Gerardo sintió la imperiosa necesidad de hablar con el muchacho del
prodigio. No le importaron ya el sueño o la hora, sólo quería
hablar con ese hombre, que acababa de hacer algo, primero,
descabellado y luego, milagroso. Lo detenía el gesto, o el no gesto
del flaco, que extraviaba los ojos en la mesa. Volvió a pensar en la
ausencia de gestualidad y se acordó del libro El perfume, de
Suskind, acerca de un hombre sin olor; pero el hombre le había
dirigido la palabra, lo que le daba una excusa para acercarse.
Mientras cavilaba, el mocho empujó con los pies la silla que tenía
frente a él, separándola de la mesa.
- Acérquese, no sea tímido – dijo.
Gerardo se paró y avanzó a la mesa, sin dejar de mirar la mano
lacerada, o no; ya ni eso podía afirmar, porque no había heridas,
como si los dedos faltaran desde hacía décadas.
- Por ahora no los quiero – dijo el hombre –, cuando los necesite
me los pongo de nuevo; no se preocupe por eso.
- No – dijo Gerardo –, no es que me preocupe, es que no lo
entiendo; ¿no le duele?
- ¿Leyó a Spinoza, alguna vez? - preguntó el hombre... disculpe;
¿su nombre?
- No, no, disculpe usted, Gerardo; ¿el suyo?
- Héctor, encantado – respondió el flaco, extendiendo la mano.
Gerardo extendió la propia y se las estrecharon, y a Gerardo le
causó estupor sentir el dedo pulgar y el índice apretando, a pesar
de que no estaban allí.
- Sí, sí – dijo Gerardo –, leí a Spinoza; de hecho, es de mis
autores preferidos.
- Bueno, bárbaro, nos ahorramos mucha charla. Yo lo leí hasta
quedarme bizco, sobre todo la Ética, aunque leí todo, varias veces;
pero la Ética me la sé casi de memoria.
- Y... es un libro que no se puede leer sólo una vez; para entender
algo hay que entrarle varias, o leer comentaristas.
- No, en eso no concuerdo – interrumpió Héctor –; yo traté,
pero me complicó, en lugar de ayudarme. Sólo Spinoza, ni Deleuze,
ni Negri... menos Negri, que no entendió nada, pero nada de nada. Yo
lo leí pensando en Cooke y me sirvió más, figuresé.
- ¿Cooke? ¿Es peronista?
- Soy spinoceano; ¿qué otra cosa puedo ser?
Gerardo sonrió.
- Buen punto; es verdad, también soy peronista, de los que creen que
no se entiende que la izquierda argentina no lo sea.
- Cabezas de termo – dijo Héctor –; otros que no entendieron
nada. De Spinoza a Marx...
Ya a Gerardo el hombre le caía fenómeno y cada cosa que decía lo
hacía apreciarlo más. Un poco más en confianza, se animó a
comentarle:
- Usted no hace gestos con la cara cuando habla; no hace gestos
nunca, en realidad. Es raro.
Obviamente, Héctor no hizo gesto alguno. Sólo se encogió de
hombros.
- Es que últimamente no estoy ni contento, ni triste; qué sé yo...
la cara muestra esas cosas, ¿no?
Gerardo no dijo nada; se quedó pensando si era posible tener cara de
no sentir nada, si acaso eso era sinónimo de no sentir nada
efectivamente, lo cual no le parecía posible.
- Igual lo interrumpí, me parece; me estaba hablando de Spinoza, no
sé a cuenta de qué.
- Sí, sí. Es un poco rebuscado, en realidad, pero parte del
concepto del paralelismo entre pensamiento y extensión, entre cuerpo
y alma, algo que tardé en entender, pero que cuando se me hizo idea
me dejó perplejo, como esas cosas que uno piensa “cómo no me di
cuenta”. Bueno, eso y lo de la inadecuación, sobre todo la
genialidad de que el alma no puede nunca tener una idea adecuada del
cuerpo, porque piensa al cuerpo como idea, o sea, desde el momento en
que lo piensa ya no piensa en el cuerpo, sino en la idea del cuerpo y
el cuerpo no es una idea... es brillante; enloquecedor, pero
brillante.
- Disculpe que lo interrumpa – dijo Gerardo –, con todo lo de los
saludos y lo de Spinoza quedó al pasar un comentario que hizo acerca
de que “cuando quiere se los pone de nuevo”, los dedos, digo...
eso es más raro que lo que vi.
- Es que ahí voy – contestó Héctor –, es justamente el punto.
Gerardo asintió varias veces con la cabeza y con las palmas de las
manos pidió disculpas por la interrupción. Notó, sin embargo que,
a medida que hablaba, iba apareciendo la gestualidad en el muchacho; hablar del tema le provocaba cierta
emoción.
- Paralelismo, decía; alma y cuerpo, sin jerarquía y sobre todo,
inadecuación. En eso andábamos. Bueno; hace unos años, un amigo
querido, que al final falleció – la cara de Héctor cambió
automáticamente a un gesto de tristeza inocultable; de hecho,
Gerardo atendía tanto las palabras como la cara y el cuerpo en
general y fue dándose cuenta de que a cada cosa que decía le
correspondía un gesto o un movimiento exacto, congruente con el
relato –, tuvo un accidente grave, en la calle; lo atropelló un
auto, bah. Estuvo unos días en coma y cuando salió quedó en
terapia intensiva; le habían tenido que amputar las dos piernas, una
desde la mitad del muslo y la otra justo desde abajo de la rodilla.
Pero en principio, del coma salió y se lo podía ver, muy poco;
hablaba bajito, era una pena, realmente – Gerardo le extendió unos
pañuelos de papel, porque estaba lagrimeando, pero Héctor se negó
con ambas manos y agarró una servilletita – , pero le hacía bien,
o al menos decía eso, que lo fuera a ver. En una de esas charlas,
apareció en lo que me contaba que estaba experimentando algo que se
llama Síndrome del miembro fantasma, que es...
- Sé lo que es – interrumpió Gerardo –, puede seguir.
- Ah... bueno, hasta ese momento yo no lo sabía, así que me puse a
leer sobre el tema y es fascinante, porque lo que uno imaginaría que
es un problema neurológico es, en realidad, un síndrome mental,
psíquico. Imposible no asociar, desde que empecé a entender, con el
tema de la inadecuación. La mente piensa al cuerpo como mente, con
dos piernas; pero el cuerpo ese, singular, carece de ellas y la idea
del cuerpo se impone al cuerpo real, existente. El problema es que
eso pone al menos en duda la idea del paralelismo, ¿no? “lo que le
pasa a la mente le pasa al cuerpo y viceversa”, para resumir. Acá
se rompería, al cuerpo le pasa una cosa y a la mente otra; ya no es
una “idea inadecuada del cuerpo”, sino la idea de otro cuerpo,
lisa y llanamente; ¿me sigue?
- Perfectamente, hasta acá – dijo Gerardo.
- Okey. Lo que me puse a pensar fue que si el alma piensa al cuerpo
inadecuadamente y, a la vez, no hay jerarquía entre cuerpo y alma,
entonces también tendría que ser cierto que el cuerpo... “cuerpea”
inadecuadamente a la idea. Disculpe que lo diga así, pero no hay una
palabra equivalente a “pensar” que se aplique al cuerpo,
precisamente. Ahí se me ocurrió: ¿y si el sentir dos piernas que
están, sin estar, es tanto un problema del cuerpo como del alma?
¿Por qué se solucionaría eso psíquicamente, nada más? Por ahí,
corregir la idea sea una forma de tratar de adecuarla lo más posible
al cuerpo; pero debería de ser posible lo contrario, es decir,
corregir el cuerpo, para que se adecúe lo más posible a la idea;
¿me sigue?
Gerardo se fastidió un poco.
- No se ofenda, pero no me pregunte más si lo sigo; si no lo sigo,
lo corto y le pregunto; todo lo que dijo hasta acá es clarito y,
además, ya le dije que conozco a Spinoza, así que lo puedo seguir
sin problemas.
Héctor hizo un gesto de disculpas.
- Okey, tiene razón; lo que pasa es que no puedo hablar con casi
nadie de esto; además, es como un latiguillo, como el “digamos”;
lo digo a veces sin darme cuenta.
Gerardo movió las manos dando a entender que no era tan importante,
que siguiera. Eso hizo Héctor.
- Okey – Gerardo estuvo a punto de interrumpirlo para pedirle que
dejara de decir “okey”, pero ya le pareció demasiado –. Al
principio fue sólo una perplejidad; convengamos que el tema de la
adecuación y la inadecuación son un engorro, sobre todo para el
alma, en el sentido de que es con lo que “nos damos cuenta” y,
además, lo que podemos (en mi caso, podía) cambiar, más allá de
las operaciones y esas cosas; eso es otro tema, o el mismo, pero más
sencillo, no hay muchas contradicciones ahí. Pero la idea me daba
vueltas y vueltas y un día me pregunté: si el alma puede formar una
idea que se adapte al cambio en el cuerpo; ¿por qué no podría el
cuerpo adaptarse a la idea sostenida? Pensaba en eso, le buscaba la
vuelta, había algo que no cerraba, pero tenía que cerrar; entonces
pasó algo muy extraño: estaba preparando un pollo, abriéndolo como
rana y la cuchilla se me resbaló y me cortó acá, feo – Héctor
se señaló la membrana de piel que se forma entre el pulgar y el
índice cuando uno hace la forma de un revólver con la mano –, de
lado a lado; no sabe lo que duele... bah, al menos lo que me dolía.
Y la sangre, chorreaba. En ese momento pensé en mi torpeza, pero
sobre todo en mi mano sana, pensé en mi mano sana y el dolor se fue;
me miré la mano y estaba... no sé, sólo se me ocurre “curada”,
pero era más que eso; era como si nunca me hubiera cortado, ¿ve? -
Héctor le mostró la mano a Gerardo y, efectivamente, no había
cicatriz; pero enseguida reaccionó.
- ¡Los dedos! - dijo -; tiene los dedos en la mano otra vez... no
entiendo nada.
- Uh... mire, fue rápido esta vez; pero ¿qué no entiende? ¿no
escuchó lo que le acabo de decir? La mente piensa una mano con cinco
dedos, no con tres; el cuerpo se adaptó.
- Pero... pero yo lo vi meterse los dedos en el bolsillo.
Héctor metió la mano en el bolsillo y sacó los dedos.
- “Estos” dedos. Ya está, ¿qué importa qué dedos son? Son dos
dedos, como el alma los piensa.
- Espere, hay algo que no me cierra; usted dice que no importa qué
dedos son, pero si pensamos en la idea de la adecuación, a “esa”
alma le corresponderían “esos” dedos, ¿o no?
- Me extraña, jefe; ¿no quedamos en que el alma no puede pensar
adecuadamente el cuerpo? Precisamente, si pudiera hacerlo, entonces
usted tendría razón; pero recuerde, el alma piensa los dedos como
“ideas”, es decir: para el alma, los dedos son un concepto, lo
cual es falso para el cuerpo, pero verdadero para el alma; si el
cuerpo se adapta al alma, si va en paralelo con el alma, entonces
“cuerpea” el concepto de “dedo”. Mire bien y va a ver que los
dedos que están en la mano son idénticos a los dedos que están en
la mesa. El pulgar, sin ir más lejos, tiene la misma cicatriz, ¿ve?
Gerardo miró con algo de impresión los dedos de la mesa y,
efectivamente, eran los mismos dedos que estaban en la mano.
- Impresionante – Dijo –; nunca vi algo igual.
Se quedaron un rato en silencio, Gerardo mirando los dedos de la mesa
y Héctor moviendo la mano, abriendo y cerrando el puño. Tras un
momento de abstracción mutua, la lagartija humana habló.
- Lo malo que tiene todo esto es que con el tiempo fui perdiendo la
sensibilidad.
- ¿En qué sentido? - preguntó Gerardo.
- En el único posible, o sea, en todos: no siento prácticamente
nada, la mayoría del tiempo. Fue como una espiral. No podría
decirle qué pasó primero, pero los sentimientos me fueron
abandonando y, paralelamente, la sensibilidad física también.
Recién, por ejemplo, cuando me corté, no sentí el más mínimo
dolor, nada; pero si estoy triste, o peor, si algo me pone muy, pero
muy triste, no puedo vivir, al igual que si estoy muy alegre. El
cuerpo y el alma van juntos. Por eso usted notó que no hago gestos;
es que no los tengo, porque dediqué mucho esfuerzo a no sentir, para
poder vivir en mi cuerpo, o para que mi cuerpo pueda vivir en mi
alma.
Gerardo sacó su libreta del bolsillo.
- ¿Y eso? - preguntó Héctor.
- Ah... perdón, es un cuaderno de notas, para un proyecto que estoy
llevando adelante; ¿le molesta si hago unas anotaciones? Son sólo
para mí.
- Okey
Gerardo empezó a escribir, bajo la atenta mirada del lagarto.
- ¿No me deja chusmear? - preguntó, finalmente, Héctor.
- Sí, cómo no, pero espere un poquito que termino de escribir, para
que no se me vaya de la cabeza.
- Okey – dijo Héctor, tirándose para atrás en la silla y mirando
por la ventana para afuera.
Así estuvieron un rato. Gerardo iba y venía en la libreta, mientras
Héctor, inmóvil y mudo, miraba para afuera, jugueteando con los
dedos sueltos en la mesa. Sólo los interrumpió el mozo, que en un
momento se acercó a preguntar si estaban bien; Héctor pidió una
Coca y Gerardo, un ristretto. El mozo, antes de irse, le dijo a
Héctor, “che, Hetítor, no me dejés los dedos en la mesa otra
vez, que me da asco”. Héctor levantó la palma de la mano,
pidiendo disculpas. “Okey – dijo –, perdoname, Lau, a veces me
olvido”, y volvió a la ventana.
- Tome – dijo Gerardo, extendiendo la libreta a Héctor –, pero
no va a entender nada.
Héctor agarró la libreta y la abrió al principio, fue pasando las
primeras hojas con interés, que evidentemente se fue perdiendo a
medida que avanzaba, porque las hojas iban pasando más rápido hasta
que sólo las pasaba sin leerlas. Se detuvo en el final, que
supuestamente le correspondía a él y le preguntó a Gerardo si
podía explicarle lo que decía “ahí”, señalando una fórmula
específica que cerraba un punteo que contenía frases literales de
la conversación y números y “ahí”, que era uno de los números
del punteo.
La fórmula decía: "¿Tv(t-p)+P(p-c2)=Tt-C?" Y el número del punteo
era 22:19
- Mmmm – dijo Gerardo –, no sabría ni por dónde empezar. El
número es fácil, es el tiempo que pasó entre que entré al bar y
usted me habló. Está aparte porque no sé muy bien cómo se
reflejaría en la fórmula, que de todos modos es complementaria,
atañe sólo a este encuentro. Para la fórmula tendría que
explicarle demasiadas cosas; créame que no alcanzaría el día. Le
puedo aclarar algunos signos, pero sueltos no le van a servir: “Tv”,
por ejemplo, es el tiempo de vida que pasó desde que nací hasta que
hablamos por primera vez. “Tt” es el tiempo de vida desde que
nací hasta que usted terminó de contarme todo. Son variables de T,
que en realidad es una incógnita, una constante, que es lo que
pretendo averiguar. Es difícil de explicar, porque puedo medir Tv y
Tt, sin necesidad de medir T. C es la duración de nuestra
conversación y P es usted, pero reflejado en un número.
- Uh... ¿Y cuánto valgo? - Preguntó Héctor.
- Antes de la charla, 0,0723; después de la charla, 0,0789. El
número que anoté fue este último.
- ¿Y eso es mucho o es poco?
- No es ni mucho ni poco; no son números que reflejen “más” o
“menos” en el sentido clásico; es sólo una ponderación que
contiene demasiadas variables.
Héctor volvió a sentarse derecho.
- Y yo pensé que yo era raro – dijo.
Gerardo guardó la libreta, justo cuando llegaba el mozo y, mirando
el reloj, vio que se le estaba haciendo tarde.
- ¡Qué hora es! - dijo –; tengo que rajar.
Apuró el ristretto, metió la mano en el bolsillo y le dejó a
Héctor la plata de lo que había tomado, más propina para el mozo.
Juntando sus cosas, dijo
- ¿Le molesta si nos volvemos a ver?
- Al contrario – dijo Héctor –, me encantaría. Anote que le doy
mi teléfono.
- Dígalo nomás, después lo anoto.
- ¿No se va a olvidar?
- Nunca me olvido un número, quédese tranquilo.
Héctor se lo dijo, se dieron la mano medio a las apuradas y Gerardo
salió como flecha de la mesa y del bar. El lagarto agarró los dedos
y se los metió en el bolsillo, mientras llamaba al mozo para pedir
la cuenta. Salió del bar unos cinco minutos después, camino a Las
Heras.
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