miércoles, 25 de septiembre de 2019

CDLXXIX

Abel vive de la zafra. Mejor es decir que trabaja en la zafra y vive como puede, que no es tan mal, porque no está solo y porque no gasta. Es el menor de siete hermanxs, tres de los cuales trabajan con él. Las tres mujeres trabajan en Libertador (toda la familia se niega a llamar Ledesma al pueblo) y la mama está en la casa, viejita ya para el trabajo.
Melchor Ávila, su padre, desapareció el 23 de julio del 76, durante el apagón; era dirigente gremial. Abel tenía un año. Cuando dice su apellido la pregunta es de rigor, “¿algo que ver con Melchor?”; “soy el hijo”, responde, nada más. Los Ávila son respetados por la peonada, porque su padre fue un dirigente de esos que conseguían cosas concretas: descansos, jornadas, bonos. Una vez, junto a otro grupo de zafreros, paró el trabajo, algo inédito; todos los que lo acompañaron desaparecieron también, salvo Acuña, sobre el cual pesa la sospecha de ser el que cantó los nombres, algo que nunca se pudo probar; ya no vive en Jujuy, sino en Salta, donde abrió una casa de comidas.
Abel habla poco, muy poco; por lo general, para responder preguntas, o pronunciar algún monosílabo por cortesía, cuando le cuentan algo. Sólo mantiene algo parecido a una conversación con el viejo Caracha, que conoció a su padre y está grande ya para el trabajo. Abel le ofreció una vez hacerle los trámites para entrar en la moratoria de la jubilación, pero el viejo no quiso. “Nací en la zafra y en la zafra me voy a morir”, dice. Abel sabe más de su padre por él que por su propia familia; Caracha zafó de pedo, porque estaba algodoneando de golondrina en Formosa. Sólo volvió a Libertador en el 83 y a la zafra en el 86. Entró por un favor y pasó los controles.
Una tarde le dijo a Abel: “Io no sé cómo no me hande haber agayado, pero que me buscaron, me buscaron. Mice iamar Cárdenas y viví en una tapera pulgosa, fiera, hasta que se jueron los milicos; áy me volví pacá y tu vieja me aiudó una barbaridad; era como tu viejo, la Paca; juerte y corajuda”. Abel lo cuida como si fuera su viejo y una vez casi lo echan por levantarle la voz a un capataz, que no atendió los años de Caracha, desmayándose de calor.
La casa de Abel queda en las afueras de Libertador, cuarenta y cinco minutos a pata desde y hasta la zafra, que camina irremediablemente, llueva, haga frío, calor; los hermanos van en la chata, pero él pefiere ir a traviesa; sólo se suma a los otros cuando vienen los temporales. Las caminatas, a la vuelta, le sirven para, cada tanto, arrimar una carne a la cena; una iguana, un conejo (raramente), una serpiente o un pájaro incauto. Eso lo aprendió de Caracha, eximio gomerista, entre tantas otras cosas.
En la casa con La Paca viven sólo él y Milagros, la mayor de las mujeres, además de La Paca, desde ya. Estuvo de novio una vez, pero no la pasó bien; le gusta estar solo, leer y salir a chupar los viernes y sábados. Durante la semana no toma nada, pero cuando empina, le da duro y tiene una resistencia notable. El tema es que se pone bravo y ya se peleó demasiadas veces, en general con éxito, porque es duro, fibroso y tiene una piña que asusta, por lo que no se le retovan mucho.
Hoy, Abel tiene una única preocupación verdadera: el viejo Caracha. El rigor de las estaciones y del trabajo se le vuelve año a año más pesado y ya no rinde; no lo echan por lástima o por costumbre y porque más de una vez Abel cortó de más para engrosar el bulto de su amigo. A Abel, todavía, le sobra con qué. La mama no lo preocupa, aunque sabe que no le queda mucho; pero Paca está cuidada y acompañada, sobran los nietos dando vueltas y están él y la Milagros, además de que Dolores y María Eva pasan seguido a matear y revisar que no falte nada. Caracha, sin embargo, está solo; la Elvira murió hace tiempo y los dos hijos casi no vienen de Buenos Aires, donde viven; él, sin embargo, habla orgulloso de ellos, abogado uno y médico el otro. Al menos dos veces por semana, Abel pasa de visita y el viejo es una fonola; habla y habla. A veces cuenta anécdotas con Melchor, pero no habla de política, porque se pone malo; Abel sabe que hay cosas que al viejo le encanta contar, por lo que cada tanto le dice “Caracha, ¿cómo jue esa vez que lo dejaron al Cocho en la plaza, durmiendo con el colchón” y el viejo se enciende y cuenta el cuento como si fuera la primera vez. También van juntos a ver a Gimnasia, casi como un ritual que al viejo le saca veinte años durante noventa minutos. Apenas el árbitro da el pitido inicial, Caracha grita “¡Cobrá bien, jueputa y la conchetu vieja!”; así será el resto del partido. La única vez que fueron juntos a Buenos Aires fue para ver un Gimnasia de Jujuy – Boca, que ganó Gimnasia 1 a 0, con un gol de Trimarchi. Caracha tiene una foto de Trimarchi en la sala, porque desde ese día viene inmediatamente abajo de Dios.
Así es, o era, la vida de Abel.
Amigos, no; compañeros, pocos y de novia ni hablar; cada tanto un filo en alguna fiesta barrial y uno o dos polvos. Suficiente para él. Su única y no menor inquina es el Ingenio, que mató al tata. Durante rato estuvo maquinando atentados y sabotajes, pero con el tiempo quedó sólo la bronca. Se alegró cuando lo amenazaron a Blaquier con hacerle juicio, pero no le tuvo ni le tiene fe. Sin embargo, verlo vilipendiado en la tele le parecía un buen castigo para un hijo de puta tan grande.
El 22 de enero del 18, el Ingenio empezó a cortar el trabajo. Muchos nuevos se fueron, otros quedaron con jornada reducida y a algunos afortunados, entre los que se contaba él, les dejaron la completa; pero el viejo Caracha cayó en la volteada: lo jubilaron sin jubilación. No le sirvió de nada el esfuerzo de Abel para convencer a Baigorria, un capataz demasiado turro, para que lo dejara con media, por lo menos. Baigorria ni le contestaba. Abel empezó a tragar bronca y veía que el viejo se iba poniendo peor; “en la zafra me voy a morir”, se repetía Abel, sin saber qué hacer.
El 19 de enero del 19, a la mañana, vio que Caracha se acercaba al cañaveral, machete en mano. Se puso contento un rato, pensando que le habían dado la media, al menos, pero apenas el viejo llegó se dio cuenta de que la cosa no venía por ahí; “que no me paguen”, dijo Caracha, “¿Qué mimporta la guita a mí, ahora; diúltima te mangueo, ¿No cachoyo?”. Abel esbozó una sonrisa, pero se preocupó; no lo iban a dejar estar ahí. Le preguntó al viejo cómo había entrado; “Aiá en el algayobo grande lalambre'sta yoto y no se ve de la enchada di aiá; ¿Qué me van a decir?” Abel no dijo nada, sólo le dijo que se metiera más para adentro, que cortara de adentro para que no se lo viera por los pasillos; el viejo le hizo caso y empezó a laburar. A la hora, más o menos, apareció Baigorria, de a caballo, a unos cincuenta metros de Abel; puso cara rara y se acercó. Abel ni se mosqueó cuando se le puso atrás y, mirando al viejo, dijo “ey, Caracha, quiacei acá, ¿cómo enchaste?”; Abel se dio vuelta y empezó a contestar “No va a cobrar, sólo quiere...”, “Vohcaiate, que no tiablao” interrumpió Baigorria, bajándose del caballo; ya abajo, volvió a la carga “¡Que! ¿No mioís, Caracha?”. El viejo se giró y le dijo que sólo quería trabajar, que no le pagaran, que no iba a armar lío. Baigorria se rió “Cuchá, Caracha, yastái haciendo lío; si te pasa algo quién paga, ¿vo? Yajá, Caracha, no miagái sacarte io” y mirando a Abel “¿Y vohqué mirá, Ávila? ¿Te crés que sos tu Tata? Acá ia no áy zurdos, Ávila; io ni sé por qué te dejaron; si era io, te yajaba el primero; andá a laburar”. Baigorria volvió al viejo; “Daaaale, Caracha, sali diái diuna ve”. Caracha miraba a Abel, pensando qué hacer, dio un paso tímido y Baigorria lo cazó de una solapa, para sacarlo; pero el viejo se tropezó y cayó de frente sobre las cañas cortadas en diagonal, algunas de las cuales lo atravesaron de lado a lado; una, específicamente, le atravesó la cabeza. Baigorria dio un paso atrás; “Ta madre”, dijo, “viejoe mierda y la concha de su vieja” y, mirando a Abel, “¿Viste, pelotudazo? ¿Iaura quiacemo, eh? ¡Decime, Ávila! Áy lo tené, miralo”. Abel miraba el cuerpo muerto de Caracha; levantó la cabeza y le dijo a Baigorria, “Loai matao, Baigoyia, loai matao”; “¿Io? ¿Que io loé matao? ¡Vo lo mataste, huevonazo! Te crés el zorro y sos un turro como tu viejo; mirá cómoás aiudao, Ávila”. Abel, no movió un músculo: “Yetire lo de mi viejo”, dijo; Baigorria se rió: “te viaser meter en cana, Ávila; io te vi peliar con el viejo y cómo lo empujaste”. “Yetire lo de mi viejo”, contestó Ávila. Baigorria se dio cuenta de que la cosa venía fulera, no había nadie cerca y llevó la mano atrás del pantalón. Abel no dudó: de un machetazo limpio le partió a Baigorria la cabeza por la mitad. El capataz cayó de rodillas y después para adelante.
Abel miró para todos lados. Se acercó al cuerpo de Caracha y le dijo “y al final te moriste en la zafra, viejo taimao; mirá en el quilombo que meai metío, ta madre”. Actuó rápido: cambió machetes con Caracha y revolvió la tierra para limpiar huellas. Tenía que salir por la entrada, porque se había registrado, pero pensó en no salir; se metió en el cañaveral, pero de enfrente y caminó por adentro hasta el primer pasillo que encontró, a unos cien metros. Empezó a cortar caña como loco; tenía que cortar dos horas en quince minutos, por si llegaba alguien enseguida. El sol rajaba la espalda, pero Abel se movía como un robot: chas, chas, chas, chas; una caña atrás de otra y cada veinticinco un bulto y de nuevo: chas, chas, chas, chas. Pasó más o menos media hora y ya había cortado caña como de medio día. Paró un poco, porque ni sentía los brazos. Fue cuando escucho los primeros murmullos, que se hicieron gritos. En la punta del pasillo apareció Aparicio, otro capataz; “¡Che, Ávila, ¿quiacéi? ¿No sabés lo que pasó?”. Abel abrió los brazos, “no sé, ¿que pasó? Io no mee movío diacá desde las ocho; preguntale a Baigoyia, él te va decir”. “Largá eso”, dijo Aparicio, “Andá pa la enchada iá”; “¿Pero quiá pasao?”, preguntó Abel. “¡Andá a la enchada, Ávila, dejá todo y anda a la enchada!”.
Abel, machete en mano, empezó a caminar para la entrada; vio que todo el mundo hacía lo mismo. Una vez en la entrada, pasó un rato hasta que llegara el resto. Atrás, como arreando una manada, cuatro de los cinco capataces. El superior de todos, Ayala, paró el caballo adelante de la peonada y habló: “La viá ser fácil: Baigoyia sta muerto, lo han matao de un machetazo; y al lao está el Caracha, muerto, clavao en las cañas. No la hagamohlarga, jue alguno diacá, así que vamo, ¿quién sabe algo?”. Nadie respondió. Ayala se sacó el sombrero, se secó el sudor, se puso el sombrero de nuevo y pensó un rato. “Decime, Ávila, ¿el pasiio cuacho no te tocaba a voh?”; “Io empecé en el cuacho, pero Baigoyia me mandó pal ches, porque Peralta nostaba; me dijo quiba buscar algún ocho”, contestó Abel. “A lahocho me jui pal ches y me quedé ahí; no sé nada”, agregó. “¿El Caracha noera amigo tuio?”, preguntó Ayala. “Sí”, contestó Abel, “pero ni sabía questaba, lo yajaron”. Ayala se acercó a los otros tres capataces, hablaron algo y Ayala se bajó del caballo y entró al rancho que hacía de oficina. Al rato, salió y dijo “Güeno, parece que naides vio nada. Vamohacer así, diauno, van enchando y le dan el machete a Merlo, que les va a poner el nombre; dehpué, se me quedan acá ajuera, questá viniendo la policía. Cuando ieguen eios lehvan a decir queacer”. La peonada empezó a desfilar y la policía llegó en el medio, en dos camionetas. Abel contó ocho. Dos se fueron a hablar con los capataces y, después de la charla, encararon para el cañaveral; los otros seis se quedaron mirando a los zafreros.
Cuando terminaron de entregar los machetes, tuvieron que esperar un buen rato hasta que a lo lejos se vio al grupo de cuatro que volvía. Uno de los policías habló: “Güeno, gente; las cosa ehasí: hoy ya no se chabaja, se me van cada uno pa las casas, pero pa las casas, ¿tamo? Lohvamohair iamando a declarar, por aura como testigos, pero el que jue, bue, lo vamohagayar. Cuando vaian a declarar acuérdense que el que miente va adencho, derechito. Mienchas tanto, vamohacer las prueba. Acá se cieya hasta que nosochos digamo. Pa las casas, va; y se me yegischan toditohal salir, ¿tamo?”
Los peones se fueron. Abel llegó a su casa temprano y contó la versión para la policía: que Baigorria estaba muerto, que el Caracha estaba muerto. Le dijo a la mama que creía que el Baigorria lo había querido rajar al Caracha y el Caracha lo había liquidado y después se había caído sobre las cañas. Eso, de hecho, fue lo que dijo en la comisaría, casiu dos semanas después, más lo que ya había dicho en el ingenio, a donde hacía diez días ya había vuelto. Le dijeron que en el machete de Caracha había ADN de él y de él en el de Caracha; Abel explicó que Caracha y él cambiaban los machetes todo el tiempo (lo cual era cierto) y ofreció que fueran a su cuarto y se llevaran todos los machetes; que iban a ver que en todos había rastros de Caracha. La policía lo hizo y lo que Abel dijo se cumplió. Hicieron lo mismo con los machetes de Caracha y encontraron en casi todos rastros de Abel.
No había testigos, por lo que se terminó diciendo fue lo que se le había ocurrido a Abel: todo había sido una disputa entre Caracha y Baigorria, que había terminado mal; lo único que no cuadraba eran las marcas en el piso que parecían huellas borradas. El caso se cerró así, de todos modos.
Unos días después, en pleno trabajo, Aparicio se le paró a Abel al lado, arriba del caballo. Abel paró y lo miró; “¿qué pasa?”, preguntó. “Io te vi, negro; io sé que juistes vo”. “Na que ver”, dijo Abel, “vio mal”. “No Ávila, vi bien, ye bien; juistes vo”. “Dígale a la policía, entonce”, contestó Abel, “pero eh lo único que tienen; y además, si hubiera visto, ¿por qué no dijo?”. Aparicio hizo un gesto de desdén con la mano. “Te via decir algo, negro, pero no te creás que somoh amigo, ¿tamo?”. Abel se quedó inmóvil y mudo, espertando. “Io lo conocí a tu viejo, ¿sabé? En esa época éramos zafreros los do. Discutíamoh todo el tiempo; tu viejo era imposible, inchatable, le nombrabas al Blaquier y se le hinchaban lah vena de la frente. Io nunca me metí en política, pero al Ávila se le tenía yespeto; io le tenía yespeto; él creía en lo que creía. El año que nacistes vo, acá se armó flor de quilombo; tu viejo era cabecilla, pararon la zafra como ches díah. A mí me daba por loh huevo, porque íbamoh a jornal y era guita que se perdía, porque no noh dejaban enchar; pero a la final, nos dieron un franco y unos pesos. El Ávila era un erue, acá; pero loh pachones ia lo tenían junao. Vo ia sabéh cómo terminó, no te lo voi a contar io. Lo quemaron al pobre Acuña, que no tuvo nada que ver; al yevés, era uno de loh que buscaban; y mirá, lo único güeno que hice en esoh años jue ayudarlo al Acuña a yajar a Formosa. Jue difícil, pero salió bien. Io siempre jui más corderito, así que un día me subieron a celador y despueh a capataz. Ahí lo conocí al Baigoyia, pero de veras. Tremendo hijoeputa; más milico que Videla, que había empezado en la zafra y había subido yápido por jueputa, nomá. Un asco de tipo. Aura te lo puedo decir: el que marcó a todos jue Baigoyia, que había ayeglado con los pachones hacerse pasar por huelguista. A todos, los marcó; y a tu viejo al primero. Io te vi, negro. Pero si alguno tenía que matar al sorete ese, teníah que ser vo. Tu viejo ay destar orguioso aiá ayiba”.
Abel se quedó callado. Después de pensar unos segundos, sólo dijo “io no tuve na que ver”. Aparicio giró el caballo. “Ta bien, negro” dijo, “cuidate y mandale un saludo a la Paca, de Aparicio”. El caballo empezó a caminar hasta el final del pasillo y dobló a la derecha. Abel se quedó quieto un rato y se inclinó hacia las cañas; “Es pa voh, Tata”, se dijo a sí mismo; y empezó a cortar.

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