La
promesa del silencio se hizo carne en la partida a la casa de la
sirena, ciega a los desamores y abrumada por el peso de su pasado de
sangre, vísceras y pan vencido. Ella era el remanso en el que el
escándalo del destrato no tenía cabida, porque pintaba de rosa la
salsa del mediodía o la espuma labrada en el café de la mañana,
siempre acomodada en su trono de hada que lustraba lágrimas hasta
transformarlas en ámbar o esmeralda. Más de una vez, el dueño de
los terrores ejecutó sus actos de lagartija en su palacio, pero era
más inocuo cuando yo sabía que ella se callaba conmigo por
complicidad y apego. Las diatribas de ella vendrían a su tiempo,
siempre terminantes, pero yo sabía que hasta entonces había que
lidiar con el instante de la furia, traducida en improperios y
destrozos, o golpes escondidos a la náufraga exiliada, que siempre
corría la mirada.
Ya
desde el comienzo se hizo trenza en la vida el vapor alcohólico de
la retirada. No empezó con la mudanza, pero fue creciendo y
venciendo límites que a partir de mi alojamiento terminaban más
temprano, cuando la sirena se dormía en su sillón celeste o en su
cama llena de fantasmas. Jugábamos, además, una partida de mentiras
mutuas, tan evidentes como verosímiles, en las que al final
predominaba el olvido como excusa, si no los años o el descuido. Se
trataba de dinero, a fin de cuentas, apenas el necesario para repetir
el ciclo de la inconciencia que el alcohol prometía. Nunca me
perdoné del todo esa maniobra furtiva que la despojaba de su
necesidad de presumirme bueno.
Se
hizo, con el tiempo, más frecuente el arribo al nido silencioso, en
el que la sirena ya habitaba el hueco de un sopor clandestino, cuando
no de un sueño derrotado. Lo primero era más triste, sobre todo
porque yo, solo por quererla, disimulaba mi advertencia ayudándola a
levantarse de su sitio con alguna excusa, acompañándola a su
cuarto, en el que la caricia era una inevitable despedida. Una noche,
sin embargo, de esas en las que cenábamos juntxs, me contó su
travesía cruda en la guerra que, además de cortarle de cuajo la
serenidad inalienable, la había depositado como un bulto en un
puerto extraviado, del que nunca saldría. Su crueldad narrativa era
en algunas ocasiones excesiva para mí, que a mi edad apenas podía
imaginar el infierno que la habitaba. Me habló de brazos mutilados y
tripas al aire, de cabezas perforadas y cuerpos partidos a la mitad,
en un tono sereno, como si su relato fuera un cuento para irme a la
cama. Aprendí que ser o no despiadada no había sido parte de una
opción para ella; llevaba sus muertos a cuestas desde hacía
demasiado tiempo y tenía que mostrárselos a alguien alguna vez. Yo
era sólo un espectro consolador, silente y, por ello, adecuado, que
sí sabía que sólo había que esperar un poco para que la bebida la
llevara a otros paisajes, menos lúgubres.
Lloraba
bastante, habitualmente recordando una infancia que nunca terminaba
de relatar del todo, pero de la que aberraba sus años yugoslavos,
hablando de un Tito que la estremecía y yo desconocía. Eran motivo
de lágrimas, también, su compañero perdido y la exiliada, a quien
condené varias veces por sumirla en más penas que las que merecía,
no mereciendo ninguna. Entonces gemía en dialecto en la cocina, para
que yo no entendiera lo que entendía, porque hay espantos que no
requieren traducciones, ya que se hacen lenguaje compartido en gestos
y temblores.
Supimos
crear rituales desde que era yo pequeño, que se mantuvieron a lo
largo de nuestra breve convivencia. Era el más frecuente la visita
sabatina al mercado de constitución, que tenía como corolario el
guiso de conejo; otro eran las largas y prolongadas caminatas por
Necochea hasta las pescaderías de La Boca profunda, fundamentalmente
en busca de camarones y langostinos, comida que disfrutábamos ambxs.
Mi función oscilaba entre la compañía y la vigilancia y recuerdo,
con gran vivacidad, su brazo pequeño y frágil entrelazado al mío y
su andar cauto y monocorde, herido por los baches y las escaleras
profusas, inevitables defensas contra las inundaciones frecuentes de
la sudestada, que no sabía de clemencias en el barrio.
La
sirena fue la fortaleza autoproclamada de mi infancia primera y los
inicios de mi adolescencia, aunque esto último quedaba ya fuera de
su hechicería, por mutua imposibilidad. Hablaba del orfebre como
quien describe una pintura y yo sólo pensaba en esa noche en que
Perón había resultado de un cococho y en la tarde del algodón de
azúcar en Parque Centenario, extraviado y repuesto en el acto,
disfrutado al calor del brazo enorme y poderoso. Ella, más trágica
y memoriosa, lo evocaba guerrero y traicionado, irradiando vanos
proyectos de retorno a la Patria que, comprendo hoy, eran los de
ella, trasmutados.
Pasaron
dos años hasta que la encontró la muerte, en el momento exacto en
que mis brazos de niño horrorizado le rogaban una mueca, que nunca
vino. Sólo pude llorarla a su altura muchos años después, cuando
regresó a mi vida travestida en paloma moribunda, una mañana de
frío, sobre la Avenida. Lo que no pude, al menos durante un tiempo
prolongado, fue extrañarla lo suficiente. Ya mi sopor de ginebra y
soledad la escondían del dolor, como a todo lo demás.
Pero
eso es otra historia, que se cuenta con menos relieves amorosos. Se
fueron con la sirena el amor y la escasa palabra; quiero creer que el
orfebre la esperó todo ese tiempo.
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