viernes, 20 de septiembre de 2019

CDLXXI

Gerardo sintió la imperiosa necesidad de hablar con el muchacho del prodigio. No le importaron ya el sueño o la hora, sólo quería hablar con ese hombre, que acababa de hacer algo, primero, descabellado y luego, milagroso. Lo detenía el gesto, o el no gesto del flaco, que extraviaba los ojos en la mesa. Volvió a pensar en la ausencia de gestualidad y se acordó del libro El perfume, de Suskind, acerca de un hombre sin olor; pero el hombre le había dirigido la palabra, lo que le daba una excusa para acercarse. Mientras cavilaba, el mocho empujó con los pies la silla que tenía frente a él, separándola de la mesa.
- Acérquese, no sea tímido – dijo.
Gerardo se paró y avanzó a la mesa, sin dejar de mirar la mano lacerada, o no; ya ni eso podía afirmar, porque no había heridas, como si los dedos faltaran desde hacía décadas.
- Por ahora no los quiero – dijo el hombre –, cuando los necesite me los pongo de nuevo; no se preocupe por eso.
- No – dijo Gerardo –, no es que me preocupe, es que no lo entiendo; ¿no le duele?
- ¿Leyó a Spinoza, alguna vez? - preguntó el hombre... disculpe; ¿su nombre?
- No, no, disculpe usted, Gerardo; ¿el suyo?
- Héctor, encantado – respondió el flaco, extendiendo la mano.
Gerardo extendió la propia y se las estrecharon, y a Gerardo le causó estupor sentir el dedo pulgar y el índice apretando, a pesar de que no estaban allí.
- Sí, sí – dijo Gerardo –, leí a Spinoza; de hecho, es de mis autores preferidos.
- Bueno, bárbaro, nos ahorramos mucha charla. Yo lo leí hasta quedarme bizco, sobre todo la Ética, aunque leí todo, varias veces; pero la Ética me la sé casi de memoria.
- Y... es un libro que no se puede leer sólo una vez; para entender algo hay que entrarle varias, o leer comentaristas.
- No, en eso no concuerdo – interrumpió Héctor –; yo traté, pero me complicó, en lugar de ayudarme. Sólo Spinoza, ni Deleuze, ni Negri... menos Negri, que no entendió nada, pero nada de nada. Yo lo leí pensando en Cooke y me sirvió más, figuresé.
- ¿Cooke? ¿Es peronista?
- Soy spinoceano; ¿qué otra cosa puedo ser?
Gerardo sonrió.
- Buen punto; es verdad, también soy peronista, de los que creen que no se entiende que la izquierda argentina no lo sea.
- Cabezas de termo – dijo Héctor –; otros que no entendieron nada. De Spinoza a Marx...
Ya a Gerardo el hombre le caía fenómeno y cada cosa que decía lo hacía apreciarlo más. Un poco más en confianza, se animó a comentarle:
- Usted no hace gestos con la cara cuando habla; no hace gestos nunca, en realidad. Es raro.
Obviamente, Héctor no hizo gesto alguno. Sólo se encogió de hombros.
- Es que últimamente no estoy ni contento, ni triste; qué sé yo... la cara muestra esas cosas, ¿no?
Gerardo no dijo nada; se quedó pensando si era posible tener cara de no sentir nada, si acaso eso era sinónimo de no sentir nada efectivamente, lo cual no le parecía posible.
- Igual lo interrumpí, me parece; me estaba hablando de Spinoza, no sé a cuenta de qué.
- Sí, sí. Es un poco rebuscado, en realidad, pero parte del concepto del paralelismo entre pensamiento y extensión, entre cuerpo y alma, algo que tardé en entender, pero que cuando se me hizo idea me dejó perplejo, como esas cosas que uno piensa “cómo no me di cuenta”. Bueno, eso y lo de la inadecuación, sobre todo la genialidad de que el alma no puede nunca tener una idea adecuada del cuerpo, porque piensa al cuerpo como idea, o sea, desde el momento en que lo piensa ya no piensa en el cuerpo, sino en la idea del cuerpo y el cuerpo no es una idea... es brillante; enloquecedor, pero brillante.
- Disculpe que lo interrumpa – dijo Gerardo –, con todo lo de los saludos y lo de Spinoza quedó al pasar un comentario que hizo acerca de que “cuando quiere se los pone de nuevo”, los dedos, digo... eso es más raro que lo que vi.
- Es que ahí voy – contestó Héctor –, es justamente el punto.
Gerardo asintió varias veces con la cabeza y con las palmas de las manos pidió disculpas por la interrupción. Notó, sin embargo que, a medida que hablaba, iba apareciendo la gestualidad en el muchacho; hablar del tema le provocaba cierta emoción.
- Paralelismo, decía; alma y cuerpo, sin jerarquía y sobre todo, inadecuación. En eso andábamos. Bueno; hace unos años, un amigo querido, que al final falleció – la cara de Héctor cambió automáticamente a un gesto de tristeza inocultable; de hecho, Gerardo atendía tanto las palabras como la cara y el cuerpo en general y fue dándose cuenta de que a cada cosa que decía le correspondía un gesto o un movimiento exacto, congruente con el relato –, tuvo un accidente grave, en la calle; lo atropelló un auto, bah. Estuvo unos días en coma y cuando salió quedó en terapia intensiva; le habían tenido que amputar las dos piernas, una desde la mitad del muslo y la otra justo desde abajo de la rodilla. Pero en principio, del coma salió y se lo podía ver, muy poco; hablaba bajito, era una pena, realmente – Gerardo le extendió unos pañuelos de papel, porque estaba lagrimeando, pero Héctor se negó con ambas manos y agarró una servilletita – , pero le hacía bien, o al menos decía eso, que lo fuera a ver. En una de esas charlas, apareció en lo que me contaba que estaba experimentando algo que se llama Síndrome del miembro fantasma, que es...
- Sé lo que es – interrumpió Gerardo –, puede seguir.
- Ah... bueno, hasta ese momento yo no lo sabía, así que me puse a leer sobre el tema y es fascinante, porque lo que uno imaginaría que es un problema neurológico es, en realidad, un síndrome mental, psíquico. Imposible no asociar, desde que empecé a entender, con el tema de la inadecuación. La mente piensa al cuerpo como mente, con dos piernas; pero el cuerpo ese, singular, carece de ellas y la idea del cuerpo se impone al cuerpo real, existente. El problema es que eso pone al menos en duda la idea del paralelismo, ¿no? “lo que le pasa a la mente le pasa al cuerpo y viceversa”, para resumir. Acá se rompería, al cuerpo le pasa una cosa y a la mente otra; ya no es una “idea inadecuada del cuerpo”, sino la idea de otro cuerpo, lisa y llanamente; ¿me sigue?
- Perfectamente, hasta acá – dijo Gerardo.
- Okey. Lo que me puse a pensar fue que si el alma piensa al cuerpo inadecuadamente y, a la vez, no hay jerarquía entre cuerpo y alma, entonces también tendría que ser cierto que el cuerpo... “cuerpea” inadecuadamente a la idea. Disculpe que lo diga así, pero no hay una palabra equivalente a “pensar” que se aplique al cuerpo, precisamente. Ahí se me ocurrió: ¿y si el sentir dos piernas que están, sin estar, es tanto un problema del cuerpo como del alma? ¿Por qué se solucionaría eso psíquicamente, nada más? Por ahí, corregir la idea sea una forma de tratar de adecuarla lo más posible al cuerpo; pero debería de ser posible lo contrario, es decir, corregir el cuerpo, para que se adecúe lo más posible a la idea; ¿me sigue?
Gerardo se fastidió un poco.
- No se ofenda, pero no me pregunte más si lo sigo; si no lo sigo, lo corto y le pregunto; todo lo que dijo hasta acá es clarito y, además, ya le dije que conozco a Spinoza, así que lo puedo seguir sin problemas.
Héctor hizo un gesto de disculpas.
- Okey, tiene razón; lo que pasa es que no puedo hablar con casi nadie de esto; además, es como un latiguillo, como el “digamos”; lo digo a veces sin darme cuenta.
Gerardo movió las manos dando a entender que no era tan importante, que siguiera. Eso hizo Héctor.
- Okey – Gerardo estuvo a punto de interrumpirlo para pedirle que dejara de decir “okey”, pero ya le pareció demasiado –. Al principio fue sólo una perplejidad; convengamos que el tema de la adecuación y la inadecuación son un engorro, sobre todo para el alma, en el sentido de que es con lo que “nos damos cuenta” y, además, lo que podemos (en mi caso, podía) cambiar, más allá de las operaciones y esas cosas; eso es otro tema, o el mismo, pero más sencillo, no hay muchas contradicciones ahí. Pero la idea me daba vueltas y vueltas y un día me pregunté: si el alma puede formar una idea que se adapte al cambio en el cuerpo; ¿por qué no podría el cuerpo adaptarse a la idea sostenida? Pensaba en eso, le buscaba la vuelta, había algo que no cerraba, pero tenía que cerrar; entonces pasó algo muy extraño: estaba preparando un pollo, abriéndolo como rana y la cuchilla se me resbaló y me cortó acá, feo – Héctor se señaló la membrana de piel que se forma entre el pulgar y el índice cuando uno hace la forma de un revólver con la mano –, de lado a lado; no sabe lo que duele... bah, al menos lo que me dolía. Y la sangre, chorreaba. En ese momento pensé en mi torpeza, pero sobre todo en mi mano sana, pensé en mi mano sana y el dolor se fue; me miré la mano y estaba... no sé, sólo se me ocurre “curada”, pero era más que eso; era como si nunca me hubiera cortado, ¿ve? - Héctor le mostró la mano a Gerardo y, efectivamente, no había cicatriz; pero enseguida reaccionó.
- ¡Los dedos! - dijo -; tiene los dedos en la mano otra vez... no entiendo nada.
- Uh... mire, fue rápido esta vez; pero ¿qué no entiende? ¿no escuchó lo que le acabo de decir? La mente piensa una mano con cinco dedos, no con tres; el cuerpo se adaptó.
- Pero... pero yo lo vi meterse los dedos en el bolsillo.
Héctor metió la mano en el bolsillo y sacó los dedos.
- “Estos” dedos. Ya está, ¿qué importa qué dedos son? Son dos dedos, como el alma los piensa.
- Espere, hay algo que no me cierra; usted dice que no importa qué dedos son, pero si pensamos en la idea de la adecuación, a “esa” alma le corresponderían “esos” dedos, ¿o no?
- Me extraña, jefe; ¿no quedamos en que el alma no puede pensar adecuadamente el cuerpo? Precisamente, si pudiera hacerlo, entonces usted tendría razón; pero recuerde, el alma piensa los dedos como “ideas”, es decir: para el alma, los dedos son un concepto, lo cual es falso para el cuerpo, pero verdadero para el alma; si el cuerpo se adapta al alma, si va en paralelo con el alma, entonces “cuerpea” el concepto de “dedo”. Mire bien y va a ver que los dedos que están en la mano son idénticos a los dedos que están en la mesa. El pulgar, sin ir más lejos, tiene la misma cicatriz, ¿ve?
Gerardo miró con algo de impresión los dedos de la mesa y, efectivamente, eran los mismos dedos que estaban en la mano.
- Impresionante – Dijo –; nunca vi algo igual.
Se quedaron un rato en silencio, Gerardo mirando los dedos de la mesa y Héctor moviendo la mano, abriendo y cerrando el puño. Tras un momento de abstracción mutua, la lagartija humana habló.
- Lo malo que tiene todo esto es que con el tiempo fui perdiendo la sensibilidad.
- ¿En qué sentido? - preguntó Gerardo.
- En el único posible, o sea, en todos: no siento prácticamente nada, la mayoría del tiempo. Fue como una espiral. No podría decirle qué pasó primero, pero los sentimientos me fueron abandonando y, paralelamente, la sensibilidad física también. Recién, por ejemplo, cuando me corté, no sentí el más mínimo dolor, nada; pero si estoy triste, o peor, si algo me pone muy, pero muy triste, no puedo vivir, al igual que si estoy muy alegre. El cuerpo y el alma van juntos. Por eso usted notó que no hago gestos; es que no los tengo, porque dediqué mucho esfuerzo a no sentir, para poder vivir en mi cuerpo, o para que mi cuerpo pueda vivir en mi alma.
Gerardo sacó su libreta del bolsillo.
- ¿Y eso? - preguntó Héctor.
- Ah... perdón, es un cuaderno de notas, para un proyecto que estoy llevando adelante; ¿le molesta si hago unas anotaciones? Son sólo para mí.
- Okey
Gerardo empezó a escribir, bajo la atenta mirada del lagarto.
- ¿No me deja chusmear? - preguntó, finalmente, Héctor.
- Sí, cómo no, pero espere un poquito que termino de escribir, para que no se me vaya de la cabeza.
- Okey – dijo Héctor, tirándose para atrás en la silla y mirando por la ventana para afuera.
Así estuvieron un rato. Gerardo iba y venía en la libreta, mientras Héctor, inmóvil y mudo, miraba para afuera, jugueteando con los dedos sueltos en la mesa. Sólo los interrumpió el mozo, que en un momento se acercó a preguntar si estaban bien; Héctor pidió una Coca y Gerardo, un ristretto. El mozo, antes de irse, le dijo a Héctor, “che, Hetítor, no me dejés los dedos en la mesa otra vez, que me da asco”. Héctor levantó la palma de la mano, pidiendo disculpas. “Okey – dijo –, perdoname, Lau, a veces me olvido”, y volvió a la ventana.
- Tome – dijo Gerardo, extendiendo la libreta a Héctor –, pero no va a entender nada.
Héctor agarró la libreta y la abrió al principio, fue pasando las primeras hojas con interés, que evidentemente se fue perdiendo a medida que avanzaba, porque las hojas iban pasando más rápido hasta que sólo las pasaba sin leerlas. Se detuvo en el final, que supuestamente le correspondía a él y le preguntó a Gerardo si podía explicarle lo que decía “ahí”, señalando una fórmula específica que cerraba un punteo que contenía frases literales de la conversación y números y “ahí”, que era uno de los números del punteo.
La fórmula decía: "¿Tv(t-p)+P(p-c2)=Tt-C?" Y el número del punteo era 22:19
- Mmmm – dijo Gerardo –, no sabría ni por dónde empezar. El número es fácil, es el tiempo que pasó entre que entré al bar y usted me habló. Está aparte porque no sé muy bien cómo se reflejaría en la fórmula, que de todos modos es complementaria, atañe sólo a este encuentro. Para la fórmula tendría que explicarle demasiadas cosas; créame que no alcanzaría el día. Le puedo aclarar algunos signos, pero sueltos no le van a servir: “Tv”, por ejemplo, es el tiempo de vida que pasó desde que nací hasta que hablamos por primera vez. “Tt” es el tiempo de vida desde que nací hasta que usted terminó de contarme todo. Son variables de T, que en realidad es una incógnita, una constante, que es lo que pretendo averiguar. Es difícil de explicar, porque puedo medir Tv y Tt, sin necesidad de medir T. C es la duración de nuestra conversación y P es usted, pero reflejado en un número.
- Uh... ¿Y cuánto valgo? - Preguntó Héctor.
- Antes de la charla, 0,0723; después de la charla, 0,0789. El número que anoté fue este último.
- ¿Y eso es mucho o es poco?
- No es ni mucho ni poco; no son números que reflejen “más” o “menos” en el sentido clásico; es sólo una ponderación que contiene demasiadas variables.
Héctor volvió a sentarse derecho.
- Y yo pensé que yo era raro – dijo.
Gerardo guardó la libreta, justo cuando llegaba el mozo y, mirando el reloj, vio que se le estaba haciendo tarde.
- ¡Qué hora es! - dijo –; tengo que rajar.
Apuró el ristretto, metió la mano en el bolsillo y le dejó a Héctor la plata de lo que había tomado, más propina para el mozo. Juntando sus cosas, dijo
- ¿Le molesta si nos volvemos a ver?
- Al contrario – dijo Héctor –, me encantaría. Anote que le doy mi teléfono.
- Dígalo nomás, después lo anoto.
- ¿No se va a olvidar?
- Nunca me olvido un número, quédese tranquilo.
Héctor se lo dijo, se dieron la mano medio a las apuradas y Gerardo salió como flecha de la mesa y del bar. El lagarto agarró los dedos y se los metió en el bolsillo, mientras llamaba al mozo para pedir la cuenta. Salió del bar unos cinco minutos después, camino a Las Heras.

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