sábado, 31 de agosto de 2019

CDXXXIV

Breva de tango
musa insidiosa del invierno
llora una verja
su danza absurda
de dientes blancos
y cae
porque perdura
una lágrima que hubo

Alguna vez
hija de alguien
piel con broqueles
para abrirla del tiempo
náufraga
cutícula del este
ojera del otoño
labradora de aire
náusea del hueco
blanca como un rezo
alboroto en retirada

En el nudo mismo
de lo que sobra
la huérfana clama
ser tulipán
y pintar de azúcar
una moneda inaceptable
que queda en el pasto
cuando ella
caracol con ruedas
busca su reborde
y se lima el alma
con la tarde entera

CDXXXIII

La violeta escapa de la reja
la menta se muere y renace sin ciclo
la cuna de la paloma desbarranca los gajos
y la errática rama se deshoja y verdece
al ritmo de la lluvia o de la luna

La esclava del aire ha echado flores
secas y sumisas al colibrí ocasional
que una mañana de abril se lavó la cara
para cortar de cuajo el humo

Sólo le sobra a la noche un corazón
arrítmico y breve como la albahaca
hecho para ella que es todo lo que falta

CDXXXII

Besar como proyecto
como tesis
Que la fantasía labre el beso
como una escultura
primero
sólo una distancia
una cercanía
sólo dos alientos que rocían las bocas
temperaturas
para que el contacto
en exceso sutil
parezca accidental, inesperado
un mal cálculo
dejar que la nuca sufra el escalofrío
que las narices se acaricien
y rozarse de costado
de lado a lado

cerrar los labios
sólo dos
sobre un labio nuevo
recíprocamente
hasta que se acanale la boca
como un encastre exacto de pétalos móviles
y alejarse de nuevo para volver

Entonces repetir el ciclo
ya no accidentalmente
y que en cada reencuentro se teja una profundidad
una hendidura
sobre la piel elástica que cede
y humedece la boca en infinitivo

Acercar el pecho
entrelazar los dedos
arriesgar los dientes en la esponja frágil
y abandonar el pudor de la quietud
con el leve mordisco devuelto
y sólo entonces
capturar un labio con la boca recia
hasta que el aire huela a canela y menta

La lengua
como accesorio de exploración
rodando en la superficie del aire ínfimo
que toca y se escapa y espera
a la lengua tímida que la retribuye
porque los labios ya no se cuentan
son sólo dos que parecen cuatro
como diez dedos dobles
y un pecho sin bordes

Recién ahora
girar la cabeza apenas un grado o dos
y ofrecer la boca abierta
la única boca bifurcada
al espesor cálido del baile trenzado
que desata y ata las lenguas como serpientes
y aleja y separa el labio como valva
para que la mano suba y el pecho se funda
y ya quedar ciego
restado al mundo más allá del beso
con la respiración exaltada
como toda música
hasta que haga falta perforar la noche
con una mirada
que recomience todo

CDXXXI

Hoy sólo me importa que el Río esté siendo
y que la paloma que aova en mis mañanas vuelva un día
a dejar su pluma candente de charcos y delirios
o que más allá del límite oriental de la memoria impía
haya un corazón silbando un tango de los míos
porque de irse se ha hecho mi vida infeliz

¿Habrá una ventana que sirva de abrigo a la tristeza?
En mi casa inerte sólo caen los días como pesadillas sudadas
y los pianos vuelan como única vida
mientras se relame la muerte debajo de los balcones
cada vez que fumo mi soledad de astronauta

Ya no hay hogar para mí en el la cursiva del tiempo
ni desarraigos más feroces que la sed que vivo
armado de letras como toda defensa
contra el ejército implacable del deseo amputado
que sólo se pierde y se pierde y migra sin despedida
al rincón inaccesible del amor
que ya no hay

CDXXX

¿Por qué la niña se duerme lejana?
¿Por qué me quema el alma como estigma?
¿Qué hará de cura, cuál será el enigma
cuyo laberinto la vuelve insana?

Quisiera tener el cielo en los ojos,
nubes en los dedos, soles en la piel.
Quisiera ser agua del arroyo aquel
que fue mi permiso del tiempo rojo

de sangre ligera y apasionada,
sangre de niño sin otra porfía
que hacer un castillo en el mediodía

sin más argumento que una mirada;
pero soy esclavo en el ir desierto
y el amor del niño ya llora muerto

viernes, 30 de agosto de 2019

CDXXIX


Ella estaba recostada en el sillón, con los ojos todavía enrojecidos. Él, desde la cocina, escuchaba de vez en cuando un sollozo solitario; pensaba cómo había partido al medio la noche con una frase de ocasión, dicha a sabiendas. No quería llorar, pero sabía que había sido culpa suya; el amor es a veces una sonrisa que se transmuta. De eso está hecho el despojo y el dolor es más cruel en proporción inversa a la felicidad previa al desprecio. Ella no entendía, ni tenía por qué hacerlo, que fuera tan sencillo para él desnutrir su desmesura con palabras estúpidas, una y otra vez. Se curaba sola con lágrimas, pero no era justo que la medicina al desprecio fuera lamerse como un perro, mientras él se acogía a la letanía del silencio, como si nada hubiera pasado. Entonces lo vio entrar y lo miró sin furia ni reproche, porque vio que en los ojos de él ya no cabían. Él se arrodilló a su lado, en el piso y apoyó una mano sobre su pierna descubierta. En voz muy baja le pidió disculpas. Ella sólo lo miraba, mientras se comía las uñas; pensó en preguntarle por qué, pero no tenía sentido. Él sacó el teléfono de su bolsillo, buscó algo y lo apoyó sobre la mesita ratona. Empezó a sonar “My funny Valentine”, cantada por Chet Baker. La miró y le preguntó si quería bailar. Ella estiró un brazo y el la agarró con dulzura, para que se parara. La agarró de la cintura y con el otro brazo empujó un poco la espalda, para acercarla. Ella lo abrazó y apoyó la mejilla en su hombro, con los ojos cerrados. No le dijo nada, sólo se dejó mover, despacio. La canción terminó, pero no se separaron; empezó “The touch of your lips” y después “But not for me” y siguieron así un rato largo, hasta que ella alejó un poco la cara, le hizo una sonrisa y le dio un beso, para volver a la posición anterior y seguir bailando una canción atrás de otra. Y pasaron estaciones y años y el mundo se volvió jazmín. Cuando se soltaron, él le preguntó si no quería ir a desayunar al Museo Evita al día siguiente, que era domingo. Ella sólo sonrió, prendió la tele y le enredó las piernas, hasta que se quedó dormida.

CDXXVIII

El aire era denso en el calor crudo,
huía la tarde rendida de enero,
yo rugía penas de pordiosero
desde mi enanismo de niño mudo

Él solo cabía como castigo
y ella callaba como ausencia pura,
era mi espanto cruenta nervadura
de hojas muertas que servían de abrigo

Así crecí recio al amor jurado
y al beso trivial siempre sospechoso
la vida silente fue fiel reposo

Y todo cariño fue claudicado.
Nadie pida ahora ternura o beso
pues todo lo bello murió por eso.

CDXXVII

Trágica y errante, piel de mermelada,
supo estar bordada en mis ojos amantes;
pero llegó el día del vuelo distante
y el pie trepidante la dejó vacía.

No fue culpa mía que se condenara
ni he de echarme en cara la mesa vacía,
pero guardo ardiendo lo que pudo darme
y debo quedarme con su adiós tremendo.

Sé que los destinos se forjan en llagas
y haga lo que haga será un desatino,
espero con ansia, aunque sea una daga,
su cuerpo de maga y su tenue fragancia.

Los años son crueles y el tiempo tirano,
y ya no hay veranos en mis anaqueles;
seré sólo en vano un devenir que duele
soñando las mieles que ofrecen sus manos.

CDXXVI

Era viernes o sábado a la noche, o sábado o domingo a la madrugada, para ser más preciso. Llegué a casa tardísimo y en pedo, pero me quedé tomando algo más y escuchando música un rato (Rivero, si no recuerdo mal, que por esa época era mi obsesión), ya en el estadío en el cual dormir era sólo una consecuencia del estado de inconciencia propio del alcohol. Cuando ya no daba para más, decidí irme a la cama. Ya hacía rato que vivía solo, laburaba, había terminado la secundaria y tenía dieciocho años, por lo que mi vida no tenía más decisores que yo. Mis estados de entrada y salida eran invisibles.
Fui al cuarto y me desvestí, dejando la ropa sobre una silla que estaba al lado de la ventana. Tratando de sacarme los calzones me caí sobre la cama y con un enorme esfuerzo me paré, para trepar al colchón desde ahí, después de cerrar la ventana, que estaba siempre abierta por el olor a cigarrillo. Entonces, cuando me incorporé, la vi, parada en la puerta, mirándome fijo, a mi abuela, que había muerto dos años antes, vestida con su camisón celeste. Fue todo muy repentino, porque pasé sin escalas de casi morirme de un ataque cardíaco a subirme a la silla y saltar por la ventana.
Por suerte, vivía en un primer piso; por desgracia, caí bastante feo, con el hombro, que no sé cómo no me rompí, aunque me dolió semanas. Hay experiencias, cualquier bebedorx lo sabe, que desemborrachan al instante. No sé, en este caso, si fue el fantasma de mi abuela o la caída; supongo que fue lo primero, pero pudieron ser ambas.
Vivía en el barrio Catalinas Sur, en La Boca. Para quien no lo conoce, se trata de una serie de edificios conectados por veredas, sin calles internas, cada uno de ellos rodeado de un jardín, o un parque. En el caso de mi ventana, había también un pino, con el que me raspé y, creo, me salvó de caer más en seco. La cuestión es que de golpe me encontré en pelotas en el parque del edificio, al lado del pino y sin haber tomado la precaución de agarrar las llaves antes de saltar. No había nadie y yo estaba maltrecho, tratando de ordenar mis pensamientos y pensar una estrategia para entrar al edificio otra vez; si solucionaba eso, podía entrar a mi casa por la ventana del living, accediendo a través de un ventanal que daba a un techito, que a su vez daba a la ventana; eso, desde ya, si la ventana estaba abierta, lo cual fue así, por suerte. Tocar el portero en la casa de mi vieja no era opción, porque revelaría mi (patético) estado.
Me paré y caminé unos metros hasta donde el edificio doblaba; la puerta de entrada estaba, por suerte, cerca de mi lugar de caída. Me asomé y vi, para mi bien y para mi mal, que en la puerta estaba una vecina del séptimo, joven, pero algo mayor que yo, con su novio, calculo que despidiéndose. Salí de mi escondite y ambos giraron la cabeza. Todavía me acuerdo de las caras de los dos, mezclas extrañas de sorpresa, pudor y risa, pero sobre todo lo primero. Me tapé los genitales con ambas manos, me acerqué y con honestidad les comenté que me había caído por la ventana, pasando a pedirles si me abrían la puerta. Me abrió ella.
Lo más bochornoso del episodio fue lo que sucedió a partir de allí, ya que para pasar del ventanal al techo y de allí a la pared, tenía que exhibir mis partes íntimas (todas ellas) en todo su esplendor a lxs novixs, porque todo daba a la puerta de entrada; pero no tenía opción. Todo el proceso fue dificultoso y doloroso, más en patas y en bolas, porque había que pisar unas varillas muy finitas y apoyar el culo en el borde de una ventana metálica. Después de eso, había que apoyar un pie en un borde medio filoso de metal, dar un saltito al techo y, en mi estado, no era improbable que esto último terminara con una caída nueva. No fue así, por lo que la primera parte del proceso fue exitosa, más allá del dolor. Restaba, ahora, entrar por la ventana, que tampoco era sencillo. Me agarré del marco y me di un impulso para apoyar un pie en él, pero fue demasiado fuerte, por lo que entré de una vez, cayendo de cabeza en la alfombra y raspándome la tibia todo a lo largo con el borde del marco. Escuché en ese momento las risas de mis benefactorxs.
Ya adentro, recordé que mi huída se había debido a la presencia de mi abuela muerta, así que no sabía qué hacer. Con gran susto y sigilo, me acerqué al pasillo que daba al cuarto y luego a la puerta de la habitación. El fantasma, por suerte, se había ido. Volví al living, a cerrar la ventana y abajo estaban lxs tortolitxs, mirando hacia mí. Les agradecí y lxs saludé y ambxs contestaron el saludo con cortesía. Cerré la ventana del living, luego la del cuarto y me acosté, quedándome dormido enseguida.
Mi abuela no apareció más. Pero con el tiempo me di cuenta de que la mayor incomodidad del episodio vino con los días, cada vez que me cruzaba con mi vecina, en la que siempre notaba una risa contenida. Un día me atreví a pedirle disculpas y ella, con gran entereza, las aceptó. “Son cosas que pasan”, dijo. “Que me pasan a mí”, pensé; pero no se lo dije. La charla breve tuvo el buen efecto de borrar la risa de la cara de la chica, eso sí.

jueves, 29 de agosto de 2019

CDXXV

En el fluir del corredor sonoro
que lleva el labio a destino de labio,
queda un suspiro como cruel resabio
de la mujer por la que solo lloro.

Pequeña dulce como caramelo,
fina libélula que traza el día,
¿cuánto se duele de esta pena mía
si para ella está pintado el cielo?

No la abandono, la caricia espera
más horizontes que el vuelo posible,
pues sólo el sueño labra lo visible

Aunque a sus ojos sea yo quimera.
Tal vez la noche me pinte de verde
y llegue al cuello que hoy solo se pierde.

miércoles, 28 de agosto de 2019

CDXXIV

Eran más o menos las dos y media de la madrugada cuando Gerardo llegó a la puerta de la casa de Ricardo, que estaba abierta. El fotógrafo lo había llamado por teléfono rogándole que fuera y en su tono se notaba que estaba en estado de pánico, además de borracho. El mensaje era confuso; Gerardo trató varias veces de que el fotógrafo de explicara lo que pasaba, sin éxito. Sin embargo, en medio de la conversación escuchó un estallido, que interpretó como un disparo, seguido de la voz de Ricardo diciendo “ahí está, ahí está, se la va a llevar el hijo de puta”. Gerardo colgó y salió a los apurones. Afortunadamente, consiguió un taxi rápido y llegó en menos de diez minutos.
Estaba parado frente a la puerta, inmóvil. Tenía miedo de entrar, aunque adentro había silencio; la puerta abierta le daba temor y los dichos del fotógrafo indicaban que no estaba sólo y que su compañía, además, no era amistosa. Si entraba y se topaba con un delincuente, o más, ¿qué iba a hacer? Era un riesgo, por otra parte. Pero también pensó en escenas más sombrías; si lo que había escuchado había sido un tiro, adentro podía haber cualquier cosa. No sabía qué hacer, porque hablar también era peligroso. Pensó, no obstante, que si había ido tenía que actuar; al momento de salir e inclusive durante el viaje, no pensó nada de todo lo que se le pasaba en este momento por la cabeza; pero el problema era la puerta abierta.
Tomó coraje, empujó la puerta despacio y asomó la cabeza. Desde donde estaba, todo parecía tranquilo; la entrada daba a un pasillo, con dos entradas cercanas, enfrentadas, una a la izquierda y otra a la derecha; la de la izquierda estaba iluminada y esa era la única luz en la casa. Avanzó un poco, quedando del lado de adentro y cerró la puerta, mecánicamente; dio unos pasos y se atrevió a un “Ricardo”, en voz no muy alta. Nadie contestó, pero le pareció escuchar un ruido en la habitación iluminada. Avanzó unos pasos más y repitió el nombre, en forma de pregunta; esta vez, el ruido en la habitación fue más claro, era una silla o una mesa que se movía y, más difusamente, un cuerpo que se arrastraba en el suelo. “Soy Gerardo... ¿Ricardo?”; insistió, sin respuesta de ningún tipo; entonces, con mucha lentitud, tratando de no hacer ruido, fue acercándose a la puerta de la que salía la luz y, con mucho cuidado y sigilo, asomó la cabeza de a poco, tratando de ver qué pasaba.
Un tiro salió de la habitación y agujereó la puerta del cuarto de enfrente, lo cual casi le provocó a Gerardo un paro cardíaco. Se corrió de la puerta y se apoyó de espaldas contra la pared, respirando agitado y con una taquicardia formidable. Se sentía ahogado y sudaba profusamente; pensó en irse corriendo, pero no se podía mover; pensaba, además, que probablemente el fotógrafo necesitara ayuda. A medida que su respiración se relajaba y su corazón latía más lento, escuchaba que de la habitación salía un gemido, que claramente se correspondía con la voz de Ricardo. Volvió a hablar: “Ricardo, soy yo, Gerardo; ¿usted me tiró?”. Desde el cuarto salió, al fin, una voz: “deme una prueba”, dijo. Era Ricardo, definitivamente.
- ¿Está bien, Ricardo? - Preguntó.
- Una prueba. Pruébeme que es Gerardo – Contestó el fotógrafo
- ¿Pero cómo le voy a dar una prueba si me tira cuando me asomo?
- No sé, pero si no me da una prueba de que no es Acevedo lo cago a balazos
- Soy Gerardo, Ricardo; ni siquiera sé quién es Acevedo
- Eso es lo que Acevedo diría – Dijo el fotógrafo, con buen uso del sentido común
- Está bien – Dijo Gerardo -, hagamos una cosa: Usted me hace preguntas y si yo se las contesto correctamente se va a dar cuenta de que soy yo; ¿pero es que no me reconoce la voz?
- Acevedo sabe imitar voces. Eso no prueba nada
- Pero si Acevedo no me conoce, no me puede imitar la voz; ¿De dónde lo voy a conocer a Acevedo, si ni siquiera sé quién es?
Se hizo un rato de silencio. Finalmente el fotógrafo volvió a hablar
- No, no... puede ser un truco. No me convence. Déjeme pensar – Dijo.
Nuevo silencio. Pasado un tiempo, Ricardo preguntó.
- Ta bien, a ver, ¿cómo me conoció, en dónde?
- En el subte – Respondió Gerardo -, yo estaba concentrado mirando un volante y usted me sacó una foto.
- No me acuerdo – Dijo el fotógrafo
- ¿Y por qué me pregunta eso, entonces? ¡Pregúnteme algo de lo que se acuerde! Esa vez estaba borracho, así que no se va a acordar. De hecho, estaba tan borracho que lo acompañé hasta acá.
- De eso tampoco me acuerdo. Además, yo siempre estoy borracho.
- ¿Ve? Si me hubiera preguntado eso, se lo habría podido contestar. No me dé datos: pregúnteme cosas que se acuerde.
- Ya sé, ya sé; Gerardo tiene una amiga que es bailarina; ¿Cómo se llama la chica?
- Martina. Se llama Martina y no es bailarina, es trapecista.
- Ah... muy bien, va bien; se lo dije a propósito, a ver si caía. Si no me decía nada lo hacía boleta. Déjeme pensar otra.
- ¿No le alcanza con esa? - preguntó el numerista
- Me quiero asegurar – Respondió Ricardo – Espere... a ver, ya la tengo: ¿Dónde nos conocimos?
- Ya me preguntó eso, Ricardo; y me dijo que no se acordaba
- Ahora me acordé – Dijo el fotógrafo.
- Entonces ya está, ya se la respondí
- Pero me olvidé lo que me respondió... vamos, ¿dónde nos conocimos?
- En el subte, Ricardo, Yo estaba mirando un volante y usted...
- ¿Gerardo? - Interrumpió Ricardo
- Sí, Ricardo, soy yo
- Bueno, bueno, a ver... asómese despacio, sólo la cabeza
- Listo, listo; pero no me va a disparar, ¿no?
- Si es usted, no; vamos, asómese
Gerardo volvió a acercarse a la puerta; apoyándose en la pared, fue asomando la cabeza de a poco, hasta que su cara entera se podía ver de adentro. Desde su perspectiva, lo que vio fue el cañón de un arma apuntándole directamente a la frente. La cabeza de Ricardo se asomó desde atrás de un escritorio y se quedaron mirándose un rato.
- Bueno, ya está; ¿satisfecho?
El fotógrafo se asomó un poco más, mirando con suma atención, hasta que se convenció de que quien había aparecido era su amigo.
- Uf... qué susto – Dijo – Pase, pase.
- ¿Por qué no deja el arma, Ricardo? O apunte para otro lado.
Ricardo se miró la mano y desvió el cañón, pidiendo disculpas. Hecho eso, fue hasta la puerta de la habitación y miró a izquierda y derecha. Al ver la puerta cerrada, le preguntó a Gerardo si la había cerrado él. Gerardo asintió. “¿Y cómo entró?”, pregunto de nuevo. “Estaba abierta”, respondió Gerardo. El fotógrafo se abalanzó entonces a la puerta de enfrente, que tenía tres escopetazos, contando el que casi mata a Gerardo; la abrió y fue rápido a un rincón, en donde había una caja fuerte. La abrió y sacó un sobre, que abrió y miró, sin sacar lo que había adentro. “Uf. Hijo de puta”, dijo para sí, volviendo a meter el sobre el la caja fuerte y cerrándola otra vez. Se paró, volvió a la primera habitación y le dio unos cuantos tragos a una botella de vodka, que extendió a Gerardo. “No, gracias”, dijo el numerista; Ricardo se encogió de hombros, se echó otros tragos y fue hasta el escritorio, apoyó la botella en la mesa, acomodó una silla que estaba tirada y le hizo un gesto a Gerardo para que se acercara otra. Finalmente, se sentó, relajado por primera vez.
Se quedaron un rato callados, hasta que el fotógrafo preguntó:
- ¿Qué hace acá a esta hora?
Gerardo se quedó atónito.
- Usted me llamó por teléfono, diciéndome que viniera, asustado, diciéndome que alguien se iba a llevar algo; vine porque usted me llamó.
- ¿Yo lo llamé?
- Ajá.
- No me acuerdo.
- ¿Por qué no me dice qué pasa? - Preguntó Gerardo.
- ¿Quiere la historia corta o la larga?
- Supongo que la larga es más interesante.
- Mucho más
- Entonces la larga, ya que vine; y no tengo nada que hacer.
El fotógrafo se acomodó en la silla. Pensó un poco. Y empezó a hablar en tono muy pausado.
- Yo soy del 32, de La Plata. Mi viejo era metalúrgico y mi vieja trabajaba en una textil. Cuando yo tenía nueve años a mi mamá la echaron, así que las cosas se pusieron fieras. No pasé hambre, pero éramos pobres. No era que antes nos sobrara, pero se notó la diferencia. Mis viejos eran radicales, forjistas los dos. A partir del 43 mi viejo empezó a militar en el Sindicato y ese año escuché por primera vez la palabra “Perón” en casa. Que Perón esto, que El Coronel aquello; y más tarde, Evita. En casa se hablaba todo el tiempo de política y mis viejos se fueron haciendo peronistas; que las vacaciones, que el aguinaldo. Yo no entendía mucho, aunque ya para el 45 era un grandulón de trece. Entendí medio de golpe. Un día, yo estaba en casa con mamá y apareció mi viejo, agitado, apurándonos para salir, que íbamos a Capital, que salía el camión. Era el diecisiete de octubre. Mi vieja y yo salimos con lo puesto y nos subimos con papá a un camión lleno de gente; fue un viaje largo y durante todo el trayecto todos gritaban “¡Perón, Perón, Perón!”. No me acuerdo a qué hora llegamos a Capital. Entramos por abajo, por Paseo Colón y en Belgrano ya tuvimos que bajar, porque había mucha gente caminando. Fuimos con los demás a la Plaza y, no sé, no sé cómo explicarle lo que era eso; yo nunca había estado en Capital, fijesé; era mi debut y era una locura. “¡Perón, Perón, Perón!”, todo el mundo, todo el tiempo, horas y horas. Entrar a la Plaza nos llevó como tres horas y nos quedamos en ese lugar no sé cuántas más. No cabía una hoja de papel entre una persona y otra, pero nadie se movía. Mis viejos gritaban con los demás, así que yo me puse a gritar también y me gustó. Era como una sola persona hecha de cientos de miles de personas. Vi gente grande llorar, esa tarde, cosa que era rara, y la cosa seguía. Pasaron horas y horas y entonces lo vi, en el balcón. Perón. Tengo todavía la imagen en la cabeza y si cierro los ojos es como si lo estuviera viendo de nuevo; para mí era como si Dios hubiera bajado a la tierra; todos estaban como locos y yo me sumé. El griterío no paraba. Bue... usted ya sabe la historia, no se la voy a contar toda. Vino el 46, vinieron las elecciones y a fin de año nos fuimos de vacaciones por primera vez, a Mar del Plata. Mis viejos no conocían el mar, figuresé; y encima nos fuimos en un auto que se había comprado mi viejo; ¡un auto! ¿sabe lo que era eso? Papá salía de noche a la puerta a fumar y se sentaba en las escaleritas; yo sé que miraba el auto, que salir a fumar era una excusa para ver el auto, como que ni él lo podía creer. Algunas veces se paraba y lo tocaba. Él era herrero, pero trabajaba en obras; era calificado y ganaba bien y mi vieja consiguió laburo de nuevo, en una lencería. Imaginesé, ¿cómo no me iba a hacer peronista? Encima, en el 47, hablando con mi mamá le dije que a mí me gustaría ser fotógrafo; ¿sabe cómo supe que quería ser fotógrafo? Por el día ese, por el diecisiete. Yo ese día saqué mil, dos mil, tres mil fotos mentales; me di cuenta de que quería hacer eso, que había que sacar fotos de algunos momentos, que había que guardarlos de alguna manera y yo quería ser uno de los encargados – Ricardo agarró la botella y le dio un buen saque -. Mi mamá se enteró que existía la Fundación Eva Perón; las cámaras de fotos eran carísimas, imposibles. Yo no sé cómo hizo, pero ese año, para mi cumpleaños, me regalaron la cámara y unos rollos. Yo cumplía catorce. La cámara, por supuesto, se la había dado Eva; pero Eva en persona. Mamá lo contaba y lloraba; no me llevó a mí porque ya había decidido que fuera una sorpresa; ¿entiende lo que le digo? Mi vieja, una costurera de La Plata, le podía regalar una cámara de fotos a su hijo gracias a Evita. Encima a mi viejo le iba cada vez mejor y la lencería abrió una sucursal en Gonnet, que le dieron para atender a mi vieja. Yo no estudié ni nada, sólo leí y leí y aprendí todo, a sacar, a revelar. En casa no sólo me compraban lo que hacía falta sino que mi papá hizo armar un cuartito en el fondo que fue mi cuarto oscuro durante años. Terminé el secundario en el cincuenta, pero ya tenía trabajo desde el año anterior. Nunca trabajé para ningún diario; yo sacaba fotos y las llevaba a los diarios y a las revistas y, bueno, queda mal que yo lo diga pero era... soy bueno; sacaba buenas fotos y me empezaron a comprar algunas y al tiempo, no mucho, ya me empezaron a pedir, así que terminé la secundaria con trabajo y al poco tiempo ya me compraba las cosas yo y me sobraba. La cuestión es que un día voy a un diario a llevar unas fotos y me piden si no puedo hacer algunas del centro, pero sobre todo del Tortoni, porque iban a hacer una nota sobre la historia del bar. Me ofrecieron buena plata, así que dije que sí y al lunes siguiente me fui para la Capital. Llegué a Plaza de Mayo, hice algunas fotos (no muchas, tampoco era como ahora, era caro revelar) muy cuidadas, otras de Avenida de Mayo con el Congreso al fondo... lindas fotos, todas; y enfilé para el Café. Cuando estaba por cruzar Perú, vi como un revuelo y me llamó la atención; había un montón de gente, así que me acerqué, por curiosidad. En esa Época, la Fundación de Eva estaba ahí, en la Legislatura y adivine qué: ahí estaba, en la puerta, Ella. Me quedé helado, duro, literalmente. Sólo pensaba en mi cámara y ahí estaba la mujer gracias a la cual yo la tenía. Yo le debía todo, mi cámara, mi profesión, la felicidad de mis viejos. Los mejores años de mi vida habían sido peronistas y el símbolo de mi felicidad estaba ahí, a tiro de un grito; lo que yo quería era ir a decirle algo, a agradecerle; pero se me ocurrió que podía hacer otra cosa: sacarle una buena foto y regalarselá, otro día. Ese día fue la primera vez que me pasó lo que usted no vio en el subte y vio en el bar. Me puse la cámara en la cara y empecé a buscar un buen encuadre; me llevó un tiempo, tenía que ser una foto buena, pero buena en serio, así que busqué, busqué, busqué y cuando la tuve, ¡Paf! Saqué la foto. Vi que un par de personas dieron como un salto para atrás, pero no entendí por qué; lo que sé es que había llegado casi al lado de Evita, que se dio vuelta y me miró. Yo me quedé mudo y...
Ricardo se interrumpió. La voz se le había quebrado y se notaba que no quería llorar. Gerardo se le acercó y trató de darle un abrazo, pero el fotógrafo se lo sacó de encima con un sacudón y un “¡Eh! No sea maricón, che”. Agarró de nuevo la botella y la vació. Se quedó un rato callado y arrancó de nuevo.
- Bueno, no dije nada. Era mi oportunidad y no dije nada. Me quedé como un tarado mirándola, hermosa, con esa sonrisa que era, cómo decirle, era genuina, ¿me entiende? Me sonreía de veras, igual que a toda la gente que estaba ahí; y le hablaba a cada una, a cada uno, a cada nena y nene; a todos les hablaba y los abrazaba o les acariciaba el pelo. Era como un ángel; sólo el que la vio lo puede entender. A veces pienso en los gorilas... qué sé yo; imaginesé lo que me pasaba por la cabeza cuando pasaba por una pared y leía “Viva el cáncer”. Entré en la resistencia casi desde el principio y en las orgas, pero eso es otra historia. Lo que importa es esa foto. El resto del día fue sólo sacar unas fotos del Tortoni, de adentro y de afuera. Salieron todas buenas, al final. Me pagaron más, de hecho. Pero no me importaban esas fotos, se imaginará. Yo sólo quería ver la foto de Eva. La dejé para lo último; no la quería mirar hasta que no estuviera bien nítida, bien sequita. Y la vi. Soy, junto a mis viejos, de hecho, la única persona, además de Acevedo, que la vio. Nunca se la pude dar a Eva. Trabajaba cada vez más y nunca me hacía un rato y lo pateaba y bue, usted sabe lo que pasó. Evita se me murió sin verla – Ricardo tuvo que volver a detenerse, porque la voz se le quebró otra vez. Se quedó quieto un rato, se paró a buscar una botella nueva y volvió a la silla -. Creamé: no hay una foto igual que esa. No importa cuántas fotos de Eva haya visto, esta es mejor. Era oro en mis manos, no le miento, la hubiera podido vender por cualquier guita; pero no quise. Esa foto era para Ella y para nadie más; pero cometí un error: se la mostré a Acevedo, un tipo para el que había sacado fotos, unos treinta años mayor que yo. Cuando le vi la cara me di cuenta de que me había equivocado. Él empezó a insistir con que había que venderla y yo le decía que no. Me ofreció cantidades que usted ni se puede imaginar. Entonces dejó de insistir y simplemente decidió que me la iba a robar. Y creamé que trató. Pero no pudo, nunca. Pero encontró la forma de tomar venganza. Yo ya no tenía la foto en casa; la guardaba en una caja de seguridad del Banco Provincia. Ya le era inaccesible, así que me hizo una trastada que... ¡hijo de puta! Me llama un día y me dice que le saque unas fotos al acto del 51, el del renunciamiento. Ahí voy. Bueno: todas las fotos... ¿Vio la foto del abrazo? - Gerardo asintió -, bueno, es mía. Todas las fotos que vio de ese balcón, de ese día, las saqué yo, las que hoy se venden en todos lados. La cuestión es que muy tarde, estando en casa, se sienten unos ruidos afuera, unas sirenas, gritos. Mi viejo baja apurado y yo atrás, están golpeando la puerta. Mi viejo abre y se ven dos autos de policía y dos policías en la puerta. Se la hago corta: Acevedo, dueño de un diario y con contactos por todos lados, denunció que le habían robado unos negativos y me acusó, se consiguió una orden de allanamiento y me vaciaron el cuarto oscuro, me llevaron la cámara... todo; y me comí dos años en cana. Usted pensará que la cosa terminó ahí, pero no; supe que Acevedo había intentado, por suerte sin éxito, que me abrieran la caja de seguridad, que por suerte mis viejos, que sabían todo, habían mantenido. Estuvo ahí varios años, hasta que me mudé acá, a Capital, después de la muerte de mis viejos, porque encima en La Plata no podía trabajar. Compré esa caja fuerte y la foto está ahí desde entonces. Yo, de a poco, entré de nuevo en la rueda, pero porque era bueno. Hay varias fotos muy famosas que, de hecho, son mías pero tienen nombres de otros, porque me ponían esa condición. Bueno. Hoy vino de nuevo, pero me di cuenta y lo hice rajar.
- ¿Vino? ¿Quién vino, Ricardo? - Preguntó Gerardo
- Acevedo, pelotudo; ¿quién va a ser?
- ¿Pero no me dijo que tenía treinta años más que usted?
- Treinta y dos, exactamente
Gerardo se quedó mirándolo, para ver si se daba cuenta solo del disparate que estaba diciendo; si Ricardo tenía ochenta y cinco años, entonces Acevedo tenía que tener ciento diecisiete. Ricardo ni se inmutó. Sólo le dio unos tragos a la botella nueva.
- Ricardo: Acevedo no puede estar vivo, ¿no se da cuenta de eso?
- Está vivo. El hijo de puta no se va a morir hasta que tenga la foto y yo, cuando ya sepa que me voy a morir, que lo voy a saber, porque me voy a suicidar, antes la voy a quemar, a la foto y al negativo. Pero Acevedo no la va a tener jamás. Hoy lo cagué.
Gerardo se dio cuenta de que habría sido imposible discutir el asunto, así que se llamó a silencio. Se quedó sentado un rato, pensando en todo el relato y entonces se le ocurrió lo impensable.
- ¿Y a mí no me dejaría ver la foto?
Ricardo dio vuelta la cara y se lo quedó mirando con una seriedad que daba miedo. Tenía el revólver al lado de la mano y Gerardo se dio cuenta de que había hecho la peor de las preguntas posibles. A medida que avanzaba el tiempo el gesto de Ricardo se hacía más duro y el aire se ponía más espeso. Estuvo a punto de pedir disculpas, pero el fotógrafo rompió el silencio con una risotada.
- ¡Qué boludo! - Dijo - ¿Usted escucho una palabra de lo que le acabo de contar?
- Sí, sí, sí... - Respondió Gerardo, tratando de distender el clima -, disculpe, fue un error, me equivoqué, no le tendría que haber pedido eso; perdonemé, estuve mal. Disculpe.
Ricardo meneó la cabeza y volvió a mirar para adelante, distendido, para alivio de Gerardo. Ya no hablaron, así que pasado un buen rato, Gerardo se paró y le dijo a Ricardo que se iba, a menos que él necesitara algo más. El fotógrafo negó con la cabeza. Gerardo dijo “bueno, entonces, nos vemos en otro momento” y arrancó para la puerta. Lo detuvo la voz de Ricardo.
- Se la voy a mostrar – Dijo -, pero con condiciones.
Gerardo se dio vuelta, sin decir nada.
- Tiene que tener en cuenta que lo que va a tener es un honor que no tuvo nadie, excepto mis viejos y el puto de Acevedo – Gerardo asintió con la cabeza -. Yo le muestro la foto, pero hay dos cosas que no van a poder pasar.
- Digamé.
- Primera: nunca, bajo ninguna circunstancia y sin excepción de ninguna clase, usted le puede decir a nadie que esa foto existe; ¿Está de acuerdo?
- Sí, sí, por supuesto.
- Pero nunca; entiende eso, ¿no? Ni a la trapecista ni a nadie. Nunca jamás.
- Entendí; delo por hecho.
- Segunda: a partir de hoy, no nos podemos volver a ver en esta casa. Si quiere ver la foto, renuncia para siempre a volver a entrar acá, pase lo que pase. Tampoco hay excepciones. Si está dispuesto a cumplir estas dos condiciones, entonces lo dejo ver la foto. Acuérdese: es un honor que le hago, porque me cae bien, porque vino hoy y me salvó. Pero las condiciones no se negocian.
Gerardo pensó un poco y finalmente accedió. La curiosidad era demasiado fuerte. Ricardo se paró como pudo; ya estaba muy ebrio. Medio tambaleante, pasó al cuarto de la caja fuerte, con Gerardo siguiéndole los pasos. Tardó un rato en abrirla. Gerardo casi comete un error fatal, pero se abstuvo a tiempo: como ya lo había visto abrir la caja, sabía la combinación y estuvo a punto de cantársela, lo cual habría arruinado todo. Fue cuestión de tiempo hasta que el fotógrafo le acertó a los números y la caja se abrió. Sacó el sobre, lo puso sobre una mesa y se alejó. Gerardo quedó frente a frente con la foto aun ensobrada y tardó un ratito hasta meter la mano y sacarla. La puso frente a sí y la miró. Ricardo, por su parte, lo miraba minuciosamente, sobre todo la cara. Se sintió aliviado al ver que el gesto de Gerardo y el de Acevedo no tenían nada que ver, así que se sentó en una silla y se quedó mirando la nada y bebiendo de vez en cuando.
Gerardo, por su parte, sintió que se ahogaba. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que tuvo que enjugar rápido, para no mojar la foto. En la imagen se veía a Evita, vestida con ropa clara y el pelo desatado pero agarrado con una vincha. Miraba hacia abajo, a una nena que le extendía una mano, las puntas de cuyos dedos se tocaban con las puntas de los dedos de Eva. El gesto de Ella era celestial, en el que resaltaban una sonrisa franca y una ternura que Gerardo no recordaba haber visto en ojos algunos. No parecía un gesto humano; Gerardo pensó que si existía la Idea platónica de la ternura, entonces la estaba viendo. Pero la imagen se completaba con la cara de la niña, que miraba a Eva como quien mira a su sueño más preciado materializado. Los ojos de la chica tenían un brillo indescriptible y la sonrisa excedía la boca y se extendía a la cara completa, al cuello, a los hombros y la panza; la niña era un cuerpo feliz. Eran la esencia de la ternura y la esencia de la felicidad mirándose la una a la otra. Gerardo tenía que enjugarse las lágrimas cada dos segundos, porque lo que estaba viendo no era del mundo. Además, la luz de la foto proyectaba sobre ambas un aura casi imperceptible, que se completaba con la sombra de la pequeña en la falda de Eva. Era más aun que lo que había pensado; lo que se veía era el amor, si acaso el amor podía capturarse en una imagen. En un momento, Gerardo se echó para atrás y ya no lagrimeó, lloró. Lloró por tanta belleza, lloró por el fotógrafo, que no había podido regalarle a Ella la foto, lloró por él, que no imaginaba que fuera posible que existieran sentimientos de la intensidad que la foto dejaba ver. Y entonces, con la voz entrecortada, dijo “es...”; y se calló.
- Es perfecta – Dijo Ricardo, y agregó - ¿sabe que yo empecé a tomar cuando Eva se murió? Es la única forma que encontré para no pensar nunca en que no le di la foto. Mi mayor obra de arte fue mi peor condena, en todo sentido.
Gerardo lo miró y vio la tristeza en su cara. Sintió una pena honda y un amor profundo por ese viejo maldito por una proeza irrepetible. Y volvió a la foto y la vio y la vio y la vio. Vio cada detalle, hasta el más ínfimo, incluido un boleto de colectivo en el piso y una mosca lejana. Se quería llevar esa imagen del mismo modo que Ricardo se había llevado la imagen de Perón esa tarde en la Plaza. Finalmente, tomó la foto, la metió en el sobre y la dejó sobre la mesa.
- Gracias – dijo
Ricardo volvió a mirarlo y le sonrió. Hizo un gesto con la mano, como deteniendo a Gerardo; se paró y fue hasta una cajonera, de la que sacó un sobre. "Esto es algo que le debo", dijo. Gerardo lo agarró, sin abrirlo.
- ¿No va a mirar? - Preguntó el fotógrafo.
- En un rato – Dijo Gerardo -, ahora me tengo que ir.
Fueron juntos hasta la puerta, en silencio. Gerardo salió y le preguntó al fotógrafo si le podía dar un abrazo. Ricardo dudó un poco, pero finalmente dijo “está bien, pero que no sea un abrazo de maricones”. Gerardo se acercó y se abrazaron muy fuerte, palmeándose las espaldas unas cuantas veces. Venía un taxi, que Gerardo paró. Ya era de día y, antes de que se subiera al auto, escuchó que el fotógrafo le gritaba
- No se olvide del compromiso
- Nunca – Contestó el numerista -, sáqueselo de la cabeza.
El taxi arrancó y Gerardo miró el reloj. Eran las once de la mañana. Miró de nuevo, incrédulo. Finalmente, le preguntó al taxista la hora “las once y cinco”, escuchó. Calculó el tiempo de la llegada, de la charla con Ricardo, de la despedida. No le daba la cuenta. Como mucho todo eso había llevado dos horas. Entonces, ¿cuánto tiempo estuvo mirando la foto? El cálculo menos exagerado le daba seis horas. Su mente se rebelaba frente a la idea, pero finalmente tuvo que ceder. Para él habían sido cinco minutos, diez como mucho. Fue a sacar la libretita para hacer una anotación y se acordó del sobre que Ricardo le había dado. Lo abrió. Había adentro dos fotos idénticas, una para él y otra para Martina, de la mañana en que se encontraron en el bar. Era una foto hermosa, en blanco y negro, en la que resaltaba la sonrisa milagrosa de la trapecista. Guardó la libretita otra vez en el bolsillo y dedicó el resto del viaje a la imagen, buscando detalles. Realmente el fotógrafo tenía razón; no había nada discordante, por minúsculo que fuera.
Llegó a su casa a las doce menos cinco, prendió la PC y se dedicó a escuchar a Liszt, tirado en el sillón, hasta que se durmió, con una sonrisa en la cara y un par de lágrimas rodándole por las mejillas.

CDXXIII

Sé que el tiempo y el duelo se han perdido
sé que es frágil el cuerpo en mansedumbre
sé que es árida y trágica la cumbre
a la que llega el hombre que ha querido

Pero no se abandona ni decide
que el deseo se esfume, ni es posible
despojarse del sueño inmarcesible
cuando es la propia sangre quien lo pide

Conocí los amores más piadosos
y los odios más crueles y tenaces
descubrí que las manos más feraces

También tejen olvidos dolorosos
si supiera ella el sol que me ha robado
se le haría vergüenza el desenfado

martes, 27 de agosto de 2019

CDXXII

El Tucumano (el Tuco) fue la persona más grande que conocí; grande de tamaño, quiero decir. Cada mano suya eran dos mías y cada brazo una pierna. Era un indio gigante, borracho consuetudinario y consumidor de todo tipo de sustancias que fueran capaces de alterar sus facultades mentales, que ya sin alterar eran al menos complejas. No era tan alto (aunque era alto) como ancho, pero no gordo, sino macizo; ocupaba, literalmente, dos asientos de cualquier cosa y las sillas le quedaban ridículamente chicas. Era, sí, un tipo leal, “con códigos”, como suele decirse en la jerga, lo cual en general quiere decir que era de temer, excepto para un puñado de privilegiados, entre los cuales, afortunadamente, me encontraba yo. Tenía un extraordinario sentido del humor, pero sobre todo agilidad verbal y dichos hilarantes, aunque tenebrosos, generalmente. Toda reunión en la que participaba comenzaba irremediablemente con la narración de una pelea, de la cual había salido airoso, desde ya. No sé si le creíamos o jugábamos a creerle, porque contaba sus peleas en forma muy divertida. Yo lo vi pelear sólo una vez (en algo que no fue propiamente “pelear” y se cuenta más abajo) y me bastó para decidir que no iba a enemistarme nunca con él. Formar parte de su grupo tenía la ventaja de poder circular casi por cualquier parte, a cualquier hora.
A mis diecisiete años, que fue la edad que tenía cuando lo conocí, me parecía un honor ser merecedor de su atención y de la del resto. Éramos un grupo bastante poco apreciable, todos rotos de alguna forma. En lo que a mi respectaba, había con el Tuco una particular afinidad. Yo era el más chico del grupo y, cuando bebía, encajaba perfectamente con su carácter; como bebía siempre, nos llevábamos fenómeno. En esa época, yo me veía también con un querido amigo, Ernesto, pero en condiciones totalmente diferentes. Éramos amigos de militancia; él también era grande y poco aconsejable como rival, muy fuerte y de pocas pulgas pero más bueno que el pan, con quien teníamos un ritual semi pugilístico muy divertido: que intentara voltearme. Obviamente, no se trataba de pegarme y noquearme, lo cual habría sido sencillo para él, sino de tirarme al piso de alguna manera. Yo era como una víbora y Ernesto se desesperaba intentando, sin éxito, hacerme alguna toma que me tirara al piso. Una vez lo desafié al Tuco a hacer lo mismo y, para sorpresa de ambos, no pudo con mis retorcijones; sin embargo, a diferencia de lo que pasaba con Ernesto, con el Tuco me dolía; era como si una estatua me agarrara, tenía las manos y los brazos duros como piedras. Sólo de agarrarme me dejaba moretones. Pero me agarró la vuelta; era tan fuerte que simplemente me levantaba en el aire y me tiraba. Después me levantaba victorioso y me abrazaba, provocándome más sufrimiento que el de la caída.
Un buen ejemplo del carácter y la fuerza del Tuco fue una pelea (la que mencioné al principio) con un taxista que cometió el error de tirarle el auto encima en una esquina de Defensa, creo que con Estados Unidos. El Tuco increpó al tachero, que tuvo la pésima idea de contestar; el indio se acercó al taxi y sacó al tachero por la ventanilla abierta con la misma facilidad con la que yo sacaría un par de anteojos, lo apretó contra el taxi y le dio una piña. Fin de la pelea (y casi fin del tachero). Era temible.
Todo el grupo, de todos modos, se caracterizaba por relacionarse en forma violenta, tanto verbal como físicamente. Cariño extraño de machos estúpidos. Me exculpaba mi edad, visto a la distancia; los demás eran unos grandulones bastante poco iluminados. Yo era un pendejo que se sentía grande, nada más. Parábamos en San Telmo, y no creo que hayamos dejado bar sin conocer, aunque el de nuestra preferencia era uno que quedaba sobre la calle Balcarce, que no era propiamente un bar, sino una especie de galpón o local con mesas y sillas todas distintas, bastante roñoso y casi clandestino (no tenía barra, de hecho; lo que uno pidiera venía de un cuartito al que llamaban “la cocina”, no precisamente porque se preparara comida).
Resulta que una noche llegó Javier (un personaje singular, mezcla de Melingo y Frank Zappa), contando que un fulano lo había ventajeado con una plata, seguramente producto de algún negocio ilícito. El Tuco, desde ese momento, no dejó de repetirle que cuando quisiera fueran a buscarlo. Supongo que el tipo que lo había cagado debía ser medio pesado, porque Javier le decía siempre que no, lo cual era raro; en cualquier circunstancia, imagino que habría aceptado de buena gana.
El tema es que, como dije, el Tuco era un tipo leal. Pasado un tiempo, ya nadie en el grupo se acordaba del asunto, excepto Javier y el Tuco, este último por puro deseo de justicia para con su amigo. Pasó, entonces, que estando todos juntos en el bar Javier vio entrar a su enemigo y cometió el error de decirlo, en lugar de ir directamente él a reclamar, lo que habría cambiado el curso de los acontecimientos. El Tuco, que estaba de espaldas y muy colocado, no dudó. Se paró y fue hasta una mesa en la que había dos tipos sentados y uno sentándose. Agarró a este último y le empezó a dar una biaba que tuvimos que cortar entre seis o siete. Mientras esto sucedía, el rufián que lo había afanado a Javier salía corriendo del bar: el Tuco se había equivocado de tipo. Cuando se dio cuenta del error, ya era tarde para capturar al prófugo, por lo que el Tuco lo agarró al pobre diablo y lo sentó en la silla, mientras le pedía perdón, le hacía chistes y lo limpiaba con una servilleta. Los amigos de la víctima no decían nada, creo que con acertada prudencia. El dueño del bar se acercó y le dijo al Tuco que rajara, que no le hiciera quilombo, que lo tenía podrido y varias cosas más. Era impune, así que podía decir lo que quisiera. El Tuco, pidiendo disculpas otra vez, se fue y nosotros hicimos lo mismo.
Desde que sucedió ese episodio intento ponerme en la piel del tipo que ligó. Es difícil, realmente. Nunca supimos quién era, pero no puedo imaginar la sensación de quedar con un par de amigos encontrarme a tomar algo, entrar en un bar y que, apenas llego, una bestia me rompa a trompadas, después me mime, me haga bromas y se vaya.
Dejé de ver al Tuco y al grupo más o menos al año, pero me enteré, mucho tiempo después, que en el 92 cayó en cana en Tucumán, adonde volvió en el 90. Hoy al mediodía, volviendo del CBC en la línea B del subte, vi de espaldas, en dirección a la combinación con la H, una espalda y una caminata que no podían ser otras que la de él. La puerta se cerró apenas las vi, si no, me habría bajado. No sé si quería que me contara por qué ni cómo fue en cana; lo único que me importaba era saber si alguna vez había pensado en el tipo del bar. Apostaría que no, pero la duda me mata.

CDXXI

Para hilvanar tu cintura
hace falta un tallo de jazmín
y pelusas de panadero ensortijadas
robadas al aire

Tu boca se dibuja con ramas de canela
y se pintan tus labios con polvo
de alas de mariposa
y néctar de orquídea
que olvida el colibrí

Los ojos se te esculpen
con pétalos de tulipán
y las pupilas con pluma de torcaza
bañada en mora madura

Y tu espalda
se teje con telarañas
y una ramita de olivo
bañada en aceite de lavanda

Tu cuerpo entero es lienzo
para bordar entre suspiros
con besos irrevocables
y caricias leves y florecidas

Niña mensajera
el mundo te queda estrecho
la tarde cela el aire que te toca
y la noche te mira absorta
mientras dormís de costado

CDXX


Prorrumpir en llanto hasta que se congele la sangre envenenada. Los bordes de la boca dibujan asteroides en la tarde mientras se vuela el sombrero de una mujer perdida; pero una lágrima es menos que la molécula más ínfima de la soledad y no puede detener el viento sin secarse. Por eso hay que dormir, dormir y llorar, llorar y gemir y dormir en intervalos precisos; sólo cada tanto ser humano, hombre o golondrina, porque al fin es lo mismo migrar que morirse y vale más un sueño que un pecho rasgado. Una paloma existe en el cielo formidable, que es azul y celeste y hasta rojo en los costados; ¿quién ve tal desmesura sin llagarse el alma? Nací como semitono en una partitura terminada que ninguna orquesta toca; podría morir de tristeza sólo por el silencio. Octubre queda tan lejos que es más que probable que llegue a recostarme sobre mi propio sudor antes de rogarle al mundo que me mire a los ojos. Ojitos claros, manos de pelusa, lengua de durazno. La calle se funde en una esquina y un mendigo pierde sus monedas de oro; hay que acudir en auxilio del dolor ajeno sin dejar que el tiempo pase por la noche que viene, pero no se puede creer en la paz del espíritu si cada paso es un duelo y cada palabra una daga. Y perder. Saber que la vida carece, siempre.

CDXIX

Como bifurcada del hueso blando
en su desventura de niña hermosa
pringa la tarde su ala caprichosa
para que el amor se muera esperando

Ya no es mujer en la piel venidera
ni caracola que abrigue esperanza
se yergue en duelo como una venganza
el doloroso son que la lacera

Niña mujer colibrí mariposa
guerra perdida en la vejez doliente
no llega a su boca el aliento ardiente

Del viejo lóbrego que no reposa
y ella se arquea sin perder la pena
sobre la muerta flor de la verbena

lunes, 26 de agosto de 2019

CDXVIII

Ni futuro ni amparos sólo una caricia algunos besos lentos calor y abrigo aromas nuevos y el color de la tarde amor Sólo eso

CDXVII


Hoy fui a la china a comprar unos alfajores (me refiero al supermercado que atiende una mujer de origen chino, no al país; si hubiera ido al país habría usado la palabra “China”, con mayúsculas y probablemente no habría agregado el artículo “la” adelante). Siempre me desconcertó que la mitad de la gente que entra y sale la llame Sofía y la otra mitad (en la que me incluyo) Lucía. Una vez le pregunté cuál de los dos era el correcto y me dijo “es lo mismo”, lo cual me pareció genial. Un día le pregunté a Dani, que es un hombre que trabaja ahí y me dijo que él le decía Sofía o Lucía, alternativamente. Lucía/Sofía es una persona bastante particular; excepto por el hecho de comer, siempre algo que da mucho miedo y haciendo ruidos fastidiosos, que es una constate, su comportamiento es errático. Unx nunca sabe si sus saludos serán respondidos, o en qué tono; tampoco se puede adivinar, al llegar a la caja, si le será dirigida la palabra o, por el contrario, se despertará en ella una curiosa locuacidad, casi siempre ineficaz, porque literalmente no se le entiende nada (menos aun si está comiendo, pero en esos casos es menos locuaz, afortunadamente). Hoy estaba de un particular buen humor; me saludó al entrar, en voz alta y mirándome. Fui a comprar los alfajores y para poder pagar con la tarjeta me llevé un café, porque es inflexible en el piso de doscientos pesos para cobrar con débito (nueva digresión: no sólo es raro que me exija la regla con tanto ahínco, habida cuenta de lo mucho que le compro y de que no pasa casi un día en que no vaya a comprar, sino también su actitud frente a mi DNI, que a veces me devuelve con un gesto de “mirá si a esta altura te voy a pedir el DNI” y otras coteja minuciosamente, a veces hasta mirándome para ver si la foto coincide conmigo). Como estaba de buen humor, al punto de hablarme de motu propio (no sé qué me dijo, pero era algo de los alfajores; yo le dije que sí), le pregunté su nombre en chino. Siguió a eso un sonido imposible de escribir (ponele un “mnjyng”); repregunté, con idéntico resultado, por lo que pedí que si me lo escribía. Se llama Ngoh (eviten pronunciarlo mentalmente, no suena a nada parecido y más aun en voz alta; yo intenté esto último y sólo obtuve risas como resultado). El tema es que tuve un indicio más de la importancia de los nombres, porque Ngoh se puso tan contenta por mi interés por el suyo que me regaló un Marroc, lo cual es un evento formidable.

domingo, 25 de agosto de 2019

CDXVI

Acaba de sucederme un prodigio. Un amigo observó con gran agudeza, hace ya unos años, que el mayor problema de las cucarachas es que se mueven muy rápido. Soy amante de todo ser vivo sobre la tierra (con obvias preferencias), excepto de dos, cuyas existencias y la mía son incompatibles, al menos en el mismo espacio: las cucarachas, porque me dan mucho asco (confirmo hoy que se debe en gran parte al comentario de mi amigo) y las avispas, porque me dan mucho miedo. Hace un rato entró volando por la ventana de la cocina una cucaracha de un tamaño considerable. Quedamos estáticos, ambos, ella en el piso y yo en mi silla. Me causó sorpresa su inmovilidad cuando me paré. Quedamos cara a cara; ella, supongo, dispuesta a huir y yo, a asesinarla (ya expliqué el caso, pero pido perdón a las almas sensibles). Me saqué la zapatilla, porque supuse que no llegaría a pisarla a tiempo y ella no se movió. Me acordé de mi amigo y me di cuenta de que en la quietud no era tan desagradable (no mucho más que un escarabajo, digamos, que son mi debilidad). Hice, entonces, algo que sólo puedo explicar por mi endeble estado de ánimo actual, que me hace sensible y vulnerable. Me acerqué un poco. La cucaracha se giró, pero con cierta lentitud. No entiendo muy bien por qué razón, se me ocurrió que sería una buena idea ponerle una mano adelante. lo hice y, lentamente, la fui acercando a la que se suponía era mi enemiga mortal. Para mi asombro, se me subió a la mano. Se me puso la piel de gallina, no tanto por el pinchacito de las patas sino porque temía que huyera volando hacia mi cara, lo cual habría sido demasiado. Con lentitud, me acerqué a la ventana, saqué la mano y con el dedo mayor de la otra le hice un "tinguiyá" para afuera. Me sentí el ser humano más benévolo y valiente que haya existido jamás. Igual me quedó un asquito, pero se fue con detergente.

CDXV

Quien ampara el anonimato de la víctima debe persignarse
no ante Dios ni ante le otrx sino ante su suerte
sólo se es anónimx en la comunión de la lucha
porque en el fragor revolucionario no hay víctimas sino héroxs
vencedorxs y vencidxs sin nombre y sin silencio

Pero despojar de nombre a le náufragx del mundo
a le que duerme su abandono vacío de miradas dignas
es el acto bárbaro de le conquistadorx sin sangre
a le que el nombre le sobra por indignidad e infamia

La ciudad en estos años se regó de miserias
anonimatos dolientes que se curan con la mera escucha
o con la mano trunca que se completa en la mugre enamorada
y en la sonrisa implacable que evoca constelaciones
dando sentido un rato a lo que nunca lo tiene

Ser nadie sólo sirve como un acto de amor irrevocable
si le nadie que acompaña se funde en la multitud rebelada
no sólo es la Patria le otrx sino le otrx empatriado en lágrimas
abrazadx a la causa del devenir del cuerpo como remolino
que sólo levanta la tierra multiplicado

CDXIV

Hasta que pase el exilio
que recen los impotentes
que duerman los desvalidos
y sangren los insensibles
Pero los nadies
que griten y se amontonen
y le duelan al ojo de los miserables

CDXIII

Sufre en la calle la mujer herida
víctima errática de la palabra
espera triste que el amor se abra
o que la abriguen las manos queridas

Él sólo gime su quietud infame
como si a ella se sobrara el mundo
vaga en la casa como un moribundo
mientras la niña bien sola se lame

¿Cuánto ha de amarlo frente a tal vileza?
¿Quién cuida su alma también lacerada?
¿Cómo ser trino en una piel helada

sin amputarse de sí la belleza?
Ella se duerme siempre de costado
para que la zurza sin más su amado

CDXII

¿Qué dolor guardan las ventanas
ausencias que retraen el tiempo a la pared perpetua
informes secas huecas solas
o atadas a glicinas o colgajos verdes y amarillos y rojos?

Enfrente de casa se deposita el sol tardío
y la raíz de la sombra se pierde en los vidrios
rebota en las cortinas
o parpadea el sor reverberando en espejos lejanos

Cada ventana señala la felicidad imposible
la soledad de la condición viviente
mera disfonía del encierro permanente y el sueño
requechos de vidas como cuerpos que pasan

Una ventana se apoya en una mujer que fuma
para tener sentido y cobijar algo más que fugacidades
ya sobra lo demás porque el mundo es un codo
y una temperatura para aprovechar un rato

sábado, 24 de agosto de 2019

CDXI

Fui desgracia desde el amanecer del llanto
piel de avellana pelada y tersa
pelo de resolana más delgado que un beso
y ojos redentores sólo en la casa perdida
en la que se guardan dos pies en blanco y negro
y un perrito de goma mascado y contento

Pero no era suficiente aparecer tan tibio
tenía que cumplir los deberes perpetuos de la expatriación
aunque fuera regando el sur con mi sangre enana
menos roja que inútil
casi lágrima espesa del huérfano culpable

¿Quién pediría nacer si supiera del mundo?
La pregunta del Príncipe se revierte viviendo
y a la sombra de un níspero parece intrascendente
pero los árboles sólo cobijan las melancolías un rato
de noche hay que volver a la infamia y al miedo

La muerte queda cerca y eso ayuda y consuela
pero el oro de un labio debería ser previo
como el olor de una espalda revestida en caricias
o una mirada cálida que dejara una hendija
para pensar que algo valió tanta pena

CDX

Mi segundo regreso ingrato a casa fue algo más cercano en el tiempo, probablemente más hilarante y casi menos traumático, al menos desde el punto de vista físico, si no fuera por el instante casi final del viaje. Sucedió cuando tenía dieciocho años y mi relación con el alcohol ya era más que problemática. De este episodio, sí puedo recordar algunas cosas que sucedieron en la reunión, protagonizada en su mayoría por gente de teatro. No era una fiesta, sino más bien una juntada entre compañerxs, charla y tragos de por medio. Los nombres ya los olvidé y la juntada en sí no ofrece ningún interés.
Más o menos a eso de las cinco de la mañana, con la reunión ya deshecha, decidí volver a casa. Lxs amigxs que me despedían consideraron, en función de mi estado, prudente acompañarme a la parada del colectivo. La esquina: Ángel Gallardo y Corrientes. Colectivo que me llevara a casa: ninguno. Lo que más se acercaba era el veinticuatro, que me dejaba en Patricios; de ahí, o caminaba mucho o me tomaba el ciento sesenta y ocho, que me dejaba en la puerta. Todo esto me fue explicado minuciosamente, sin que yo entendiera absolutamente nada. De acuerdo con el relato de mis acompañantes, lo que sucedió cuando llegamos a la esquina y me dejaron en la parada, fue que delante de mí había un caballero, que viendo llegar un colectivo lo paró. Yo me subí detrás, lo cual demuestra que todas las explicaciones que se me habían dado habían sido interpretadas por mí como “subite en el colectivo al que se suba el tipo que tengas adelante”. Lxs acompañantes relataron luego haberme gritado que no me subiera, cosa que no recuerdo. Me limité a hacer lo que hacía siempre: sentarme y dormir.
Casi instantáneamente, sentí unos sacudones y escuché una voz que me interpelaba. Abrí los ojos. Era el colectivero, que me avisaba que habíamos llegado a destino. Abrí los ojos y vi que estábamos en Plaza Once, por lo que le dije que yo iba a Patricios, a lo que el hombre me respondió que el recorrido del colectivo terminaba en Once. Era el diecinueve. Un tanto desorientado, intenté explicarle que estaba equivocado (él), infructuosamente. Como segunda medida, le pedí instrucciones para llegar a La Boca. Me dijo que fuera a Yrigoyen y me tomara el ochenta y seis o el sesenta y cuatro, números que tenían sentido para mí, ya que eran algunos de mis colectivos habituales.
Esperando en Rivadavia vi, cruzando Pueyrredón, un ochenta y seis pasando por la esquina, por lo que crucé Pueyrredón yo también, buscando la parada. La encontré, sorprendentemente. No recuerdo si tardó mucho o no, pero vino y me lo tomé. Sentarme y dormir, nuevamente (el dormir no era intencional, cabe aclarar). En un momento abrí los ojos y me costó reconocer el paisaje. Lo que más me sorprendió fue ver pasar un tren. Me paré y le pregunté al colectivero si estábamos yendo para La Boca, a lo cual contestó que para ir a La Boca tenía que tomar el colectivo en la vereda de enfrente. Estábamos en Liniers, casi a la altura de General Paz.
Bajé, fastidiado. Crucé la avenida y a esperar de nuevo. Llegó el colectivo y lo volví a tomar. Esta vez intenté no dormirme, en vano, ya que estaba en la punta exactamente contraria a mi casa de la ciudad. Pasó un rato, para mí breve, y volví a sentir sacudones. Nuevamente el colectivero (otro) me indicaba que me tenía que bajar. Había llegado, efectivamente, a La Boca, pero a la terminal del colectivo, lejos de mi casa.
El último tramo no fue sencillo. Salí de la terminal decidido a no dormirme y no lo conseguí. Me desperté en Independencia y Perú, otra vez incorrectamente, a veinte cuadras de casa. Tomé una decisión salomónica: caminar. Agarré Paseo Colón y doblé en Garay, para entrar por la vía; Hice una cuadra y en la esquina de azopardo un coche me revoleó a la vereda. Así como me caí, me levante, miré al automovilista, que se había bajado y le hice un pulgar para arriba, para que se quedara tranquilo. Él me gritaba cosas que no recuerdo, supongo no muy agradables. Entré por la vía, llegué a casa y me acosté, eran las diez menos veinte de la mañana. Cuando me desperté tenía el pantalón todo roto y un raspón que daba miedo. Nada que no se quitara con un baño. Al menos había llegado a casa, lo cual en el futuro se iba a volver cada vez más complicado.

viernes, 23 de agosto de 2019

CDIX

Ya no sé perdonarme porque soy el viento
arrastro conmigo el polvo y la humedad y el hambre
y el amor de los años quebrado en silencios
y paso como ráfaga por vidas ajenas que me habitan
sin dejar a mi paso más que rastros pálidos
de un ángel amarillo que robaba manzanas
y se henchía de risas en el muelle infinito
No cargo más que restos desarmados por el olvido
y el vapor alcohólico de la vergüenza infame
frente a la madre de todxs despreciándome a gritos
desde el estribo del mundo que valía la pena
Mi exilio es estar vivo en este cuerpo antiguo
rebozando las tardes con cerezas muertas
o tierra descompuesta en el nicho del nombre propio
que no designa nada más que un bulto en la calle
o un relato burlesco de lo que nunca ha sido
Mi culpa está labrada en deseos de niño
en caprichos regados en la orquídea olvidada
un febrero imposible en el que fui Judas
o un julio impenetrable del que quedan cenizas
Arrastro conmigo el polvo y la humedad y el frío
y sirvo de entretenimiento para ninfas sin memoria
o de alimento para las aves atardecidas
que sólo saben verse en los charcos rústicos
o en sus propios ojos idénticos y terminantes
Habré de detener la sangre que escapa de la lengua
y escribir una espalda con los dedos livianos
y la caligrafía intacta del querer verdadero

CDVIII

No recuerdo el año ni el día; sé que tenía dieciséis o diecisiete años y mi adolescencia estaba ya debarrancada (más o menos desde que empezó, que no podría decir cuándo fue).
Antes de narrar el episodio puntual, diré que viví en la casa de mi abuela desde los catorce años, cuando mi madre y su pareja lograron convencerme de que eso era lo mejor para mí, amén de que solucionaba un problema práctico irresoluble con mi presencia en la casa: que mi hermano tuviera su cuarto. Yo había conocido las mieles del alcohol algo más temprano, como una cura para todos mis males, que me parecían demasiados. Al principio, se trató de una práctica secreta y relativamente esporádica, con el tiempo, consuetudinaria. Durante los primeros tiempos de convivencia con mi abuela, cenaba en casa de mi madre todos los días y pasaba bastante tiempo en mi viejo hogar; el cuerto de mi abuela era un lugar de estudio y un dormitorio y no mucho más. Mi abuela, alcohólica, era un recurso de sustancia, además de proveerme de un refugio secreto para mi reciente afición.
Ya desde los quince, empezó un proceso lento de retracción; el tiempo en casa de mi madre se fue haciendo menor, a medida que crecía mi estadía en mi cuartito de abajo (la casa de mi abuela estaba en el mismo edificio). Ya a los dieciséis, era prácticamente nula la capacidad de mi madre para saber dónde estaba y mis intenciones de comunicárselo, lo cual se hizo más profundo con la muerte de mi abuela, que sucedió en ese año, dejándome una casa entera sólo para mí, puesto que seguí viviendo allí. El cuarto de mi abuela pasó a ser mío y mi ex cuarto, con el tiempo, una especie de oficina que mi madre usaba para trabajar de noche en asuntos administrativos de una distribuidora que su pareja manejaba y que fue mi primer trabajo, ya desde el año anterior.
El punto es que mi vida adolescente estuvo signada por una inusual libertad de movimientos, en todo sentido; salía cuando quería y, básicamente, hacía lo que quería también. Y lo que quería, mayormente, era callejear y beber, cosas de las que no me privaba en absoluto.
La noche de los hechos, salí de mi casa relativamente temprano. Mi destino era San Telmo, barrio que me acogió durante esos años y en el que establecí relaciones interesantes, por llamarlas de algún modo. Estaba invitado a una fiesta, muy lejos de casa, pero era más tarde, lo que me daba tiempo para entonarme un poco. Anduve un rato por la Placita Dorrego con un grupete de indeseables del cual formaba parte y fui un rato a casa de un amigo, entonces muy cercano y hoy perdido, donde también había mucha gente.
De lo que sucedió entre la salida de la casa de mi amigo y el evento memorable, sólo tengo recuerdos difusos. Sé que la reunión quedaba en la calle Lope de Vega y que tenía que ir en el cincuenta y tres. De la reunión en sí, lo único de lo que me acuerdo es que había una chica, muy bonita, que me miraba todo el tiempo. Nunca fui muy sagaz ni capaz de responder insinuaciones, es decir, siempre fui del tipo de tipo (perdón por la iteración) al cual, una vez pasado un tiempo de algún encuentro, los demás le decían que fulana o mengana había “estado muerta” conmigo, algo que yo jamás hubiera imaginado (no sé si hubiese solucionado algo que me lo dijeran en el momento, puesto que mi timidez era proverbial). De hecho, todas mis relaciones fueron cuasi violaciones al revés: caritas, roces, gestos, cercanías, invitaciones; todos esos signos no tenían más significado para mí que la cortesía. Si la chica de esa noche, quiero decir, tenía alguna intención para conmigo, su mirada insistente y sus sonrisas fueron un fracaso; pero me acuerdo porque era muy linda. Tal vez esa fue la razón por la cual jamás asocié su mirada con otras intenciones que mirarme; mi autoestima nunca fue una virtud. Fin de los recuerdos. No sé de quién era la casa, ni cómo me fui, ni cómo encontré la parada del colectivo. Sólo sé, retrospectivamente, que me subí, me senté en el asiento doble de adelante, del lado de la ventanilla y no me dormí, me desmayé.
Era común, por aquellas épocas, que los colectiveros viajaran con la puerta abierta. Debía ser verano, porque era el caso; lo sé, porque en un momento del viaje, con el colectivo bajando rápido por Rivadavia y a la altura de Primera Junta abrí los ojos y me desorienté, creyendo que estaba en Brown (en la Avenida Almirante Brown), que era donde debía bajar, por lo que me levanté apurado y, sencillamente, me bajé.
Mi memoria empieza a funcionar a partir de este punto, con un difuso recuerdo de un grito femenino y un dolor en el pie derecho, casi simultáneos. en ese pie, ya a esa altura de mi vida, no tenía ligamentos del lado de afuera (los tenía y los tengo, pero están estirados y no sostienen el pie; una baldosa floja me tira al piso), por la cantidad de esguinces que me había hecho, la mayoría de ellos por mi inagotable capacidad para la autoflagelación, disfrazada de torpeza o bestialidad. La catarata de sensaciones posteriores es muy difícil de narrar, por lo que haré un esfuerzo. Como dije, lo primero fue el dolor en el pie, lo que constituyó el primer rebote. El piso desapareció y, con él, todo punto de referencia; veía pasar luces a toda velocidad y fue cuando comprendí que estaba girando. Siguió otro golpe, doloroso también, aunque menos que el primero, esta vez en el otro pie y también en la rodilla (de ese pie); de nuevo, las luces dando vueltas. Intentaba desesperadamente encontrar alguna clase de referencia que me permitiera estabilizarme, pero la mayor parte del tiempo estaba en el aire, por lo que la estabilización era imposible. Si bien no puedo afirmar a ciencia cierta cuántas veces reboté, alternando los pies, sí sé que nunca me caí, en el sentido de apoyar en el suelo otra cosa que no fueran los pies. A todo el espectáculo (supongo que lo habrá o hubiera sido para cualquier observador) de danza clásica involuntaria, lo acompañaba un silencio notable, que me permitía no sólo sentir, sino también escuchar los golpes de los pies en el piso y, a la vez, mi respiración. También recuerdo haber sentido un ahogo en medio del show, que terminó bruscamente porque choqué contra algo, que supe casi inmediatamente que era un palo de iluminación, con la espalda y la parte de atrás de la cabeza. Tras el choque, caí al principio como deslizándome hacia abajo, hasta quedar sentado y, finalmente, caer de costado. Me tomó un rato largo entender lo que había pasado y estaba pasando. No sé muy bien cuánto tiempo estuve en el suelo, hasta que finalmente me levanté, muy maltrecho, mirando hacia donde se suponía debía estar el colectivo.
Hay en la vida de cada unx escenas que quedan marcadas en la memoria como fotos indelebles; lo que siguió fue, en mi caso, una de esas fotos. A unos veinte o treinta metros de mi poste, estaba el colectivo, detenido. En la puerta, con la pierna derecha arriba y la izquierda abajo del escalón, el colectivero, mirándome. Arriba del colectivo, cuatro caras que también me observaban. Todo en un estado de quietud asombroso, como una foto viva; nadie movía un músculo. Renguea En ese momento me di cuenta de que me faltaba una zapatilla, que vi en la calle unos metros más atrás. ndo un poco del pie derecho y otro poco de la rodilla izquierda, empecé a caminar; agarré la zapatilla, me di vuelta y empecé a avanzar hacia el colectivo. A medida que me acercaba, se iba haciendo patente la cara del colectivero, que no era de enojo, ni de temor, ni de reproche; es probable que la palabra más correcta para describir esa cara sea “estupor”, como si todavía estuviera, como yo un rato antes, tratando de entender qué era lo que había sucedido. Era, literalmente, una estatua. No me dijo una palabra; cuando llegué a él, sólo le di dos palmadas en el pecho y le dije “está todo bien, me confundí”, para luego volver a subir al colectivo, donde nadie decía nada tampoco y sentarme en el mismo lugar, ponerme la zapatilla y volver a dormir.
El colectivero subió detrás, mudo. De toda la experiencia es lo que guardo con mayor intensidad: los silencios. El hombre, sin decir absolutamente nada, cerró la puerta y arrancó. Me desperté de nuevo cerca de Patricios y no me volví a dormir, porque ya reconocía el lugar y sabía que me bajaba enseguida. Finalmente, llegué a casa y me acosté, vestido como estaba. A la mañana siguiente, lo único que tenía hinchado (no tanto como hubiera podido estarlo) era el tobillo derecho, aunque me dolía mucho la rodilla izquierda, que estaba como amoratada y me costaba doblar.
Ese episodio fue el primero de una serie de regresos épicos, de los cuales el más hilarante sea, tal vez, un retorno de cinco horas desde Gallardo y Corrientes hasta La Boca. Pero eso es otra historia.