martes, 10 de septiembre de 2019

CDLII

“Porque lo quiso Dios”, dijo. El niño, sentado atrás en el auto, miraba por la ventanilla casi todo el tiempo; sólo giraba para hacer alguna pregunta que le permitiera entender algo que, a su edad, era de por sí incomprensible. Llovía a cántaros y apenas se veía la ruta. Haciendo rayitas en el vidrio empañado, sin girarse esta vez, el niño preguntó, “¿pero por qué quiere eso Dios?”. El padre estaba tratando de encontrar el camino de salida que lo llevar al lugar indicado, por lo que tardó un poco en responder; lo hizo una vez que agarró el ripio. “No sé, no le pregunté; no se le pregunta eso a Dios, es herético”. El niño lo miró: “¿Es qué?”, preguntó. “Herético, que lo ofende, que va en contra de lo que quiere”. El chico volvió a la ventanilla, pero volteó hacia el padre enseguida: “no entiendo: si me dijiste que esto es lo que quiere Dios y después me decís que no sabés lo que quiere y que eso no le gusta. No entiendo; ¿Sabés o no sabés lo que quiere?”. El padre frenó despacio, para poder darse vuelta. “Lo que digo es que sé lo que quiere; me dijo lo que quiere. Lo que no sé es por qué lo quiere y eso es lo que no le puedo preguntar, porque si le pregunto por qué lo quiere estoy pidiéndole que me dé razones y a Dios no se le tienen que pedir razones, se lo tiene que obedecer. No importa por qué lo quiere; importa que lo quiere y si lo quiere hay que hacerlo”.
Se quedaron un rato mirándose, pero no mucho; al padre le costaba contener el llanto y no quería que el niño lo viera llorar. Arrancó y retomó el camino; “sigamos, que se va a hacer tarde”, dijo. El niño volvió a hacer rayas en el vidrio y después escribió la palabra “Dios”, con un corazón al lado.
La lluvia amainó un poco y el padre pudo ver, no muy lejos, una piedra. Tenía que ser ahí. Bajó la velocidad y trató de iluminarla con los faros; efectivamente, no podía ser otra. Salió del camino y dejó el auto pegado a un alambrado. Se desabrochó el cinturón de seguridad. “Llegamos, Juan, dale”. Juan se desabrochó el cinturón, mientras Pedro bajaba del auto y le abría la puerta desde afuera. Salió y le dio la mano al padre, que miró a ambos lados y finalmente abrió un poco el alambrado para que Juan pasara. Él pasó atrás, con dificultad. Fueron hasta la piedra de la mano.
“Me va a doler”, preguntó el hijo. “No, mi amor; no vas a sentir nada”. “¿Y después? ¿Qué me va a pasar después?”, volvió a preguntar el niño. “Te vas a encontrar con Dios, cara a cara”. Al niño se le dibujó una sonrisa, que ayudó un poco al padre a sobrellevar un asunto que quería que terminara ya. Tardaron muy poco hasta llegar a la piedra; el padre buscó la marca, que debía ser clara; lo era: una pequeña grieta, que a cada costado tenía formadas dos depresiones con forma de piernas. Pedro se agachó, giró al niño hacia sí y, sin llorar, pero dejando caer un par de lágrimas, le dio a su hijo un abrazo que fue correspondido con igual amor. Se separó un poco, le tomó las mejillas y le besó la frente. “Vas a ser feliz, muy feliz, todo el tiempo; mamá y yo vamos a tardar un poco más, pero vamos a llegar y vamos a estar todos juntos otra vez”, le dijo. El niño sonrió y lo abrazó.
Pedro lo agarró de los brazos, lo acercó a la piedra y le dijo que se arrodillara en los huecos, dándole la espalda. Sacó de la parte trasera del pantalón un revólver y lo apoyó en la nuca de Juan. Antes de que pudiera martillar, la lluvia paró, se escuchó un trueno estremecedor y una voz profunda dijo “tu fe está probada, Pedro; llevá a tu hijo con María, hijo”.
El regreso fue lento, aunque no llovía; Pedro manejaba con cuidado, porque la ruta estaba resbalosa. Llegó a la casa, abrió la puerta y María lo miró desde una de las sillas de la cocina; miró también hacia sus costados y prorrumpió en llanto. Pedro se le acercó y la abrazó muy fuerte. “Está hecho”, dijo, “fue muy duro, pero está hecho; Dios está feliz, no llores”. María, gimoteando, le dijo que no creía que Dios fuera a permitirlo, que no entendía. “No hay que entender, amor, ya lo sabés; sólo temo que Padre me juzgue por dudar, porque cerca del fin el diablo quiso tentarme y casi lo arruino, pero escuché mi corazón y supe desde el fondo de mi alma que Dios no juega con sus hijos, porque es amor, es bondad. Pero no creo que me lo vaya a reprochar, sólo dudé acerca de si me hablaba el Diablo o él, pero nunca de su Voluntad. Y Juancito no sufrió, estaba feliz”. “¿Preguntó por mí?”, dijo María. “No te preocupes, yo lo abracé por los dos; sabe que vamos a encontrarnos, se fue feliz”.
María lo abrazó. Se quedaron un rato así, hasta que ella preguntó si quería comer y Pedro asintió. Dieron las gracias, comieron, fueron a la cama y cada uno leyó un poco de su Biblia. Ella se durmió antes. Él apagó la luz, dejó la Biblia en la mesa de luz, agradeció a Dios en voz baja y se quedó dormido.

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