Cuando tenía siete años, u ocho, no más y mi padre no era todavía
solamente una palabra, nos veíamos fin de semana por medio, desde el
viernes a la noche hasta el domingo a la tarde. Era el régimen de
visitas estipulado y creo que a él le sentaba bien. No sé si él
disfrutaba de mi compañía, sí sé que su pareja no. Más allá de
eso, la mayoría de nuestros encuentros era placentera para mí. Él,
siendo mucho más joven, había empezado a estudiar ingeniería y
había abandonado; tenía una gran habilidad para los números, que
me traspasó, con técnicas para hacer cuentas mentales y encontrar
múltiplos de números complicados, algo a lo que jugábamos en los
colectivos o en el tren. Sabía bastante de física, también y, al
menos para mi completa ignorancia, de astronomía.
Había un momento de nuestros encuentros que era particularmente
importante para mí: la hora de acostarme, por lo general temprano.
Habíamos hecho una rutina que consistía en “charlar”, o al
menos así llamaba yo a la actividad, que duraba unos quince minutos
y a veces más, dependiendo del tema, que siempre proponía yo y se
realizaba conmigo acostado y con él sentado al lado de la cama.
Los temas eran variados. La muerte era recurrente, al igual que la
geometría y las teorías físicas de Newton, que me fascinaban.
Algunas veces hablábamos de fútbol, cuando habíamos ido a la
cancha, algo que sólo hacía con él. Pero por lo general, lo que
más me interesaba era hablar sobre “el cielo”, que en sus
relatos adquiría ribetes mágicos. Supe, ya desde pequeño, que las
órbitas de los planetas eran elípticas, el por qué de las
estaciones y las duraciones de los días y las noches en relación
con la cercanía o lejanía del Ecuador (o de los polos, que es lo
mismo) y el Teorema de Arquímedes, que me aprendí de memoria
rápidamente y que hoy, indefectiblemente, uso como ejemplo como
docente para explicar los modelos nomológicos en epistemología. No
obstante, mi tema favorito era Einstein. No sé si mi padre sabía
poco, algo o mucho sobre él; en ese momento creía que lo sabía
todo. Lo escuchaba hablarme de universos curvos, de agujeros en el
espacio, de tiempos y espacios relativos (con un ejemplo de trenes
que hoy, también, uso frecuentemente, tal como él me lo contaba) y
me sumergía en un mundo de ensueño, mucho más interesante que los
mundos de los cuentos infantiles, que casi no conocía. Pero la
luz... la luz era la maravilla, el personaje principal de cualquier
relato. Mi primera perplejidad fue el descubrimiento de que la luz
era un objeto y a la vez no, que tenía masa y no la tenía, lo cual
hacía que, al igual que una piedra o una pluma, se doblara, afectada
por la gravedad, por “poder tener” masa pese a estar toda ella
compuesta por elementos que carecían de ella. Fue de mi padre de
quien escuché hablar por primera vez del principio de incertidumbre.
Volvíamos sobre el tema varias veces, porque me era inaceptable, a
mi corta edad.
Sin embargo, fuera de toda duda, mi mayor estupor fue el saber que la
luz era principalmente radiación, energía en movimiento, pero
extremadamente veloz, tanto, que no existía nada que pudiera ir más
rápido (creo que hoy se ha demostrado que esto es falso, pero es
irrelevante a los efectos de lo que quiero decir). Escuché,
entonces, el término “año luz”, sobre el que mi padre me
explicó que consistía en una unidad que medía distancias, no
tiempo, a pesar de contener la palabra “año”. Esto llevaba a la
conclusión de que si una estrella estaba a un año luz de la tierra,
eso quería decir que estaba a una distancia que requería un año de
viaje de la luz; para resumir: si yo veía una estrella que estaba a
un año luz de distancia, la veía “como era hacía un año”.
Pero, al parecer, no había estrellas que estuvieran tan cerca y la
inmensa mayoría estaban a decenas y hasta centenas o miles de
millones de años luz, por lo cual, era muy factible que, al alzar la
vista, yo estuviera viendo un enorme número de estrellas que, en
rigor, no estaban más allí, por haber muerto hacía ya muchísimo
tiempo. Sin necesidad de alejarme tanto, el sol que veía “ahora”
e incluso el calor que sentía “ahora”, eran en realidad un sol y
un calor “de hace algo más de ocho minutos”, al igual que la
luna, que se veía como “había sido” un segundo y pico atrás en
el tiempo. Mi padre me dijo, a colación de esto, citando a alguien
que no recuerdo, que mirar el cielo era como mirar el pasado. Esa
frase quedó grabada en mi mente como una sentencia del orden de la
revelación.
Todo lo dicho hasta aquí fue sólo una introducción, probablemente
más extensa que mi relato.
En casa no se fuma, o dicho mejor, como soy el único que fuma, no
puedo hacerlo “en” casa; entrecomillo el “en” porque, en
rigor, lo puedo hacer, pero sólo en la ventana de la cocina, con la
puerta cerrada, o en alguno de los dos balconcitos, del living o del
cuarto (preferentemente en el del living). Fumar a pasado a ser una
ceremonia que tiene algo de bueno: el momento de fumar se dedica sólo
a fumar. A fumar y mirar y pensar. Fumar en los balcones tiene de
atractivo que veo la calle y, sobre todo, la esquina de Mitre y
Uriburu, donde siempre ocurre algún evento digno de mención, sobre
todo automovilístico; pero es también muy atractivo ver a la gente
que viene y va, a los borrachos del Hotel y los de la esquina, a las
peleas entre peatones y ciclistas, que son fija. En la cocina fumo de
noche, casi con exclusividad, cuando los balcones ya fueron cerrados,
merced a la obsesión de mi pareja, a la cual raramente me rebelo
(aunque alguna vez me atrevo, cuidándome de cerrar todo cuando
termino).
Como ya conté en alguna oportunidad aquí, desde la ventana de la
cocina se ve una estrella; se ven más de una, sobre todo algunas
noches, pero hay una en particular que tiene un ciclo que conozco tan
bien que me permite saber la hora sin necesidad de mirar el reloj. La
cocina da al pulmón y esta estrella sale alrededor de las 22:30 de
atrás de mi edificio, cerca de las 23 queda justo sobre la medianera
entre una casa aledaña y un gimnasio y luego transita todo a lo
largo el muro del gimnasio; tipo 00:00 está sobre la primera
luminaria, a la 1:00 llega a la segunda y a las 2:30 desaparece
detrás de un edificio. Es “mi estrellita”, que bien podría ser
una galaxia, algo que prefiero no suponer para que mis ideas tengan
sentido. Como todos sabemos, no hay nada más eficaz que la verdad
para destruir las ideas que valen la pena.
Suelo acostarme tarde y escribo en la cocina. Cada tanto, el rito del
pucho y el café me llevan a la ventana, donde está ella. “Está”
significa aquí que la veo; no sé, efectivamente, si está o no. O,
mal aplicando el principio de incertidumbre, podemos decir que es
probable que esté y no esté; no vemos, por otra parte, lo que está,
sino lo que queremos que esté, en general. Entonces fumo y la miro;
es casi mi único pensamiento en la ventana, cuando trato,
precisamente, de no pensar demasiado, para lo cual me sobran el día
y la mesa; pero a veces falla. La mente funciona de esa forma; sólo
una pequeña parte de lo que pensamos es producto de una decisión,
lo que sigue es una catarata involuntaria de desvíos y desvaríos,
que cada tanto se pueden disciplinar, a menos que la invasión sea
más interesante que lo que estábamos pensando.
Contar un pensamiento es también un problema, porque el pensamiento,
como la percepción, es muchas veces total; llega completo, en forma
de revelación, pero se cuenta sucesivamente, lo cual ya destruye
toda pretensión de adecuación entre el relato y el pensamiento (o
la experiencia). Haré lo que pueda para no hacer demasiada
injusticia a lo que se me ocurrió.
Todo es una cuestión de magnitud, de magnitud del tiempo, quiero
decir. Si es verdadero, y al parecer lo es, que vemos los objetos
distantes de un modo diferente al que los objetos están siendo en el
momento en que los vemos, lo cual aplica a elementos no tan distantes
como la luna, entonces, aunque sea por una diferencia
infinitesimalmente pequeña, “todo” lo que vemos es y no es lo
que efectivamente está allí, frente a nuestros ojos, como una
evidencia irrefutable. Dicho por la contraria: siempre vemos lo que
ha sido. Si a eso sumamos el hecho de que el “ver” y el “contar
lo que se ve” difieren cualitativamente (veo una campera beige en
la silla de una vez, pero cuando formulo la frase “hay una campera
beige en la silla” estoy suponiendo que eso que fue total e
inmediato permaneció idéntico a lo que vi durante todo el tiempo en
que estuve formulando la frase).
Si todo fuera así, ¿qué posibilidades caben para atender a la
frase “viví el presente”? Salgo a la ventana, miro mi
estrellita; ¿qué tiempo estoy viviendo?
En el torbellino indetenible de la idea, el problema del tiempo se
vuelve como un quiste. Supongamos por un momento que todo lo dicho
hasta aquí es una suerte de legitimación fáctica del problema del
tiempo como fenómeno físico, o al menos explicado desde el punto de
vista de la física, como una herramienta de legitimación empírica
de la imposibilidad del presente, menos mesiánica que la explicación
agustiniana (aunque ésta sea difícilmente contestable) y más
acorde a la preferencia de las almas sensibles que necesitan pruebas
más científicas y menos metafísicas.
¿Y si fuera esta determinación irreparable del tiempo, que se
resiste al pensamiento, la causa de la imposibilidad de pensar al
cuerpo de manera adecuada, como sostenía Spinoza? ¿Cómo es posible
dar cuenta, desde la necesaria sucesividad del lenguaje, a la
experiencia del cuerpo, que es siempre total y está “hecha” de
una infinidad de elementos que, además, cambian permanentemente,
también de forma total? En todos los problemas que se abren a
partir de ahí, el tiempo es la valla infranqueable, ya que el
lenguaje es incapaz de narrar una totalidad. Ese mismo tiempo que en
los relatos de mi viejo me hacía ver cosas que no estaban allí o
sentir en el presente temperaturas pasadas.
¿Y si el amor fuera un acontecimiento que quebrara, o pudiera
quebrar la imposibilidad de la adecuación? Me refiero al amor como
encuentro de cuerpos, es decir, al amor como sensibilidad, no como
pensamiento y tampoco como sentimiento, que es definitiva una forma
del pensamiento, que hizo del amor como idea un concepto infértil y
performativo; el amor como romance, como esclavitud del cuerpo al
concepto y, sobre todo, como herramienta de dominación, sobre todo
(pero no solamente), de género. El amor romántico, como estrategia
de posesión de le otrx, es el éxtasis de la inadecuación: le
amante es siempre inadecuadx, porque el amor es pura idea de lo que
debería ser, lo sea o no. Es una idea del amor como proyecto y no
como sensación singular.
El amor es idea, desde ya; puede definirse. Spinoza lo hizo de una
manera bella: “el amor es una alegría acompañada por la idea de
una causa
exterior”. Aquí el tiempo debería pensarse de un modo
bastante diferente
al que mi padre me contaba, casi por obligación
con la definición que Spinoza hace de él (o al menos de él como el
amor entre une humanx y otrx) un “algo” sólo definible como
existente a partir de la comunión de dos cuerpos. Pero aun en el
caso de que no se trate del amor humanx específicamente, sino, por
ejemplo, de mi relación con la estrellita errante, el tiempo que ha
tardado la luz en llegar a mí se vuelve irrelevante, puesto que el
amor está siempre situado “ahora” la estrellita ya no está; yo
he sido, siempre; pero lo común es el tiempo de la cópula entre el
cuerpo y el brillo, que sucede en un tiempo detenido, iterado. Poco
importa que del ojo al cerebro sea necesario un tiempo físico,
porque el amor no sucede en el ojo, ni en el cerebro, sino en el
cuerpo; y no es del orden de la idea, sino que está “acompañado”
por la idea. Es el paralelismo es estado puro.
Pasa nada
no hay ventana ni puerta ni distancia
sólo una temperatura irremediable
y la fuga inmediata a tu espalda
revelada en el aire
plegada en los dedos rancios
todo el tiempo todo
como si no recorrieras la sombra
como si ya fueras cierta
pero ya
ni antes ni después de pronunciarte
Cuando iba con mi viejo a la cancha el tiempo no transcurría, como
ahora, que es sólo un sustantivo que lo excede. Como no hubo tiempo
esa tarde en Plaza San Martín previa a mi viaje a Rosario, a ver a
mi viejo, que ya era palabra; no puedo narrar ese evento y sin
embargo el recuerdo guarda cada detalle minuciosamente, al igual que
el nacimiento de mis hijos, que no son del orden de lo contable,
pudiendo describirse en oraciones. El amor es eso, parece.
Volviendo a las charlas con mi viejo, en una de ellas hablábamos de
los círculos y del número “pi”. Me resultaba extraño que se
tratara de un número indefinido, es decir, de un número con
infinitos decimales; mi extrañeza era que una figura geométrica
pudiera ser exacta, estando ella formada por partes indefinidas. Me
explicó varias cosas al respecto, me contó de la carrera de Aquiles
y la tortuga y de la diferencia entre la totalidad y las partes, en
el sentido de que una totalidad puede tener características que cada
una de sus partes, por separado, no tiene. Me ponía de ejemplo las
rectas o los segmentos, que podían medirse, a pesar de estar
formadxs ambxs por puntos que carecían de extensión, es decir:
partes inextensas conformaban una totalidad extensa. Pero se me
ocurrió algo que me dejó perplejo a mí mismo; de hecho, nunca me
preocupé por averiguar si alguien ya lo había dicho, pero supongo
que sí. Lo resumo así: “Es como – dije – si tuvieras un
cuadrado. Ahora multiplicás los lados por dos y tenés un octógono,
y los lados los volvés a multiplicar por dos y tenés un una figura
de dieciséis lados; ahora seguimos haciendo eso todas las veces que
podamos y nos vamos a dar cuenta de que en algún momento nos queda
una figura formada por lados de sólo un punto (mi viejo me marcó,
con razón, que para que fuera un lado hacían falta necesariamente
dos); bueno, ponele que fueran dos, eso sería un círculo, como un
polígono con lados y sin lados”. Mi padre me dijo que no, pero se
ve que le quedó la idea dando vueltas en la cabeza y al día
siguiente me dijo que por ahí tenía razón, pero que lo tenía que
pensar.
No importa mucho qué pensó mi viejo, porque no recuerdo que
hubiéramos vuelto a hablar del tema; pero pienso ahora si con el
amor no pasará algo parecido, pero en relación con el tiempo; es
decir: suponemos que el tiempo requiere de la sucesión; ¿qué pasa
si empezamos a achicar esa sucesión, “n” veces? ¿Y si el amor
estuviera hecho de eso, de ese momento final en el que ya no es
posible dividir más el tiempo?
Pienso en dos cuerpos encontrándose, no ya en el sentido en el que
nos encontramos mi estrella y yo, sino, precisamente, en esa
distancia ya indivisible y, por lo tanto, sólo explicable en un
tiempo también imposible de dividir; ¿Qué tiempo tendría el alma
para “pensar” eso inadecuadamente? O dicho de otro modo: un alma
enamorada, necesariamente, tiene que adecuarse a esa temporalidad sin
medida posible. Cuerpo y alma enamoradxs, en armonía exacta y
adecuación perfecta.
No hay del amor más rastro que lo ido
ni es de futuro que huele su paso
es el amante tan sólo un retazo
de un hoy que no es y nunca se ha perdido
Eterno ahora llovido en dolores
lienzo en el aire del fervor hiriente
incorruptible duelo del presente
que sólo habita quien sabe de amores
Cuenca vacía del ojo divino
vistos por nadie hierven los amantes
que sin mañana cuecen desatinos
El amor calca en el alma un aroma
que siendo nada fragua los destinos
de quienes lloran la nada que asoma
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