sábado, 21 de septiembre de 2019

CDLXXIV

Ella entró en casa un martes a la madrugada. Se llama Luana, aunque no lo sabe. Desde mi posición en la cocina es imposible que algo de ese tamaño entre por la ventana sin ser visto, por más abstraído que esté, escribiendo o aburriéndome con el teléfono o las redes sociales. Lo que vi fue una mancha que cruzaba el tramo de pared blanca que está entre el marco de la ventana y el otro borde de la mesa. Levanté la cabeza y no vi nada, por lo que me moví para el costado, evitando la mesa, que hacía de pantalla. Estaba quieta, en el medio de la pared.
Me quedé, en principio, quieto, mirándola y pensando qué hacer. Me acordé del cuento “La migala”, de Arreola y tuve tiempo de imaginar si yo sería capaz de convivir con una sensación así; pero Luana no era ni por asomo de ese nivel de amenaza y era, además, muy bella. Me paré despacio y me acerqué, lo que la hizo moverse y quedar oculta por la tabla de planchar. Siempre sentí con las arañas la sensación de que se trataba de alimañas saltarinas; sé que algunas lo son, pero son muy pocas y Luana no era una de ellas; ya lo averigüé. Le saqué una foto y resultó ser una araña negra, que al parecer sólo pica si se siente amenazada, pero su picadura no es mortal, aunque puede provocar muchos síntomas desagradables y es muy dolorosa. Se quedó detrás de la tabla, decía; dudé sobre qué hacer y al final despegué la tabla de la pared, pero ya no estaba, lo que me llamó la atención, porque no la vi salir.
Entonces miré hacia abajo y la vi en el zócalo, a dos centímetros de mi pie, que retiré violentamente y dando un saltito para atrás. Luana, por su parte, bajó a la esquina entre el zócalo y el piso y partió a toda velocidad hacia la puerta. La seguí y la encontré en un rincón, en el distribuidor, inmóvil. Ya había decidido no matarla, de todos modos, antes de que entrara; no mato bichos, salvo mosquitos y alguna cucaracha que no se esconde antes de que me decida; a veces hormigas, bueh, pero sólo cuando son plaga. El tema es que Luana es verdaderamente grande, mucho más que cualquier araña que haya visto en casa alguna vez; ¿qué hacer? Mientras pensaba esto, mirándola, se fue arrimando despacio a una escalera de madera que tiene un bajo escalera amplio, lleno de cosas, algunas de uso frecuente. Fin de la historia. Seguramente haría sus telas por ahí adentro.
Dos días después, reapareció en la cocina, en el repasador. Se me ocurrió mirar el techo y en una esquina había un hogar en construcción. La tela de las arañas negras es peculiar; se trata de una tela muy densa y amplia, con un agujero en el medio, donde se resguardan y alimentan. Suelen no salir de las telas, pero si escasea la comida bajan a cazar. En la cocina hay, indefectiblemente, una que otra cucaracha, así que supuse que estaba reconociendo el terreno. Fue cunando la bauticé, con el nombre de una chica de la secundaria que me gustaba. Pero necesitaba el repasador.
Fue la primera vez que establecimos contacto fuera del ámbito meramente visual. Agarré el repasador de una punta, contraria a la dirección en la que Luana miraba, para moverlo, suponiendo que iba a correr. Corrió, pero para el lado de mi mano, a una velocidad que no me dio tiempo de retirarla, por lo que pasó por encima de mi dedo índice. Mientras yo trataba de recuperarme del preinfarto, Luana subía, ligero al principio, más lento después, a su hogar; mientras la miraba subir me figuré que estaba más grande. Leí un poco más en Internet sobre sus costumbres, tratando de encontrar alguna referencia un poco menos difusa a su peligrosidad. Supe, así, que “sentirse atacada” era sinónimo, por ejemplo, de meter una mano para agarrar un tenedor en algún sitio en el que ella se encontrara. Descubrí, a la par, que la potencia de la mordedura es directamente proporcional al tamaño del octópodo; si eso era cierto, y si es posible creer en Internet, una picadura de Luana podía dejarme una semana en cama, con vómitos y fiebre, además de una hinchazón sensible, dolorosa y grande.
Recalculé mi decisión acerca de si dejarla o no vivir conmigo; no era necesario asesinarla, con un frasco y algo de coraje y habilidad, podía sacarla de la casa. Quedó como idea, de todos modos. Mientras estuviera en la tela no había por qué preocuparse. Esa noche, mientras cenaba, Luana estaba fuera de su escondite, en el techo, a mi espalda. Sobrevino el primer cambio que ocasionó en mi vida, que fue el cambio de ubicación en la mesa, para tenerla siempre vigilada. Era un engorro, porque mi posición me impedía ver la televisión, algo que hacía (y hago) con frecuencia.
Los días comenzaron a pasar y, con ellos, mis hábitos; dejé de andar descalzo por la casa, por ejemplo, o miraba el interruptor de la luz en lugar de simplemente prenderla; pero lo más notorio fue que empecé a comprender que mi vida ya no era solitaria, por raro que parezca decirlo. La casa contenía otro ser, que a la vez era una amenaza permanente. Luana, con el correr del tiempo, empezó a aparecerse en lugares que no le correspondían: la mesada de la cocina, la pared de atrás del sillón del living, el baño; el baño, ese fue el primer lugar problemático, porque dejé de poder ir “de apuro”, ya que antes de realizar cualquier acción en el inodoro tenía que certificar que mi compañera no estuviera bajo la tabla, o en el inodoro mismo, o detrás de él. Más de una vez, estando ya en el baño, aparecía bajo la puerta y, siempre rinconeando, avanzaba hasta debajo del mueble del lavabo; pero a veces iba en sentido contrario, para perderse detrás del inodoro, lo cual me sumía en un inevitable estado de zozobra, cuando no me interrumpía, directamente.
Vivía en un perpetuo estado de inquietud bastante paradójico, porque no me desagradaba y a la vez me impedía concentrarme en mis tareas, creyendo advertirla cercana. Esa inquietud creció exponencialmente el día que la encontré sobre la almohada de la cama. Fue inevitable preguntarme cuántas noches habré dormido con Luana a mi lado, o sobre las sábanas, sin advertirlo. Tuve, entonces, que empezar a hacer algunas pruebas para ver si había forma de acostumbrarla a su casa propia y eso me llevó a vencer más de una imposibilidad psíquica. Me propuse como tarea empezar a alimentarla, dejándole insectos en la tela. Como el techo de casa era alto, tuve que comprar una escalera grande, que me costó un dineral. Creí que si la eficacia de su tela crecía, iba a peregrinar menos por ahí. El tema era qué insectos dejarle y, además, si debían estar vivos o no. Rápidamente descubrí que lo segundo era mucho menos eficaz que lo primero, pero el problema es que los únicos insectos que podía capturar en esas condiciones eral las cucarachas de la cocina, que eran difíciles de agarrar sin matar. Las barreras vinieron ahí.
En medio de esto, sucedió un episodio relevante. Una mañana, al ponerme la zapatilla, sentí que el pie se me quemaba, literalmente. Lo saqué, dolorido, detrás, salió Luana, que abandonó el zapato y salió corriendo fuera del cuarto. El dolor en el pie fue aumentando conforma pasaba el tiempo y los dos dedos inmediatos al gordo a hincharse arriba, para luego hinchar el empeine. El pié se transformó en una pelota de Rugby. No me dio fiebre ni tuve vómitos, pero anduve rengo una semana, o casi. Pasaron como dos hasta que se me desinflamó del todo. Ya no me calzo sin golpear primero los zapatos contra el piso. De hecho, casi no hay nada que toque o espacio que ocupe que no sea previamente revisado con cierta minuciosidad.
Vuelvo a mi nuevo rol de proveedor alimenticio. Una noche, mientras escribía, vi sobre la mesada una cucaracha chiquita. Más indefensa y agarrable que allí, imposible. Me paré y me acerqué y la cucaracha empezó a moverse hacia la pared; ni siquiera pensé: me tiré sobre la mesada y puse la mano como campana sobre el bicho asqueroso. Podía sentirlo en distintas partes de la palma y los dedos, buscando salir, hasta que me di cuenta que se había subido a la mano. Aproveché para cerrarla rápido, capturando así al insecto. Busqué la escalera y la ubiqué; con cuidado y lentitud enormes, empecé a abrir la mano, con la otra dispuesta para agarrar a la cucaracha, lo que logré. El tema era qué hacer ahora, si tirarla a la tela, con el riesgo de que rebotara y cayera, como ya había sucedido con otros bicho muertos que había tirado. Pero no sabía si Luana estaba en su hueco o estaba de paseo; desde mi posición no se veía bien y, además, el hueco era muy profundo; si depositaba a la cucaracha corría el riesgo de que la araña saliera y se encontrara con mis dedos; ya sabía yo las consecuencias de ese contacto. Ya estaba ahí; temeroso, acerqué al bicho a la tela y lo apreté. Medio cuerpo de Luana salió del agujero, pero se quedó tiesa; yo traté de sostener mi temor y, mirando a la araña, apreté un poquito más, dispuesto a sacar la mano al mínimo movimiento, que no se produjo. Cuando me pareció que Ya la cucaracha no tenía escape, saqué la mano, dejando al bicho tratando de moverse, inútilmente. Luana siguió en su posición intermedia un buen rato; de hecho, bajé de la escalera, la cerré y cuando volvía a mi silla para empezar a escribir ya la vi sobre la cucaracha. Desde lejos, vi cómo la envolvía en seda y la arrastraba, marcha atrás, hacia el hueco.
Ya mucho tiempo. Fui aprendiendo sobre ella y sé que está dentro de las posibilidades que crezca hasta los doce centímetros, de los cuales no está demasiado lejos, hoy. Ya nos hemos acostumbrado a convivir; más de una vez apareció en la mesa mientras escribía y me picó una vez más, sacando un desodorante de abajo del lavabo.
La tela se volvió verdaderamente grande. Diría que en su parte más extensa tiene más de sesenta o setenta centímetros, lo cual es bueno porque puedo darle de comer desde más lejos; una vez que un insecto toca la tela ya no puede salir. Gracias a Luana, le perdí el temor y los pruritos a casi todos los bichos que suelen pulular por la casa: cucarachas, chinches, uno que otro saltamontes o langosta en verano; lo único que no le doy son escarabajos, porque me gustan, igual que las vaquitas de San Antonio; todo lo demás es ración.
Y yo me acostumbré a la inquietud. Alguien podrá pensar que con el tiempo se atenúa, pero no es así. Nunca di el paso de tratar de hacerla subir a la mano; el recuerdo de su dolorosa mordida es más grande que la tentación. Pero vivo sabiendo que Luana está por ahí y duermo sabiendo que es muy probable que durante la noche seamos cohabitantes de la cama. Una vez, dormido, en verano, tuve la sensación de que estaba caminando por mi espalda: pero, repito, estaba dormido. Luana pasea por la casa y yo me acostumbré a esperar su mordida cada segundo.
Volví a andar descalzo.

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