Abel vive de la zafra. Mejor es decir que
trabaja en la zafra y vive como puede, que no es tan mal, porque no
está solo y porque no gasta. Es el menor de siete hermanxs, tres de
los cuales trabajan con él. Las tres mujeres trabajan en Libertador
(toda la familia se niega a llamar Ledesma al pueblo) y la mama está
en la casa, viejita ya para el trabajo.
Melchor Ávila, su padre, desapareció el 23 de
julio del 76, durante el apagón; era dirigente gremial. Abel tenía
un año. Cuando dice su apellido la pregunta es de rigor, “¿algo
que ver con Melchor?”; “soy el hijo”, responde, nada más. Los
Ávila son respetados por la peonada, porque su padre fue un
dirigente de esos que conseguían cosas concretas: descansos,
jornadas, bonos. Una vez, junto a otro grupo de zafreros, paró el
trabajo, algo inédito; todos los que lo acompañaron desaparecieron
también, salvo Acuña, sobre el cual pesa la sospecha de ser el que
cantó los nombres, algo que nunca se pudo probar; ya no vive en
Jujuy, sino en Salta, donde abrió una casa de comidas.
Abel habla poco, muy poco; por lo general, para
responder preguntas, o pronunciar algún monosílabo por cortesía,
cuando le cuentan algo. Sólo mantiene algo parecido a una
conversación con el viejo Caracha, que conoció a su padre y está
grande ya para el trabajo. Abel le ofreció una vez hacerle los
trámites para entrar en la moratoria de la jubilación, pero el
viejo no quiso. “Nací en la zafra y en la zafra me voy a morir”,
dice. Abel sabe más de su padre por él que por su propia familia;
Caracha zafó de pedo, porque estaba algodoneando de golondrina en
Formosa. Sólo volvió a Libertador en el 83 y a la zafra en el 86.
Entró por un favor y pasó los controles.
Una tarde le dijo a Abel: “Io no sé cómo no
me hande haber agayado, pero que me buscaron, me buscaron. Mice iamar
Cárdenas y viví en una tapera pulgosa, fiera, hasta que se jueron
los milicos; áy me volví pacá y tu vieja me aiudó una barbaridad;
era como tu viejo, la Paca; juerte y corajuda”. Abel lo cuida como
si fuera su viejo y una vez casi lo echan por levantarle la voz a un
capataz, que no atendió los años de Caracha, desmayándose de
calor.
La casa de Abel queda en las afueras de
Libertador, cuarenta y cinco minutos a pata desde y hasta la zafra,
que camina irremediablemente, llueva, haga frío, calor; los hermanos
van en la chata, pero él pefiere ir a traviesa; sólo se suma a los
otros cuando vienen los temporales. Las caminatas, a la vuelta, le
sirven para, cada tanto, arrimar una carne a la cena; una iguana, un
conejo (raramente), una serpiente o un pájaro incauto. Eso lo
aprendió de Caracha, eximio gomerista, entre tantas otras cosas.
En la casa con La Paca viven sólo él y
Milagros, la mayor de las mujeres, además de La Paca, desde ya.
Estuvo de novio una vez, pero no la pasó bien; le gusta estar solo,
leer y salir a chupar los viernes y sábados. Durante la semana no
toma nada, pero cuando empina, le da duro y tiene una resistencia
notable. El tema es que se pone bravo y ya se peleó demasiadas
veces, en general con éxito, porque es duro, fibroso y tiene una
piña que asusta, por lo que no se le retovan mucho.
Hoy, Abel tiene una única preocupación
verdadera: el viejo Caracha. El rigor de las estaciones y del trabajo
se le vuelve año a año más pesado y ya no rinde; no lo echan por
lástima o por costumbre y porque más de una vez Abel cortó de más
para engrosar el bulto de su amigo. A Abel, todavía, le sobra con
qué. La mama no lo preocupa, aunque sabe que no le queda mucho; pero
Paca está cuidada y acompañada, sobran los nietos dando vueltas y
están él y la Milagros, además de que Dolores y María Eva pasan
seguido a matear y revisar que no falte nada. Caracha, sin embargo,
está solo; la Elvira murió hace tiempo y los dos hijos casi no
vienen de Buenos Aires, donde viven; él, sin embargo, habla
orgulloso de ellos, abogado uno y médico el otro. Al menos dos veces
por semana, Abel pasa de visita y el viejo es una fonola; habla y
habla. A veces cuenta anécdotas con Melchor, pero no habla de
política, porque se pone malo; Abel sabe que hay cosas que al viejo
le encanta contar, por lo que cada tanto le dice “Caracha, ¿cómo
jue esa vez que lo dejaron al Cocho en la plaza, durmiendo con el
colchón” y el viejo se enciende y cuenta el cuento como si fuera
la primera vez. También van juntos a ver a Gimnasia, casi como un
ritual que al viejo le saca veinte años durante noventa minutos.
Apenas el árbitro da el pitido inicial, Caracha grita “¡Cobrá
bien, jueputa y la conchetu vieja!”; así será el resto del
partido. La única vez que fueron juntos a Buenos Aires fue para ver
un Gimnasia de Jujuy – Boca, que ganó Gimnasia 1 a 0, con un gol
de Trimarchi. Caracha tiene una foto de Trimarchi en la sala, porque
desde ese día viene inmediatamente abajo de Dios.
Así es, o era, la vida de Abel.
Amigos, no; compañeros, pocos y de novia ni
hablar; cada tanto un filo en alguna fiesta barrial y uno o dos
polvos. Suficiente para él. Su única y no menor inquina es el
Ingenio, que mató al tata. Durante rato estuvo maquinando atentados
y sabotajes, pero con el tiempo quedó sólo la bronca. Se alegró
cuando lo amenazaron a Blaquier con hacerle juicio, pero no le tuvo
ni le tiene fe. Sin embargo, verlo vilipendiado en la tele le parecía
un buen castigo para un hijo de puta tan grande.
El 22 de enero del 18, el Ingenio empezó a
cortar el trabajo. Muchos nuevos se fueron, otros quedaron con
jornada reducida y a algunos afortunados, entre los que se contaba
él, les dejaron la completa; pero el viejo Caracha cayó en la
volteada: lo jubilaron sin jubilación. No le sirvió de nada el
esfuerzo de Abel para convencer a Baigorria, un capataz demasiado
turro, para que lo dejara con media, por lo menos. Baigorria ni le
contestaba. Abel empezó a tragar bronca y veía que el viejo se iba
poniendo peor; “en la zafra me voy a morir”, se repetía Abel,
sin saber qué hacer.
El 19 de enero del 19, a la mañana, vio que
Caracha se acercaba al cañaveral, machete en mano. Se puso contento
un rato, pensando que le habían dado la media, al menos, pero apenas
el viejo llegó se dio cuenta de que la cosa no venía por ahí; “que
no me paguen”, dijo Caracha, “¿Qué mimporta la guita a mí,
ahora; diúltima te mangueo, ¿No cachoyo?”. Abel esbozó una
sonrisa, pero se preocupó; no lo iban a dejar estar ahí. Le
preguntó al viejo cómo había entrado; “Aiá en el algayobo
grande lalambre'sta yoto y no se ve de la enchada di aiá; ¿Qué me
van a decir?” Abel no dijo nada, sólo le dijo que se metiera más
para adentro, que cortara de adentro para que no se lo viera por los
pasillos; el viejo le hizo caso y empezó a laburar. A la hora, más
o menos, apareció Baigorria, de a caballo, a unos cincuenta metros
de Abel; puso cara rara y se acercó. Abel ni se mosqueó cuando se
le puso atrás y, mirando al viejo, dijo “ey, Caracha, quiacei acá,
¿cómo enchaste?”; Abel se dio vuelta y empezó a contestar “No
va a cobrar, sólo quiere...”, “Vohcaiate, que no tiablao”
interrumpió Baigorria, bajándose del caballo; ya abajo, volvió a
la carga “¡Que! ¿No mioís, Caracha?”. El viejo se giró y le
dijo que sólo quería trabajar, que no le pagaran, que no iba a
armar lío. Baigorria se rió “Cuchá, Caracha, yastái haciendo
lío; si te pasa algo quién paga, ¿vo? Yajá, Caracha, no miagái
sacarte io” y mirando a Abel “¿Y vohqué mirá, Ávila? ¿Te
crés que sos tu Tata? Acá ia no áy zurdos, Ávila; io ni sé por
qué te dejaron; si era io, te yajaba el primero; andá a laburar”.
Baigorria volvió al viejo; “Daaaale, Caracha, sali diái diuna
ve”. Caracha miraba a Abel, pensando qué hacer, dio un paso tímido
y Baigorria lo cazó de una solapa, para sacarlo; pero el viejo se
tropezó y cayó de frente sobre las cañas cortadas en diagonal,
algunas de las cuales lo atravesaron de lado a lado; una,
específicamente, le atravesó la cabeza. Baigorria dio un paso
atrás; “Ta madre”, dijo, “viejoe mierda y la concha de su
vieja” y, mirando a Abel, “¿Viste, pelotudazo? ¿Iaura quiacemo,
eh? ¡Decime, Ávila! Áy lo tené, miralo”. Abel miraba el cuerpo
muerto de Caracha; levantó la cabeza y le dijo a Baigorria, “Loai
matao, Baigoyia, loai matao”; “¿Io? ¿Que io loé matao? ¡Vo lo
mataste, huevonazo! Te crés el zorro y sos un turro como tu viejo;
mirá cómoás aiudao, Ávila”. Abel, no movió un músculo:
“Yetire lo de mi viejo”, dijo; Baigorria se rió: “te viaser
meter en cana, Ávila; io te vi peliar con el viejo y cómo lo
empujaste”. “Yetire lo de mi viejo”, contestó Ávila.
Baigorria se dio cuenta de que la cosa venía fulera, no había nadie
cerca y llevó la mano atrás del pantalón. Abel no dudó: de un
machetazo limpio le partió a Baigorria la cabeza por la mitad. El
capataz cayó de rodillas y después para adelante.
Abel miró para todos lados. Se acercó al
cuerpo de Caracha y le dijo “y al final te moriste en la zafra,
viejo taimao; mirá en el quilombo que meai metío, ta madre”.
Actuó rápido: cambió machetes con Caracha y revolvió la tierra
para limpiar huellas. Tenía que salir por la entrada, porque se
había registrado, pero pensó en no salir; se metió en el
cañaveral, pero de enfrente y caminó por adentro hasta el primer
pasillo que encontró, a unos cien metros. Empezó a cortar caña
como loco; tenía que cortar dos horas en quince minutos, por si
llegaba alguien enseguida. El sol rajaba la espalda, pero Abel se
movía como un robot: chas, chas, chas, chas; una caña atrás de
otra y cada veinticinco un bulto y de nuevo: chas, chas, chas, chas.
Pasó más o menos media hora y ya había cortado caña como de medio
día. Paró un poco, porque ni sentía los brazos. Fue cuando escucho
los primeros murmullos, que se hicieron gritos. En la punta del
pasillo apareció Aparicio, otro capataz; “¡Che, Ávila, ¿quiacéi?
¿No sabés lo que pasó?”. Abel abrió los brazos, “no sé, ¿que
pasó? Io no mee movío diacá desde las ocho; preguntale a Baigoyia,
él te va decir”. “Largá eso”, dijo Aparicio, “Andá pa la
enchada iá”; “¿Pero quiá pasao?”, preguntó Abel. “¡Andá
a la enchada, Ávila, dejá todo y anda a la enchada!”.
Abel, machete en mano, empezó a caminar para
la entrada; vio que todo el mundo hacía lo mismo. Una vez en la
entrada, pasó un rato hasta que llegara el resto. Atrás, como
arreando una manada, cuatro de los cinco capataces. El superior de
todos, Ayala, paró el caballo adelante de la peonada y habló: “La
viá ser fácil: Baigoyia sta muerto, lo han matao de un machetazo; y
al lao está el Caracha, muerto, clavao en las cañas. No la
hagamohlarga, jue alguno diacá, así que vamo, ¿quién sabe algo?”.
Nadie respondió. Ayala se sacó el sombrero, se secó el sudor, se
puso el sombrero de nuevo y pensó un rato. “Decime, Ávila, ¿el
pasiio cuacho no te tocaba a voh?”; “Io empecé en el cuacho,
pero Baigoyia me mandó pal ches, porque Peralta nostaba; me dijo
quiba buscar algún ocho”, contestó Abel. “A lahocho me jui pal
ches y me quedé ahí; no sé nada”, agregó. “¿El Caracha noera
amigo tuio?”, preguntó Ayala. “Sí”, contestó Abel, “pero
ni sabía questaba, lo yajaron”. Ayala se acercó a los otros tres
capataces, hablaron algo y Ayala se bajó del caballo y entró al
rancho que hacía de oficina. Al rato, salió y dijo “Güeno,
parece que naides vio nada. Vamohacer así, diauno, van enchando y le
dan el machete a Merlo, que les va a poner el nombre; dehpué, se me
quedan acá ajuera, questá viniendo la policía. Cuando ieguen eios
lehvan a decir queacer”. La peonada empezó a desfilar y la policía
llegó en el medio, en dos camionetas. Abel contó ocho. Dos se
fueron a hablar con los capataces y, después de la charla, encararon
para el cañaveral; los otros seis se quedaron mirando a los
zafreros.
Cuando terminaron de entregar los machetes,
tuvieron que esperar un buen rato hasta que a lo lejos se vio al
grupo de cuatro que volvía. Uno de los policías habló: “Güeno,
gente; las cosa ehasí: hoy ya no se chabaja, se me van cada uno pa
las casas, pero pa las casas, ¿tamo? Lohvamohair iamando a declarar,
por aura como testigos, pero el que jue, bue, lo vamohagayar. Cuando
vaian a declarar acuérdense que el que miente va adencho, derechito.
Mienchas tanto, vamohacer las prueba. Acá se cieya hasta que
nosochos digamo. Pa las casas, va; y se me yegischan toditohal salir,
¿tamo?”
Los peones se fueron. Abel llegó a su casa
temprano y contó la versión para la policía: que Baigorria estaba
muerto, que el Caracha estaba muerto. Le dijo a la mama que creía
que el Baigorria lo había querido rajar al Caracha y el Caracha lo
había liquidado y después se había caído sobre las cañas. Eso,
de hecho, fue lo que dijo en la comisaría, casiu dos semanas
después, más lo que ya había dicho en el ingenio, a donde hacía
diez días ya había vuelto. Le dijeron que en el machete de Caracha
había ADN de él y de él en el de Caracha; Abel explicó que
Caracha y él cambiaban los machetes todo el tiempo (lo cual era
cierto) y ofreció que fueran a su cuarto y se llevaran todos los
machetes; que iban a ver que en todos había rastros de Caracha. La
policía lo hizo y lo que Abel dijo se cumplió. Hicieron lo mismo
con los machetes de Caracha y encontraron en casi todos rastros de
Abel.
No había testigos, por lo que se terminó
diciendo fue lo que se le había ocurrido a Abel: todo había sido
una disputa entre Caracha y Baigorria, que había terminado mal; lo
único que no cuadraba eran las marcas en el piso que parecían
huellas borradas. El caso se cerró así, de todos modos.
Unos días después, en pleno trabajo, Aparicio
se le paró a Abel al lado, arriba del caballo. Abel paró y lo miró;
“¿qué pasa?”, preguntó. “Io te vi, negro; io sé que juistes
vo”. “Na que ver”, dijo Abel, “vio mal”. “No Ávila, vi
bien, ye bien; juistes vo”. “Dígale a la policía, entonce”,
contestó Abel, “pero eh lo único que tienen; y además, si
hubiera visto, ¿por qué no dijo?”. Aparicio hizo un gesto de
desdén con la mano. “Te via decir algo, negro, pero no te creás
que somoh amigo, ¿tamo?”. Abel se quedó inmóvil y mudo,
espertando. “Io lo conocí a tu viejo, ¿sabé? En esa época
éramos zafreros los do. Discutíamoh todo el tiempo; tu viejo era
imposible, inchatable, le nombrabas al Blaquier y se le hinchaban lah
vena de la frente. Io nunca me metí en política, pero al Ávila se
le tenía yespeto; io le tenía yespeto; él creía en lo que creía.
El año que nacistes vo, acá se armó flor de quilombo; tu viejo era
cabecilla, pararon la zafra como ches díah. A mí me daba por loh
huevo, porque íbamoh a jornal y era guita que se perdía, porque no
noh dejaban enchar; pero a la final, nos dieron un franco y unos
pesos. El Ávila era un erue, acá; pero loh pachones ia lo tenían
junao. Vo ia sabéh cómo terminó, no te lo voi a contar io. Lo
quemaron al pobre Acuña, que no tuvo nada que ver; al yevés, era
uno de loh que buscaban; y mirá, lo único güeno que hice en esoh
años jue ayudarlo al Acuña a yajar a Formosa. Jue difícil, pero
salió bien. Io siempre jui más corderito, así que un día me
subieron a celador y despueh a capataz. Ahí lo conocí al Baigoyia,
pero de veras. Tremendo hijoeputa; más milico que Videla, que había
empezado en la zafra y había subido yápido por jueputa, nomá. Un
asco de tipo. Aura te lo puedo decir: el que marcó a todos jue
Baigoyia, que había ayeglado con los pachones hacerse pasar por
huelguista. A todos, los marcó; y a tu viejo al primero. Io te vi,
negro. Pero si alguno tenía que matar al sorete ese, teníah que ser
vo. Tu viejo ay destar orguioso aiá ayiba”.
Abel se quedó callado. Después de pensar unos
segundos, sólo dijo “io no tuve na que ver”. Aparicio giró el
caballo. “Ta bien, negro” dijo, “cuidate y mandale un saludo a
la Paca, de Aparicio”. El caballo empezó a caminar hasta el final
del pasillo y dobló a la derecha. Abel se quedó quieto un rato y se
inclinó hacia las cañas; “Es pa voh, Tata”, se dijo a sí
mismo; y empezó a cortar.