jueves, 14 de enero de 2016

XLI

En un horizonte cortado por dos sombras enconté más secretos que los que caben en mi mente de recién nacido.
Eché raíces frente a la turbia procesión de un coro de redimidos. Enero tiene esas cosas: me siento a esperar que pase la sencillez montaraz del cuervo y sin querer, casi sin siquiera proponerme lidiar con la vida, se arroja ante mí la pulpa torpe de una bestia disfrazada de amapola.
Entonces pregunto por la cosecha o por la temperatura (es indiferente) y la cabra se envalentona y me recita una historia heroica sin héroe alguno. Lo más parecido al heroísmo que escucho es una muerte resoplada y torpe.
Confieso que lo único que me subyuga es la línea entre dos tetas escandalosamente muertas. Y aun así, el tono épico de la buanaventura tiene cierta comicidad.
Los mártires millonarios son graciosos, convengamos.
Pero vuelvo a enero y a mi asiento telúrico y vegetativo.
Un tipo sentado en una hormiga, esperando que pase el dueño de las nubes ofreciendo una montura. Eso es difícil de recrear en palabras, pero vale la pena el intento.
Los ojos están rancios de tanto ver cómo se alisa la irrelevancia. Y en un destello, aparece el monte en plenitud corriendo hacia el lomo de la tarde.
Tratar de imaginar ese momento es lo úncio que puedo regalar aquí.
Lo que sigue es trivial: algún saludo, un par de nombres propios. No importa tanto el encuentro formalizado en lengua como ese instante irreproducible, ínfimo, en que la espera se transforma en cosa.
Y entonces, antes, mucho antes de que el aroma del anís sea efectivamente aroma, el milagro tiene cabida sobre el pasto recién cortado.
Sólo esperaba un cuerpo, un color distinto que me despertara.
Y ahí está, frente a mí, yendo al destino.
Y lo que sigue no es tan importante.

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