“Vayamos
a ver”, dijo el flaco, cuyo nombre no recuerdo. Trabajábamos los
dos como personal de seguridad del Hospital Argerich, un empleo que
me hacía llorar de noche, en la cama, pensándome en mi uniforme
policial y pidiendo a la gente que abriera carteras y mochilas,
universos privados a los que nadie tiene derecho. “Vayamos a ver”.
El
rumor era un accidente grave. Una mujer bastante mayor había
resbalado en el cordón y un 54 le había aplastado la cabeza con las
ruedas de atrás. Dudé; no sabía si me interesaba esa escena, pero
fui. Se veía un cuerpo anciano y femenino, boca arriba en la acera,
que terminaba en las ruedas dobles traseras de un colectivo, a la
altura del pecho. El flaco se acercó, yo no. A la pasada, un policía
pasó con una bolsa de residuos y una pala; no sé si por mi
uniforme, me habló: “hay sesos por todos lados”, dijo. Me alegré
de no haber llegado más al lado.
La
escena macabra me quedó impregnada en el recuerdo. Ya no voy para La
Boca, pero en los tiempos en los que viví allí no podía parar en
esa esquina sin rememorarla casi de inmediato; y aun sin reverberar
en el sitio puntual, las paradas de colectivo y las mujeres mayores,
juntas, me producen un efecto similar, al menos a veces.
La
escena espeluznante es en realidad una excusa. El tema es la muerte,
o la vida; y el amor. La vida y el amor comparten una característica
sobrecogedora y brutal: el paso de la vida a la muerte y del amor al
desamor son instantáneos. Una mujer va a tomar un colectivo, se
resbala y listo, ya no existe; un amante sabe de forma inmediata,
como un golpe en el pecho, que ha dejado de serlo. El paso de la vida
a la muerte tiene una ventaja: se pasa del todo a la nada, pero no
hay sufrimiento una vez transitado el pasaje; pero el desamor es una
nada que perdura en el alma, un vacío que se arrastra como lastre
irremediable. Hay que seguir viviendo, con el amor ido a cuestas; y
puede suceder algo aparentemente paradójico: quien sigue amando, sin
ser correspondido, sufre tanto como quien no encuentra
correspondencia en su desamor, cuando quien deja de amar sabe que el
ser al que amó no merece sufrimiento alguno. Amar no es desear la
felicidad de le otrx, sino estar alegre en conjunción. Saber de la
infelicidad de una persona con la que se ha compartido una vida es un
tormento feroz, culpable, sombrío.
El
desamor ocurre como una puñalada, además; pero sucede lo mismo con
el conocimiento y la aceptación de que lo que fue ya no es. La
muerte ocurre una vez; el desamor, al menos dos: la primera se sirve
de la extensión y la segunda de la intensidad.
Otra
cosa en la que la muerte y la pérdida del amor se parecen es la
obstinación en las nimiedades, en lo que parece o pareció
insignificante, que cobran su dimensión cuando unx sabe que ya no
van a suceder nunca. Los grandes momentos, las felicidades
portentosas y los enconos más terribles viven y mueren en su
ocurrencia y por eso no tienen valor para la tristeza; pero un gesto
repetido, una forma de cebar un mate, una tristeza estúpida producto
de un descuido leve, esas son las cosas que desgarran, porque son las
cosas de las que están hechxs el amor y la vida. Recuerdo de mi
abuela, por ejemplo, su forma de revolver el café para que tuviera
espumita, no puedo pensar mucho en eso sin sumirme en una melancolía
dolorosa; o de mi padre un brazo en un asiento de colectivo puesto de
forma que pudiera acomodar mi cabeza. Recuerdo, desde ya, furias y
enormes alegrías; pero fueron plenas en sí mismas y no duelen, no
escarban en el alma buscando la fragilidad para hacer hogar en el
vacío.
Cuando
era pequeño, el marido de mi madre me dio una paliza salvaje.
Estábamos en casa sólo él, mi hermano menor y yo. Cuando llegó mi
madre le contó la golpiza con lujo de detalles. Recuerdo los golpes,
desde ya, pero el dolor sólo adviene al recordar la cara impasible
de mi mamá, mirándome con ojos vacíos. Del mismo modo que duele
por pasado el instante fugaz en que yo la esperaba en la ventana y la
adivinaba llegando por su forma de caminar.
Pero
sobre el desamor hay algo más doloroso aún y es la incerteza, algo
que la muerte no admite. No amar tiene algo del orden de la decisión,
sin ser una decisión; ¿sabe siempre unx si lo que siente es que el
amor se ha ido? ¿Y si se tratara de una desconocida imposibilidad
por recrear esa rutina exacta que le daba sentido a todo? ¿Será que
ya no se ama o que la costumbre ha sembrado su asco como un campo de
tumores en la vida? ¿Y si todo fuera cuestión de volver a los
olores primitivos, a la sorpresa ante la piel tan suave y dulce como
el damasco en el árbol? La muerte elimina de una vez toda pregunta,
pero el desamor, por el contrario, las multiplica hasta la locura, al
punto de ponerse en duda a sí mismo: ¿y si no es desamor, sino un
frenesí de egoísmo y autocompasión ante la falsa pérdida de un Yo
que sólo existe amante de le otrx? ¿Hay acaso desamor sin ese golpe
brutal que lo anticipa y lo revela? En otras palabras; ¿puede acaso
dudar, pero dudar en serio, quien dejó de amar? ¿Pero puede dudar
quién ama?
Vuelvo
a la anciana absurdamente muerta. La duda no cabe allí, aunque sea
pertinente cierto abismo en el alma producido por una pequeñez que
deriva en la catástrofe irreparable. Si bien la muerte no admite
dudas, no toda muerte es tan abismal como los de la pobre vieja
debajo del colectivo; porque hay muertes anticipadas y hasta
deseadas, procesuales, que inician su luto antes de la instancia del
no ser definitivo. Pero el amor sólo revela su proceso en forma
retroactiva, tramposamente, para aliviar el pena o para profundizarla
a propósito, con cierto regodeo en la miseria que la muerte no
produce, o produce menos.
Esa
mujer fue madre de alguien durante mucho tiempo y de pronto el hijo
dejó de ser hijo por una chancleta que se torció. No hay
explicación para eso, ni anticipatoria ni retroactiva; pero con el
amor no pasa lo mismo, no hay causa y eso es insoportable.
“Vayamos
a ver”, dijo el flaco. El rumor era un abandono. No hay nada que
ver ahí. El amor es una forma mejorada del tormento que produce el
fin. La vida no tiene significado; el amor no tiene sentido.
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