en Montesquieu vamos a encontrar la idea de la división de “poderes”) y reside siempre, sin excepción, en el Soberano, que para Hobbes se manifiesta de mejor manera en la monarquía y para Spinoza, en la democracia (en sentido estrecho). Las prerrogativas ejecutivas, las decisiones judiciales y las facultades legislativas son “funciones”, en las que preponderan la primera y la última (de hecho, en el mismo Russeau, encontramos la judicatura como una función absolutamente dependiente de las otras, casi como una técnica). El “gobierno” es una función en el ejercicio del poder, pero no el poder. De hecho, la idea de poderes que se controlan los unos a los otros es antidemocrática: el único órgano real de contralor es siempre el Soberano, es decir, la totalidad de los pactantes, “expresada en”, en algunos casos, o directamente, por medio de la rebelión, en otros.
La pregunta es cuál es la razón y la relevancia de la transformación del Nomoi en Soberano y de este en “pueblo” y del poder en “gobierno”. La respuesta a esto se encuentra en el concepto de “delegación” y el modo en el cual la conformación de un cuerpo de gobierno pasa a convertirse en una entrega del poder.
Recién aquí se pueden entender el equívoco en la división entre lo “directo” y lo “representativo” y sus connotaciones.
Nunca ha existido una democracia (en sentido estrecho) puramente directa o representativa. La idea de que los atenienses tenían esa forma de gobierno es una creación mítica, ya desmentida por Aristóteles. “Directa” o “Representativa”, por mucho que se haya escrito al respecto, no son formas de la democracia, sino instrumentaciones para la toma de decisiones colectivos. Lo directo y lo representativo no sólo no se oponen, sino que se complementan, por lo que existe entre las distintas formas de organizar la toma de decisiones una diferencia de grado, más que de tipo. Si se va más profundo, podría decirse que el carácter de “directa” de una decisión es también discutible. La sanción de una norma por medio de una Asamblea de todxs lxs ciudadanxs (no ya en Atenas, sino allí donde se practique), o por medio de un plebiscito, formas sindicadas como “directas” por excelencia son, curiosamente, representativas en cierto grado, a menos que se viva en una milagrosa y horrorosa sociedad unánime. Tomada una decisión, todx aquele que hubiera votado en forma contraria de lo decidido por la mayoría, se verá representado por esa decisión como si fuera propia. No existe otro modo de alterar esa decisión como no sea mediante el ejercicio de la praxis política, como herramienta de persuasión que produzca mayorías nuevas.
Antes de Hobbes y Spinoza, ya en Maquiavelo se encuentran las huellas de la forma en que el pueblo (o Soberano) ejercerá directamente el poder: la rebelión. La rebelión o la resistencia colectiva son, de hecho, las más democráticas de las formas de participación política. No por nada la modernidad burguesa ya establecida en el poder trató de enterrar a Spinoza (con éxito) y diabolizar a Hobbes (con más éxito aún). Al primero simplemente se lo guardó en alguno de los anaqueles de la Biblioteca de Babel; al segundo se lo emparentó con el concepto del absolutismo monárquico y sangriento. En ambos, la relación entre la multitud y el Estado aparece mediatizada y constreñida por la amenaza mutua. Es la “mediatización” el gran problema.
La democracia burguesa se encuentra con la paradoja de ser un gobierno de minorías, habiendo declarado la igualdad de todos los hombres como principio axiológico. La relación Sociedad – Estado no puede permitir mediaciones en semejante esquema, que identifica como “humano” lo masculino, propietario, blanco y europeo, sin poder conceptualizarlo dejando en pie el castillo de cartas que representa. La multitud no es “pueblo” y por ende carece de soberanía, lo cual genera irremediablemente la rebelión, que ya no es tal, puesto que sólo el “pueblo” puede rebelarse: “rebelión” es, ahora, “sedición”; es decir, un delito.
¿Cómo se llega a esta torsión antagónica con los principios democráticos más básicos? Eliminando la mediación entre el Estado y la Sociedad Civil, es decir, alterando el concepto mismo de “representación” (basta leer El Contrato Social y ver los problemas, irresolubles, con que se enfrenta Rousseau cuando debe distinguir la “Voluntad General” de la “Voluntad de todos”).
La primera de las mediaciones a echar por tierra ya la había derribado Hobbes, reemplazando el concepto de “nomoi” por el de “individuos” (esta ontología del individuo es la que permite explicar de qué manera, partiendo de los mismos supuestos, Hobbes y Spinoza llegan a conclusiones opuestas: la ontología espinoceana tomo como punto de partida, o como unidad de análisis, el género, del cual el individuo es apenas un “modo” de expresión; no es casualidad que fuera uno de los autores de cabecera de Marx), pero persistía en él el concepto de “multitud” como fuerza antagónica y amenazante.
Ya en el Siglo XVIII, el concepto de “multitud” es reemplazado por el concepto de “pueblo”, lo cual genera una curiosidad (he aquí el dilema de Rousseau y la “Voluntad General”): por una parte, la praxis política requiere del concepto de “pueblo”, porque sólo lo que hace Uno puede resistir; pero ese “pueblo” no puede (no debe) englobar a “toda” la multitud, sino sólo a aquella porción de la multitud que exprese los intereses de la clase burguesa (y esto no es un panfleto: váyase quien quiera a preguntar qué pasó en Haití en 1794). La única solución a este dilema es eliminar la mediación entre el pueblo y el Estado, por un lado y entre el Estado y el gobierno, por el otro, transfigurando de forma drástica el concepto de “representación”: el representante deja de ser aquel que “presenta el interés” del pueblo, para “ser” el pueblo. No hay que ir demasiado lejos para ver cómo funciona y se naturaliza esta torsión: la Democracia pasa a ser el “Gobierno del pueblo”, sin que eso sea contradictorio con la afirmación de que “el pueblo no gobierna”, sino por medio de sus representantes. El Gobierno “es” inmediatamente el Pueblo y cualquier resistencia transforma al Pueblo en Multitud sediciosa.
En conclusión: Piñera tiene razón. Está defendiendo la democracia, defendiéndose a él, del mismo modo que Jeanine Añez defiende la democracia, reponiendo a su clase en el gobierno y la Revolución Fusiladora restituyó el orden democrático, extirpando del Gobierno a la multitud.
Ahora tiren con lo que quieran.

lunes, 18 de noviembre de 2019

DLXXXIV

Si amar es posible y querer es acertado, el tiempo que transcurre entre el nacimiento y la muerte es un intervalo trágico entre magmas impensables.
La palabra “tragedia” ha perdido, hoy, sus connotaciones profundas; no pretendo usarla en un sentido negativo, sino más bien conceptualmente, como aquel estado del alma en que esta se ve forzada a decidir entre alternativas que, necesariamente, acarrearán alguna clase de mal y alguna clase de bien. Lo trágico es, precisamente, lo que hace de le ser humano une ser jurídicx y, con ello, simbólicx; y el amor es el éxtasis de la tragedia, que sólo morigera su tiniebla en el hospedaje del querer, menos trágico que dramático, en tanto ganancias o pérdidas son absolutas, pero menos trascendentes y, sobre todo, recuperables. Basta leer a Esquilo y a Eurípides para notar la diferencia (Eurípides es el último de los grandes trágicos y ya se nota en él la trancisión de la tragedia al drama, ya casi completa en Ion).
Lo trágico se anuda con lo jurídico – simbólico en el sentido de que es la puesta en acto de la vivencia de la diferencia como antagonismo constitutivo de le ser humanx: tener es renunciar a lo deseado, que se vuelve secundario en el acto mismo de la elección, que es la que define, no ya lo deseado en general, sino lo “más” deseado; por esa razón la tragedia implica la duda hirviente, terrible: ¿Y si lo “más” deseado era lo que se decidió dejar atrás?
Es imposible amar sin sufrir, porque el amor es la diferencia absoluta entre une ser y todo lo demás, perder el amor es probablemente lo más doloroso que pueda suceder, pero no perderlo por decisión ajena, sino por ausencia propia; ¿cómo sabe unx que dejó de amar? He ahí la tragedia: se decide partir y eso sólo es posible agonizando, tal como reprochaba el Coro a Agamenón, no el haber matado a su hija, sino el haberlo hecho sin dudar, sin derramar mares de lágrimas, inseguro y desnudo.
¿Es posible amar hasta ese extremo? Temo que sí y, peor, temo que lo es para mí. El problema es darse cuenta de que eso se termina, o mas bien, darse cuenta de si eso se ha terminado o no y tener que tomar una decisión antes de conocer la respuesta. En el drama, alguien gana y alguien pierde, pero contingentemente; en la tragedia, se gana y se pierde, pero lo ganado puede perderse y lo perdido ya no podrá recuperarse.

Digo el nombre
en voz alta en el espejo
en la casa en la esquina
digo el nombre que subsiste
hasta
que el nombre se desvanece
tarde o temprano
el nombre es un sonido
uno entre tantos
o el único
y si es así
si el nombre es lo que queda
como único sonido
todo se perdió
de una vez

DLXXXIII

De la sombra rugosa del cerezo
al húmedo espinal de la frutilla,
corretea el pequeño como ardilla
y se purga la infancia de otros rezos

Pero existen los años, los otoños,
y la vida se muestra sin ambages
no hay petate adecuado ni equipajes
que impidan fenecer cada retoño

Ya no hay obra a seguir, ni partirura,
ya no queda palabra consistente
que dé sentido al mundo que perdura

De nacer y morir se trata todo
en el medio lo que hay es inclemente
pues espera el no ser, de todos modos

DLXXXII

Gerardo Montegliani fue un bicho raro ya desde el día de su nacimiento, el 30 de junio de 1962. Fue un parto largo y complicado, salió de culo y con una rosca de cordón, color arándano, que se le fue recién a las dos horas. No mató a su madre en el parto, lo cual no hubiera sido nada raro, dadas las múltiples complicaciones, pero sí a su padre, quien se infartó en la sala de partos al verlo y falleció a las tres horas. La madre no pudo casi ver a Gerardo hasta un rato largo después, porque lo llevaron rápido a una sala contigua, para oxigenarlo; además, el infarto del padre convirtió la sala en un caos absoluto. Cuando finalmente llevaron a Gerardo a la habitación, su madre ya se sabía viuda, por lo que cuando lo tuvo en su pecho no era posible saber cuál era el motivo de su llanto. Además, Gerardo nunca lloró; apenas daba unos gritecitos tan puntuales que era facilísimo saber qué le pasaba.
Durmió casi de corrido desde la primera noche y aprendió la teta con facilidad, a la primera. Fue un reloj: una lactancia cada seis horas, con su grito correspondiente. Otro grito para los dolores de panza, otro para llamar la atención de mamá. Abrió los ojazos azules rapidísimo y verlo producía la certeza de que estaba profundamente concentrado en analizar su alrededor, lo cual era así. Su madre lo cuidó con amor y esmero notables. Era una mujer hermosa, de treinta y cinco, lo que en esa época era mucho para ser madre por primera vez, o si no mucho, poco frecuente. Era arquitecta y abogada; lo primero, una rareza y lo segundo, una proeza, ya que se recibió dos meses antes de parir, cuando su esposo ya mostraba signos avanzados de un mal estado de salud, debido más que nada al cigarrillo y a su profesión de vidriero, sin respetar normas básicas de seguridad, lo cual le quitaba a la madre tiempo de su trabajo de arquitecta y de estudio de abogacía.
Gerardo fue lo que habitualmente se nombra como un niño prodigio, algo que a su madre no le gustaba, porque preveía consecuencias gravosas, aunque exageradas. Entró en un jardín en sala de tres, aunque tenía dos, por su fecha de nacimiento, sabiendo leer y escribir textos más que básicos. Los temores de su madre se dividían en dos: el primero era que la escuela, el colegio o la universidad fueran un martirio de aburrimiento para él, que entraba en cada año sabiendo lo que se aprendía tres años más adelante; el segundo, que finalmente ocurrió, que lo adelantaran, siendo para siempre una víctima propiciatoria para sus eventuales compañerxs y, además, una presa jactanciosa de su fama. Lo primero ocurrió, desde luego, pero no lo segundo. De todas maneras, las molestias a las que era sometido eran raramente graves y él mostraba tan poco fastidio que rápidamente se volvían aburridas. Logró, además, un cierto equilibrio en las relaciones sociales dosificando con destreza su saber, en forma de ayuda. En un pacto nunca explícito, fue liberado de molestias a cambio de asesoramiento en los exámenes, aun a su riesgo; terminaba las evaluaciones tan rápido que hacía una prueba para él y una segunda para que circulara por el aula.
Terminó la primaria a los nueve años y la secundaria a los trece, teniendo absolutamente claro qué iba a estudiar: física, matemáticas y filosofía, en lo posible al mismo tiempo, si los horarios le daban. Cuando terminó física, la última de las tres, a los veinte, dedicó tres años a la psicología y a los posgrados, por lo que a los veinticuatro era Doctor en Física, Doctor en Filosofía, Matemático y Psicólogo. Si bien puede parecer obvio, dedicó su vida al mundo académico, haciendo carrera en el CONICET y dando clases por todos lados. Su autismo enciclopedista lo enfrentó amargamente con su madre montonera, que desapareció en septiembre de 1979, tras casi un año sin contacto real con Gerardo, que vivía desde 1976 en casa de un amigo gorila, por decisión de ella. Humberto, el amigo en cuestión, radical, hablaba mucho de política y a pesar de su antiperonismo repudiaba con vehemencia el golpe de Estado, pero era impensable como víctima de las Fuerzas. Era médico, de los buenos y reconocidos, especialista en neurología. Su madre sabía lo que hacía; no hizo tanto hincapié en discutir con Gerardo como en dejarlo a salvo, con éxito.
En 1983 pudo recuperar la casa familiar en Caballito y, ya con trabajos varios, empezó a vivir solo en ella, de la que nunca se mudó. El 13 de agosto de 1984, la casa ya estuvo a su gusto; fue el último día de trabajo del carpintero que le hizo los muebles de la cocina. Gerardo se despidió de él, fue hasta el living, se sentó en el sillón triple, miró hacia todos lados y empezó a llorar, por primera vez en su vida. No es una simple forma de decir el afirmar que su madre murió, para él, ese día; lloró horas, hasta que se agotó de tal forma que se durmió, para despertarse casi dieciséis horas después, al día siguiente a las seis de la mañana. El 14 de agosto de 1984 fue el día en que pensó por primera vez en lo que en adelante llamaría su “proyecto” y que nunca revelaría a nadie; no empezó ese día sino en la forma difusa de la idea general.
Por más que no le gustara la palabra, al menos dos características de Gerardo no admitían otro calificativo que el de prodigiosas: su memoria y su relación con los números. Nunca usó grabadoras o calculadoras, tan sólo una libretita, para cuestiones complejas y puntuales. Las cuentas más ridículamente difíciles representaban para él un desafío similar al de adicionar 13 a 22, por decir dos números cualesquiera. Si se le mencionaba un ángulo con grados minutos y segundos, contestaba el seno y el coseno al instante, con cinco decimales, siempre exactos. Lo mismo sucedía con porcentajes, raíces cuadradas o lo que fuera. A eso se sumaba su capacidad de recordar conversaciones completas, películas y, sobre todo, libros de memoria con una sola lectura, exceptuando autores que le requirieron al menos dos, como Kant, Hegel, Marx y Aristóteles, entre algunos otros, no muchos. Sólo dos libros lo obligaron a más: La Ética de Spinoza y el Órganon de Aristóteles. El primero de ellos era, vale decir, su preferido entre todos y el que lo puso cara a cara con lo que sería, el resto de su vida, su drama capital y disparador del proyecto: el cuerpo.
No se le conocieron amistades duraderas o profundas, aunque era amabilísimo en el trato y muy divertido, lo cual no cuadraba con la imagen de ratón de biblioteca que unx pudiera suponer. Asistía a reuniones y salidas grupales y era muy apreciado. Supo desde los treinta años que la sexualidad no se satisfacía fácilmente; lejos de cualquier moralismo, sus relaciones en ese sentido no distinguían por género, sino por gusto. Nunca formó pareja, eso sí; no iba a ser padre, eso estaba decidido, ni conviviente.
Entre uno de sus rasgos más particulares debe contarse su aversión al número siete, que lo llevaba a situaciones obsesivas, a las que era más que propenso. A Gerardo, una persiana inclinada en el edificio de enfrente podía arruinarle una mañana; no le importaba la suciedad, a menos que fuera demasiada y tampoco puede decirse que le importara la prolijidad, lo cual era evidente en su forma de vestir y en los muebles de su casa. Pero el orden era fundamental; su orden, desde ya. En más de una ocasión, en alguna charla con une directivx de una Universidad, Gerardo estiraba en medio de la charla una mano para poner una lapicera de le directivx paralela a la hoja de papel que estaba al lado. No lo pensaba, su cuerpo actuaba por el; “perdón”, decía más de una vez “estaba torcida, no lo puedo evitar”. Su sistematicidad en estas pequeñeces eran conocidas en sus ámbitos, por lo que ya nadie se asombraba y simplemente provocaba risas, de las que él mismo participaba. En ese sentido, el número siete era un dolor de cabeza: no podía concebir que un número no tuviera regla. Pasó mucho tiempo de su vida tratando de encontrarle, sin éxito, alguna, más que la mera adición. Pasó poco tiempo para que empezara a sospechar que de nada que se siguiera del número siete pudiera surgir algo bueno, por lo que lo evitaba, si le era posible; si en un cuenco quedaban siete aceitunas, simplemente se comía una, tuviera ganas o no; lo que sucediera de allí en más no le importaba.
Fue, de hecho, en una reunión con compañerxs de la Universidad, picada de por medio, que su idea vaga sobre el proyecto empezó a tomar forma y eso se debió, en gran parte también, a su obsesividad.
Gerardo estaba sentado cerca de una de las puntas de la mesa, aburrido y fastidiado por uno de los comensales. El aburrimiento obedecía a que la charla había derivado en anécdotas de hijxs, tema al que no tenía nada que aportar; el fastidio, a que había un invitado que comía de manera antisocial, haciendo ruidos y sin reparar en que había más gente, que podían llegar a querer probar algunas cosas que había tomado casi como propias. Desde el momento en que empezó a aburrirse, se dedicó a contar, a calcular. Si bien era más que improbable que una reunión de esas características se diera alguna vez en su casa, quería tener una idea de cuánto había que comprar y qué. El desaprensivo le arruinaba los cálculos, hasta que notó que sólo lo hacía en apariencia, cuando le pareció encontrar  un patrón que lo incluía. A partir de esa noche, Gerardo tomó la decisión de no salir nunca de su casa sin una libreta y una lapicera, fuera donde fuese; hasta la memoria más prodigiosa se choca con dificultades alguna vez y ese fue el caso de la noche de la reunión: el patrón que debía recordar era demasiado complicado y requería una fórmula que se le escapaba completa. Hizo intentos por encontrar una hoja y algo con que escribir, pero no tuvo éxito y le dio vergüenza pedir. Afortunadamente, podía recordar lo que el hombre comía, cómo, cuánto, con qué frecuencia; lo mismo pasaba con los demás y eso lo llevó a intentar un ejercicio que al llegar a su casa pudiera servirle como mnemotecnia para completar la fórmula. Empezó por un caso que le pareció sencillo: predijo para sí que un muchacho que estaba sentado en un sillón iba a agarrar dos rodajas de salamín y un pedazo de pan en un lapso no mayor a cincuenta segundos ni menor a cuarenta. Efectivamente, a los cuarenta y seis segundos su predicción se cumplió. Aumentó el desafío a dos eventos, luego a tres, luego a cuatro y recién en el quinto fue derrotado por un pedazo de queso, en manos de una mujer mayor que tenía asignado solamente un canapé. Más tarde, ya en su casa, bendijo el error, puesto que fue la clave que le permitió producir la fórmula de la fiesta. Hombre de ciencia, no le resultaba extraño en absoluto que de dos anomalías surgiera una verdad.
El problema que se le presentaba era que las fórmulas y los algoritmos daban como resultado márgenes. Por más ridículamente complejo que resultara a los mortales el ejemplo de la fiesta, se trataba para Gerardo de una ecuación relativamente sencilla. Su proyecto era mucho más ambicioso y lo que en una fiesta de trece personas producía márgenes de segundos o errores minúsculos, pensado a gran escala podía derivar en intervalos inaceptables; se requería de una precisión que lejos estaba de lograrse con la fórmula de la que disponía.
Cerca de los cuarenta, conoció a Daniel, por un aviso en Internet. Se dio entre los dos una relación extraña; su primer encuentro debió un mero intercambio de servicios por dinero, pero al terminar el tiempo que el dinero de Gerardo pagaba, Daniel agarró la plata que había pedido al principio y se la devolvió, preguntándole si se podía quedar a dormir, entre caricias y besos. Gerardo accedió, cojieron un par de veces más y se durmieron abrazados, después de que Gerardo le aclarara que a las nueve del día siguiente se tenían que ir, porque daba clases. Daniel fue, junto con Renata, más adelante, la única persona con la que tuvo una relación relativamente duradera, en lo que a sexo se refería. Era un pibe de veintitrés, muy hermoso, que más de una vez deslizó la posibilidad de que vivieran juntos, a lo que Gerardo se negó siempre, sin vacilación. Era, también, un nene caprichoso con un pasado oscuro pero incierto, porque al menos en algunas cosas era evidente que mentía, ya que contaba versiones distintas de los mismos hechos. Gerardo nunca se lo hizo notar, de todos modos. El tema era que terminaba costándole más caro como amante que como prostituto, algo que más adelante le observarían a Gerardo varias personas, en vano, la trapecista a la cabeza, a quienes Dani no les caía bien: Gerardo ya lo sabía, como sabía que Daniel aprovechaba su posición para tener al menos algunas noches menos infelices. “Me quiere”, respondía siempre Gerardo, “como puede, pero me quiere y le gusto; eso me alcanza”.
Gerardo formó parte de lxs familiares que cobraron una compensación económica por la desaparición de un familiar, lo que le sirvió de alivio económico, pero le valió reproches varios, que nunca lo alteraron lo suficiente. Además, después del 2003, o mejor del 2005, con la recomposición de los salarios docentes y su carrera de investigador y cargos en posgrados, sumado a sus talleres y charlas, dispuso de mucho tiempo libre para encarar su deseo, ya que abandonó las clases particulares, que le llevaban horas y horas, pero eran su única posibilidad de sustento durante los 90. Formalmente, trabajaba en un equipo de investigación interdisciplinario sobre el alcance y los límites de las neurociencias; como él era una interdisciplina en sí mismo, era casi la referencia obligada del resto del grupo.
En el 2006, su proyecto sufrió una severa alteración, aunque valdría decir un avance. Casi con una contigüidad temporal inmediata, conoció a Ricardo, a Renata y a Martina, en ámbitos completamente diferentes. A Martina, en una reunión de amigos; era una joven de 24 años, bellísima y portadora de una alegría y una vivacidad que eran ajenas a la capacidad de comprensión de Gerardo. No fue eso, sin embargo, lo que lo llevó a acercarse a ella, sino una singularidad que nunca había presenciado: ya fuera en silencio o conversando (en este último caso en un grado mucho mayor), Martina era movimiento, su cuerpo nunca, pero nunca, estaba quieto. Gerardo intentó en vano, la mitad de la noche, encontrar algún patrón en esa perpetua movilidad. Se le acercó y simplemente le dijo que le gustaría charlar con ella en otro ámbito, un día cualquiera, aclarando hasta la sospecha que no tenía más intenciones que hablar. En la charla, se presentó como Profesor y ella como trapecista (“de todo”, dijo, “telas, circo... lo que venga”); para sorpresa de Gerardo, a Martina no le causó ningún resquemor el pedido y lo aceptó casi de inmediato, con una sonrisa de oreja a oreja, otra de sus singularidades. Allí mismo intercambiaron números de teléfono.
Renata trabajaba en una Consultora Financiera, para la que Gerardo hacía algunos trabajos free lance. Se habían visto varias veces y siempre pareció bastante evidente que se gustaban, algo para lo que alcanzaban las miradas. Nunca habían conversado, hasta una tarde de 2006, a dos días de haber conocido a Martina. El ámbito fue un encargo del Gerente General, que le pedía que revisara unas proyecciones, trabajo que le encantaba, porque le salía muy fácilmente y lo cobraba muy bien. En el curso de la reunión, Gerardo empezó a notar algo extraño, que fue una sospecha al principio y una certeza a medida que la conversación avanzaba. El Gerente hablaba de las tendencias, mostrándoles a Gerardo y Renata gráficos varios. Renata tenía un anotador y una lapicera, pero no los abría nunca; en algunos gráficos un tanto complejos, aparecían variables numéricas que podían cruzarse de diferentes formas y Renata, en todos los casos, señalaba los cruces más o menos favorables con sólo mirar la planilla. Mientras él calculaba las opciones, Renata daba los resultados, de forma inmediata, de todos los cruces, algunos de los cuales eran absurdamente difíciles de calcular. En un momento, Gerardo dejó de lado las planillas y sólo miraba a Renata, un tanto desconcertado. El trabajo de Gerardo era más bien conceptual; si bien, obviamente, tenía que hacer cálculos, lo que debía hacer era revisar que se estuvieran proyectando cruces razonables; pero Renata, lejos de hacer eso, hablaba de todos los cruces, sin excepción, en términos de resultados de operaciones, de todas las operaciones, de todos los cruces posibles.
La reunión terminó y Gerardo se llevó un pen drive y una carpeta abultada; una vez afuera, la detuvo a Renata y le pidió un favor: pidió a la secretaria de la entrada una lapidera y un trozo de papel, en el que escribió veinte cuentas variadas: porcentajes, multiplicaciones... de todo un poco, todas dificilísimas. Lo único que le pidió a Renata fue que le escribiera los resultados de las operaciones y ella, tomando el papel, escribió inmediatamente los resultados en orden, como si los estuviera copiando de otro papel, sin pensar. Ella le preguntó por qué le pedía eso y él contestó que no sabía muy bien todavía, pero le pidió permiso para llamarla y charlar, a lo que ella accedió. Se cambiaron teléfonos y Gerardo se fue. Ya en el subte, agarró el papel y empezó a mirar las cuentas, todas exactas, inclusive una en la que había escrito nueve decimales, resultado de una raíz cuadrada. Definitivamente, tenía que hablar con esa mujer; lo que había presenciado no era posible ni siquiera para él, no por los resultados, sino por el lapso de tiempo entre pregunta y respuesta: ninguno.
Mientras estaba en la estación del subte, mirando el papel, se quedó repentinamente ciego por un flashazo; cuando levantó la vista, se encontró cara a cara con un hombre bastante mayor que él, borracho, que acababa de sacarle una foto. Así entró Ricardo en su vida, quien llegaría a ser una de las piezas cruciales de su proyecto, aunque no lo supiera aun.
Cuando llegó a su casa, tarde, pasó la noche en vela mirando el techo; ¿y si entender a Martina, Renata y Ricardo era lo que le faltaba para completar su fórmula? Hizo cálculos mentales toda la noche y dos o tres veces agarró la libretita para anotar sus jeroglíficos, hasta que se hicieron las seis y se dio cuenta de que tenía que irse a dar clase. Se tomó un café, fumó un cigarrillo y salió, cerca de las seis y veinte, rumbo a la Universidad.

domingo, 17 de noviembre de 2019

DLXXXI

Vas a hacer del tiempo
una vara de hada
que lustre carrozas y zapatos
y agolpe delirios
para tu cuerpo olvidado

Nadie tiene en la piel
el océano como barricada
el ser es la letanía del horizonte
siempre inmóvil
pero vos no sabés de quietudes
y tal vez te quepa un mar
en los ojos de algarrobo

Te duelo
llorás para amnistiarme
y dejás la palabra para después

¿Viste alguna vez la paloma
que raspa el desvelo de cereza
en la verja que cura la albahaca?
Así de fácil será
un día
yo no tendrá significado
y la culpa será mía

DLXXX

Como el escombro de una piel truncada,
en arrabales de un amor crujiente,
manó del pecho la sangre indigente
y en lecho de asma ardió la madrugada.

Ya no fue furtivo el desdoro infame
cuando se hizo verbo el dolor de astro,
la paz anémica deja su rastro
sin dejar con vida espanto que clame.

Pero ha de sufrir quien dice su nombre
porque suelta al viento su aroma crudo,
quien se dice suyo andará desnudo

hasta que se sepa su ruego de hombre.
No hay más escondite que el beso ajeno
cuando pare un alma su propio trueno.

DLXXIX

Palomas
en el filo del día
serpentinas ágiles
y el amor
cocido en leche
la luna huyó
y la paloma llega
nunca
nunca digas eso
lloremos
que el día late
vieja marioneta
salí
salí del sur
dame sólo el beso
que quiero
y escapate
cerca del ala
de la paloma
al filo del nudo
y el amor
lo duele todo
basta
que el día pasa
tic tac
tic tac
ya viene
el terror desnudo
a la vida.

sábado, 16 de noviembre de 2019

DLXXVIII

La primera noche queda
en manos de Dios
es decir
la primera noche
es la orfandad primitiva
el terror acabado

Hoy ella persiste
yo soy el que escapa
¿y si muero de pena
lejos de su silencio?

Nadie hay
es mentira
que nunca se está solo
que existen otrxs
la piedad es como el humo
sólo es cerca
y el tiempo aleja todo

¿Y si muero de pena
por querer un nombre?

DLXXVII

Tengo la sospecha de que mi madre me quiso, al menos durante un tiempo; es muy probable que me haya amado, aunque esta afirmación sea algo más temeraria.
Ella fue exiliada, traslúcida y despojada de dolores necesarios. Fue sangre sin patria y luego sin sangre, porque la sangre estancada es sólo un grumo de espantos que mata despacio, pero inexorablemente. Creo haber tenido la leve fortuna de conocerla cuando aún el estatismo no era irreversible; y la desgracia de asistir a la agonía del flujo y a la petrificación punzante del deseo, por la vida en general, que desde ya me incluía.
Es regocijante permanecer desamado; permite la autocompasión y la autoconmiseración y libera de responsabilidades; el desamor daña, quiebra, rompe, infecta, pero anclar la vida a la plenitud del abandono es un gesto cobarde, porque el desamor no se cura, pero se transforma en equivalencia del no ser cuando el alma perdura en su lástima, que lo hace todo previsible, explicable y, sobre todo, ajeno.
Y mi madre era, fue, y conjeturo que es, una víctima que aprendió su juego de instrumento del destino, no creo que por decisión más que por incapacidad. Desde allí, desde esa condición de condenada irrevocable, me quiso, o tal vez me amó, como supo, como pudo; y no sé si como le hubiese gustado.
Evité, durante demasiado tiempo, guardar recuerdos bellos de mi madre y de mi padre, de quien ya he hablado. Eso me protegía de mí y, sobre todo, de mis actos, siempre motivados por culpas ajenas y desapegados de mi capacidad de decidir el curso de mi vida. Es difícil desanudar cincuenta años de exteriorización de la existencia, pero se crece cuando se puede, no cuando se quiere; o mejor: se quiere cuando se puede querer sin que el mundo caiga sobre unx como una piedra de resentimientos y reclamos anacrónicos.
Hace no mucho tiempo, sin embargo, que se cuenta en meses, a pesar de la lejanía ya sin remedio de mi madre, o de mí, lo cual es más factible, he cultivado el gusto por el recuerdo grato, que no quita ni borra dolores, pero cambia de sitio la mirada y dibuja otra vida, menos extranjera, menos dependiente.
Mi viejo fue siempre trashumante y entre sus múltiples distancias (geográficas, no de las otras, que cultivó con igual o mayor destreza), estuvo Santa Fe, en donde fue nombrado capataz de una planta de AgipGas. No recuerdo mi edad exacta y no tengo a quién preguntársela, pero era chico, muy chico; tendría siete u ocho años No era época de autopistas y, supongo, el cargo de mi viejo permitía un pasaje de avión cada quince días. Salía los martes a la tardecita y volvía los domingos a la noche. Viajaba solo. Mi mamá me llevaba al aeropuerto y me dejaba a cargo de la tripulación, que me depositaba en manos de mi padre y viceversa, al regreso.
Hace unos días, caminando por Lacroze hacia Cabildo, recordé el primero de esos viajes (me refiero al primero de los viajes solo) y sé que fue el primero porque todo se transforma en rutina con gran velocidad, más cuando unx es niñx; ese era especial y yo lo pensaba con temor. El avión salía a la nochecita, por lo que antes de ir al aeropuerto fuimos con mi vieja al centro, a merendar; me apena no recordar qué fue lo que merendé, pero fue en un bar enfrente de Plaza San Martín. Como teníamos tiempo, cruzamos a los juegos del parque y pasamos un rato ahí, para después caminar un poco. Imagino que quien lea sabe que la Plaza tiene una barranca que termina en Alem o Libertador (no recuerdo dónde empieza una y termina la otra). Mi mamá me propuso una carrera hacia abajo que, por supuesto, gané. Pedí otra y otra más; es imposible que diga la cantidad de veces que bajamos esa barranca, pero yo estaba feliz. Siendo padre, una de las cosas que se aprenden es la cantidad de cosas fastidiosas que unx hace sólo porque sus hijxs se alegran.
El cuerpo recuerda demasiado, o de un modo bestial, al que unx no termina de acostumbrarse, porque ha aprendido que recordar es un acto del alma, lo cual es falso. El cuerpo recuerda resucitando, haciendo presente lo ido de forma bruta, basta, tosca, pero impensable. Ahí estaba yo, bajando las escaleras del subte, sintiendo en las piernas la bajada enloquecida hacia la vereda y en la mano, la palma tibia de mi madre, para volver a empezar. Ya venía a medio romper y tuve que secarme los ojos. Recordé el viaje en avión, en el que lloré casi todo el tiempo; me llevaron a la cabina, lo que se repetiría varias veces, pero esa era distinta, probablemente por inaugural. La diferencia era que llevaba encima la tarde con mamá, tan poco frecuente.
Pasaron nueve años desde la última vez que hablamos. No hablamos, en realidad, simplemente nos expulsamos cada unx de la vida de le otrx; ella ya lo había hecho, dos veces, pero yo dependía demasiado de su desprecio y recurría en volver, lo que no sucedió en la última. Sé que tengo cuatro sobrinxs, a lxs que no conozco y probablemente no conozca jamás; mi última charla con mi madre fue, precisamente, cuando me llamó por teléfono para anunciarme el nacimiento de lxs primerxs dos. Fueron nueve años sórdidos, en lo que hace a la autocompasión y la manipulación, intencional o no, en los que ese procedimiento repetitivo de abandonos sirvió de excusa para no ser. Tan mala fue mi madre, mi mamá no me ama, mi mamá no me mima.
Pero ella naufragó también en silencios y desprecios que yo siempre supe y decidí pasar por alto, porque la hacían humana, la perdonaban, le daban un contexto que impedía desquererla y, sin eso, yo tenía que ser yo. Fue expatriada, malquerida, lastimada, quebradiza. Yo fui, tal vez, su primera belleza propia y lo que pasó después fue la vida, que fabrica laberintos que no todxs pueden resolver. Qué decir de mí, entonces, escondido cincuenta años debajo de su tristeza, hecha maldad para mi provecho.
Me senté en el subte y tuve el pensamiento exacto: “debe estar triste”, pensé. Soy mejor ahora.