sábado, 12 de diciembre de 2015

VI

Los muertos que dejamos bien pueden llorarse solos. Hay que olvidarlos, despreciarlos, vaciarlos de memoria. Qué triste hora nos toca. Recobramos cenizas para enterrar huesos nuevos; huesos desnutridos, resquebrajados por el olvido y la ingratitud. Que mueran de nuevo nuestros muertos, qué importa. Sangre sobre sangre para nada.

No es posible. Sobre el llanto desgarrado se tejen puentes sin historia. Nos desentendemos del asco que nutría la sed crispada de un puñado de mártires.

Que se lloren solos, que vuelvan a morirse.

El tiempo está quieto ahora. Finalmente la Idea gobierna el deseo de una plebe inmisericorde y pálida: los muertos que se pudran en su memoria incómoda.

Pero cuidado. Hay marcas en el pasto, pisadas, restos.

Y algún día ese olvido va a reclamar la parte incontada, la cruda desnudez del alma que sabe que ha olvidado.

Y en ese momento habrá que ver si es tan valiosa la risa despojada y sorda. Si eran tan valientes los que se postraban ante la suficiencia de los buenos modales y el decoro.

Los muertos que dejamos bien pueden llorarse solos. Cuando los lloremos nosotros será demasiado tarde.

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