lunes, 16 de septiembre de 2019

CDLXIV

Se suele decir que una mejora en el nivel se vida general hace variar la demanda, no en su cantidad, sino en su calidad; en otras palabras: satisfechas las necesidades básicas, las demandas no se detienen, sino que mutan en lo que hace al tipo de requerimientos que se viven como “necesidades”. Así, si en 2002 las demandas eran trabajo y comida, en 2015 eran el aumento del mínimo imponible en el impuesto a los ingresos. Las demandas satisfechas, en ese sentido, “levantan el piso” de lo que se considera una vida digna, lo cual es, no sólo comprobable, sino deseable.
En los últimos meses, he experimentado en carne propia este dictum bastante obvio. Ya hablé, alguna vez, de Matías y su satisfacción ante mi inexorable contribución monetaria, cada vez que lo cruzaba. Para Matías, ese comportamiento se transformó en la base de nuestra relación; estaba claro que si yo pasaba, él terminaba un mínimo más rico que antes. Con el tiempo, a esa demanda se le agregó la de cigarrillos que, desde ya, no reemplazaban el dinero. La primera vez que me los pidió, tenía yo un paquete cerrado y otro abierto, al que le quedaban cuatro o cinco, por lo que decidí dejarle el paquete abierto. Como no nos cruzábamos tanto, de cuando en cuando me hacía una escapada y, si lo encontraba, lo cual ocurría casi siempre, para llevarle unos pesos y algunos puchos. Un día me pidió, expresamente, si no le dejaba “un paquetito”, que no tenía. Descubrí unos cigarrillos que valen cuarenta y cinco pesos y empecé a comprarle un paquete, más la plata, que empezó a ser objeto de análisis. Ya conté también que una tarde, sobre Uriburu, agregó a su lista de pedidos un paquete extra “para el amigo”, que era otro caballero que estaba con él, a lo cual debí negarme.
Entre el jueves y ayer, me sucedió algo parecido con dos habitués más, de los demasiados que tengo: Marcelo, que está siempre en una cuadra de Cabildo que me queda de paso cuando voy a terapia, al lado de un Farmacity. El proceso fue similar al de Matías; aunque todavía no llegamos al “paquetito”, sí hemos avanzado en la erogación económica y en la cantidad de cigarrillos, que, al menos por ahora, son cinco.
Ayer, volviendo de cenar con la familia, me lo encontré a Horacio, que reside en la calle, al lado del Burger que está entre Rodríguez Peña y Callao. Empezó nuestra relación hace unos meses por la plata, siguió por el pedido de aumento y un día, en una avanzada brutal, pasó al “¿no me comprás una hamburguesita?”, a lo cual accedí, para descubrir horrorizado, sin poder retractarme, que la “hamburguesita” más barata costaba setenta y cinco mangos. Decía, entonces, que ayer me lo encontré a la noche. Salteó todos los pasos previos y fue directamente a la hamburguesita, pero agregó una frase que me dejó un tanto perplejo “pero con unas papitas, una coquita”; o sea: ahora lo que Horacio espera de mí es directamente un combo, a ciento sesenta el más barato. No puedo acceder a tanto, porque me tengo que repartir entre varios, pensé. Salí y le expliqué que era muy caro, que la hamburguesa sí, pero el combo no era posible; pero Horacio hizo algo singular: agarró trece pesos y me los dio, como diciendo “no te preocupes, yo colaboro”. El final se lo podrán imaginar: me gasté ciento sesenta mangos y le dejé sus trece pesos, que calculo consistían en toda su fortuna. Le dije que era por esta vez, eso sí; tengo mis límites.
Las calles de la ciudad se me han vuelto carísimas, chelalora.

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