Tengo la sospecha de que mi madre me quiso, al menos durante un
tiempo; es muy probable que me haya amado, aunque esta afirmación
sea algo más temeraria.
Ella fue exiliada, traslúcida y despojada de dolores necesarios. Fue
sangre sin patria y luego sin sangre, porque la sangre estancada es
sólo un grumo de espantos que mata despacio, pero inexorablemente.
Creo haber tenido la leve fortuna de conocerla cuando aún el
estatismo no era irreversible; y la desgracia de asistir a la agonía
del flujo y a la petrificación punzante del deseo, por la vida en
general, que desde ya me incluía.
Es regocijante permanecer desamado; permite la autocompasión y la
autoconmiseración y libera de responsabilidades; el desamor daña,
quiebra, rompe, infecta, pero anclar la vida a la plenitud del
abandono es un gesto cobarde, porque el desamor no se cura, pero se
transforma en equivalencia del no ser cuando el alma perdura en su
lástima, que lo hace todo previsible, explicable y, sobre todo,
ajeno.
Y mi madre era, fue, y conjeturo que es, una víctima que aprendió
su juego de instrumento del destino, no creo que por decisión más
que por incapacidad. Desde allí, desde esa condición de condenada
irrevocable, me quiso, o tal vez me amó, como supo, como pudo; y no
sé si como le hubiese gustado.
Evité, durante demasiado tiempo, guardar recuerdos bellos de mi
madre y de mi padre, de quien ya he hablado. Eso me protegía de mí
y, sobre todo, de mis actos, siempre motivados por culpas ajenas y
desapegados de mi capacidad de decidir el curso de mi vida. Es
difícil desanudar cincuenta años de exteriorización de la
existencia, pero se crece cuando se puede, no cuando se quiere; o
mejor: se quiere cuando se puede querer sin que el mundo caiga sobre
unx como una piedra de resentimientos y reclamos anacrónicos.
Hace no mucho tiempo, sin embargo, que se cuenta en meses, a pesar de
la lejanía ya sin remedio de mi madre, o de mí, lo cual es más
factible, he cultivado el gusto por el recuerdo grato, que no quita
ni borra dolores, pero cambia de sitio la mirada y dibuja otra vida,
menos extranjera, menos dependiente.
Mi viejo fue siempre trashumante y entre sus múltiples distancias
(geográficas, no de las otras, que cultivó con igual o mayor
destreza), estuvo Santa Fe, en donde fue nombrado capataz de una
planta de AgipGas. No recuerdo mi edad exacta y no tengo a quién
preguntársela, pero era chico, muy chico; tendría siete u ocho años
No era época de autopistas y, supongo, el cargo de mi viejo permitía
un pasaje de avión cada quince días. Salía los martes a la
tardecita y volvía los domingos a la noche. Viajaba solo. Mi mamá
me llevaba al aeropuerto y me dejaba a cargo de la tripulación, que
me depositaba en manos de mi padre y viceversa, al regreso.
Hace unos días, caminando por Lacroze hacia Cabildo, recordé el
primero de esos viajes (me refiero al primero de los viajes solo) y
sé que fue el primero porque todo se transforma en rutina con gran
velocidad, más cuando unx es niñx; ese era especial y yo lo pensaba
con temor. El avión salía a la nochecita, por lo que antes de ir al
aeropuerto fuimos con mi vieja al centro, a merendar; me apena no
recordar qué fue lo que merendé, pero fue en un bar enfrente de
Plaza San Martín. Como teníamos tiempo, cruzamos a los juegos del
parque y pasamos un rato ahí, para después caminar un poco. Imagino
que quien lea sabe que la Plaza tiene una barranca que termina en
Alem o Libertador (no recuerdo dónde empieza una y termina la otra).
Mi mamá me propuso una carrera hacia abajo que, por supuesto, gané.
Pedí otra y otra más; es imposible que diga la cantidad de veces
que bajamos esa barranca, pero yo estaba feliz. Siendo padre, una de
las cosas que se aprenden es la cantidad de cosas fastidiosas que unx
hace sólo porque sus hijxs se alegran.
El cuerpo recuerda demasiado, o de un modo bestial, al que unx no
termina de acostumbrarse, porque ha aprendido que recordar es un acto
del alma, lo cual es falso. El cuerpo recuerda resucitando, haciendo
presente lo ido de forma bruta, basta, tosca, pero impensable. Ahí
estaba yo, bajando las escaleras del subte, sintiendo en las piernas
la bajada enloquecida hacia la vereda y en la mano, la palma tibia de
mi madre, para volver a empezar. Ya venía a medio romper y tuve que
secarme los ojos. Recordé el viaje en avión, en el que lloré casi
todo el tiempo; me llevaron a la cabina, lo que se repetiría varias
veces, pero esa era distinta, probablemente por inaugural. La
diferencia era que llevaba encima la tarde con mamá, tan poco
frecuente.
Pasaron nueve años desde la última vez que hablamos. No hablamos,
en realidad, simplemente nos expulsamos cada unx de la vida de le
otrx; ella ya lo había hecho, dos veces, pero yo dependía demasiado
de su desprecio y recurría en volver, lo que no sucedió en la
última. Sé que tengo cuatro sobrinxs, a lxs que no conozco y
probablemente no conozca jamás; mi última charla con mi madre fue,
precisamente, cuando me llamó por teléfono para anunciarme el
nacimiento de lxs primerxs dos. Fueron nueve años sórdidos, en lo
que hace a la autocompasión y la manipulación, intencional o no, en
los que ese procedimiento repetitivo de abandonos sirvió de excusa
para no ser. Tan mala fue mi madre, mi mamá no me ama, mi mamá no
me mima.
Pero ella naufragó también en silencios y desprecios que yo siempre
supe y decidí pasar por alto, porque la hacían humana, la
perdonaban, le daban un contexto que impedía desquererla y, sin eso,
yo tenía que ser yo. Fue expatriada, malquerida, lastimada,
quebradiza. Yo fui, tal vez, su primera belleza propia y lo que pasó
después fue la vida, que fabrica laberintos que no todxs pueden
resolver. Qué decir de mí, entonces, escondido cincuenta años
debajo de su tristeza, hecha maldad para mi provecho.
Me senté en el subte y tuve el pensamiento exacto: “debe estar
triste”, pensé. Soy mejor ahora.
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