Ella
entró en casa un martes a la madrugada. Se llama Luana, aunque no lo
sabe. Desde mi posición en la cocina es imposible que algo de ese
tamaño entre por la ventana sin ser visto, por más abstraído que
esté, escribiendo o aburriéndome con el teléfono o las redes
sociales. Lo que vi fue una mancha que cruzaba el tramo de pared
blanca que está entre el marco de la ventana y el otro borde de la
mesa. Levanté la cabeza y no vi nada, por lo que me moví para el
costado, evitando la mesa, que hacía de pantalla. Estaba quieta, en
el medio de la pared.
Me
quedé, en principio, quieto, mirándola y pensando qué hacer. Me
acordé del cuento “La migala”, de Arreola y tuve tiempo de
imaginar si yo sería capaz de convivir con una sensación así; pero
Luana no era ni por asomo de ese nivel de amenaza y era, además, muy
bella. Me paré despacio y me acerqué, lo que la hizo moverse y
quedar oculta por la tabla de planchar. Siempre sentí con las arañas
la sensación de que se trataba de alimañas saltarinas; sé que
algunas lo son, pero son muy pocas y Luana no era una de ellas; ya lo
averigüé. Le saqué una foto y resultó ser una araña negra, que
al parecer sólo pica si se siente amenazada, pero su picadura no es
mortal, aunque puede provocar muchos síntomas desagradables y es muy
dolorosa. Se quedó detrás de la tabla, decía; dudé sobre qué
hacer y al final despegué la tabla de la pared, pero ya no estaba,
lo que me llamó la atención, porque no la vi salir.
Entonces
miré hacia abajo y la vi en el zócalo, a dos centímetros de mi
pie, que retiré violentamente y dando un saltito para atrás. Luana,
por su parte, bajó a la esquina entre el zócalo y el piso y partió
a toda velocidad hacia la puerta. La seguí y la encontré en un
rincón, en el distribuidor, inmóvil. Ya había decidido no matarla,
de todos modos, antes de que entrara; no mato bichos, salvo mosquitos
y alguna cucaracha que no se esconde antes de que me decida; a veces
hormigas, bueh, pero sólo cuando son plaga. El tema es que Luana es
verdaderamente grande, mucho más que cualquier araña que haya visto
en casa alguna vez; ¿qué hacer? Mientras pensaba esto, mirándola,
se fue arrimando despacio a una escalera de madera que tiene un bajo
escalera amplio, lleno de cosas, algunas de uso frecuente. Fin de la
historia. Seguramente haría sus telas por ahí adentro.
Dos
días después, reapareció en la cocina, en el repasador. Se me
ocurrió mirar el techo y en una esquina había un hogar en
construcción. La tela de las arañas negras es peculiar; se trata de
una tela muy densa y amplia, con un agujero en el medio, donde se
resguardan y alimentan. Suelen no salir de las telas, pero si escasea
la comida bajan a cazar. En la cocina hay, indefectiblemente, una que
otra cucaracha, así que supuse que estaba reconociendo el terreno.
Fue cunando la bauticé, con el nombre de una chica de la secundaria
que me gustaba. Pero necesitaba el repasador.
Fue
la primera vez que establecimos contacto fuera del ámbito meramente
visual. Agarré el repasador de una punta, contraria a la dirección
en la que Luana miraba, para moverlo, suponiendo que iba a correr.
Corrió, pero para el lado de mi mano, a una velocidad que no me dio
tiempo de retirarla, por lo que pasó por encima de mi dedo índice.
Mientras yo trataba de recuperarme del preinfarto, Luana subía,
ligero al principio, más lento después, a su hogar; mientras la
miraba subir me figuré que estaba más grande. Leí un poco más en
Internet sobre sus costumbres, tratando de encontrar alguna
referencia un poco menos difusa a su peligrosidad. Supe, así, que
“sentirse atacada” era sinónimo, por ejemplo, de meter una mano
para agarrar un tenedor en algún sitio en el que ella se encontrara.
Descubrí, a la par, que la potencia de la mordedura es directamente
proporcional al tamaño del octópodo; si eso era cierto, y si es
posible creer en Internet, una picadura de Luana podía dejarme una
semana en cama, con vómitos y fiebre, además de una hinchazón
sensible, dolorosa y grande.
Recalculé
mi decisión acerca de si dejarla o no vivir conmigo; no era
necesario asesinarla, con un frasco y algo de coraje y habilidad,
podía sacarla de la casa. Quedó como idea, de todos modos. Mientras
estuviera en la tela no había por qué preocuparse. Esa noche,
mientras cenaba, Luana estaba fuera de su escondite, en el techo, a
mi espalda. Sobrevino el primer cambio que ocasionó en mi vida, que
fue el cambio de ubicación en la mesa, para tenerla siempre
vigilada. Era un engorro, porque mi posición me impedía ver la
televisión, algo que hacía (y hago) con frecuencia.
Los
días comenzaron a pasar y, con ellos, mis hábitos; dejé de andar
descalzo por la casa, por ejemplo, o miraba el interruptor de la luz
en lugar de simplemente prenderla; pero lo más notorio fue que
empecé a comprender que mi vida ya no era solitaria, por raro que
parezca decirlo. La casa contenía otro ser, que a la vez era una
amenaza permanente. Luana, con el correr del tiempo, empezó a
aparecerse en lugares que no le correspondían: la mesada de la
cocina, la pared de atrás del sillón del living, el baño; el baño,
ese fue el primer lugar problemático, porque dejé de poder ir “de
apuro”, ya que antes de realizar cualquier acción en el inodoro
tenía que certificar que mi compañera no estuviera bajo la tabla, o
en el inodoro mismo, o detrás de él. Más de una vez, estando ya en
el baño, aparecía bajo la puerta y, siempre rinconeando, avanzaba
hasta debajo del mueble del lavabo; pero a veces iba en sentido
contrario, para perderse detrás del inodoro, lo cual me sumía en un
inevitable estado de zozobra, cuando no me interrumpía,
directamente.
Vivía
en un perpetuo estado de inquietud bastante paradójico, porque no me
desagradaba y a la vez me impedía concentrarme en mis tareas,
creyendo advertirla cercana. Esa inquietud creció exponencialmente
el día que la encontré sobre la almohada de la cama. Fue inevitable
preguntarme cuántas noches habré dormido con Luana a mi lado, o
sobre las sábanas, sin advertirlo. Tuve, entonces, que empezar a
hacer algunas pruebas para ver si había forma de acostumbrarla a su
casa propia y eso me llevó a vencer más de una imposibilidad
psíquica. Me propuse como tarea empezar a alimentarla, dejándole
insectos en la tela. Como el techo de casa era alto, tuve que comprar
una escalera grande, que me costó un dineral. Creí que si la
eficacia de su tela crecía, iba a peregrinar menos por ahí. El tema
era qué insectos dejarle y, además, si debían estar vivos o no.
Rápidamente descubrí que lo segundo era mucho menos eficaz que lo
primero, pero el problema es que los únicos insectos que podía
capturar en esas condiciones eral las cucarachas de la cocina, que
eran difíciles de agarrar sin matar. Las barreras vinieron ahí.
En
medio de esto, sucedió un episodio relevante. Una mañana, al
ponerme la zapatilla, sentí que el pie se me quemaba, literalmente.
Lo saqué, dolorido, detrás, salió Luana, que abandonó el zapato y
salió corriendo fuera del cuarto. El dolor en el pie fue aumentando
conforma pasaba el tiempo y los dos dedos inmediatos al gordo a
hincharse arriba, para luego hinchar el empeine. El pié se
transformó en una pelota de Rugby. No me dio fiebre ni tuve vómitos,
pero anduve rengo una semana, o casi. Pasaron como dos hasta que se
me desinflamó del todo. Ya no me calzo sin golpear primero los
zapatos contra el piso. De hecho, casi no hay nada que toque o
espacio que ocupe que no sea previamente revisado con cierta
minuciosidad.
Vuelvo
a mi nuevo rol de proveedor alimenticio. Una noche, mientras
escribía, vi sobre la mesada una cucaracha chiquita. Más indefensa
y agarrable que allí, imposible. Me paré y me acerqué y la
cucaracha empezó a moverse hacia la pared; ni siquiera pensé: me
tiré sobre la mesada y puse la mano como campana sobre el bicho
asqueroso. Podía sentirlo en distintas partes de la palma y los
dedos, buscando salir, hasta que me di cuenta que se había subido a
la mano. Aproveché para cerrarla rápido, capturando así al
insecto. Busqué la escalera y la ubiqué; con cuidado y lentitud
enormes, empecé a abrir la mano, con la otra dispuesta para agarrar
a la cucaracha, lo que logré. El tema era qué hacer ahora, si
tirarla a la tela, con el riesgo de que rebotara y cayera, como ya
había sucedido con otros bicho muertos que había tirado. Pero no
sabía si Luana estaba en su hueco o estaba de paseo; desde mi
posición no se veía bien y, además, el hueco era muy profundo; si
depositaba a la cucaracha corría el riesgo de que la araña saliera
y se encontrara con mis dedos; ya sabía yo las consecuencias de ese
contacto. Ya estaba ahí; temeroso, acerqué al bicho a la tela y lo
apreté. Medio cuerpo de Luana salió del agujero, pero se quedó
tiesa; yo traté de sostener mi temor y, mirando a la araña, apreté
un poquito más, dispuesto a sacar la mano al mínimo movimiento, que
no se produjo. Cuando me pareció que Ya la cucaracha no tenía
escape, saqué la mano, dejando al bicho tratando de moverse,
inútilmente. Luana siguió en su posición intermedia un buen rato;
de hecho, bajé de la escalera, la cerré y cuando volvía a mi silla
para empezar a escribir ya la vi sobre la cucaracha. Desde lejos, vi
cómo la envolvía en seda y la arrastraba, marcha atrás, hacia el
hueco.
Ya
mucho tiempo. Fui aprendiendo sobre ella y sé que está dentro de
las posibilidades que crezca hasta los doce centímetros, de los
cuales no está demasiado lejos, hoy. Ya nos hemos acostumbrado a
convivir; más de una vez apareció en la mesa mientras escribía y
me picó una vez más, sacando un desodorante de abajo del lavabo.
La
tela se volvió verdaderamente grande. Diría que en su parte más
extensa tiene más de sesenta o setenta centímetros, lo cual es
bueno porque puedo darle de comer desde más lejos; una vez que un
insecto toca la tela ya no puede salir. Gracias a Luana, le perdí el
temor y los pruritos a casi todos los bichos que suelen pulular por
la casa: cucarachas, chinches, uno que otro saltamontes o langosta en
verano; lo único que no le doy son escarabajos, porque me gustan,
igual que las vaquitas de San Antonio; todo lo demás es ración.
Y
yo me acostumbré a la inquietud. Alguien podrá pensar que con el
tiempo se atenúa, pero no es así. Nunca di el paso de tratar de
hacerla subir a la mano; el recuerdo de su dolorosa mordida es más
grande que la tentación. Pero vivo sabiendo que Luana está por ahí
y duermo sabiendo que es muy probable que durante la noche seamos
cohabitantes de la cama. Una vez, dormido, en verano, tuve la
sensación de que estaba caminando por mi espalda: pero, repito,
estaba dormido. Luana pasea por la casa y yo me acostumbré a esperar
su mordida cada segundo.
Volví
a andar descalzo.
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