Gerardo sabía que cualquier conversación con Martín implicaba
disponibilidad de tiempo; era eso, no obstante, lo que hacía del
narrador involuntario una persona interesante, de esas que el
numerista necesitaba para llevar adelante su proyecto. Se habían
visto un par de veces desde el primer encuentro y Gerardo ya sabía
más de la vida de Martín que de la de cualquier amigo o amiga de
años, consecuencia del borbotón verborrágico que el narrador no
podía evitar. Esta inevitabilidad era la curiosidad que Gerardo
debía comprender, que a sus ojos era paralela a la imposible quietud
de la trapecista, o la invisibilidad de Ricardo, o la instantaneidad
de Renata. Lo del lagarto humano era de otro orden, o al menos eso
creía el numerista.
Habían arreglado el encuentro para un miércoles temprano, a las
ocho. Ambos llegaron antes, casi juntos, a la puerta del bar. Gerardo
extendió la mano, pero Martín se adelantó con un abrazo cálido,
presumible, habida cuenta de su carácter cariñoso hasta en el tono
de la voz y la gestualidad jovial, alegre.
Se sentaron en una mesa que daba a la calle, aunque tardaron en
elegirla porque Martín dedicó un tiempo bastante extenso a explicar
las razones por las cuales era esa la mesa preferible, relato que
comenzaba con un suceso de más de quince años de antigüedad y
tenía por objeto que Gerardo entendiera el por qué de la decisión.
A escala menor, el proceso se repitió en el pedido al mozo, al cual
Martín explicó por qué el café debía ser liviano y cuáles eran
los motivos por los cuales el té no era una opción. Gerardo pidió
un café cargado, ante la admonición de Martín, que negaba con la
cabeza, como no entendiendo si Gerardo había escuchado sus
razonamientos previos.
El objetivo de Gerardo era modesto sólo aparentemente: quería saber
qué proceso se desataba en la mente de Martín ante una
interrogación. El problema que enfrentaba era que debía averiguarlo
de boca de Martín y dudaba que fuera posible llegar a puerto en una
conversación que suponía preguntas y respuestas. La última vez que
se habían visto, Martín había demorado 27 minutos para explicar
por qué no le ponía azúcar al café, incluyendo en la explicación
una referencia al origen del trabajo golondrina en las zafras, entre
otras tantas digresiones. El numerista confiaba, de todos modos, en
que la cordialidad de Martín le permitiría interrumpirlo cada
tanto, además de haber llevado preparada una introducción
rigurosamente pensada para amortiguar la locuacidad del narrador
compulsivo. Empezó, entonces, por ahí.
- Bueno, Martín, te cuento un poco por qué quiero hablar con vos,
pero antes dejame pedirte algo.
Martín asintió con la cabeza.
- Necesito entender algunas cosas sobre vos, pero se me hace difícil
cuando empezás con las digresiones. Yo sé que lo hacés con una
buena intención, que es que se entiendan las razones por las que
hacés lo que hacés, o decís lo que decís; pero por esta vez, sólo
por esta vez, te ruego que si en algún momento siento que te perdés,
o que me pierdo yo, mejor dicho, me dejes que te interrumpa para
poder acotar la charla. Si en algo necesito que te extiendas, o me
parece pertinente, no va a haber ningún problema; pero en algunos
casos puede ser que te pida ir al punto más rápido, aunque queden
cosas que te parezca que quedan en el aire; ¿Puede ser?
Ya la primera pregunta fue un desafío para Martín, que abrió la
boca un par de veces como para responder, sin hacerlo; parecía
evidente que necesitaba explicarle a Gerardo que él no hacía
digresiones ni se perdía, pero se daba cuenta de que era
precisamente lo que le acababan de pedir que no hiciera. Finalmente,
se quedó callado y simplemente asintió, aunque se lo notaba algo
incómodo. Antes de que comenzara la charla, llegó el mozo, con los
cafés. Se fue sin decir palabra, llevándose un agradecimiento de
Gerardo.
- El tema – prosiguió Gerardo – es que quisiera entender más o
menos qué pasa en tu cabeza cuando alguien te hace una pregunta.
Martín intentó empezar a contestar, pero Gerardo lo paró con la
palma de la mano. El narrador involuntario quedó congelado con la
boca semiabierta.
- Esperá, esperá; esa no es la pregunta, o sí, pero la quiero
formular bien, para que no sea tan general, si no, ya vamos a
arrancar mal. En realidad es sólo una introducción al tema general
del que me gustaría charlar. Cuando te haga la pregunta concreta te
aviso.
Martín se tiró para atrás, levantó las dos manos, dando el visto
bueno y siguió escuchando con atención.
- Estábamos en la cuestión – continuó Gerardo – de lo que pasa
por tu cabeza cuando alguien te pregunta algo. Ese es el tema. Por
ahí, mientras hables, anoto algunas cosas, por lo general son
fórmulas, o números, pero todo es sólo para mí; ¿te molesta eso?
¡Por favor, contestame sólo sí o no!
Martín dijo que no. Gerardo retomó el hilo.
- La primera vez que nos vimos, cuando yo buscaba la parada del
colectivo, no me di cuenta rápido. Mientras viajaba, sin embargo,
empecé a recordar la charla y noté que me diste automáticamente
una respuesta que en modo alguno podía ser una respuesta automática.
Martín hizo un gesto de perplejidad. “No entiendo”, dijo, lo
cual fue asombroso para Gerardo, que jamás hubiera imaginado que la
verborragia del narrador pudiera domesticarse al punto de decir una
frase de sólo dos palabras.
- Es que no terminé – siguió Gerardo –; esperá. No es fácil
de explicar. Hay preguntas, inclusive conversaciones, pero sobre todo
preguntas, para las cuales uno tiene respuestas automáticas, es
decir, no piensa la respuesta, la da; por ejemplo, la hora. Cuando
digo que uno no piensa la respuesta me refiero no a que no tenga que
realizar un ejercicio de pensamiento para responder; lo que quiero
decir es que no tiene que pensar la reacción. Si me preguntan una
calle, por ejemplo, tengo que pensar, a veces, dónde queda esa
calle, pero no tengo que pensar la pregunta para responder, sólo
empiezo a responder; ¿me seguís hasta acá? ¡Respondé sólo sí o
no!
Martín hizo un pequeño silencio, que Gerardo interpretó como un
esfuerzo, y dijo que sí, con la cabeza.
- Bueno; a eso es a lo que llamo “respuestas automáticas”. Hay
miles. De hecho, tengo un listado enorme de posibles inicios de
conversaciones y hasta tengo a veces conversaciones enteras que
podría haber anticipado antes de que se dieran. Bueno, yendo al
punto, una pregunta por una parada de colectivo entra en el grupo de
respuestas automáticas, lo mismo que la pregunta que te hice la
segunda vez que nos vimos acerca de por qué estabas tan abrigado,
que, no sé si recordás, vos me respondiste en casi media hora. Era
una pregunta automática, o de compromiso, o de curiosidad, si se
quiere, que en una frase o dos resuelve la mayoría de la gente. Lo
que me llama la atención, más que la longitud de las respuestas que
me das, siempre, es que las das automáticamente; o sea, no sólo es
automático el acto de responder, sino todo lo que decís, hasta el
más mínimo detalle, como si ya tuvieras preparado un discurso para
cada pregunta que se te haga, sea la que sea, sin pensar nunca, lo
cual es imposible.
Gerardo se detuvo un poco, pensó y volvió sobre sus palabras.
- Parece contradictorio todo lo que dije – Gerardo vio que Martín
esbozaba una sonrisa –, así que veo si lo resumo así: si hago una
pregunta automática, espero una respuesta automática; '¿Qué hora
es?', 'Son las equis'; '¿Sabe dónde está la calle Pasco?', 'Mire,
camine por acá hasta allá y bla, bla, bla'. Pero vos nunca das
respuestas automáticas, o mejor, siempre das, automáticamente,
respuestas que requieren una gran elaboración previa, del tipo que
se hacen cuando es uno el que quiere contar una historia, porque ya
sabe dónde empieza y dónde termina lo que quiere decir. No sé si
fui claro.
Martín se quedó en silencio. Gerardo arriesgó.
- Hagamos un ejercicio: te voy a hacer una pregunta automática y
quiero que me digas la primera frase, ¡pero sólo la primera frase,
después parás! que se te venga a la cabeza; ¿Está bien? ¡Sólo
sí o no!
Martín asintió.
- Bien, a ver; ya está: ¿Dónde vivís?
- Mi viejo, a los quince años...
Gerardo lo paró en seco, con las dos palmas de las manos y se lo
quedó mirando. Martín se calló.
- Ahí está; ¿viste? ¿No te das cuenta de lo raro que es lo que
acaba de pasar? Que eso sea tu primer pensamiento, quiero decir; ¿lo
ves o no?
Martín hizo un gesto de no entender muy bien. Pero pasado un tiempo
breve, en el que se notaba que empezaba a captar el sentido de lo que
Gerardo trataba de mostrarle, lanzó una carcajada.
- ¿Por qué te reís? - preguntó Gerardo
- Es que le hice un chiste y bueno, nada, es como que ni se dio
cuenta; yo tenía una respuesta “automática” (Martín dibujó
unas comillas en el aire con los dedos) y le hice creer que estaba
pensando. Me dio gracia.
- Martín, tres cosas. Primero: no me trates de usted, que me hace
sentir incómodo; segundo, no hagas comillitas con los dedos, con la
entonación me alcanza, los deditos haciendo comillas me fastidian y
tercero, no uses la palabra “nada” como la acabás de usar, en lo
posible; si decís “nada”, entonces no sigas hablando; si vas a
seguir con el discurso, no digas “nada”, por favor. Es irritante.
Martín se puso más serio, después levantó ambas manos, como
diciendo que si así lo quería Gerardo, así sería y luego siguió
hablando, o, más bien, comenzó a hablar, a responder.
- Yo tengo muy buena memoria – dijo –, pero muy, muy buena. Se
llama memoria eidética, que es...
- Ya sé lo que es la memoria eidética, Martín, perfectamente.
Saltealo.
Martín, con algo de esfuerzo, siguió hablando.
- Hay un cuento de Borges, que se llama Funes...
De nuevo Gerardo lo interrumpió.
- Conozco el cuento. No me lo cuentes vos. Salteá esa parte.
- ¿Pero lo conoce en detalle? Porque no es que soy como Funes
- Conozco muy bien el cuento. Te voy a entender. Salteá el cuento.
- Bue... - Martín se encogió de hombros y siguió -. La mayoría
de la gente piensa que tener la memoria que tengo es algo bueno, lo
cual puede ser cierto para algunas personas y en algunas situaciones;
por ejemplo, cuando había alguna discusión en casa, yo era el juez
de casi todo, sobre todo de lo que se había dicho o no se había
dicho; como yo me acordaba cada conversación, simplemente la
reproducía. Lo que pasaba era que me pedían que reprodujera sólo
el momento en cuestión, no la conversación completa; y lo que yo
pensaba era que si no repetía todo, faltaba el contexto, por lo que
no se iba a entender si efectivamente lo que se había dicho, se
había realmente dicho, quiero decir: decir algo no es sólo emitir
una frase, sino emitirla en un contexto; fuera de ese contexto, la
frase no tiene significado. De todos modos, como era chico, obedecía.
Ahora bien, lo que usted llama... lo que vos llamás “respuestas
automáticas”, son para mí respuestas falsas, al menos la mayoría
de ellas. Le... te pongo un ejemplo: “¿Te gusta el chocolate?”
Bueno, ahí tenés; eso, para vos, sería una pregunta que requiere
una respuesta automática, pero no tiene una respuesta automática.
No se puede contestar por sí o por no. Yo, por ejemplo, le puedo
nombrar setenta y tres marcas de chocolate que no me gustan y
dieciséis tipos que tampoco, sean de la marca que sean. Fuera de
eso, quedan marcas y tipos que sí me gustan, pero no todos igual;
algunos casi no me gustan y otros me parecen insuperables. Entonces
me preguntás: “¿Te gusta el chocolate?” y yo te digo que sí, y
punto. Un día te invito a casa y vos, sabiendo que me gusta el
chocolate, traés un Shot enorme y una bolsa de M&M, que son dos
formas de chocolate que no soporto; vos te gastaste un montón de
plata y me trajiste algo que no me gusta, porque yo te dije que sí
me gustaba. Recapitulo: vos me preguntás, “¿Te gusta el
chocolate?”; y lo que yo te tengo que responder es cuál es el tipo
de chocolate que me gusta y cuál no, porque la respuesta “sí”
es falsa, o si no falsa, equívoca.
- Bueno – siguió diciendo Martín –, para mí no era nada bueno
tener la memoria que tenía, ni es bueno ahora tener la memoria que
tengo. Cuando era un pibe, me la pasé toda la infancia escuchando
gente que me gritaba, “¿Sí o no? ¿Sí o no?” - Gerardo se
sintió incómodo y Martín se dio cuenta – No se ponga... no te
pongas, mal por lo de hoy, vos fuiste muy respetuoso. De hecho, sos
la primera persona con la que puedo conversar desde hace mucho
tiempo, que me escucha sin irse o insultarme. Retomo: me la pasaba
entre gritos, en todos lados, pero sobre todo en casa y en la
escuela, donde me iba terriblemente mal. Vos creés que ahora doy
respuestas largas, pero no tenés idea; ahora al menos puedo decir
algo, porque empecé a usar técnicas, todas inventadas por mí, que,
por supuesto, una vez que me las aprendía me quedaban grabadas en la
cabeza. Imaginate, ahora, que yo no tenía esas técnicas y tenía a
la vez que responder una pregunta en un examen de historia; fijate
cómo mejoré que en otro momento te hubiera aclarado cuáles fueron
todas las preguntas que me hicieron en cada uno de los exámenes de
historia que me tomaron en la escuela y ahora no te lo aclaro; ¿ves
que mejoré? Digo la palabra “mejoré” en un sentido...
- Pará, pará que venís más o menos bien – dijo Gerardo –,
seguí con lo de historia, ya entiendo cómo estás usando la palabra
“mejorar”, lo juro.
- Bue... - dijo Martín, con algo de desconfianza; pero siguió –
Te pongo sólo un ejemplo, sólo un ejemplo: “Defina los rasgos
principales de la disputa entre unitarios y federales”. Una
pregunta real, de séptimo grado. Era la primera pregunta de un
examen de cuatro, todas relacionadas con ese tema. Bien; me hicieron
esa pregunta, pero hay un problema: es imposible entender esa disputa
si uno no entiende antes todo el proceso de emancipación del
Virreinato del Río de La Plata, incluyendo, por ejemplo, la disputa
entre morenistas y saavedristas. Pero esa disputa requiere un
contexto más amplio, que abarca, por un lado, a todo el proceso de
conquista de América, desde 1492 en adelante y, por otro, a las
ideas ilustradas de la Europa del Siglo XVIII, que son una
consecuencia directa del proceso de ruptura que se da en el Siglo
XVII entre lo que llamaríamos el pensamiento moderno y el
pensamiento premoderno, que explota con Hobbes y Descartes; ¿pero a
qué se enfrentan Hobbes y Descartes? Al pensamiento esencialista
cristiano inmediatamente previo; de hecho, por eso son perseguidos,
los dos, Lo que hay que entender, entonces, que sirve además para
entender el proceso de la conquista, es ese pensamiento previo, la
teología cristiana, que, rigurosamente hablando, nace en Atenas en
el Siglo V antes de Cristo, con Platón, porque el dogma cristiano es
neoplatónico. Recapitulo: me pedían entonces que definiera los
rasgos principales de la disputa entre unitarios y federales...
Martín hizo una pausa.
- Disculpe... disculpá; ¿vos sabés de qué hablo cuando digo
“disputa entre unitarios y federales”? Porque lo estoy dando por
supuesto y por ahí...
- Conozco perfectamente el tema – dijo Gerardo, interrumpiendo –;
podés seguir tranquilo.
- Bue... me pedían que definiera eso, en la primera pregunta. Pasaba
una hora y teníamos que entregar la hoja y yo, desesperado, me daba
cuenta de que había escrito catorce carillas y todavía no había
terminado de explicar la teoría de las Ideas de Platón. Obviamente,
me sacaba unos en todas las pruebas.
- A ver – dijo Gerardo –, parando a Martín; ¿Vos hacías todo
ese proceso mental cuando leías la pregunta?
- ¡No! - Respondió Martín – Precisamente; yo leía la pregunta y
automáticamente pensaba en Sócrates. La respuesta la tenía toda en
la cabeza, toda, completa; pero el lenguaje es sucesivo. De hecho,
Kant...
- Pará, pará – volvió a interrumpir el numerista –, lo vas a
hacer de nuevo; entiendo bien la diferencia entre el pensamiento y el
relato del pensamiento. Venimos fenómeno. Esperá un poco.
Gerardo abrió su libreta y empezó a garabatear una serie de signos
y números, lo que le llevó un tiempo. Martín lo miraba con
curiosidad y le preguntó que era eso que anotaba.
- Es mi forma de transcribir todo lo que está pasando – dijo
Gerardo y siguió anotando un rato más –, sólo dame un minutito.
Después de anotar unas varias cosas, Gerardo cerró la libreta y
volvió su atención a Martín.
- Me dijiste que tuviste que aprender una técnicas – dijo,
finalmente –. No me digas las técnicas, por favor, si me hace
falta saberlas te las pregunto y te prometo que te escucho hasta el
final, pero sólo decime la finalidad exacta de las técnicas y
cuándo fue que las usaste.
La cara de Martín no sólo cambió por completo, sino que por
primera vez Gerardo lo vio ponerse mal, pero realmente mal. De hecho,
se hizo un agujero largo en la charla, en el cual, más de una vez,
el narrador quiso empezar a contestar y se paró en seco. A medida
que pasaban los minutos y se repetía el acto, los ojos de Martín se
llenaron de lágrimas. Contenía el llanto lo más que podía, pero
se tenía que secar los ojos cada tanto. Gerardo se quedó atónito,
repasando lo que había dicho, para saber si había algo que podía
haber sido inconveniente, pero no se le ocurría qué podía haber
sido. Finalmente, ya algo más sereno, Martín empezó a hablar.
- La única persona con la que yo tenía una relación afectiva
fuerte era mi papá... Uf... qué difícil esto.
Nuevamente se hizo un silencio largo. Gerardo sólo esperaba, con
paciencia.
- Estoy haciendo un esfuerzo muy grande para no desviarme. Recién,
por ejemplo, le iba a empezar a contar la vida de mi abuelo en
Asturias – Martín sonrió para sí –. Teníamos este problema de
mi verborragia, pero yo ya había empezado a mejorar con mis técnicas
y él era muy paciente; cuando perdía la paciencia me lo decía
bien... Ah... - se golpeó la cabeza con la palma de la mano derecha
y se dijo a si mismo, en voz baja “basta, basta, al punto”; y
siguió – Yo nací en el 86; el 12 de mayo... no, no... - Nueva
pausa y nuevo comienzo – a ver, esto sí es importante. Desde que
tengo memoria, mi viejo, cuando salíamos de casa e íbamos caminando
a algún lugar, solos o con mis hermanos, paraba en cada esquina,
repito, en cada esquina y, antes de cruzar, me o nos decía “ahora
paramos, ¿ven? Paramos en la vereda” y remarcaba “en la vereda”;
“entonces, miramos para un lado, miramos para el otro y vemos que
no venga un auto, ¿ven?” Y entonces él miraba a un lado y al
otro, junto con nosotros y cuando veíamos que no venía ningún
auto, decía “y como no viene ningún auto, cruzamos, rapidito;
siempre salir de la calle rapidito; ¿está? No nos quedamos en la
calle y siempre miramos para los dos lados”. Ahí cruzábamos. A
partir de ahí, cada vez que llegábamos a la esquina nos preguntaba,
“¿qué hacemos ahora?” y alguno de nosotros, o yo, si estábamos
solos, repetía, “miramos para los dos lados” y hacíamos todo el
gesto antes de empezar a cruzar. Era casi ritual. La primera vez que
lo hizo, estando yo presente, fue el 13 de julio de 1989, este es un
dato importante.
Martín se calló. Cerró los ojos y los apretó, puso la palma de la
mano para adelante, dándole a entender a Gerardo que tenía que
esperar. Gerardo volvió a sacar la libreta y a garabatear; se dio
cuenta enseguida de que el narrador involuntario estaba haciendo un
esfuerzo titánico por contarle un evento en particular y se estaba
diciendo a sí mismo todo lo que iba en el medio, entre lo que
acababa de decir y el punto a relatar. Casi lo emocionaba el gesto.
- Ya está – dijo de golpe Martín –. El 22 de abril de 2004, mi
viejo me pidió que lo acompañara a Lomas de Zamora a buscar unas
cajas. Él era... espere – nuevamente el gesto –. Ya está.
Fuimos en la camioneta hasta Homero y Paraná y no había lugar para
estacionar. Mi viejo en ese sentido era tremendo, nunca se quedaba en
doble fila, ni estacionaba del lado izquierdo; jamás. Dimos dos
vueltas manzana y nada. Él no quería estacionar muy lejos porque
las cajas eran pesadas, entonces me pidió que me bajara de la
camioneta y fuera hasta la puerta del lugar en el que había que
retirar las cajas, que quedaba sobre Paraná, que en esa esquina hace
una vueltita, dobla unos treinta grados, más o menos; lo que él
quería era que yo sacara las cajas a la vereda, mientras él daba
vueltas. Me dijo que Tucho, que era la persona que nos tenía que
entregar las cajas, me iba a ayudar, que las dejara bien al lado del
cordón, porque no había caso. La idea era que cuando estuvieran
todas las cajas, él parara al lado, del lado izquierdo, lo cual ya
era un dolor de cabeza para él y las subiéramos a la camioneta lo
más rápido posible. Yo me bajé y cuando estaba empezando a ir para
Paraná escuché que la camioneta se paró. Era algo que a veces le
pasaba, porque tenía un problema en el carburador y se ahogaba...
¿Vos sabés qué significa eso?
- Sí, sí, - dijo Gerardo -, no me lo expliques. Seguí con lo que
pasó.
- Bue... La camioneta se paró y yo seguí, mientras escuchaba que la
puerta y el capó de la camioneta se abrían, sabiendo que el viejo
lo iba a solucionar enseguida. Crucé la calle Paraná y doblé un
poco para la derecha, apenas; pero como le dije, ahí la calle hacía
como un giro. Entonces escuché un grito y me di vuelta, porque no
entendía; me acerqué a Homero y vi que, para verme, mi viejo se
había parado casi en la mitad de la calle. Entonces me gritó de
nuevo, cuando me vio, pero ya no lo escuché, pero no porque no se
oyera, sino porque vi a mi viejo en la mitad de la calle, gritando
algo y atrás, acercándose rápido, un auto, un Renault Laguna,
manejado por un pibe que después supimos que estaba medio
borracho...
Los ojos de Martín se volvieron a llenar de lágrimas y la garganta
se le cerró. Puso la palma adelante, otra vez. Contó el resto del
evento con la voz entrecortada.
- Mi viejo, gritándome, ni se dio cuenta. Y yo tenía que gritarle
“¡Cuidado, papá!”, rápido; lo sabía, tenía que decir eso,
nada más, fuerte, para que se corriera de la calle; “¡Cuidado!”
Eso, nada más. Pero lo primero que se me vino a la cabeza fue la
frase “el 13 de julio de 1989”, ¿Entiende? Fue lo primero que
pensé, pensé en ese día en el que me había dicho por primera vez
que no había que estar en la calle sin mirar bien para todos lados,
pero sabía que no era lo que tenía que decir, que sólo tenía que
gritar y a la vez me pasaba por la cabeza toda la historia desde ese
13 de julio y el momento que estaba viviendo, a velocidad de rayo,
para llegar rápido al grito, para que me entendiera lo que le quería
decir; y la cuestión fue que me quedé duro, mudo, desesperado, pero
duro y mudo como una estatua, inútil, inmóvil, viendo cómo el
Renault lo revoleaba a mi viejo por el aire. Recuerdo cada detalle de
cada milisegundo del recorrido del cuerpo de mi papá, desde el capó
del auto hasta la pared de una casa, del otro lado de la calle
Homero, picando en el medio en el techo de una Ford F350. Escuché el
ruido, los ruidos, todo. Y me quedé tieso. El tipo del Renault
pareció frenar, pero arrancó arando y rajó. Escuché un grito,
después otro y vi a dos personas acercarse al cuerpo de mi papá y
yo tieso, hasta que sentí como un murmullo que fue creciendo hasta
transformarse en un grito en la oreja. Era Tucho, que me gritaba
“¡Martín, Martín!” y recién ahí reaccioné; bah... me
desparalicé. Tucho me sacudía y me decía que qué hacía, “vamos,
vamos”, me decía, agarrándome de la mano. Y ahí sí, empecé a
correr hacia mi viejo. Cuando llegué, me di cuenta enseguida de que
mi viejo estaba muerto; tenía la cabeza partida por la mitad,
literalmente; pero me agaché y lo agarré, llorando; “papá,
papá”, le decía. La gente se arremolinaba alrededor y es la única
parte de mi vida que no recuerdo, la que va desde que abracé a mi
papá y un señor vestido de verde me sacaba, me lo sacaba; era el
camillero de la ambulancia. No sé cuánto pasó, no tengo idea; sólo
sé que todo el tiempo que abracé a mi viejo, lo único que pensé
fue en el grito “¡Cuidado!”, una vez y otra, y otra, y otra. De
alguna forma, mi memoria mató a mi viejo. Yo maté a mi viejo. Yo
maté a mi viejo.
Ya la última frase, Martín la dijo para sí, tirado hacia atrás en
la silla y mirando por la ventana, con la cara bañada en llanto,
mientras con una mano apretaba una servilleta sobre la mesa. Gerardo
cerró la libreta y le agarró la mano. Martín se la apretó muy
fuerte, pero el numerista se aguantó el dolor.
- No mataste a nadie, Martín – Dijo.
Martín dio vuelta la cara y lo miró, desolado.
- No me consueles – dijo –. No me consueles en esto. Yo maté a
mi viejo. Si ahora puedo mantener una conversación, aunque sea
frustrada, es porque desde ese día lo único que hago es practicar.
Vos creés que hablo mucho, pero ya te dije, no tenés idea.
- No te consuelo – dijo Gerardo –, sólo te digo los hechos: a tu
viejo lo mató un borracho, no vos.
- Los hechos... hay palabras, Gerardo, no hechos. Cada uno corta la
cadena del relato donde le conviene o donde puede. Cada cadena es un
hecho distinto. Yo no puedo cortar la cadena, o no podía. Eso,
justamente, es lo que practico: cortar la cadena, para que haya algo,
porque la cadena completa es nada, porque es todo. Yo sé todo y por
eso soy el ser más inoperante que hay. Saber todo es una maldición.
- Entonces corto la cadena en el borracho idiota que mató a tu viejo
– dijo Gerardo –. Tratá de hacer lo mismo, o cortala en algún
lado que no sea en vos, porque no es justo.
Martín lo miró y le regaló una sonrisa franca, hermosa, mezclada
con el llanto silencioso. “Gracias”, dijo, y volvió a la
ventana, acariciando la mano de Gerardo. Se quedaron así un rato, en
silencio.
Llegaron al mediodía y a la tarde. Gerardo tenía que hacer algunas
cosas, pero las dio por perdidas. Finalmente, casi a las cinco,
salieron a la calle y caminaron por Rivadavia hasta Callao, donde
Martín tenía que doblar. Se despidieron con un abrazo.
- Te llamo – dijo Gerardo.
Martín asintió con la cabeza y Gerardo se quedó un rato viéndolo
irse, con las manos en los bolsillos. Pensó en llamar a Daniel, pero
prefirió quedarse solo. Tenía mucho que pensar.
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