Ni
siquiera puedo referir su historia, más que en fragmentos
deshilvanados, a pesar de que conversamos bastante, cada vez que me
pedía algo, por lo general cigarrillos y, ocasionalmente, un poco de
plata. Toni es uno de esos escándalos del ojo burgués, prolijo y
conforme éste con su rutina asegurada y compartida en charlas
estériles de ocasión, en una cena después del cine o del teatro,
siempre llano, con raras excepciones. Toni no está ni en las
películas ni en la televisión, o aparece allí como una caricatura
patética que ni se le asemeja; sólo está en la esquina, o en cana,
o durmiendo en la cochera, si llueve, y en la vereda, si no. Y
borracho, siempre, o desafinado a causa de algún otro artilugio de
esos que hacen de la mente un territorio estelar y ausente.
Nació,
eso es un hecho; al menos está y es dable suponer que se debe a que
nació. Tuvo madre y padre, al menos un rato. Tiene padre aun, si
acaso es posible creer sus historias; pero lo tiene en forma de
desprecio y no es difícil entenderlo. No habla de su madre y acusa
tener también hermanxs, pero son sólo una referencia y luego un
silencio en el que no se hurga.
Toda vida humana tiene, en mayor o menor medida, arrabales, turbios y dulces; pero Toni es todo él un arrabal de una vida que está en algún sitio, que difiere siempre de sí, que nunca lo acompaña. Delgado a veces hasta el espanto, le resalta en el rostro una pintura de marcas moradas que no pueden inferirse de nada en particular y una boca incompleta. Es un merodeo con forma de muchacho de unos treinta, agradable a veces.
Toda vida humana tiene, en mayor o menor medida, arrabales, turbios y dulces; pero Toni es todo él un arrabal de una vida que está en algún sitio, que difiere siempre de sí, que nunca lo acompaña. Delgado a veces hasta el espanto, le resalta en el rostro una pintura de marcas moradas que no pueden inferirse de nada en particular y una boca incompleta. Es un merodeo con forma de muchacho de unos treinta, agradable a veces.
Hablé
con él por primera vez cuando trató de venderme una bicicleta
robada, sin éxito. Fue desde ese momento que comenzamos a conversar.
Sé que ha trabajado algunas veces, de repartidor y de lavacopas; la
última vez que hablamos acababa de renunciar a un trabajo en una
carpintería, que había conseguido apenas unos días antes y que
parecía ilusionarlo, sobre todo porque imaginaba una hipotética
conversación con su dudoso padre, no mediada por pedidos de auxilio,
que llegaban cada vez más espaciados.
Las
cuadras del barrio son cuna de una variedad impresionista de seres
casi imaginarios, lánguidos casi todos, pero arraigados a penurias
sin cura. Toni, al menos en ese sentido, parece, o parecía, una
diferencia, en gran medida porque conserva, o conservaba, una cierta
vivacidad en la mirada y, sobre todo, un lenguaje, una narrativa,
sólo similar a la de los otros en el acto del requerimiento
material, que era el inicio de cualquier charla.
Como
ya conté en otra ocasión, desapareció de golpe. Lo supe preso a
causa de un teléfono, artefacto crucial en la vida de lxs seres
humanxs actuales, para quienes una vida no es paga suficiente por un
día sin mensajes de texto. Fueron cuatro o cinco meses.
Volví
a verlo hace poco, volviendo a casa, algo que también conté.
El
núcleo de esta reseña breve es que ya no es él, o al menos no es
el “él” que solía conocer. Lo saludé sólo para preguntarle
cómo estaba y ofrecerle unos pesos. Giró la cara y no me miró, es
decir, sus ojos me apuntaban, pero no veían nada; por lo menos nada
significativo. Me impresionaron el rostro agestual y la vacuidad de
la mirada, mucho más que el silencio, que fue igualmente doloroso.
Creo que no tuvo idea de quién era yo, si acaso tuvo idea de que
había alguien allí, delante de él. Y es que, como dije, no había
“él”, sino un cuerpo homínido habitando vaya a saber que
universo. Sólo atiné a sacar mi paquete de cigarrillos y dárselo.
Todo fue maquinal en él, adelantó un brazo, abrió y cerró la mano
para capturar el regalo y giró nuevamente la cara hacia la ventana
de la pizzería.
Es
difícil arriesgar el ejercicio de las atribuciones, casi siempre
incontrastables; creí, porque quise, que los días de cárcel habían
sido demasiado para él. Volví a casa con esa idea, que no era otra
cosa que una salvaguarda de otra, más atroz, que derivaba en la
fragilidad del ser en una sociedad que ya no se estremece por el
desamparo; por el contrario: lo celebra y festeja como merecido
castigo por la incompetencia; una sociedad de víctimas sin
victimarios y victimarios que presumen moralidades hipócritas,
incapaces de sentir el pesar ajeno. Una comunidad repleta de almas
hermosas que se conduelen de lxs olvidadxs siempre y cuando no tengan
un nombre, siempre y cuando no existan. Sufren hondamente sólo para
masturbarse en su bondad abstracta hasta que el asco aparece en forma
de Toni.
Toni
no es mi amigo, ni lo será, probablemente, nunca. Pero es Toni. Y es
ese el único requisito para quererlo y ampararlo. Todo lo demás es
oquedad y miseria del lenguaje infértil de una sociedad de mierda,
que llora a gritos y derrama millones de plegarias, lamentos y
monedas por catedrales incendiadas mientras se mueren los Tonis
delante de sus narices; ¿no es un espanto?
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