Fue
la orfandad primera, la Real. El signo de las soledades pasadas era
menos evidente, más sutil; porque hay formas solapadas de morir para
otrx, la mayoría de ellas tremenda, irreparable. Aprendí ese arte
de no ser del mismo modo que se aprenden los oficios nobles: con la
práctica permanente y el error corregido; pero hasta quedar huérfano
ese aprendizaje no había sido tan necesario, porque la sirena se
encargaba de hacer más ligero el peso del silencio.
Las
noches comenzaron a resguardar el declive dramático de la conciencia
espantada del retiro de todo cuidado. Se abrió el ciclo de las
desmesuras, de los peregrinajes con regreso incierto, marcados por
violencias sin culpa ni memoria. Quedaron de esos años, como pasado
sin espesor, el encuentro grumoso de almas desencajadas y raídas y,
como presente sobreviviente, el dueño de las esperas, escritor de
delicias a las que nunca le faltaron el rigor de la errancia y el
color desopilante de un sentido del humor hecho de absurdos, tan bien
encomillados que parecían exactas descripciones del mundo. Fue, y
es, un errante exorbitado que cuadraba en mi silencio de nube.
Pero
el aura de las noches y los días, que venían en ese orden, se
plegaba de alcohol con diligencia y premura, casi con desesperada
necesidad de impedir que la idea habitara un rato la vida. Dejar de
dormir para desmayar y rotar en el ciclo del vapor, cada vez más,
fue la menos ingrata de las consecuencias, aunque los días se hacían
cada vez más largos y desalentadores.
El
hombre pánico ya era sólo un Jefe y la palabra madre, exiliada
eterna, poco más que una compañera de trabajo, con quien pasado un
tiempo se compartían soledades en el espacio vacío que la sirena
había legado. Ya no existía, para esa época, el ausente viajero,
la palabra padre prescindible. No había siquiera papeles o palabras
mediadas; la decisión, como fuera, no había sido mía, como no era
mía la responsabilidad de reparar lo quebrado, si acaso era posible.
El tiempo demostró, por otra parte, que no lo era; hay vacíos
ontológicos, ya dibujados por completo desde el amanecer de la vida,
que no merecen lágrimas o agravios, ni siquiera lástima.
La
adolescencia está marcada por una paradójica distancia, que reclama
la presencia para despreciarla. En mi caso, ardía de tal modo la
carencia que me fue imposible deshacerme del Otro, ausente por
siempre; la Ley se transformó en un quiste siempre amenazante,
corrosivo pero riguroso y peregrino; una Ley sin regla, pero
obligatoria de formas retroactivas, que mostraban la falta como el
rasgo esencial del ser, herido de antemano y como consecuencia.
Fue
tal vez esa contradicción insalvable entre el deber y la inoperancia
de lxs verdugxs la que fundó la esquizofrenia de la indiferencia
dependiente y la culpa congénita, sustancial, performativa. Y lavar
la culpa no requiere extraños, sino suicidios apenas esbozados,
goteados en desapariciones cada vez más hondas y vergüenzas cada
vez menos relevantes. El alcohol es la fórmula mágica de la
higiene, en esos casos; yo, que ya lo conocía como maná curativo de
la pena, encontré la forma de apresurar el paso para salir de mi
mente insidiosa y monótona, hecha de pedazos sueltos que recogía en
el camino que termina en la locura.
Llegaron
entonces los suicidios menos sutiles, siempre ineficaces. Le
alcohólicx no quiere la muerte sino la desdicha, el dolor
insoportable como morada merecida por su incompetencia irreversible,
la autoconmiseración que quita la carga de la responsabilidad por la
vida. Para la muerte hay tiempo, pero no tiene valor si no se sufre
la vida hasta la exhalación última; y ese sufrimiento debe ser
espectacular, público y miserable, para que el mundo sepa lo que ha
hecho de unx, mundo culpable y enemigo del alma pobre, lastimera,
indefensa y agraviada. El rolde víctima perpetua es el motor que
reclama más y más evasiones, hasta que la evasión es materia
constituyente. Así se instituye la desgracia de la pena de sí, del
desprecio por la felicidad ajena y la insólita superioridad moral de
quien no puede siquiera regresar a su hogar sin haberse manchado de
sangre las manos unas cuantas veces. El propósito, queda visto, no
es morir, sino vivir para despreciar y ser despreciado. Ya no hay
sirenas, ni orfebres, ni ausentes; el puro Yo sin útero previo. Le
alcohólicx no es desgraciado, sino desgracia.
Y
así se forjó el molde de la nimiedad, de la poquedad íntima que no
sabe de amores, sino de auxilios, siempre maltratados. La sangre se
seca más rápido que el agua y la oscuridad se hospeda por
temporadas que acaban en toma de posesión del deseo. Ya no se vuelve
a casa, nunca más.
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