martes, 24 de septiembre de 2019

CDLXXVII

Cuando tenía siete años, u ocho, no más y mi padre no era todavía solamente una palabra, nos veíamos fin de semana por medio, desde el viernes a la noche hasta el domingo a la tarde. Era el régimen de visitas estipulado y creo que a él le sentaba bien. No sé si él disfrutaba de mi compañía, sí sé que su pareja no. Más allá de eso, la mayoría de nuestros encuentros era placentera para mí. Él, siendo mucho más joven, había empezado a estudiar ingeniería y había abandonado; tenía una gran habilidad para los números, que me traspasó, con técnicas para hacer cuentas mentales y encontrar múltiplos de números complicados, algo a lo que jugábamos en los colectivos o en el tren. Sabía bastante de física, también y, al menos para mi completa ignorancia, de astronomía.
Había un momento de nuestros encuentros que era particularmente importante para mí: la hora de acostarme, por lo general temprano. Habíamos hecho una rutina que consistía en “charlar”, o al menos así llamaba yo a la actividad, que duraba unos quince minutos y a veces más, dependiendo del tema, que siempre proponía yo y se realizaba conmigo acostado y con él sentado al lado de la cama.
Los temas eran variados. La muerte era recurrente, al igual que la geometría y las teorías físicas de Newton, que me fascinaban. Algunas veces hablábamos de fútbol, cuando habíamos ido a la cancha, algo que sólo hacía con él. Pero por lo general, lo que más me interesaba era hablar sobre “el cielo”, que en sus relatos adquiría ribetes mágicos. Supe, ya desde pequeño, que las órbitas de los planetas eran elípticas, el por qué de las estaciones y las duraciones de los días y las noches en relación con la cercanía o lejanía del Ecuador (o de los polos, que es lo mismo) y el Teorema de Arquímedes, que me aprendí de memoria rápidamente y que hoy, indefectiblemente, uso como ejemplo como docente para explicar los modelos nomológicos en epistemología. No obstante, mi tema favorito era Einstein. No sé si mi padre sabía poco, algo o mucho sobre él; en ese momento creía que lo sabía todo. Lo escuchaba hablarme de universos curvos, de agujeros en el espacio, de tiempos y espacios relativos (con un ejemplo de trenes que hoy, también, uso frecuentemente, tal como él me lo contaba) y me sumergía en un mundo de ensueño, mucho más interesante que los mundos de los cuentos infantiles, que casi no conocía. Pero la luz... la luz era la maravilla, el personaje principal de cualquier relato. Mi primera perplejidad fue el descubrimiento de que la luz era un objeto y a la vez no, que tenía masa y no la tenía, lo cual hacía que, al igual que una piedra o una pluma, se doblara, afectada por la gravedad, por “poder tener” masa pese a estar toda ella compuesta por elementos que carecían de ella. Fue de mi padre de quien escuché hablar por primera vez del principio de incertidumbre. Volvíamos sobre el tema varias veces, porque me era inaceptable, a mi corta edad.
Sin embargo, fuera de toda duda, mi mayor estupor fue el saber que la luz era principalmente radiación, energía en movimiento, pero extremadamente veloz, tanto, que no existía nada que pudiera ir más rápido (creo que hoy se ha demostrado que esto es falso, pero es irrelevante a los efectos de lo que quiero decir). Escuché, entonces, el término “año luz”, sobre el que mi padre me explicó que consistía en una unidad que medía distancias, no tiempo, a pesar de contener la palabra “año”. Esto llevaba a la conclusión de que si una estrella estaba a un año luz de la tierra, eso quería decir que estaba a una distancia que requería un año de viaje de la luz; para resumir: si yo veía una estrella que estaba a un año luz de distancia, la veía “como era hacía un año”. Pero, al parecer, no había estrellas que estuvieran tan cerca y la inmensa mayoría estaban a decenas y hasta centenas o miles de millones de años luz, por lo cual, era muy factible que, al alzar la vista, yo estuviera viendo un enorme número de estrellas que, en rigor, no estaban más allí, por haber muerto hacía ya muchísimo tiempo. Sin necesidad de alejarme tanto, el sol que veía “ahora” e incluso el calor que sentía “ahora”, eran en realidad un sol y un calor “de hace algo más de ocho minutos”, al igual que la luna, que se veía como “había sido” un segundo y pico atrás en el tiempo. Mi padre me dijo, a colación de esto, citando a alguien que no recuerdo, que mirar el cielo era como mirar el pasado. Esa frase quedó grabada en mi mente como una sentencia del orden de la revelación.
Todo lo dicho hasta aquí fue sólo una introducción, probablemente más extensa que mi relato.
En casa no se fuma, o dicho mejor, como soy el único que fuma, no puedo hacerlo “en” casa; entrecomillo el “en” porque, en rigor, lo puedo hacer, pero sólo en la ventana de la cocina, con la puerta cerrada, o en alguno de los dos balconcitos, del living o del cuarto (preferentemente en el del living). Fumar a pasado a ser una ceremonia que tiene algo de bueno: el momento de fumar se dedica sólo a fumar. A fumar y mirar y pensar. Fumar en los balcones tiene de atractivo que veo la calle y, sobre todo, la esquina de Mitre y Uriburu, donde siempre ocurre algún evento digno de mención, sobre todo automovilístico; pero es también muy atractivo ver a la gente que viene y va, a los borrachos del Hotel y los de la esquina, a las peleas entre peatones y ciclistas, que son fija. En la cocina fumo de noche, casi con exclusividad, cuando los balcones ya fueron cerrados, merced a la obsesión de mi pareja, a la cual raramente me rebelo (aunque alguna vez me atrevo, cuidándome de cerrar todo cuando termino).
Como ya conté en alguna oportunidad aquí, desde la ventana de la cocina se ve una estrella; se ven más de una, sobre todo algunas noches, pero hay una en particular que tiene un ciclo que conozco tan bien que me permite saber la hora sin necesidad de mirar el reloj. La cocina da al pulmón y esta estrella sale alrededor de las 22:30 de atrás de mi edificio, cerca de las 23 queda justo sobre la medianera entre una casa aledaña y un gimnasio y luego transita todo a lo largo el muro del gimnasio; tipo 00:00 está sobre la primera luminaria, a la 1:00 llega a la segunda y a las 2:30 desaparece detrás de un edificio. Es “mi estrellita”, que bien podría ser una galaxia, algo que prefiero no suponer para que mis ideas tengan sentido. Como todos sabemos, no hay nada más eficaz que la verdad para destruir las ideas que valen la pena.
Suelo acostarme tarde y escribo en la cocina. Cada tanto, el rito del pucho y el café me llevan a la ventana, donde está ella. “Está” significa aquí que la veo; no sé, efectivamente, si está o no. O, mal aplicando el principio de incertidumbre, podemos decir que es probable que esté y no esté; no vemos, por otra parte, lo que está, sino lo que queremos que esté, en general. Entonces fumo y la miro; es casi mi único pensamiento en la ventana, cuando trato, precisamente, de no pensar demasiado, para lo cual me sobran el día y la mesa; pero a veces falla. La mente funciona de esa forma; sólo una pequeña parte de lo que pensamos es producto de una decisión, lo que sigue es una catarata involuntaria de desvíos y desvaríos, que cada tanto se pueden disciplinar, a menos que la invasión sea más interesante que lo que estábamos pensando.
Contar un pensamiento es también un problema, porque el pensamiento, como la percepción, es muchas veces total; llega completo, en forma de revelación, pero se cuenta sucesivamente, lo cual ya destruye toda pretensión de adecuación entre el relato y el pensamiento (o la experiencia). Haré lo que pueda para no hacer demasiada injusticia a lo que se me ocurrió.
Todo es una cuestión de magnitud, de magnitud del tiempo, quiero decir. Si es verdadero, y al parecer lo es, que vemos los objetos distantes de un modo diferente al que los objetos están siendo en el momento en que los vemos, lo cual aplica a elementos no tan distantes como la luna, entonces, aunque sea por una diferencia infinitesimalmente pequeña, “todo” lo que vemos es y no es lo que efectivamente está allí, frente a nuestros ojos, como una evidencia irrefutable. Dicho por la contraria: siempre vemos lo que ha sido. Si a eso sumamos el hecho de que el “ver” y el “contar lo que se ve” difieren cualitativamente (veo una campera beige en la silla de una vez, pero cuando formulo la frase “hay una campera beige en la silla” estoy suponiendo que eso que fue total e inmediato permaneció idéntico a lo que vi durante todo el tiempo en que estuve formulando la frase).
Si todo fuera así, ¿qué posibilidades caben para atender a la frase “viví el presente”? Salgo a la ventana, miro mi estrellita; ¿qué tiempo estoy viviendo?
En el torbellino indetenible de la idea, el problema del tiempo se vuelve como un quiste. Supongamos por un momento que todo lo dicho hasta aquí es una suerte de legitimación fáctica del problema del tiempo como fenómeno físico, o al menos explicado desde el punto de vista de la física, como una herramienta de legitimación empírica de la imposibilidad del presente, menos mesiánica que la explicación agustiniana (aunque ésta sea difícilmente contestable) y más acorde a la preferencia de las almas sensibles que necesitan pruebas más científicas y menos metafísicas.
¿Y si fuera esta determinación irreparable del tiempo, que se resiste al pensamiento, la causa de la imposibilidad de pensar al cuerpo de manera adecuada, como sostenía Spinoza? ¿Cómo es posible dar cuenta, desde la necesaria sucesividad del lenguaje, a la experiencia del cuerpo, que es siempre total y está “hecha” de una infinidad de elementos que, además, cambian permanentemente, también de forma total? En todos los problemas que se abren a partir de ahí, el tiempo es la valla infranqueable, ya que el lenguaje es incapaz de narrar una totalidad. Ese mismo tiempo que en los relatos de mi viejo me hacía ver cosas que no estaban allí o sentir en el presente temperaturas pasadas.
¿Y si el amor fuera un acontecimiento que quebrara, o pudiera quebrar la imposibilidad de la adecuación? Me refiero al amor como encuentro de cuerpos, es decir, al amor como sensibilidad, no como pensamiento y tampoco como sentimiento, que es definitiva una forma del pensamiento, que hizo del amor como idea un concepto infértil y performativo; el amor como romance, como esclavitud del cuerpo al concepto y, sobre todo, como herramienta de dominación, sobre todo (pero no solamente), de género. El amor romántico, como estrategia de posesión de le otrx, es el éxtasis de la inadecuación: le amante es siempre inadecuadx, porque el amor es pura idea de lo que debería ser, lo sea o no. Es una idea del amor como proyecto y no como sensación singular.
El amor es idea, desde ya; puede definirse. Spinoza lo hizo de una manera bella: “el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior”. Aquí el tiempo debería pensarse de un modo bastante diferente al que mi padre me contaba, casi por obligación con la definición que Spinoza hace de él (o al menos de él como el amor entre une humanx y otrx) un “algo” sólo definible como existente a partir de la comunión de dos cuerpos. Pero aun en el caso de que no se trate del amor humanx específicamente, sino, por ejemplo, de mi relación con la estrellita errante, el tiempo que ha tardado la luz en llegar a mí se vuelve irrelevante, puesto que el amor está siempre situado “ahora” la estrellita ya no está; yo he sido, siempre; pero lo común es el tiempo de la cópula entre el cuerpo y el brillo, que sucede en un tiempo detenido, iterado. Poco importa que del ojo al cerebro sea necesario un tiempo físico, porque el amor no sucede en el ojo, ni en el cerebro, sino en el cuerpo; y no es del orden de la idea, sino que está “acompañado” por la idea. Es el paralelismo es estado puro.

Pasa nada
no hay ventana ni puerta ni distancia
sólo una temperatura irremediable
y la fuga inmediata a tu espalda
revelada en el aire
plegada en los dedos rancios
todo el tiempo todo
como si no recorrieras la sombra
como si ya fueras cierta
pero ya
ni antes ni después de pronunciarte

Cuando iba con mi viejo a la cancha el tiempo no transcurría, como ahora, que es sólo un sustantivo que lo excede. Como no hubo tiempo esa tarde en Plaza San Martín previa a mi viaje a Rosario, a ver a mi viejo, que ya era palabra; no puedo narrar ese evento y sin embargo el recuerdo guarda cada detalle minuciosamente, al igual que el nacimiento de mis hijos, que no son del orden de lo contable, pudiendo describirse en oraciones. El amor es eso, parece.
Volviendo a las charlas con mi viejo, en una de ellas hablábamos de los círculos y del número “pi”. Me resultaba extraño que se tratara de un número indefinido, es decir, de un número con infinitos decimales; mi extrañeza era que una figura geométrica pudiera ser exacta, estando ella formada por partes indefinidas. Me explicó varias cosas al respecto, me contó de la carrera de Aquiles y la tortuga y de la diferencia entre la totalidad y las partes, en el sentido de que una totalidad puede tener características que cada una de sus partes, por separado, no tiene. Me ponía de ejemplo las rectas o los segmentos, que podían medirse, a pesar de estar formadxs ambxs por puntos que carecían de extensión, es decir: partes inextensas conformaban una totalidad extensa. Pero se me ocurrió algo que me dejó perplejo a mí mismo; de hecho, nunca me preocupé por averiguar si alguien ya lo había dicho, pero supongo que sí. Lo resumo así: “Es como – dije – si tuvieras un cuadrado. Ahora multiplicás los lados por dos y tenés un octógono, y los lados los volvés a multiplicar por dos y tenés un una figura de dieciséis lados; ahora seguimos haciendo eso todas las veces que podamos y nos vamos a dar cuenta de que en algún momento nos queda una figura formada por lados de sólo un punto (mi viejo me marcó, con razón, que para que fuera un lado hacían falta necesariamente dos); bueno, ponele que fueran dos, eso sería un círculo, como un polígono con lados y sin lados”. Mi padre me dijo que no, pero se ve que le quedó la idea dando vueltas en la cabeza y al día siguiente me dijo que por ahí tenía razón, pero que lo tenía que pensar.
No importa mucho qué pensó mi viejo, porque no recuerdo que hubiéramos vuelto a hablar del tema; pero pienso ahora si con el amor no pasará algo parecido, pero en relación con el tiempo; es decir: suponemos que el tiempo requiere de la sucesión; ¿qué pasa si empezamos a achicar esa sucesión, “n” veces? ¿Y si el amor estuviera hecho de eso, de ese momento final en el que ya no es posible dividir más el tiempo?
Pienso en dos cuerpos encontrándose, no ya en el sentido en el que nos encontramos mi estrella y yo, sino, precisamente, en esa distancia ya indivisible y, por lo tanto, sólo explicable en un tiempo también imposible de dividir; ¿Qué tiempo tendría el alma para “pensar” eso inadecuadamente? O dicho de otro modo: un alma enamorada, necesariamente, tiene que adecuarse a esa temporalidad sin medida posible. Cuerpo y alma enamoradxs, en armonía exacta y adecuación perfecta.

No hay del amor más rastro que lo ido
ni es de futuro que huele su paso
es el amante tan sólo un retazo
de un hoy que no es y nunca se ha perdido

Eterno ahora llovido en dolores
lienzo en el aire del fervor hiriente
incorruptible duelo del presente
que sólo habita quien sabe de amores

Cuenca vacía del ojo divino
vistos por nadie hierven los amantes
que sin mañana cuecen desatinos

El amor calca en el alma un aroma
que siendo nada fragua los destinos
de quienes lloran la nada que asoma

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