miércoles, 18 de septiembre de 2019

CDLXVII

Dedicado a todxs lxs que alguna vez se perdieron en una ruta de campo.

Osvaldo junta ramas y hojas secas secas, para armar el fuego y cocinar la liebre que pudo cazar, la primera en mucho tiempo. Se venía arreglando con frutos y algunas plantas que había descubierto como comestibles y algún bicho de vez en cuando. Descubrió, también, que el murciélago se come y que el lagarto y las serpientes, en todas sus formas y tamaños, también. Pero las liebres son lo más raro y no se pueden desaprovechar. El problema que tiene la cocina es que aparezca algún puma, aunque sólo pasó una vez en cuatro años y sólo lo vio a lo lejos; no pudo dormir, de todos modos. El encendedor se acabó hace rato, pero aprendió con esfuerzo a hacer fuego con una piedra y ramas secas, algo que ahora le sale casi de inmediato. El agua la saca del arroyo, unos ciento cincuenta metros para abajo, juntándola en el bidón del agua para el sapito, convenientemente lavado.
Recuerda a su pareja y a sus hijas con un dejo de nostalgia, pero cree que, de volver a verlas, no habrá conciliación; nadie le va a creer, eso es seguro. Además, la nostalgia va cediendo; ya le encontró el gusto a su vida agreste. Las vacas y los caballos de la zona lo conocen y se le acercan sin temor y cada tanto le hacen compañía; y se consiguió un perro, que el realidad lo consiguió a él, que duerme en la parte de atrás del auto, cuando viene. El auto, de más está decir, ya no arranca; tiene de bueno que se ha transformado en un punto de referencia para gente que, imagina, andará a kilómetros de él, en su misma situación. El celular es un objeto inservible y dejó de fumar, algo que lo enorgullece.
Empezó por una tontería, un comentario de un amigo, hecho casi seis años antes, acerca de lo estúpido que era seguir por la ruta, si había un camino directo a través del valle, de ripio y tierra, pero que ahorraba más de doscientos kilómetros. La indicación era sencilla: al llegar al mojón del kilómetro 623 salía a la derecha un camino con un cartel de madera, en el que en letras amarillas se leía “Merlo”; era cuestión de seguir el camino, sin desviarse y a los cuarenta kilómetros aparecía la ruta de nuevo, doscientos cuarenta kilómetros más cerca de su destino. Dudó un poco, pero la insistencia del nativo lo convenció.
El principio fue sencillo y exacto; en el kilómetro indicado estaba el cartel, perfectamente reconocible. El camino, de tierra al principio y de ripio después, era transitable a velocidad media, lo que suponía que, si eran cuarenta kilómetros, a lo sumo tardaría unos cuarenta y cinco minutos. Por la ruta, como le habían dicho, habría tardado más de una hora y media, porque era toda ella sinuosa, sin lugares de paso y plagada de camiones madereros, que en las subidas desesperaban. Pasados unos veinte minutos, el camino se cortaba frente a una casa vieja, más bien se bifurcaba. No había allí cartel alguno, por lo que paró, un tanto desconcertado; le habían dicho que no se fuera del camino, pero la duda era si cualquiera de las dos bifurcaciones eran mantenerse en él, o sólo servía una. No sabiendo qué hacer, pensó en volver y seguir la ruta, pero mientras cavilaba sobre eso, un hombre de una edad indefinida, como la de todos los hombres de campo, salió de la casa, se apoyó en el marco de la puerta y lo saludó con la mano. Osvaldo le preguntó, gritando, cuál era el camino a Merlo; el hombre no contestó, pero con parsimonia se acercó al auto. “Buenas tardes, Don”, dijo, ya junto a la ventanilla. “Buenas tardes, jefe, estoy tratando de llegar a Merlo, me dijeron que este camino me lleva a la ruta, pero no sé para qué lado tengo que agarrar”. “Merlo”, repitió el hombre para sí. Miró Al horizonte, pensó un rato y le indicó el trayecto: “Es fácil”, dijo el hombre, “agaya acá pal norte unos ches kilómechos”, Osvaldo lo interrumpió: “no sé cuál es el norte”. El hombre lo miró extrañado y extendió la mano en dirección a la bifurcación que salía a la derecha. “pallá”, dijo. Osvaldo asintió; el narrador prosiguió. “Unos ches kilómechos, mahomenos, pero áy no se puede perder, porque sale un camino de tieya al oeste”... paró un segundo, señaló el oeste con la mano, dijo “pallá” y siguió. Se va a dar cuenta porque es el primer camino que sale, acá el camino no tiene desvío hasta ese de áy. Le da derecho y no se va nunca del camino, hasta la alambrada, que está a unos quince minutos, mahomenos. Cuando lo corta la alambrada, ya se ve la yuta, va unos mechos al sur... pallá y donde se corta la alambrada sale de nuevo el camino al oeste, que termina en la yuta; es directo”.
Osvaldo escuchó con atención, agradeció, a lo que el hombre respondió tomándose el ala del sombrero. Arrancó con una sola duda, que era la frase “unos ches kilómechos”; le molestaba la palabra “unos”. Sabía, por experiencia, que eso podía significar siete kilómetros o quinientos metros; pero lo tranquilizó el detalle de que era “el primer camino” que salía a la izquierda, según la seña del caballero. Tal como lo suponía, los ches kilómechos eran algo más de uno y medio, pero el camino estaba ahí, claramente marcado. Dobló, esperando la alambrada, en quince minutos, en cinco o en veinticinco. La referencia era indubitable. Al ratito, el camino simplemente moría en una quebrada; no era un camino recto, pero volver era fácil todavía, para avisarle al paisano del problema. Para su suerte, apareció un joven (o eso aparentaba) de a caballo. Osvaldo bajó del auto y lo saludó; el jinete saludó con el sombrero. “Estoy yendo a Merlo”, dijo, “me dijeron que por este camino llegaba a la ruta derecho”. El muchacho lo miró con serfiedad; “Nooo”, le contestó, “se jué pal otro lao. Tiene que volver pachás y agayar la senda que sale pal norte, que es...”; “¿me señala el norte?”, dijo Osvaldo, “pallá”, contestó el gaucho, señalando la dirección. “Es la primera senda que sale, la yeconoce porque justo ahí hay un pero grandote y ches pinos, el del medio muy alto. Esa sí lo yeva derecho. Pero tiene una alambrada mahadelante...”. “Sí, dijo Osvaldo, ya me dijeron de la alambrada, ahí voy al sur y al oeste, ¿no”. “Le han dicho bien, al sur hasta que se corta lalambre y al oeste; de ahí derecho, ya no dobla”. “Gracias”, dijo Osvaldo, Se saludaron y cada uno siguió su camino. Osvaldo retomó, encontró el pero, los pinos y la senda, no tan notoria como suponía, pero marcada. Avanzó con destino a la alambrada. Le llamó un poco la atención el tiempo de demora; suponía que la iba a encontrar en diez, a lo sumo quince minutos; pero ya habían pasado más de veinte. A unos cien metros de la senda, vio un rancho. Se bajó del auto y se acercó, golpeando las manos en la tranquera, no muy lejana de la puerta. Un hombre mayor asomó la cabeza, en silencio; Osvaldo le preguntó si podía pasar. El viejo salió y se acercó a la tranquera; “Güenas”, dijo. Osvaldo volvió a su pregunta original: el camino a Merlo. “¿Merlo?”, preguntó el hombre; “¿por acá? Nooo... se ha desviao, acá sale payiba”. Osvaldo se quedó mudo, esperando que el viejo siguiera; “¿Pero por dónde enchó?”, le preguntó el viejo, finalmente. Osvaldo se dio cuenta de que no tenía respuesta para esa pregunta; trató infructuosamente de explicarle, pero ya ni él se entendía. “No se preocupe”, dijo el caballero, “haga así: sigue unos mechos por el sendero ese”, señalando el sendero donde estaba el auto, “y agaya pal noroeste en el camino de...”; Osvaldo lo interrumpió: “¿El noroeste sería para dónde?”, “No, no, la senda lo yeva, hasta que se corta. Ahí va a ver una chanquera, ceyada con un candado, que dice 'La hermosa'; no puede seguir, así que va pal noreste... pallá. No es un camino, pero se va a dar cuenta que el pasto está más bajo; a la izquierda va a tener siempre una pirca. Donde termina la pirca, va a ver un pinar, a... a la izquierda, con un camino clarito que se mete adencho. Ese camino cruza el pinar todito y sale a una explanada, donde se ve un puesto, que es el Puesto de Arriaga y está medio venido abajo. Sigue derecho y ve una subida medio empinada, entre dos pinares; cuando yega ayiba, áy ve la yuta. Sale pal norte siguiendo un camino de piedra y yega solo”.
Osvaldo agradeció y volvió al auto. Ya se había olvidado de la mitad de las instrucciones, pero sabía que tenía que cruzar un pinar por el camino que lo cruzaba “todito”. Obviamente, el camino terminaba en el medio del pinar, por lo que dio vuelta, para volver a la pirca; puso primera y el auto se paró. Miró el indicador de combustible y se dio cuenta de que se había quedado sin nafta. Miró el celular, que tenía bastante batería todavía, pero no tenía señal de ningún tipo. Empezó a oscurecer, por lo que tenía que decidir entre volver caminando a lo del viejo, a riesgo de perderse al regreso, o dormir en el auto, esperar la mañana, llegar a lo del viejo y ver qué hacer. Decidió lo último. Antes, mando un mensaje con el teléfono para avisar lo que pasaba, esperando que en un momento en que apareciera algo de señal el mensaje se mandara. Abrió el baúl, un bolso y sacó una manta, que usó para taparse. Así fue la primera noche.
Se despertó con la primera luz de la mañana. Miró el celular y nada. Bajó del coche y, para su espanto, la senda que lo había llevado hasta allí ya no estaba, o no se veía. Como él había dado vueltas para regresar, ya no tenía mucha referencia de por dónde salir del pinar. Fue saliendo por distintos lugares, tratando de ver la pirca, pero no había caso; temía, además, salir, caminar demasiado y no poder volver al punto de partida; pero algo tenía que hacer, así que intentó adivinar un rumbo que le parecía el más apropiado y que tenía algunas referencias más o menos reconocibles, sobre todo una piedra muy grande con forma de bonete mocho y tres árboles solitarios y altos. Echó a andar.
Pasada una media hora, se dio cuenta que el camino elegido no había sido el mejor; miró para atrás y ahí estaban los arbolitos y la piedra, claramente visibles. Al mediar el regreso, se cruzó con un nuevo jinete, que arriaba unas vacas, lo paró, saludándolo. Trató de resumirle la situación, que al hombre no pareció interesarle; “¿pero pa dónde va?”, le preguntó; “a Merlo”, dijo Osvaldo. “¿Merlo? ¿Por acá? ¿Y cómo va a yegar a Merlo por acá? Merlo esta pal sureste, pallá”, dijo, señalando un camino que Osvaldo ni había tomado en cuenta; “Pa ese lado sale a la yuta, pero no tiene camino, desde acá, tiene que ir pallá, pasando el pinar y hacer unos cuacho kilomechos al oeste, hasta que aparece el Puesto de Oviedo, que se va a dar cuenta porque esta yodeado de una pirca blanca, alta; ahí agaya pal norte hasta la tapera del Paco, que él le dice”. “Es que me quedé sin nafta”, dijo Osvaldo... “¿caminando cuánto es?”. El jinete pensó un poco. “Y, póngale unas dohora, mahomeno, depende de cómo camine. Lo que tiene el Paco es que tiene nasta, por el chactor; siempre guarda; eso sí, dehpué se le va a'ser bravo volver con el bidón, en media hora el sol va a pegar fiero”. “¿No me señalaría con las manos el camino que tengo que hacer?”, rogó Osvaldo. El jinete lo miró algo azorado, se encogió de hombros, levantó un brazo y le dijo “Unos cuacho kilómechos paiá y en la pirca blanca paiá, hasta lo de Paco”. Osvaldo agradeció y el hombre respondió y al grito de “oek”, se fue a juntar a las vacas, que se habían dispersado. Osvaldo, rápido, le preguntó con un grito si había agua en el camino; se dio cuenta de que estaba sediento. “Agua sólo en el ayoio, achás del pinar”. Tuvo que decidir; si volvía al pinar, buscaba el agua, llegaba al auto y volvía al punto en el que estaba, ya se le iba a hacer tarde, para llegar a la tapera de Paco; pero la sed era demasiada, así que fue al pinar. Juntó unas piedras y las puso una arriba de la otra, para marcar el sitio exacto desde el cual salir a lo de Paco. Volvió al pinar, encontró el auto y en el silencio escuchó el murmullo del arroyo, que siguió. Estaba sorprendentemente cerca, pero para llegar había que bajar una pendiente escarpada; poco práctico para esas cuestiones, lo bajó y lo subió en línea recta y llegó agotado arriba. Ya con el tiempo aprendería que se baja y se sube en zigzag, más con un bidón, que tenía en el baúl y había que lavar. Durante la subida, ya saciada la sed, vio a su izquierda un árbol de zarzamoras, se acercó y sólo por probar la primera se dio cuenta de que estaba famélico; dejó el árbol casi vacío. Caía la tarde; fue al teléfono y lo encontró apagado: se le había agotado la batería. Prendió el auto, apagó todas las luces y la música y enchufó el cargador; descubrió que la batería se muere con una carga, con lo que el teléfono le iba a servir (de hecho, no le iba a servir) hasta que se quedara seco de nuevo, por lo que lo apagó.
Pasó, así, su segunda noche en el auto.
El tercer día estuvo dedicado a encontrar lo de Paco. Siguió todas las instrucciones al pie de la letra y sólo llegó a un cañadón, en el que perdió todo sentido de la orientación. Pensó, sólo por desesperación, si esa caída del terreno no sería la misma que llevaba del pinar al arroyo; fue la primera vez que usó la sombra del sol para ubicarse y el uso fue exitoso; bordeando la cañada llegó al pinar y al auto. En el camino se cruzó con una culebra, ignorando que se trataba de eso; su alma citadina sólo pensaba en la palabra “víbora”, que lo llevaba a la palabra muerte; pero imaginó que, de tener fuego, podía probar carne cocida; sabía, además, que las serpientes se comían. Buscó un palo y le hizo una horqueta; la culebra, ignorante de su destino, reptaba lentamente entre los árboles. Con algo de pánico, Osvaldo, en un movimiento raudo, atrapó al animal, pero no como quería (justo donde termina la cabeza), sino algo más atrás, por lo que era una posibilidad ser mordido al tratar agarrarla del cuello, si acaso las serpientes tienen uno. Tomó valor y, sin dejar de apretar con el palo, fue acercando la mano, hasta agarrarla exactamente al final de la cabeza. La culebra se le enrolló en la mano y el antebrazo y Osvaldo sólo atinó a apretar fuerte el ccogote (o eso que agarraba), un rato largo. La tiempo, la culebra se volvió fláccida y Osvaldo la llevó al auto. Ya muerta e inofensiva, le abrió la boca y con una tarjeta de crédito le abrió la boca y le buscó los dientes, sin encontrarlos. Faltaba el fuego y una forma de asar, si acaso el fuego se conseguía. Recordó la película Náufrago y comenzó a intentar, una y otra vez, sin éxito. Recordó el encendedor en la baulera; juntó ramas secas y hojas y trató de prenderlas, pero no pudo. Abrió el baúl y sacó del bolso unas revistas. Hizo un volcán, con las hojas de la revista en el medio y, finalmente, la fogata se prendió. Con un palo finito, ensartó a la culebra y la fue asando de a poco, hasta que le pareció que ya estaba quemada. Probó. No estaba mal, pero en verdad habría podido comer tierra, si fuera por el hambre que tenía. En todo el proceso descubrió el valor de las piñas secas para el fuego.
Y fue la tercera noche.
El cuarto día el objetivo fue, otra vez, Paco. Recordando las primeras indicaciones, volvió al montoncito de piedras apiladas, tratando de recordar los gestos de los brazos del gaucho que lo había guiado la primera vez. Pensó si no había arrancado mal, porque desde donde estaba se veía un sendero, que probablemente era lo que le había indicado el cabalgante. “para allá, unos cuatro kilómetros, pirca blanca”, dijo para sí y empezó a caminar. Al ratito nomás, se cruzó con tres hombres que charlaban acodados en un corral y se acercó. Nuevamente el ritual de la explicación, cada vez más larga. Los hombres se miraron entre sí, con sorna, algo que a Osvaldo no le cayó bien. Finalmente, uno de los hombres preguntó: “¿Y pa qué quiere ir a lo de Paco?”. “Para buscar nafta y para que me diga cómo llegar a Merlo”, dijo Osvaldo, por segunda vez (ya lo había dicho en el primer relato). “Pero si Merlo'sta pal ocho lao, pal este; la yuta pasa por aiá”, dijo uno, señalando un punto indefinido. Otro de los hombres fue más específico; “si no tiene nasta, camina hasta la yuta, que lo van a levantar, pero'stá iendo pal lao contrario; por ahí sale a lo de Oviedo”; “sí, sí, lo de Oviedo; eso me dijo el...”, “¿pero pa qué vair a lo de Oviedo?”, lo interrumpió el hombre; “de áy sale a la cañada”, agregó, “y usté quiere salir a la yuta a Merlo”; Osvaldo asintió. “Güeno, oiga, de acá a la yuta el camino sale unos dos kilómechos pal sur... aiá” (dijo, señalando con la mano). “si vair caminando no hace falta que siga el camino, sólo le da derecho paiá, hasta los espinillos”; “no sé lo que son los espinillos”, dijo Osvaldo; volvieron las miradas burlonas y vio que uno de los hombres le decía algo al oído al otro, que se reía. “Deje, entonces, no agaye por áy. Va pal sur, un kilómecho... paiá, derecho, siempre pal sur, hasta el cauce del ayoio seco; cuando...”; “¿Cómo distingo el cauce del arroyo seco?”, preguntó Osvaldo, algo fastidiado. El hombre paró y lo miró casi como retándolo; “Imagínese un ayoio, le saca el agua y ahí tiene el cauce del ayoio seco”. Los otros dos hombres se rieron; Osvaldo no hizo nada; sólo quería terminar la conversación. El hombre siguió, “lo va a distinguir, no se preocupe. Cuando llega, agarra el cauce, vaia por el cauce, que por la seca no ai destar embayao, pal este... paiá... a la derecha, aitá; camina unos dos kilómechos más y va a ver un sauce... ¿Sabe cómo es un sauce?”, Osvaldo asintió, pero preguntó, “¿no hay otros sauces en el camino?”. El hombre pensó; “sí, hay, pero este es distinto, se va a dar cuenta fácil, porque es muy grande, le decimohel 'Sauce grande', muy añoso; pero ehel único que dentra en el cauce del ayoio; tiene unas yaíces quentran en el cauce, como que las tiene que saltar; pero no las salta, áy mismo mira pal este... paía... a la izquierda y va a ver una piedra grande, que es el peñón del buey; se va a dar cuenta porque ehuna piedra gigante y le salen como dos piedras a los costaos, como cuernos. Va al peñón, lo yodea por la derecha y achás sale un sendero bien, bien marcadito; a ese no le puede eyar porque apenas lo agaya hay dohárbolitos que como que lo cieyan, que se va a tener que agachar. Le da por ahí hasta la chanquera de Don Carmelo, que vastar ceyada; dobla pa la derecha, siguiendo la pirca con alambre, unos cinco o seis kilómechos y shastá, áy ta la yuta. El sendero se corta, pero la yuta se ve abajo y se puede bajar lo más bien”.
Osvaldo, desahuciado, agradeció a los tres hombres, que lo saludaron y emprendió el camino. Fue “paiá” y caminó más de lo que imaginaba; para él, bastante más de un kilómetro. Cuando estaba por volverse, vio adelante algo que parecía “el cauce del arroyo seco”, avanzó y sí, no podía no ser; como había dicho el hombre, estaba seco de veras, nada barroso, por lo que emprendió la caminata por en medio; pero a los cien metros, o doscientos, vio un sauce grande, con una raíz que entraba en el cauce, lo cual sólo podía suceder dos kilómetros más adelante. Miró a la izquierda y no vio ninguna piedra grande que pareciera un buey. A lo largo del camino, los sauces que “entraban en el arroyo” eran lo más común, así que sólo atendió a la indicación de la piedra, que no aparecía. Caminó mucho, los “dos kilómetros” eran más de dos kilómetros, o ese no era el cauce del arroyo seco, hasta que al fin, cuando se estaba por dar por vencido, vio el famoso peñón del buey. Efectivamente, era una piedra de tamaño colosal; lo de los cuernos, con un poco de imaginación, se cumplía también, así que salió del cauce. Desde ahí todo fue fácil: piedra, sendero de los dos arbolitos, tranquera, pirca con alambres y final de la pirca con alambres... en otra pirca con alambres, que impedía pasar del otro lado. Se trepó a unas piedras, para ver si el sendero seguía del otro lado y no, no había nada. De la ruta, desde ya, ni noticias.
Fue su primera noche a la intemperie; ya oscurecía y volver al auto, que ya era una quimera de día, era una fantasía de noche. Sólo se sentó en la esquina que hacían las pircas y se quedó viendo la nada misma, arrancando cada tanto algún pastito para masticar, muerto de hambre y de sed, hasta que se durmió, entrada la noche. Lo despertó el primer rayo de sol, directo a la cara. A su lado, acurrucado, dormía plácidamente un perro, al que acarició detrás de la oreja; el perro movió la cola, se dio vuelta y apoyó la cabeza en el regazo de Osvaldo, que lo siguió acariciando. Había que volver al auto. No podía ser demasiado difícil; era sólo hacer el camino inverso. Emprendió el regreso. Pucho (así se llamaría el perro), lo siguió. Tranquera, sendero, peñón, sauce, arroyo... ¿y ahora? Entrar al arroyo había sino sencillo, pero ¿por dónde debía salir? No tenía idea. Vio, más adelante, a dos hombres de a caballo; pero ¿qué les iba a preguntar? ¡El pinar! Pensó y se acercó. Saludos, saludos, pregunta y primer problema “¿cuál pinar?”, preguntó el más joven de los hombres. “¿cuál pinar?”, pensó Osvaldo y, de golpe, recordó “¡el que está cerca del Puesto de Arriaga!”, dijo, triunfante. “Ah, el pinar de Ayiaga... de acá... a ver... shastá. Mire: sigue por el cauce del ayoio hasta el mollar, ahí sale pal norte...”; “espere”, interrumpió Osvaldo, no sé qué es un mollar y el norte no me queda claro para dónde queda. “Ah... disculpe; lo del mollar no importa, el ayoio se mete en unohárboles, se mete adencho, quiero decir; ese es el mollar y ahí sale pa la izquierda, si le da derecho, se cruza un sendero bien marcao, lo agaya pal este... pa la derecha, hasta la piedra blanca; se va a dar cuenta, porque es una piedrota muy grande y blanca; ya de ahí, al n... a la izquierda, se ve el pinar”. Saludos, saludos. Esta vez, todo salió bien. Llegó al pinar, aunque le costó encontrar el auto. Lo primero que hizo fue bajar al arroyo a buscar agua, que bebió casi con desesperación. Fue cuando se dio cuenta que tenía que tener agua arriba, así que subió y, tras descansar un rato, agarró el bidón con el agua para el sapito y lo vació. Bajó al arroyo, y enjuagó el bidón un montón de veces, hasta que ya sólo se sentía el olor a plástico. Lo llenó y lo subió. Vio, no muy lejos, un lagarto no muy grande; se fue acercando despacio, pero cuando llegó a cierta distancia el lagarto se apartó unos metros. Caminó más despacio, logró acercarse un poco más, pero el lagarto se volvió a alejar. Decidió cazarlo. Buscó su palo serpentero y ya directamente corrió; no sabía que los lagartos corrían tan rápido y además en zigzag, fue una aventura larga, hasta que al fin pudo aplastar al lagarto contra el piso. La agarrada fue más difícil, porque el lagarto lo lastimaba con las uñas y se retorcía con mucha fuerza; lo apoyó en el piso y le aplastó la cabeza con la rodilla. Fuego, ensartada, comida, destripe mediante, que lo tuvo al borde del vómito un par de veces. Decidió que ese día ya no iba a hacer otra cosa, así que se quedó en el coche, bajó al arroyo un par de veces, lavó la remera, buscó zarzamoras y fue probando plantitas, algunas de las cuales parecían radicheta, más amarga. Pensó si podría llegar al pero sin perderse. Lo intentaría en otro momento o no, al día siguiente tenía que encontrar la ruta. Pero lo pensó.
Y pasaron los días. Cada uno de ellos con algún encuentro fortuito que derivaba en indicaciones que terminaban en cañadas, pircas, alambradas o explanadas sin horizonte. Norte, sur, este, oeste. Se fue haciendo experto, al menos en eso. Lo mismo que en agarrar serpientes y lagartos y, más adelante, murciélagos y, eventualmente, alguna liebre. Y pasaron semanas, meses. El tiempo se perdió de la cuenta para él. Ya se cruzaba con la misma gente y, con el tiempo, pasó a ser “Don Osvaldo”. Un día, varios meses después de los tres años cumplidos del desvío original, buscando árboles de fruta y plantas comestibles, apareció, finalmente y por casualidad, la ruta, ahí nomás. Osvaldo la miró un rato y después de mucho cavilar siguió con lo suyo, finalmente había encontrado el camino, pero ahora tenía que almorzar, así que se abocó a eso. Durmió una siesta y pensó qué sería de su familia. Pero, ¿cómo volver? ¿para decir qué?
Hoy, por lo pronto, prepara su liebre, mientras Pucho espera, acostado, los huesos y algún pedazo de carne, que seguro va a sobrar. Osvaldo ve, a lo lejos, en la entrada del pinar, un auto rojo y un hombre que desciende. Se para y avanza. “Buenas tardes”, dice el hombre. Osvaldo saluda con la cabeza. “Estoy algo perdido; necesito llegar a la ruta... disculpe, ¿Usted es Don Osvaldo?”. Osvaldo asiente, y empieza; “Mire, así como tiene el auto, sin doblar, rodea el pinar, siempre para el sur. Unos tres kilómetros más allá de la piedra blanca, una piedra muy grande y blanca, va a ver un mollar...”

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