sábado, 28 de septiembre de 2019

CDLXXXIV

Vayamos a ver”, dijo el flaco, cuyo nombre no recuerdo. Trabajábamos los dos como personal de seguridad del Hospital Argerich, un empleo que me hacía llorar de noche, en la cama, pensándome en mi uniforme policial y pidiendo a la gente que abriera carteras y mochilas, universos privados a los que nadie tiene derecho. “Vayamos a ver”.
El rumor era un accidente grave. Una mujer bastante mayor había resbalado en el cordón y un 54 le había aplastado la cabeza con las ruedas de atrás. Dudé; no sabía si me interesaba esa escena, pero fui. Se veía un cuerpo anciano y femenino, boca arriba en la acera, que terminaba en las ruedas dobles traseras de un colectivo, a la altura del pecho. El flaco se acercó, yo no. A la pasada, un policía pasó con una bolsa de residuos y una pala; no sé si por mi uniforme, me habló: “hay sesos por todos lados”, dijo. Me alegré de no haber llegado más al lado.
La escena macabra me quedó impregnada en el recuerdo. Ya no voy para La Boca, pero en los tiempos en los que viví allí no podía parar en esa esquina sin rememorarla casi de inmediato; y aun sin reverberar en el sitio puntual, las paradas de colectivo y las mujeres mayores, juntas, me producen un efecto similar, al menos a veces.
La escena espeluznante es en realidad una excusa. El tema es la muerte, o la vida; y el amor. La vida y el amor comparten una característica sobrecogedora y brutal: el paso de la vida a la muerte y del amor al desamor son instantáneos. Una mujer va a tomar un colectivo, se resbala y listo, ya no existe; un amante sabe de forma inmediata, como un golpe en el pecho, que ha dejado de serlo. El paso de la vida a la muerte tiene una ventaja: se pasa del todo a la nada, pero no hay sufrimiento una vez transitado el pasaje; pero el desamor es una nada que perdura en el alma, un vacío que se arrastra como lastre irremediable. Hay que seguir viviendo, con el amor ido a cuestas; y puede suceder algo aparentemente paradójico: quien sigue amando, sin ser correspondido, sufre tanto como quien no encuentra correspondencia en su desamor, cuando quien deja de amar sabe que el ser al que amó no merece sufrimiento alguno. Amar no es desear la felicidad de le otrx, sino estar alegre en conjunción. Saber de la infelicidad de una persona con la que se ha compartido una vida es un tormento feroz, culpable, sombrío.
El desamor ocurre como una puñalada, además; pero sucede lo mismo con el conocimiento y la aceptación de que lo que fue ya no es. La muerte ocurre una vez; el desamor, al menos dos: la primera se sirve de la extensión y la segunda de la intensidad.
Otra cosa en la que la muerte y la pérdida del amor se parecen es la obstinación en las nimiedades, en lo que parece o pareció insignificante, que cobran su dimensión cuando unx sabe que ya no van a suceder nunca. Los grandes momentos, las felicidades portentosas y los enconos más terribles viven y mueren en su ocurrencia y por eso no tienen valor para la tristeza; pero un gesto repetido, una forma de cebar un mate, una tristeza estúpida producto de un descuido leve, esas son las cosas que desgarran, porque son las cosas de las que están hechxs el amor y la vida. Recuerdo de mi abuela, por ejemplo, su forma de revolver el café para que tuviera espumita, no puedo pensar mucho en eso sin sumirme en una melancolía dolorosa; o de mi padre un brazo en un asiento de colectivo puesto de forma que pudiera acomodar mi cabeza. Recuerdo, desde ya, furias y enormes alegrías; pero fueron plenas en sí mismas y no duelen, no escarban en el alma buscando la fragilidad para hacer hogar en el vacío.
Cuando era pequeño, el marido de mi madre me dio una paliza salvaje. Estábamos en casa sólo él, mi hermano menor y yo. Cuando llegó mi madre le contó la golpiza con lujo de detalles. Recuerdo los golpes, desde ya, pero el dolor sólo adviene al recordar la cara impasible de mi mamá, mirándome con ojos vacíos. Del mismo modo que duele por pasado el instante fugaz en que yo la esperaba en la ventana y la adivinaba llegando por su forma de caminar.
Pero sobre el desamor hay algo más doloroso aún y es la incerteza, algo que la muerte no admite. No amar tiene algo del orden de la decisión, sin ser una decisión; ¿sabe siempre unx si lo que siente es que el amor se ha ido? ¿Y si se tratara de una desconocida imposibilidad por recrear esa rutina exacta que le daba sentido a todo? ¿Será que ya no se ama o que la costumbre ha sembrado su asco como un campo de tumores en la vida? ¿Y si todo fuera cuestión de volver a los olores primitivos, a la sorpresa ante la piel tan suave y dulce como el damasco en el árbol? La muerte elimina de una vez toda pregunta, pero el desamor, por el contrario, las multiplica hasta la locura, al punto de ponerse en duda a sí mismo: ¿y si no es desamor, sino un frenesí de egoísmo y autocompasión ante la falsa pérdida de un Yo que sólo existe amante de le otrx? ¿Hay acaso desamor sin ese golpe brutal que lo anticipa y lo revela? En otras palabras; ¿puede acaso dudar, pero dudar en serio, quien dejó de amar? ¿Pero puede dudar quién ama?
Vuelvo a la anciana absurdamente muerta. La duda no cabe allí, aunque sea pertinente cierto abismo en el alma producido por una pequeñez que deriva en la catástrofe irreparable. Si bien la muerte no admite dudas, no toda muerte es tan abismal como los de la pobre vieja debajo del colectivo; porque hay muertes anticipadas y hasta deseadas, procesuales, que inician su luto antes de la instancia del no ser definitivo. Pero el amor sólo revela su proceso en forma retroactiva, tramposamente, para aliviar el pena o para profundizarla a propósito, con cierto regodeo en la miseria que la muerte no produce, o produce menos.
Esa mujer fue madre de alguien durante mucho tiempo y de pronto el hijo dejó de ser hijo por una chancleta que se torció. No hay explicación para eso, ni anticipatoria ni retroactiva; pero con el amor no pasa lo mismo, no hay causa y eso es insoportable.
Vayamos a ver”, dijo el flaco. El rumor era un abandono. No hay nada que ver ahí. El amor es una forma mejorada del tormento que produce el fin. La vida no tiene significado; el amor no tiene sentido.

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