viernes, 13 de septiembre de 2019

CDLIX

Fue la orfandad primera, la Real. El signo de las soledades pasadas era menos evidente, más sutil; porque hay formas solapadas de morir para otrx, la mayoría de ellas tremenda, irreparable. Aprendí ese arte de no ser del mismo modo que se aprenden los oficios nobles: con la práctica permanente y el error corregido; pero hasta quedar huérfano ese aprendizaje no había sido tan necesario, porque la sirena se encargaba de hacer más ligero el peso del silencio.
Las noches comenzaron a resguardar el declive dramático de la conciencia espantada del retiro de todo cuidado. Se abrió el ciclo de las desmesuras, de los peregrinajes con regreso incierto, marcados por violencias sin culpa ni memoria. Quedaron de esos años, como pasado sin espesor, el encuentro grumoso de almas desencajadas y raídas y, como presente sobreviviente, el dueño de las esperas, escritor de delicias a las que nunca le faltaron el rigor de la errancia y el color desopilante de un sentido del humor hecho de absurdos, tan bien encomillados que parecían exactas descripciones del mundo. Fue, y es, un errante exorbitado que cuadraba en mi silencio de nube.
Pero el aura de las noches y los días, que venían en ese orden, se plegaba de alcohol con diligencia y premura, casi con desesperada necesidad de impedir que la idea habitara un rato la vida. Dejar de dormir para desmayar y rotar en el ciclo del vapor, cada vez más, fue la menos ingrata de las consecuencias, aunque los días se hacían cada vez más largos y desalentadores.
El hombre pánico ya era sólo un Jefe y la palabra madre, exiliada eterna, poco más que una compañera de trabajo, con quien pasado un tiempo se compartían soledades en el espacio vacío que la sirena había legado. Ya no existía, para esa época, el ausente viajero, la palabra padre prescindible. No había siquiera papeles o palabras mediadas; la decisión, como fuera, no había sido mía, como no era mía la responsabilidad de reparar lo quebrado, si acaso era posible. El tiempo demostró, por otra parte, que no lo era; hay vacíos ontológicos, ya dibujados por completo desde el amanecer de la vida, que no merecen lágrimas o agravios, ni siquiera lástima.
La adolescencia está marcada por una paradójica distancia, que reclama la presencia para despreciarla. En mi caso, ardía de tal modo la carencia que me fue imposible deshacerme del Otro, ausente por siempre; la Ley se transformó en un quiste siempre amenazante, corrosivo pero riguroso y peregrino; una Ley sin regla, pero obligatoria de formas retroactivas, que mostraban la falta como el rasgo esencial del ser, herido de antemano y como consecuencia.
Fue tal vez esa contradicción insalvable entre el deber y la inoperancia de lxs verdugxs la que fundó la esquizofrenia de la indiferencia dependiente y la culpa congénita, sustancial, performativa. Y lavar la culpa no requiere extraños, sino suicidios apenas esbozados, goteados en desapariciones cada vez más hondas y vergüenzas cada vez menos relevantes. El alcohol es la fórmula mágica de la higiene, en esos casos; yo, que ya lo conocía como maná curativo de la pena, encontré la forma de apresurar el paso para salir de mi mente insidiosa y monótona, hecha de pedazos sueltos que recogía en el camino que termina en la locura.
Llegaron entonces los suicidios menos sutiles, siempre ineficaces. Le alcohólicx no quiere la muerte sino la desdicha, el dolor insoportable como morada merecida por su incompetencia irreversible, la autoconmiseración que quita la carga de la responsabilidad por la vida. Para la muerte hay tiempo, pero no tiene valor si no se sufre la vida hasta la exhalación última; y ese sufrimiento debe ser espectacular, público y miserable, para que el mundo sepa lo que ha hecho de unx, mundo culpable y enemigo del alma pobre, lastimera, indefensa y agraviada. El rolde víctima perpetua es el motor que reclama más y más evasiones, hasta que la evasión es materia constituyente. Así se instituye la desgracia de la pena de sí, del desprecio por la felicidad ajena y la insólita superioridad moral de quien no puede siquiera regresar a su hogar sin haberse manchado de sangre las manos unas cuantas veces. El propósito, queda visto, no es morir, sino vivir para despreciar y ser despreciado. Ya no hay sirenas, ni orfebres, ni ausentes; el puro Yo sin útero previo. Le alcohólicx no es desgraciado, sino desgracia.
Y así se forjó el molde de la nimiedad, de la poquedad íntima que no sabe de amores, sino de auxilios, siempre maltratados. La sangre se seca más rápido que el agua y la oscuridad se hospeda por temporadas que acaban en toma de posesión del deseo. Ya no se vuelve a casa, nunca más.

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