martes, 10 de septiembre de 2019

CDLIV

Isaura camina entre las tunas, sobre la tierra seca y dura, cerca de El Pintado, lejos del poblado, rumbo al Bermejo, Ý-pytã para ella, cargando una cesta de juncos, no muy grande y vacía. La acompaña Ireneo, de treinta y ocho, el mayor de los nueve hijos, llevando la nasa, el machete y los palos y Federica, de treinta y tres, cortando tunas que mete en una bolsa tejida.
El viaje es largo, porque hay que evitar el medrejón, que hunde el pie hasta la rodilla y queda justo en medio del camino. Es buena época para llevarse algunos surubís, porque el desove fue hace poco. El tunal está repleto y Federica, ya al rato, no puede con la bolsa, pero no tiene a quién pasarla; la red de Ireneo es más pesada e Isaura no está para tanto, a sus sesenta y dos, que parecen más. Es la vieja la que marca el paso y la caminata es silenciosa y mecánica. Finalmente, deja la bolsa en el piso y agarra el machete y los palos que lleva Ireneo; ya va a agarrar la bolsa de regreso, porque el camino es el mismo.
La cara de Isaura es un mapa del tunal. El Ý-pytã está dibujado en las mejillas y los caminos del tunal se pueden reconocer con facilidad en la frente, al igual que los surcos de los arroyos secos en la barbilla y la parte baja de la boca, toda la cara tostada y sufrida tras años de trabajo al sol hirviente del Chaco. Lleva en la mano izquierda un palo de quebracho, para espantar serpientes, más que nada, aunque a veces le sirve de bastón, cuando el terreno se inclina un poco. No parece mirar nada, nunca, pero cada tanto levanta el palo y lo dirige hacia el horizonte, cuando ve algún tucán, que no abunda por esos pagos, o alguna cigüeña que augura la cercanía del río, cuyo murmullo lejano ya es audible para los oídos expertos de lxs caminantes, así como el canto de los pájaros, que a esa altura del recorrido del cauce se amontonan como turistas de verano en una playa, por las mismas razones que lxs llevan a ellxs al agua fértil.
El paso desde el tunal seco hasta la orilla del río es complicado a veces, porque los arbustos se cierran casi al ritmo de los machetazos. Federica le tiene que dar a Ireneo el machete un par de veces, para abrir el camino.
La parte final ya no requiere esfuerzo, sino cuidado para no resbalar en el barro o el pedregal, pero lxs tres avanzan con seguridad virtuosa. Ya en la margen, Ireneo se saca las sandalias y mete las patas en el agua roja, para aliviar los callos y lavar la tierra; Federica e Isaura hacen lo mismo, Isaura sentada en una piedra acogedora.
Es hora de Ireneo y Federica; la vieja ya no va a moverse hasta que no acabe la faena, salvo para sacar las patas del agua y deshacerse de una que otra sanguijuela, de las que no hay muchas pero fastidian. Trajo un pedazo de pan que amasó a la mañana, que parte en tres; guarda dos trozos en un morralcito y empieza a masticar el suyo con las encías y los tres o cuatro dientes que ayudan poco. Se divierte cada tanto con algún pez pequeño que se le acerca al pie a comerle el hollejo muerto, bastoneándolo.
Ireneo agarra uno de los palos de la red y con cuidado la desenrolla arreglando algún nudo cada tanto, sobre todo donde se enganchan los anzuelos, que va encarnando de a poco; Federica sostiene el otro palo a medida que Ireneo se va metiendo en el agua, con cuidado, porque los remolinos son algo traicioneros en esa zona, pero no se ve ninguno, así que avanza hasta que el agua le llega a las tetillas y la red ya está extendida. Federica se mete un poco, para estaquear el palo cerca de la orilla, mientras Ireneo trata con esfuerzo de hacer lo mismo de su lado. De todos modos, va a tener que quedarse un rato, porque al palo de adentro se lo lleva el río, la mayoría de las veces, por bien que se clave. Espera un poco y suelta, para ver qué pasa, unas cuantas veces. Cuando sabe que el poste está firme sale despacio, siempre mirando, a sentarse cerca de la vieja y de Federica, a comer un poco de pan.
Ya han sacao casi to”, dice la vieja, en voz baja, mirando el paisaje árido. Ireneo asiente y niega a la vez, o asiente negando. “A las tacuaras y las picanillas las han limpiao del todo; ya no se ve una”, dice Federica. “Y siguen”, agrega; “yo no sé qué va a quedar, hasta los lagartos se han ido parriba”. “Es que las víboras ya ni los tienen que buscar”, dice la vieja; “y decí que crece la tuna, que si no”, agrega. Lxs hijxs asienten.
Unos metros adelante, un grupo de cigüeñas picotea el río y saca peces; Ireneo piensa que eso es bueno, porque en el escape, los que salgan se van a enganchar en la red. Igual hay que esperar. Se tira para atrás, cierra los ojos y se dormita un rato en la piedra caliente.
Isaura y Federica se quedan en silencio, hasta que Federica pregunta “¿y el Gobernador?”. Isaura no contesta nada, sólo levanta los hombros; al rato, como al pasar, dice “el tema nuestro es el Patrón”. Federica niega, “no, mama, si el Gobernador no quiere, el Patrón no puede hacer nada”. Isaura revuelve las piedras con el palo, “por lo menos por el gobernador nos dejaron la casa”, dice; “y con el patrón hay que dejarse de joder, porque va a terminar feo”.
La conversación no sigue. Ireneo se levanta y mira la red desde la piedra, para ver cómo se mueve; pega un saltito y se mete al agua, “Fede”, dice; Federica se va a la parte baja a buscar su poste. Ireneo entra a lo profundo del río y con mucho cuidado y destreza empieza a enrollar la red; Isaura se para, agarra la canasta y la apoya en una piedra al lado de la orilla. Las manos de Ireneo se meten y salen del agua roja, la mayoría de las veces con un pez en la mano, que se arquea; con destreza los tira a la canasta. El proceso dura unos veinte minutos, hasta que finalmente la red ya sale completamente, vacía. La vieja mira la canasta y grita “doce”. “¿Grandes?”, pregunta Federica. “Hay tres que sí, los otros normal, chico ninguno”. Fue una buena pesca.
Ireneo empieza a enrollar la red con cuidado, tratando de evitar los anzuelos, más allá de que alguno se le clava. Es normal. Cuando termina, pregunta “¿vamos?”. En silencio, Federica e Isaura agarran la cesta entre las dos; ya pesa demasiado para la vieja. Cuando lleguen a la bolsa de tunas, el viaje de Federica se va a hacer pesado, porque el calor levanta feo; pero falta para eso. Ireneo agarra el machete, se lo mete en la parte de atrás del pantalón y abre el camino de regreso.
Lo que sigue es una réplica invertida de lo que fue; silencio, caminata al paso de Isaura, recogida de la bolsa de tunas. En una hora, como mucho, van a llegar a la tapera, pero no hay apuro.
Más o menos a los diez minutos, Ireneo para en seco. Las mujeres advierten lo que pasa un segundo después. Se ve a lo lejos una polvareda y se distingue el ruido de dos motores. “Vos no digás nada”, le dice Isaura a Ireneo. "No se preocupe, mama, vienen a joder, nada más. Usté quédese atrás con la Fede y vos, Fede, no te retovés, hacete la tonta”. Caminan un poco más, hasta que las dos camionetas ya están cerca. Las mujeres bajan la canasta y la bolsa; Ireneo sigue con la red abajo del brazo. Todxs se quedan quietxs.
Las dos camionetas paran a unos cinco metros. De la camioneta de adelante bajan dos tipos gordos y macizos, curtidos los dos, cada uno con un revólver en el pantalón, en la panza, a la vista. De la otra camioneta baja sólo un flaco pálido con un bigote tupido, que avanza más que los otros. Es el que habla; “¿Vos sos Ireneo?”, pregunta. Ireneo asiente, pero no habla. “Me dicen que anduviste jodiendo en Los Tunales, con el Jaco y el Garro”. Ireneo dudó, pero pensó en las mujeres; “no tengo nada que ver”, dijo. “Bue... no es lo que me han dicho, che; parece que empezaron a joder de nuevo con la huevada del desmonte. Que hicieron una escenita”. Ireneo volvió a dudar. “No hice nada”, dijo, "sólo estoy de pesca, no quiero joder a nadie”.
El flaco se quedó callado, mirándolo. Dio vuelta la cara y la miró a Federica; “y vos, chinita, decime, ¿quién les dio permiso para pescar en el río del Patrón?”. Ireneo se metió: “ella no tiene nada que ver; estábamos...”; el flaco lo paro en seco con un grito; “¿te pregunté algo, negrazo? Estoy hablando con la china, ¿que? ¿no habla la china? Si no te pregunto, te callás; ¿me oís, huevonazo?”. “Nunca le pedimos permiso a nadie para ir a pescar”, interrumpió Federica; “el río está ahí, no es de nadie, sacamos casi nada, no sé qué le molesta”. Siempre mirando a Ireneo, el flaco contestó: “el río es del Jefe, las tunas son del Jefe, el bosque es del Jefe; ¿querés usar? Tenés que pedir permiso, si no, estás robando y eso está mal”. Los dos gordos se sonrieron. “¿No habrás estado robando, no?”. “No robamos nada”, dijo Ireneo; “¿No? ¿Y todo eso?” dijo el flaco, señalando el canasto y la bolsa de tunas. “No sabíamos”, respondió Federica, ya más nerviosa; “la próxima vez vamos a pedir permiso”. El flaco la miró; “¿Ah, sí? ¿Y con esos pescados que vas a hacer? ¿Los vas a resucitar y los vas a devolver?”. Ireneo empezó a ponerse nervioso: “Jefe, no queremos problemas, ¿por qué no lo dejamos así?”.
Ireneo, Ireneo... un nombre raro, ¿no? Dicen que un tal Ireneo anduvo agitando en la Despensa del Duende, al ladito del medrejón que está en la herradura del río; ¿no habrás sido vos, no?”
Ireneo empezó a pensar que la cosa venía complicada. Esos tipos no estaban ahí para irse así nomás; alguien lo había estado boqueando y lo venían a buscar. Ya le había pasado al Patricio y había terminado preso. “Formosa está pallá”, dijo el flaco, de golpe; "ahí el Gildo, por ahí, sólo por ahí, te puede dar una mano. Pero esto no es Formosa, chango; acá no tenés que joder y menos en esta parte; ¿o no lo sabés?”.
¿Qué quiere?”, dijo Ireneo. “Fácil, Negro, no quiero que jodas más; y los pescados y las tunas me los tengo que llevar; ya sabés cómo es”.
Isaura habló por primera vez: “Es la comida de hoy, changuito”.
El flaco la miró. “¿A sí? ¿Y cómo se la va a comer, vieja? Con los dientes no parece; no le saco nada, al final”. Isauro avanzó unos pasos; “Ey”, dijo. Los dos gordos agarraron los revólveres, sin sacarlos del pantalón; el flaco sí lo sacó, pero de atrás; “epa, epa, epa... ¿qué pasa, negro? ¿no era que no querías problemas?”. Entonces Ireneo hizo un gesto instintivo y llevó la mano a la espalda, para agarrar el machete; ni lo pensó. El flaco estaba cerca de la vieja y de la Fede, con el arma en la mano y a Ireneo el brazo se le movió solo. Los gordos sacaron las armas y lo apuntaron. “¡Miralo al negro!”, dijo el flaco; “¿qué ibas a hacer, indio de mierda? A ver, dale, decí, ¿qué ibas a hacer?”. Ireneo se cortó en seco. “Sólo déjenos ir. Ahí esta el pescado. Ahí tiene las tunas”. “Te pregunté que qué mierda ibas a hacer, indio patasucia; ¿Qué tenés ahí? ¡Levantá los brazos, carajo!”. Ireneo hizo caso, soltó el mango del machete y levantó las manos. “¡Date vuelta, indio!”, ordenó el flaco. Ireneo se giró. El flaco miró a los gordos, que se reían. “¡Ja! ¡Miralo al pobrecito santo, amenazando con un machete!”. “El no lo amenazó”, dijo Federica, “¡Por favor! ¡Ya está, déjenos ir, ahí tiene todo!”.
El flaco ni la miró. Se acercó a Ireneo, le sacó el machete de la espalda y lo tiró a los pies de los gordos. “Vas a tener que venir en la camioneta, negro; esto lo arreglás con el jefe”. Entonces lo rodeó, y quedaron cara a cara; “Si el Jefe te perdona, entonces yo te perdono; pero si no... qué cagada, che”.
Y entonces Ireneo, sin pensar siquiera, le cabeceó la nariz con furia. El flaco cayó al piso y el arma voló unos metros para atrás. “¡Jueputa!”, dijo el flaco, “¡Tirenlé, tirenlé!”, les dijo a los gordos, que empezaron a disparar. Ireneo sólo corrió hasta el arma del flaco y disparó también; un tiro le dio en una pierna, pero ni lo sintió, en el arrebato. Tiró y vio que uno de los gordos caía, disparando un tiro. Al otro se le trabó el revólver e Ireneo se le tiró encima y le empezó a pegar culatazos, hasta que lo dejó grogui. Se dio vuelta y vio que el flaco trataba de llegar al revólver del otro tipo, así que tiró, pero erró. Corrió como pudo y se le tiró encima; el flaco era como una culebra que se le escapaba de los brazos. Ireneo vio una piedra grande, la agarró y se la estrelló en la nuca al flaco, que cayó como una bolsa al piso. El gordo grogui trataba de levantarse, así que Ireneo se acercó y le dio tres tiros. Se quedó paralizado un rato. Estaba cubierto de sangre, de él y de los otros. “Mierda”, murmuró; “mierda, mierda, mierda”.
Lo despabiló un gemido. Se dio vuelta y vio a la Fede con la vieja en brazos, Se acercó corriendo. La cara de Federica estaba bañada en llanto y estaba llena de sangre. En el medio de la frente de Isaura había un agujero, que se hacía un cráter en la nuca. El tiro final del primer gordo le había dado de lleno en la cabeza.
Ireneo se arrodilló y ni le dio para llorar. Dejo caer el arma en el piso y se quedó mirando a su hermana que lloraba y a la Isaura, perforada por doce pescaditos. No eran los pescaditos; Ireneo lo sabía bien.
Lo encontraron rápido. La pierna sangrando y la cabeza de la vieja chorreando habían dejado marcado el camino casi hasta la tapera. La escena estaba llena de él: huellas, sangre, pisadas. Confesó casi enseguida y le dieron perpetua. Un matón del Patrón lo mató en la cárcel a los pocos meses de entrar. Lo último que escuchó en su vida fue “un indio de mierda se tiene que morir como un indio de mierda, negro patasucia”.
Federica quedó a cargo del hermanaje, pero se fueron a vivir todxs a Laguna Yema, en Formosa, donde consiguieron un arrendamiento de la Municipalidad, cerca del casco. Ella consiguió un trabajo de cocinera.
A Isaura y a Ireneo los enterraron en Los Tunales, al lado del Tata Pancho.

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