domingo, 29 de septiembre de 2019

CDLXXXVI


Ese abril fue el mes que evidenció la diferencia fatal. Damián estaba acostumbrado, como suele suceder con lxs niñxs, a los requerimientos absurdos de un amor que un padre y una madre no pueden exigir de sus hijxs. En su caso, el requerimiento se tornaba más incomprensible, debido a que el padre que exigía veneraciones insólitas no era su padre, al menos para él. Su padre verdadero exigía poco y daba menos, pero al menos no fastidiaba.
También eran costumbre los desplantes y las escenas dantescas, sobre todo por parte de quien exigía los honores de una paternidad que no le pertenecía. Sin ser un consuelo, funcionaba como fuga del escarnio personal el hecho de que los destratos fueran compartidos con su madre. Las razones de un golpe o un insulto eran tan arbitrarias que resultaba imposible asumir conductas precautorias: una noche, por ejemplo, una cena terminó en escándalo por el orden en el que se había condimentado una ensalada. Alguna vez, también, un comentario de Damián, que tenía ocho años, acerca de una mala maniobra de Reutemann había terminado con un cachetazo.
Abril, entonces, no fue inaugural en un sentido literal; simplemente fue un punto de quiebre en lo que hacía al aumento de las exigencias a Damián acerca de aceptar la benevolencia de su padrastro.
En abril nació Guillermo, el hijo verdadero.
Se abrieron para Damián, en ese mes nefasto, dos alternativas, ambas insostenibles e inhabitables. La primera de ellas era renunciar a su padre, para poder ser incorporado al clan en igualdad de condiciones que Guillermo y, a la vez, dejar establecido que en toda manada sólo hay un macho alfa. La segunda era sobreponer la biología a la convivencia, lo cual tenía la ventaja de reconocerse parte de un linaje y una historia, al menos nominales, pero implicaba un abierto desafío a la condición indispensable para ser acreedor de derechos plenos en su hábitat cotidiano.
Damián, sin proponérselo, puesto que no era siquiera conciente de que tenía que elegir, actuó la segunda de las opciones.
Los escarnios más tremendos suelen ser sutiles, a veces demasiado, tanto que no se perciben sino mucho tiempo después, en forma de tumores; pero el falso padre no era dado a las sutilezas y eso tenía sus ventajas (y, desde ya, sus desventajas). Las primeras eran el agotamiento del dolor en el momento mismo de cada acto terrible; era el dolor intenso, pero acotado al instante. Las segundas, obviamente, eran ese dolor reiterado, que Damián empezó a aceptar como parte de la vida: así deberían ser las cosas, imaginaba, hechas de golpes e insultos.
Sucedía que Guillermo contaba en su vocabulario cotidiano con una palabra necesaria que Damián sólo podía pronunciar de vez en cuando: “papá”. Esa palabra sobrante, o faltante, dependiendo del punto de vista, era la que marcaba el límite. Un verano, al año siguiente. Damián preguntó si el uso de la palabra le estaba permitido; la respuesta fue afirmativa y seguida de un gesto de cariño. No obstante, fue un intento desmesurado para las posibilidades del niño, que no pudo sostener.
Las cosas en la casa se fueron poniendo cada vez peor para Damián. Conforme pasaba el tiempo, se hacía evidente que había un hueco irremediable entre la familia y él, que se hizo mayor cuando nació Leandro, cuando Damián ya tenía doce años y el cuero y el alma bastante curtidxs. Mamá era una simple espectadora, una sombra que corroboraba su cariño con abrazos y gestos amorosos, pero se volvía invisible cuando el falso padre hacía sus demostraciones de hombre despreciado. 
Había, en todo esto, una segunda instancia de resguardo que era también ineficaz, cuando no más destructiva aun, que era la casa de papá. Allí sobraba la sinceridad; ella, que vivía con papá y con quien había tenido una hija, Magdalena, ni siquiera simulaba un interés en lo que a Damián respectaba. Y papá era toda indiferencia. Una vez Damián preguntó si podía vivir con él y la respuesta de papá fue lo suficientemente evasiva como para que el niño entendiera que eso no iba a suceder jamás.
Un 22 de agosto, día premeditado y minuciosamente elegido, Damián salió de la casa de su madre para ir a pasar el fin de semana con su padre y Magdalena y ella. Ya había tomado la precaución de robarse un dinero de su madre del que sabía hacía tiempo. Se tomó el 152, pero no bajó en casa de papá. Bajó en Retiro y entró en la terminal del tren. En veinte minutos salía una formación para Tucumán y compró el boleto. Había cargado una mochila con una muda de ropa y algunos libros. Zapatillas no, porque sólo tenía un par.
El tren llegó a Tucumán casi a las nueve de la noche y hacía frío. Esto no era un problema para Damián, casi nacido en el sur y con mucha resistencia a las bajas temperaturas que, de hecho, le agradaban. Pasó la primera noche en una plaza, casi sin dormir. La única razón por haber elegido Tucumán era que un amigo de la primaria, tucumano, hablaba de un tío que tenía un restaurante en Famaillá, no muy lejos de la Capital y a donde se llegaba fácil en un micro. Preguntó por la terminal y una vez allí sacó el pasaje. Llegó a Famaillá pasadas las tres de la tarde y el Restaurante estaba cerrado, por lo que deambuló por ahí, hizo tiempo en la plaza principal, entró a ver la iglesia y estuvo un rato al lado de un río, cuyo nombre desconocía, haciendo patito.
A eso de las siete emprendió el regreso a su destino original. El lugar estaba abierto. Entró, preguntó por el Mencho, al Mencho. Se presentó como amigo del Rafa, sobrino del dueño y no ahorró detalles; no mintió ni una vez. Lo que pedía era un lugar para dormir y comida, a cambio de trabajo, el que fuera. Mencho se rascó la cabeza; en la puerta del local había un cartel que decía “se busca asistente”. “Me metei en un problemón, pibe; la verdá es que no sé, lo via tener que pensar un cacho; en yealidá, lo que tengo quiacer e'iamar a la policía y que te ieven con tu familia”. Damián rogó por primera vez, no por el trabajo, sino por el silencio de Mencho, que era prioritario. “Mirá nene, no sé; hagamoj así: io no via decir nada, ta bien, pero lo del chabajo lo tengo que pensar. Venite mañana a laj ocho'e la mañana y charlamo mejor. Si queré, te podei quedar a dormir en el cuartito del fondo; ay ni tené que venir, a laj ocho io te iamo, si no estai despierto”. Damián aceptó y agradeció el hospedaje. “El cuartito del fondo” era una mezcla de despensa, depósito y habitación, que no cumplía fines de vivienda desde hacía mucho. Había una cama con colchón, pero el colchón estaba lleno de polvo. Damián pensó un rato y supo que ese sería su hogar, si la respuesta de Mencho era afirmativa. Dedicó un rato largo a sacudir el colchón, encontró entre los bártulos dispersos por el cuarto un almohadoncito, que también había que sacudir y finalmente se acostó. Se quedó dormido casi instantáneamente.
Se despertó algo antes de las siete, con el ruido de la puerta de entrada al local. Escuchó algunos movimientos en el salón, las cortinas levantarse, ruidos de sillas. Se levantó para ir a ayudar. “Güen día, chango; ¿cómo ai dormío?”, preguntó el Mencho. “Bien, bien”, contestó Damián. Mencho se acercó a una mesa y separó dos sillas, que puso una frente a otra; “vení changuito, vamoj a charlar un cacho”. Damián se sentó en una de las sillas y el Mencho hizo lo mismo, poniendo antes, sobre la mesa, dos cafés con leche con seis medialunas, de las que Damián se comió cinco. “Güe, vamoj al grano”, dijo Mencho; “mirá, no vai poder ser, ¿sabé? No cieya. Aier salisten la tele y acá soi como un farol. Ademá no está bien. No te via decir qué tenei que hacé, eso lo decidís vo, ¿sabé? Pero, ¿por que no me contai quia pasao?”. Damián hizo un silencio para enjugarse las lágrimas. Y después le contó su vida al Mencho, que lo escuchó de punta a punta sin interrumpir. Cuando terminó de hablar, Mencho le dijo “¿Sabei lo que creo, chango?, que todo eso que me ái contao son cosa que se ayeglan; ¿Qué vai hacer? ¿Yealmente crés que andar vagabundiando porái vaj a estar mejor? Io no via decir nada, quedate chanquilo; pero si te sirve dialgo, me parece que tenei que golver, chango. Dejalo al estúpido ese que me áis contao; pensá en tu mama; ¿Sabéi el dolor que está sintiendo ahorita mesmo? Porái, ademá, todo esto sirve dialgo, como pa que vean que nostái jodiendo, ¿entendei?”. Damián no dijo nada. “Si queréi te podéi quedar una noche maj acá, pero nada má; dejpué te tenei quir, ¿te parece?”. Damián movió la cabeza y negó. “No Mencho, gracias igual, prefiero irme ahora”, dijo. “¿Y sabéi lo que vaj hacer?”, preguntó Mencho. Damián negó con la cabeza. “¿Tenéi plata, por lo meno?”, preguntó el hombre. “Tengo algo”, dijo Damián; me arreglo. Mencho fue a la caja y volvió con unos billetes. “Tené, chango; con esto te alcanza pal viaje a Salta y a Buenoj Aire y todavía te queda un poco. Golvé, no seai huevón”. Damián agarró la plata, se paró y abrazó al Mencho, que le acarició la cabeza; “Golvé, changuito, haceme caso”.
Damián fue al cuarto, guardó todo en su mochilita y salió, derecho para la terminal de colectivos. Miró los horarios y vio que había un colectivo que salía en cuarenta minutos para La Quiaca. Fue a la boletería y preguntó si el colectivo hacía parada en Purmamarca, lugar que conocía por la primaria. Sabía que allí vivía otra pariente de Rafael, y era un pueblo chico, menos arriesgado que Faimallá. “Mirá quel micro no dencha”, le dijo el boletero “vo le avisái al chofer y te para en la Yuta, en la enchada; diái tenej unoj kilómechs, no mucho, ponele uno o do, majomeno... uno, nada”. Damián sacó el pasaje y buscó algún lugar poco visible para esperar; Mencho le había dicho que había salido en la tele, así que no se quería hacer ver y, efectivamente, era un farol blanco teta en el deambular cobrizo de lxs demás pasajerxs. Tenía hambre, pero no quería entrar al kiosco porque había un televisor; podía aguantar unas horas más. Cuando se hizo la hora, fue hasta el andén y el micro ya estaba ahí. Se subió y se acomodó en el asiento, del lado de la ventanilla. A su lado se sentó una mujer de unos cincuenta, Kolla hasta el tuétano, que lo miró con una sonrisa sincera. “¿Qianda haciendo un mócito solito aquí en Jujuy?”, preguntó la mujer; “Me iamo Justina, ¿Y vo?”. “Francisco”, respondió Damián. “Voy a ver a mi tío en Purmamarca”, agregó. “¿Y el Tata y la Mama lo han dejao?”. “Voy siempre”, dijo Damián, “mamá y papá están alla; yo vine a Tucumán con el tío y ahora vuelvo”. “Pero no son diáca”, dijo Justina. “No, vinimos hace poco, a mis papás les gustó y nos quedamos”. “Y, sí, es lindo porái, si tenéi chabajo es lindo lugar”. Para fortuna de Damián, la charla quedó ahí. Se acomodó contra la ventana y se durmió.
Se despertó en Bárcena, sacudido levemente por Justina. “Chango, dispiertesé que ia está iegando”, despué de Tumbaya se tiene que bajar”; “sí, sí, ya sé”, mintió Damián. Se mantuvo despierto hasta que vio el cartel que indicaba que faltaban seis kilómetros para Purmamarca; fue hasta adelante y le dijo que él se bajaba en la entrada. El chofer le preguntó si tenía valija y Damián respondió que no. No más de tres kilómetros más adelante, estaba el cartel que decía “Purmamarca 2”, con una flecha a la izquierda. El micro paró y Damián quedó sólo en la ruta, que cruzó, para iniciar el periplo hacia su destino, que fue sencillo, porque el camino no tenía bifurcaciones. Se cruzó dos veces con grupos de mujeres que vendían tejidos, pero ninguna le ofreció nada; simplemente se cruzó saludos con todas.
Vio, doblando una curva, el Cerro de los Siete Colores; era mucho más lindo de lo que había visto en fotos. Por un momento se sintió feliz, lo cual era bastante novedoso. Pero la belleza del cerro le trajo a la cabeza, paradójicamente, las palabras de Mencho sobre su mamá y pensó en él y ella solos mirando ese paisaje. Diestro ya en la tarea de espantar las esperanzas, se deshizo de la imagen antes de que pudiera llegar a entristecerlo. Sólo caminó hasta el pueblo y preguntó a la primera persona con la que se cruzó sobre el restaurante “El algarrobo”; “Enchaste Justito, Chango, diacá no te podei perdé; esta es Sarmiento y la segunda es Lavaie, doblái a la ízquierda y a media cuadra lo vai a ver”. Damián agradeció. Efectivamente, era muy sencillo llegar; el lugar estaba abierto. Entró y preguntó por la tía de Rafa Ayala a una chica que atendía las mesas, que le dijo que preguntara en la caja. Lo hizo. Un señor con cara de malo y muy poco cordial escuchó la pregunta y gritó “¡Mecha! ¡Que tiandan buscando! Vos perá, chango, ia viene” y siguió con lo suyo. Al minuto salió de la cocina una mujer horizontalmente enorme y verticamlente diminuta, que miró al hombre de la caja, que cabeceó para el lado de Damián. “¿Quiái, chango? ¿Quiandai précisando?”. Damián le preguntó si podían hablar en privado; la mujer hizo un gesto leve de sorpresa y lo invitó a sentarse en una mesa en un rincón, al fondo. Le contó que era amigo de Rafa, que se llamaba Francisco, que no tenía padres y que lo habían mandado a un hospicio y él se había escapado; que necesitaba lugar para comer y dormir y que sabía trabajar, o podía aprender. A la mujer no se le movió un pelo: “¿Cómoanda el Yafa?”, preguntó. “Bien, bien, estudiando”, contestó Damián. La mujer se quedó pensando un rato y en un momento se paró y le dijo a Damián que esperara. Fue una espera larga; Damián pensó en irse, porque de fondo escuchaba la voz de Mecha, que claramente hablaba por teléfono y lo primero que se le ocurrió era que estaba llamando a la policía. En ese trance, la Mecha volvió y se sentó de nuevo frente a él.
“Vamoj al punto. Io no ando necesitando a nadie. Hablé con mi cuñao, quiace el viaje a la salina, le conté todo lo que miás dicho y me dice algo que tiene yazón; voj pensái queste ej un pueblito perdido, güeno pa esconderte; taj equivocao, chango, acá viene gente de todos laos, io te firmo quen sei mese ia te enconcharon, má si vái a chabajar en el tur, ques a lo que la gente viene. Hablé entonce con el Heriberto, que tiene un bar acá a dos cuadra y me dijo que te vaias paiá; también le conté. Te vái hasta Sarmiento y Libertá y lo vaj a ver, tiene un cartel. Ahorita está el Heri; ojo que tiene cara de malo y es más seco que pan de cuacho día, pero es güenazo, ta vaoir. Vo fijate”. Damián agradeció. Agarró su mochilita y salió rumbo al bar. En la barra había un morochazo viejo con cara de malo, que Damián identificó como su interlocutor. Cuando se acercó a la barra, antes de que dijera nada, Heriberto lo saludó “Quiacéi, chango; ¿vo sói el Pancho?”. Damián dudó, “Pancho” no le sonaba. “Francisco”, dijo. “Damián Francisco”. “¿Que no sabei quia lo Francisco se les dice Pancho?, ¿Qué clase de Francisco so? ¿Nunca tian iamáo Pancho?”. “Es que me llaman Damián, pero yo prefiero Francisco”, dijo Damián. “Güeno... tonce diora en má soi Pancho, ¿Tamo?”. Damián sonrió.
“Así quiandái fugao, me dijo la Mecha”. Damián asintió. “Mirá que tiaj elegío un lugar malo pa esconderte, chango; esto en ches mese ej un hormiguero y la mitá son porteño... porque vo sói porteño, ¿no?” Damián asintió. “Güe, nuimporta, sóij amigo e la familia e la Mecha, así que soij amigo e la casa. Io te digo lo que te puedo ofrecer y vo decidí, ¿tamo?”. Damián se quedó mirando. “Io necesito aiuda achás y ej un laburo medio e mierda, no te via mentir; e de todo un poco y todo e yoña: sacar basura, limpiar loj baño, ordenar la despensa cuando iegan loj pedido. Áy mismo, ayiba, hay un cuarto limpio, con baño. Lo que io tiofrezco ej vivir ahí y comer acá, cuacho vece por día; si áy unoj peso, io te doy y hacé lo que quierás, loj gastái o te vaj haciendo un ahoyito. E lo quiai. Lo güeno ej que no te ve nadie. Si te cieya, ayancamo mañana y tempiezo a enseñar; ¿Te cieya?”. A Damián se le iluminó la cara y abrazó al viejo, que sólo le revolvió un poco el pelo. “Güe, ta ceyao, entonce; loj horario son de nueve a do de la tarde y de sei a diej de la noche; pero en temporada se alarga todo y no se mosquea, ¿tamo?”. “Tamo”, dijo Damián, corriendo a las escaleras que daban a la habitación. Lo último que escuchó fue “¡Mañana a laj nueve firme acá abajo, chango!”. Pero ya no contestó. Abrió la puerta del cuarto y le pareció un palacio. La habitación estaba impecable y el baño era un lujo, comparado con lo que había visto en Faimallá. Lo único que lo frenó fue una arañota del tamaño de una mano suya, en un rincón del techo. La miró un rato largo y pensó que se iba a tener que acostumbrar a esas cosas; la araña y el lugar pegaban perfectamente bien.
Pasaron así unos años, durante los cuales se fue haciendo conocido en el pueblo como el “Gringuito” primero y como el “Gringo Pancho”, después y definitivamente. En ese tiempo, lo que empezó como una invitación aislada se fue haciendo corriente y las cenas las pasaba en la casa de Heriberto, que lo adoptó como a un hijo. Fue gracias a la buena relación de Heriberto con la Directora de la Escuela que Damián pudo terminar la primaria, por las diligencias de la Directora para conseguir los registros en Buenos Aires. Fue un período tenso, porque Damián estaba seguro de que se iba a saber de él; pero no pasó nada. Terminó séptimo a los catorce y Heriberto le dijo que tenía que hacer la secundaria, pero en San Salvador. Ya para esa época tenía horario adaptado al estudio y sus tareas eran más relevantes; trabajaba de dos de la tarde a diez de la noche y en temporada hasta las doce o la una, como encargado general de mantenimiento. Ya tenía sueldo, además de casa y comida y lo ahorraba casi todo, con lo que se había hecho una buena plata.
Con veinte cumplidos, Heriberto le empezó a insistir con la Universidad, algo a lo que Damián se negó. Unos años después, llegó a la caja, que era la marca de la confianza y Chato, el hijo mayor de Heriberto, pasó a ser algo así como un Gerente General. Heriberto iba ya de vez en cuando y vivía de una renta fijada de palabra. No fueron muy buenos tiempos, ya que Chato y Damián tenían agarradas fuertes por los malos modos de Chato con el personal; pero eran diferencias que se arreglaban y volvían, hasta volverse una rutina.
A los treinta, el “Gringo Pancho” ya estaba curtido y paseaba por el pueblo sin desentonar con el paisaje. Hacía rato que había aprendido a cabalgar y se compró unos caballos para hacerse un extra en las temporadas, organizando cabalgatas alrededor del Cerro y por otros senderos que ya se sabía de memoria. Llegó, entonces, la tecnología; Damián vio un filón y se anotó como Programador, primero, como Analista de Sistemas, después y, finalmente, como Ingeniero Electrónico. Fueron años feroces, en los que dormía cuatro o cinco horas por día. Pero finalmente el esfuerzo dio frutos: no había en el pueblo nadie que supiera tanto como el de computación, conexiones inalámbricas, redes, sistemas de cable. La cuestión fue que dejó el Bar, con honda pena. El viejo Heriberto lo despidió entre lágrimas; “No me voy de pueblo, Tata, me voy del Bar”, le decía Damián. Pero el viejo lo acariciaba con dulzura y le decía “quién te viera y quien te ve, Gringuito lindo; mirá quias salío güeno”. Damián no lloraba, pero porque nunca había aprendido cómo.
Abrió un local en pleno centro y al poco tiempo estaba lleno de trabajo de todo tipo. Si algo se rompía, había que ir a lo del Gringo Pancho. Lo que nunca abandonó fueron las cabalgatas, que hacía por placer.
Y entonces llegó ese 22 de febrero. Era plena temporada, por lo que Damián cerraba a la una, hacía cabalgatas hasta las cinco o seis y volvía a abrir hasta las nueve o diez, dependiendo del trabajo. Los fines de semana, sólo hacía cabalgatas, a la mañana y a la tarde. Una de las cabalgatas, la más cara y difícil, se tenía que reservar, se hacía sólo los fines de semana y duraba el día entero. Era un trayecto a la salina con mucha subida y una bajada marcada, no tan complicada, en zigzag. Lxs cabalgantxs se quedaban dos horas en las salinas y se emprendía el regreso. El 19 a la noche había recibido un llamado de un tal Leandro, preguntando por la travesía. Damián la explicó, puso las condiciones y estableció las reglas, que el cliente aceptó. Salían el 22 a las nueve de la mañana. Ya a las ocho y media, Damián empezó a preparar los caballos, seis para lxs turistas y la Tuna para él, una yegua preciosa que sólo Damián podía montar.
A las nueve menos cinco, pararon un Focus y un Corolla enfrente del caballaje. El Focus era un remís de Jujuy, que Damián ya conocía; el Corolla era auto de turista. El primero en bajar fue Guillermo, del Corolla. Damián lo reconoció enseguida. En orden, bajaron Mamá, el falso Padre, dos mujeres que no conocía y un tercer varón que no reconoció, pero dedujo que era el Leandro que lo había llamado el 19. Guillermo y Leandro, al igual que las dos mujeres jóvenes, lo saludaron con cortesía. El Padre fracasado fue menos efusivo, por lo que Damián no llegó a darse cuenta de si lo había reconocido o no. Pero los ojos de Mamá no podían mentir; dijo un “buenas” desde lejos y ya no habló.
Damián actuó conforme a lo establecido en la charla; dio las indicaciones iniciales, comprobó que todxs tuvieran anteojos de sol y agua suficiente y le pidió, con mucho respeto, a una de las mujeres jóvenes, que se levantara un poco la pollera para comprobar si traía pantalones largos. Hechos todos los preparativos, lxs turistas fueron subiendo unx a unx a los caballos, todxs, menos Leandró, con ayuda de Damián, que sintió que se le electrificaba el cuerpo cuando tocó a Mamá y le dio el empujón definitivo. Ella no lo miró.
Fue hasta la Tuna, la montó y arrancaron. El camino estaba lleno de curiosidades sobre las cuales Damián daba explicaciones a pedido. Accidentes geográficos, fauna, flora, historia. Iban a tranco lento, salvo en algunos llanos en los que se podía correr, algo que Guillermo y Leandro querían hacer con insistencia. “No me loj hagan coyer demasiao a estaj hora que despuej hay que golver, loj cabaio se me sudan y no tienen mucha agua por acá”. Fuera de eso,la cabalgata fue tranquila. El paseo por la salina no era parte de su trabajo, por lo que se quedó abajo de unos árboles esperando que volvieran y atento a la hora, por si no lo hacían. Más o menos a la hora y media, el grupo volvió. Se repitió la ceremonia de la montada y volvieron por un camino distinto, algo más difícil pero con paisajes más lindos.
Llegaron al pueblo a las cinco de la tarde. Guillermo y Leandro volvieron a ser efusivos, celebrando la travesía y prometiendo repetirla, cosa que, Damián sabía, ni iba a suceder (nunca sucedía). Saludó a las muchachas, estrechó la mano del falso Padre y, finalmente, quedó cara a cara con Mamá, que lo miraba fijo. “Que tenga un güen día, Doña”, dijo Damián. Mamá se secó una lágrima, dio media vuelta y entró al remís.
Fue la última vez que se vieron.

No hay comentarios:

Publicar un comentario