sábado, 16 de noviembre de 2019

DLXXVII

Tengo la sospecha de que mi madre me quiso, al menos durante un tiempo; es muy probable que me haya amado, aunque esta afirmación sea algo más temeraria.
Ella fue exiliada, traslúcida y despojada de dolores necesarios. Fue sangre sin patria y luego sin sangre, porque la sangre estancada es sólo un grumo de espantos que mata despacio, pero inexorablemente. Creo haber tenido la leve fortuna de conocerla cuando aún el estatismo no era irreversible; y la desgracia de asistir a la agonía del flujo y a la petrificación punzante del deseo, por la vida en general, que desde ya me incluía.
Es regocijante permanecer desamado; permite la autocompasión y la autoconmiseración y libera de responsabilidades; el desamor daña, quiebra, rompe, infecta, pero anclar la vida a la plenitud del abandono es un gesto cobarde, porque el desamor no se cura, pero se transforma en equivalencia del no ser cuando el alma perdura en su lástima, que lo hace todo previsible, explicable y, sobre todo, ajeno.
Y mi madre era, fue, y conjeturo que es, una víctima que aprendió su juego de instrumento del destino, no creo que por decisión más que por incapacidad. Desde allí, desde esa condición de condenada irrevocable, me quiso, o tal vez me amó, como supo, como pudo; y no sé si como le hubiese gustado.
Evité, durante demasiado tiempo, guardar recuerdos bellos de mi madre y de mi padre, de quien ya he hablado. Eso me protegía de mí y, sobre todo, de mis actos, siempre motivados por culpas ajenas y desapegados de mi capacidad de decidir el curso de mi vida. Es difícil desanudar cincuenta años de exteriorización de la existencia, pero se crece cuando se puede, no cuando se quiere; o mejor: se quiere cuando se puede querer sin que el mundo caiga sobre unx como una piedra de resentimientos y reclamos anacrónicos.
Hace no mucho tiempo, sin embargo, que se cuenta en meses, a pesar de la lejanía ya sin remedio de mi madre, o de mí, lo cual es más factible, he cultivado el gusto por el recuerdo grato, que no quita ni borra dolores, pero cambia de sitio la mirada y dibuja otra vida, menos extranjera, menos dependiente.
Mi viejo fue siempre trashumante y entre sus múltiples distancias (geográficas, no de las otras, que cultivó con igual o mayor destreza), estuvo Santa Fe, en donde fue nombrado capataz de una planta de AgipGas. No recuerdo mi edad exacta y no tengo a quién preguntársela, pero era chico, muy chico; tendría siete u ocho años No era época de autopistas y, supongo, el cargo de mi viejo permitía un pasaje de avión cada quince días. Salía los martes a la tardecita y volvía los domingos a la noche. Viajaba solo. Mi mamá me llevaba al aeropuerto y me dejaba a cargo de la tripulación, que me depositaba en manos de mi padre y viceversa, al regreso.
Hace unos días, caminando por Lacroze hacia Cabildo, recordé el primero de esos viajes (me refiero al primero de los viajes solo) y sé que fue el primero porque todo se transforma en rutina con gran velocidad, más cuando unx es niñx; ese era especial y yo lo pensaba con temor. El avión salía a la nochecita, por lo que antes de ir al aeropuerto fuimos con mi vieja al centro, a merendar; me apena no recordar qué fue lo que merendé, pero fue en un bar enfrente de Plaza San Martín. Como teníamos tiempo, cruzamos a los juegos del parque y pasamos un rato ahí, para después caminar un poco. Imagino que quien lea sabe que la Plaza tiene una barranca que termina en Alem o Libertador (no recuerdo dónde empieza una y termina la otra). Mi mamá me propuso una carrera hacia abajo que, por supuesto, gané. Pedí otra y otra más; es imposible que diga la cantidad de veces que bajamos esa barranca, pero yo estaba feliz. Siendo padre, una de las cosas que se aprenden es la cantidad de cosas fastidiosas que unx hace sólo porque sus hijxs se alegran.
El cuerpo recuerda demasiado, o de un modo bestial, al que unx no termina de acostumbrarse, porque ha aprendido que recordar es un acto del alma, lo cual es falso. El cuerpo recuerda resucitando, haciendo presente lo ido de forma bruta, basta, tosca, pero impensable. Ahí estaba yo, bajando las escaleras del subte, sintiendo en las piernas la bajada enloquecida hacia la vereda y en la mano, la palma tibia de mi madre, para volver a empezar. Ya venía a medio romper y tuve que secarme los ojos. Recordé el viaje en avión, en el que lloré casi todo el tiempo; me llevaron a la cabina, lo que se repetiría varias veces, pero esa era distinta, probablemente por inaugural. La diferencia era que llevaba encima la tarde con mamá, tan poco frecuente.
Pasaron nueve años desde la última vez que hablamos. No hablamos, en realidad, simplemente nos expulsamos cada unx de la vida de le otrx; ella ya lo había hecho, dos veces, pero yo dependía demasiado de su desprecio y recurría en volver, lo que no sucedió en la última. Sé que tengo cuatro sobrinxs, a lxs que no conozco y probablemente no conozca jamás; mi última charla con mi madre fue, precisamente, cuando me llamó por teléfono para anunciarme el nacimiento de lxs primerxs dos. Fueron nueve años sórdidos, en lo que hace a la autocompasión y la manipulación, intencional o no, en los que ese procedimiento repetitivo de abandonos sirvió de excusa para no ser. Tan mala fue mi madre, mi mamá no me ama, mi mamá no me mima.
Pero ella naufragó también en silencios y desprecios que yo siempre supe y decidí pasar por alto, porque la hacían humana, la perdonaban, le daban un contexto que impedía desquererla y, sin eso, yo tenía que ser yo. Fue expatriada, malquerida, lastimada, quebradiza. Yo fui, tal vez, su primera belleza propia y lo que pasó después fue la vida, que fabrica laberintos que no todxs pueden resolver. Qué decir de mí, entonces, escondido cincuenta años debajo de su tristeza, hecha maldad para mi provecho.
Me senté en el subte y tuve el pensamiento exacto: “debe estar triste”, pensé. Soy mejor ahora.

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