lunes, 18 de noviembre de 2019

DLXXXII

Gerardo Montegliani fue un bicho raro ya desde el día de su nacimiento, el 30 de junio de 1962. Fue un parto largo y complicado, salió de culo y con una rosca de cordón, color arándano, que se le fue recién a las dos horas. No mató a su madre en el parto, lo cual no hubiera sido nada raro, dadas las múltiples complicaciones, pero sí a su padre, quien se infartó en la sala de partos al verlo y falleció a las tres horas. La madre no pudo casi ver a Gerardo hasta un rato largo después, porque lo llevaron rápido a una sala contigua, para oxigenarlo; además, el infarto del padre convirtió la sala en un caos absoluto. Cuando finalmente llevaron a Gerardo a la habitación, su madre ya se sabía viuda, por lo que cuando lo tuvo en su pecho no era posible saber cuál era el motivo de su llanto. Además, Gerardo nunca lloró; apenas daba unos gritecitos tan puntuales que era facilísimo saber qué le pasaba.
Durmió casi de corrido desde la primera noche y aprendió la teta con facilidad, a la primera. Fue un reloj: una lactancia cada seis horas, con su grito correspondiente. Otro grito para los dolores de panza, otro para llamar la atención de mamá. Abrió los ojazos azules rapidísimo y verlo producía la certeza de que estaba profundamente concentrado en analizar su alrededor, lo cual era así. Su madre lo cuidó con amor y esmero notables. Era una mujer hermosa, de treinta y cinco, lo que en esa época era mucho para ser madre por primera vez, o si no mucho, poco frecuente. Era arquitecta y abogada; lo primero, una rareza y lo segundo, una proeza, ya que se recibió dos meses antes de parir, cuando su esposo ya mostraba signos avanzados de un mal estado de salud, debido más que nada al cigarrillo y a su profesión de vidriero, sin respetar normas básicas de seguridad, lo cual le quitaba a la madre tiempo de su trabajo de arquitecta y de estudio de abogacía.
Gerardo fue lo que habitualmente se nombra como un niño prodigio, algo que a su madre no le gustaba, porque preveía consecuencias gravosas, aunque exageradas. Entró en un jardín en sala de tres, aunque tenía dos, por su fecha de nacimiento, sabiendo leer y escribir textos más que básicos. Los temores de su madre se dividían en dos: el primero era que la escuela, el colegio o la universidad fueran un martirio de aburrimiento para él, que entraba en cada año sabiendo lo que se aprendía tres años más adelante; el segundo, que finalmente ocurrió, que lo adelantaran, siendo para siempre una víctima propiciatoria para sus eventuales compañerxs y, además, una presa jactanciosa de su fama. Lo primero ocurrió, desde luego, pero no lo segundo. De todas maneras, las molestias a las que era sometido eran raramente graves y él mostraba tan poco fastidio que rápidamente se volvían aburridas. Logró, además, un cierto equilibrio en las relaciones sociales dosificando con destreza su saber, en forma de ayuda. En un pacto nunca explícito, fue liberado de molestias a cambio de asesoramiento en los exámenes, aun a su riesgo; terminaba las evaluaciones tan rápido que hacía una prueba para él y una segunda para que circulara por el aula.
Terminó la primaria a los nueve años y la secundaria a los trece, teniendo absolutamente claro qué iba a estudiar: física, matemáticas y filosofía, en lo posible al mismo tiempo, si los horarios le daban. Cuando terminó física, la última de las tres, a los veinte, dedicó tres años a la psicología y a los posgrados, por lo que a los veinticuatro era Doctor en Física, Doctor en Filosofía, Matemático y Psicólogo. Si bien puede parecer obvio, dedicó su vida al mundo académico, haciendo carrera en el CONICET y dando clases por todos lados. Su autismo enciclopedista lo enfrentó amargamente con su madre montonera, que desapareció en septiembre de 1979, tras casi un año sin contacto real con Gerardo, que vivía desde 1976 en casa de un amigo gorila, por decisión de ella. Humberto, el amigo en cuestión, radical, hablaba mucho de política y a pesar de su antiperonismo repudiaba con vehemencia el golpe de Estado, pero era impensable como víctima de las Fuerzas. Era médico, de los buenos y reconocidos, especialista en neurología. Su madre sabía lo que hacía; no hizo tanto hincapié en discutir con Gerardo como en dejarlo a salvo, con éxito.
En 1983 pudo recuperar la casa familiar en Caballito y, ya con trabajos varios, empezó a vivir solo en ella, de la que nunca se mudó. El 13 de agosto de 1984, la casa ya estuvo a su gusto; fue el último día de trabajo del carpintero que le hizo los muebles de la cocina. Gerardo se despidió de él, fue hasta el living, se sentó en el sillón triple, miró hacia todos lados y empezó a llorar, por primera vez en su vida. No es una simple forma de decir el afirmar que su madre murió, para él, ese día; lloró horas, hasta que se agotó de tal forma que se durmió, para despertarse casi dieciséis horas después, al día siguiente a las seis de la mañana. El 14 de agosto de 1984 fue el día en que pensó por primera vez en lo que en adelante llamaría su “proyecto” y que nunca revelaría a nadie; no empezó ese día sino en la forma difusa de la idea general.
Por más que no le gustara la palabra, al menos dos características de Gerardo no admitían otro calificativo que el de prodigiosas: su memoria y su relación con los números. Nunca usó grabadoras o calculadoras, tan sólo una libretita, para cuestiones complejas y puntuales. Las cuentas más ridículamente difíciles representaban para él un desafío similar al de adicionar 13 a 22, por decir dos números cualesquiera. Si se le mencionaba un ángulo con grados minutos y segundos, contestaba el seno y el coseno al instante, con cinco decimales, siempre exactos. Lo mismo sucedía con porcentajes, raíces cuadradas o lo que fuera. A eso se sumaba su capacidad de recordar conversaciones completas, películas y, sobre todo, libros de memoria con una sola lectura, exceptuando autores que le requirieron al menos dos, como Kant, Hegel, Marx y Aristóteles, entre algunos otros, no muchos. Sólo dos libros lo obligaron a más: La Ética de Spinoza y el Órganon de Aristóteles. El primero de ellos era, vale decir, su preferido entre todos y el que lo puso cara a cara con lo que sería, el resto de su vida, su drama capital y disparador del proyecto: el cuerpo.
No se le conocieron amistades duraderas o profundas, aunque era amabilísimo en el trato y muy divertido, lo cual no cuadraba con la imagen de ratón de biblioteca que unx pudiera suponer. Asistía a reuniones y salidas grupales y era muy apreciado. Supo desde los treinta años que la sexualidad no se satisfacía fácilmente; lejos de cualquier moralismo, sus relaciones en ese sentido no distinguían por género, sino por gusto. Nunca formó pareja, eso sí; no iba a ser padre, eso estaba decidido, ni conviviente.
Entre uno de sus rasgos más particulares debe contarse su aversión al número siete, que lo llevaba a situaciones obsesivas, a las que era más que propenso. A Gerardo, una persiana inclinada en el edificio de enfrente podía arruinarle una mañana; no le importaba la suciedad, a menos que fuera demasiada y tampoco puede decirse que le importara la prolijidad, lo cual era evidente en su forma de vestir y en los muebles de su casa. Pero el orden era fundamental; su orden, desde ya. En más de una ocasión, en alguna charla con une directivx de una Universidad, Gerardo estiraba en medio de la charla una mano para poner una lapicera de le directivx paralela a la hoja de papel que estaba al lado. No lo pensaba, su cuerpo actuaba por el; “perdón”, decía más de una vez “estaba torcida, no lo puedo evitar”. Su sistematicidad en estas pequeñeces eran conocidas en sus ámbitos, por lo que ya nadie se asombraba y simplemente provocaba risas, de las que él mismo participaba. En ese sentido, el número siete era un dolor de cabeza: no podía concebir que un número no tuviera regla. Pasó mucho tiempo de su vida tratando de encontrarle, sin éxito, alguna, más que la mera adición. Pasó poco tiempo para que empezara a sospechar que de nada que se siguiera del número siete pudiera surgir algo bueno, por lo que lo evitaba, si le era posible; si en un cuenco quedaban siete aceitunas, simplemente se comía una, tuviera ganas o no; lo que sucediera de allí en más no le importaba.
Fue, de hecho, en una reunión con compañerxs de la Universidad, picada de por medio, que su idea vaga sobre el proyecto empezó a tomar forma y eso se debió, en gran parte también, a su obsesividad.
Gerardo estaba sentado cerca de una de las puntas de la mesa, aburrido y fastidiado por uno de los comensales. El aburrimiento obedecía a que la charla había derivado en anécdotas de hijxs, tema al que no tenía nada que aportar; el fastidio, a que había un invitado que comía de manera antisocial, haciendo ruidos y sin reparar en que había más gente, que podían llegar a querer probar algunas cosas que había tomado casi como propias. Desde el momento en que empezó a aburrirse, se dedicó a contar, a calcular. Si bien era más que improbable que una reunión de esas características se diera alguna vez en su casa, quería tener una idea de cuánto había que comprar y qué. El desaprensivo le arruinaba los cálculos, hasta que notó que sólo lo hacía en apariencia, cuando le pareció encontrar  un patrón que lo incluía. A partir de esa noche, Gerardo tomó la decisión de no salir nunca de su casa sin una libreta y una lapicera, fuera donde fuese; hasta la memoria más prodigiosa se choca con dificultades alguna vez y ese fue el caso de la noche de la reunión: el patrón que debía recordar era demasiado complicado y requería una fórmula que se le escapaba completa. Hizo intentos por encontrar una hoja y algo con que escribir, pero no tuvo éxito y le dio vergüenza pedir. Afortunadamente, podía recordar lo que el hombre comía, cómo, cuánto, con qué frecuencia; lo mismo pasaba con los demás y eso lo llevó a intentar un ejercicio que al llegar a su casa pudiera servirle como mnemotecnia para completar la fórmula. Empezó por un caso que le pareció sencillo: predijo para sí que un muchacho que estaba sentado en un sillón iba a agarrar dos rodajas de salamín y un pedazo de pan en un lapso no mayor a cincuenta segundos ni menor a cuarenta. Efectivamente, a los cuarenta y seis segundos su predicción se cumplió. Aumentó el desafío a dos eventos, luego a tres, luego a cuatro y recién en el quinto fue derrotado por un pedazo de queso, en manos de una mujer mayor que tenía asignado solamente un canapé. Más tarde, ya en su casa, bendijo el error, puesto que fue la clave que le permitió producir la fórmula de la fiesta. Hombre de ciencia, no le resultaba extraño en absoluto que de dos anomalías surgiera una verdad.
El problema que se le presentaba era que las fórmulas y los algoritmos daban como resultado márgenes. Por más ridículamente complejo que resultara a los mortales el ejemplo de la fiesta, se trataba para Gerardo de una ecuación relativamente sencilla. Su proyecto era mucho más ambicioso y lo que en una fiesta de trece personas producía márgenes de segundos o errores minúsculos, pensado a gran escala podía derivar en intervalos inaceptables; se requería de una precisión que lejos estaba de lograrse con la fórmula de la que disponía.
Cerca de los cuarenta, conoció a Daniel, por un aviso en Internet. Se dio entre los dos una relación extraña; su primer encuentro debió un mero intercambio de servicios por dinero, pero al terminar el tiempo que el dinero de Gerardo pagaba, Daniel agarró la plata que había pedido al principio y se la devolvió, preguntándole si se podía quedar a dormir, entre caricias y besos. Gerardo accedió, cojieron un par de veces más y se durmieron abrazados, después de que Gerardo le aclarara que a las nueve del día siguiente se tenían que ir, porque daba clases. Daniel fue, junto con Renata, más adelante, la única persona con la que tuvo una relación relativamente duradera, en lo que a sexo se refería. Era un pibe de veintitrés, muy hermoso, que más de una vez deslizó la posibilidad de que vivieran juntos, a lo que Gerardo se negó siempre, sin vacilación. Era, también, un nene caprichoso con un pasado oscuro pero incierto, porque al menos en algunas cosas era evidente que mentía, ya que contaba versiones distintas de los mismos hechos. Gerardo nunca se lo hizo notar, de todos modos. El tema era que terminaba costándole más caro como amante que como prostituto, algo que más adelante le observarían a Gerardo varias personas, en vano, la trapecista a la cabeza, a quienes Dani no les caía bien: Gerardo ya lo sabía, como sabía que Daniel aprovechaba su posición para tener al menos algunas noches menos infelices. “Me quiere”, respondía siempre Gerardo, “como puede, pero me quiere y le gusto; eso me alcanza”.
Gerardo formó parte de lxs familiares que cobraron una compensación económica por la desaparición de un familiar, lo que le sirvió de alivio económico, pero le valió reproches varios, que nunca lo alteraron lo suficiente. Además, después del 2003, o mejor del 2005, con la recomposición de los salarios docentes y su carrera de investigador y cargos en posgrados, sumado a sus talleres y charlas, dispuso de mucho tiempo libre para encarar su deseo, ya que abandonó las clases particulares, que le llevaban horas y horas, pero eran su única posibilidad de sustento durante los 90. Formalmente, trabajaba en un equipo de investigación interdisciplinario sobre el alcance y los límites de las neurociencias; como él era una interdisciplina en sí mismo, era casi la referencia obligada del resto del grupo.
En el 2006, su proyecto sufrió una severa alteración, aunque valdría decir un avance. Casi con una contigüidad temporal inmediata, conoció a Ricardo, a Renata y a Martina, en ámbitos completamente diferentes. A Martina, en una reunión de amigos; era una joven de 24 años, bellísima y portadora de una alegría y una vivacidad que eran ajenas a la capacidad de comprensión de Gerardo. No fue eso, sin embargo, lo que lo llevó a acercarse a ella, sino una singularidad que nunca había presenciado: ya fuera en silencio o conversando (en este último caso en un grado mucho mayor), Martina era movimiento, su cuerpo nunca, pero nunca, estaba quieto. Gerardo intentó en vano, la mitad de la noche, encontrar algún patrón en esa perpetua movilidad. Se le acercó y simplemente le dijo que le gustaría charlar con ella en otro ámbito, un día cualquiera, aclarando hasta la sospecha que no tenía más intenciones que hablar. En la charla, se presentó como Profesor y ella como trapecista (“de todo”, dijo, “telas, circo... lo que venga”); para sorpresa de Gerardo, a Martina no le causó ningún resquemor el pedido y lo aceptó casi de inmediato, con una sonrisa de oreja a oreja, otra de sus singularidades. Allí mismo intercambiaron números de teléfono.
Renata trabajaba en una Consultora Financiera, para la que Gerardo hacía algunos trabajos free lance. Se habían visto varias veces y siempre pareció bastante evidente que se gustaban, algo para lo que alcanzaban las miradas. Nunca habían conversado, hasta una tarde de 2006, a dos días de haber conocido a Martina. El ámbito fue un encargo del Gerente General, que le pedía que revisara unas proyecciones, trabajo que le encantaba, porque le salía muy fácilmente y lo cobraba muy bien. En el curso de la reunión, Gerardo empezó a notar algo extraño, que fue una sospecha al principio y una certeza a medida que la conversación avanzaba. El Gerente hablaba de las tendencias, mostrándoles a Gerardo y Renata gráficos varios. Renata tenía un anotador y una lapicera, pero no los abría nunca; en algunos gráficos un tanto complejos, aparecían variables numéricas que podían cruzarse de diferentes formas y Renata, en todos los casos, señalaba los cruces más o menos favorables con sólo mirar la planilla. Mientras él calculaba las opciones, Renata daba los resultados, de forma inmediata, de todos los cruces, algunos de los cuales eran absurdamente difíciles de calcular. En un momento, Gerardo dejó de lado las planillas y sólo miraba a Renata, un tanto desconcertado. El trabajo de Gerardo era más bien conceptual; si bien, obviamente, tenía que hacer cálculos, lo que debía hacer era revisar que se estuvieran proyectando cruces razonables; pero Renata, lejos de hacer eso, hablaba de todos los cruces, sin excepción, en términos de resultados de operaciones, de todas las operaciones, de todos los cruces posibles.
La reunión terminó y Gerardo se llevó un pen drive y una carpeta abultada; una vez afuera, la detuvo a Renata y le pidió un favor: pidió a la secretaria de la entrada una lapidera y un trozo de papel, en el que escribió veinte cuentas variadas: porcentajes, multiplicaciones... de todo un poco, todas dificilísimas. Lo único que le pidió a Renata fue que le escribiera los resultados de las operaciones y ella, tomando el papel, escribió inmediatamente los resultados en orden, como si los estuviera copiando de otro papel, sin pensar. Ella le preguntó por qué le pedía eso y él contestó que no sabía muy bien todavía, pero le pidió permiso para llamarla y charlar, a lo que ella accedió. Se cambiaron teléfonos y Gerardo se fue. Ya en el subte, agarró el papel y empezó a mirar las cuentas, todas exactas, inclusive una en la que había escrito nueve decimales, resultado de una raíz cuadrada. Definitivamente, tenía que hablar con esa mujer; lo que había presenciado no era posible ni siquiera para él, no por los resultados, sino por el lapso de tiempo entre pregunta y respuesta: ninguno.
Mientras estaba en la estación del subte, mirando el papel, se quedó repentinamente ciego por un flashazo; cuando levantó la vista, se encontró cara a cara con un hombre bastante mayor que él, borracho, que acababa de sacarle una foto. Así entró Ricardo en su vida, quien llegaría a ser una de las piezas cruciales de su proyecto, aunque no lo supiera aun.
Cuando llegó a su casa, tarde, pasó la noche en vela mirando el techo; ¿y si entender a Martina, Renata y Ricardo era lo que le faltaba para completar su fórmula? Hizo cálculos mentales toda la noche y dos o tres veces agarró la libretita para anotar sus jeroglíficos, hasta que se hicieron las seis y se dio cuenta de que tenía que irse a dar clase. Se tomó un café, fumó un cigarrillo y salió, cerca de las seis y veinte, rumbo a la Universidad.

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