martes, 19 de noviembre de 2019

DLXXXV

Amargándome un poco con la televisión, me atacó Piñera, hablando de su compromiso y obligación en la tarea de defensa de la democracia. La primera reacción ante este tipo de enunciados es siempre la indignación, que impide el pensamiento; no obstante, en el balcón, fumando un pucho, me quedé pensando en el tema y empecé a pensar de qué modo ciertas torsiones del lenguaje puede producir sentidos antagónicos entre el nombre y lo nombrado, que no sólo pasan desapercibidas, sino que imaginarizan como evidencias enunciados que son absurdos. Vaya si tenían razón todxs aquellxs que hablaron de la dimensión imaginaria como aquello sobre lo que se posa el sentido colectivo.
Existe una idea, muy diseminada, de que la Grecia de los siglos VII a IV a.C., años durante los cuales creó y fortaleció la democracia, pensaba este tipo de gobierno bajo la lógica de la no-delegación; en otras palabras, se diferencia muy comúnmente la democracia griega como “directa” y la actual como “representativa” y, en algunos casos “participativa”.
Esta idea es falsa de toda falsedad. No hay que leer demasiado para escapar del error, por lo que llama la atención escuchar y leer sobre el tema, en esos términos, a gente que unx supone formada, o en textos que pasan sin más sobre el término “democracia”, como aproblemático. De hecho, alcanza con Kitto y Vernant para desasnarse un poco (hay varixs más, pero esos dos son buenos y escriben fácil y hasta entretenido).
El primero de los problemas para comprender la magnitud de disparates que se dicen alrededor de la democracia es la mera traducción de la palabra como el “gobierno del pueblo”. Todo está mal en esa traducción: ni “demos” es “pueblo”, ni “kratías”, o “kratós” es “gobierno”. La traducción del término “gobierno” no es polisémica ni ofrece grandes complicaciones: “gobierno” es “kyvérnisi” y está acotada al concepto de “manejo”, ya sea de un barco, un auto o el conjunto (o una parte) de instituciones burocráticas del Estado. Gobernar es conducir, manejar, llevar (en los sentidos anteriores), etcétera. “Pueblo” es “Poli” (hay que retener esto para entender la cercanía entre la palabra “Poli” y la palabra “Polis”, para entender las razones por las cuales los mejores pensadores del mundo griego han aborrecido la idea de traducir “Polis” como “Ciudad Estado”) o “Plíthos” (esto último, más cercano a “Multitud”). “Kratós” sí ofrece posibilidades y es claramente polisémica, dependiendo del contexto y de las declinaciones, puede significar tanto “poder”, como “potencia”, “fuerza” (no en el sentido de “dýnami”, sino entendida como “fuerza para”, o “fuerza de” obrar sobre otrxs) o “Estado”. En cualquiera de los casos y sin siquiera empezar a discutir el concepto de “pueblo”, una democracia sería una forma de gobierno en la cual el “poder”, la “potencia” o la “fuerza” son, en última instancia, atributos del pueblo y no de sus mandatarios. Si se toma la concepción de “Kratías” como “Estado”, que curiosamente es el modo más habitual y literal (hasta donde es posible), “Pueblo” y “Estado” quedarían homologados, por lo que la democracia, más que una forma de gobierno, sería la forma por excelencia de la política, pasible de adquirir formas monárquicas, aristocráticas o democráticas en un sentido estrecho; más precisamente: la democracia es, a la vez, “una” forma de organización social (una forma de gobierno) y “la” forma de la política misma. Dejando de lado esto, que me saca del punto, “democracia” significa poder, potencia o fuerza del pueblo.
Ahora bien, esta última palabra (“pueblo”), como ya se ha dicho, no es traducción aceptable de “demos”. Un “demo” es una unidad territorial administrativa; sólo para ser gráfico y salvando las distancias, una “comuna” o un “barrio” (“comuna” es más acertado). Esta no es una traducción fácilmente rebatible, ya que tampoco hay polisemia en el término. “Democracia” sería, entonces, el poder, la potencia o la fuerza del “demo” (de aquí en más, incluiré todas las acepciones en “poder”). Pero esta traducción es también desacertada, ya que el “demo” no tiene poder: los “demoi” lo tienen, es decir, los miembros del demo. “Democracia” es el “poder de los comuneros” (utilizo el masculino intencionalmente, porque sabemos que las mujeres no eran “demoi” en sentido pleno, ya que carecían de isonomía).
¿Cómo se produce la transformación del “poder de los comuneros” al “gobierno del pueblo”?
Esta nueva y extraña transformación se produce en la modernidad tardía. Los primeros teóricos modernos que trataron de pensar lo político en ruptura con la visión clásica teológica fueron Hobbes, primero y Spinoza, después. En ninguno de estos autores encontramos esta nueva figura, tampoco en Rousseau. Los tres autores mencionados mencionan al gobierno como una función, no como un Estado. El centro, en todos, sigue siendo el poder, que no reside en el “pueblo”, sino en el Soberano (aunque se lea en algunos fragmentos la palabra “pueblo”, lo que también aleja el punto), figura que puede adoptar formas múltiples, sin alterar el carácter democrático del gobierno (en Hobbes y Spinoza esto se ve con mucha claridad); es decir: puede haber gobiernos monárquicos, aristocráticos o democráticos (en sentido estrecho), sin que eso altere el carácter democrático de la forma de la organización política, en lo que hace a la detentación del poder, que es uno, único e indivisible (recién en Montesquieu vamos a encontrar la idea de la división de “poderes”) y reside siempre, sin excepción, en el Soberano, que para Hobbes se manifiesta de mejor manera en la monarquía y para Spinoza, en la democracia (en sentido estrecho). Las prerrogativas ejecutivas, las decisiones judiciales y las facultades legislativas son “funciones”, en las que preponderan la primera y la última (de hecho, en el mismo Russeau, encontramos la judicatura como una función absolutamente dependiente de las otras, casi como una técnica). El “gobierno” es una función en el ejercicio del poder, pero no el poder. De hecho, la idea de poderes que se controlan los unos a los otros es antidemocrática: el único órgano real de contralor es siempre el Soberano, es decir, la totalidad de los pactantes, “expresada en”, en algunos casos, o directamente, por medio de la rebelión, en otros.
La pregunta es cuál es la razón y la relevancia de la transformación del Nomoi en Soberano y de este en “pueblo” y del poder en “gobierno”. La respuesta a esto se encuentra en el concepto de “delegación” y el modo en el cual la conformación de un cuerpo de gobierno pasa a convertirse en una entrega del poder.
Recién aquí se pueden entender el equívoco en la división entre lo “directo” y lo “representativo” y sus connotaciones.
Nunca ha existido una democracia (en sentido estrecho) puramente directa o representativa. La idea de que los atenienses tenían esa forma de gobierno es una creación mítica, ya desmentida por Aristóteles. “Directa” o “Representativa”, por mucho que se haya escrito al respecto, no son formas de la democracia, sino instrumentaciones para la toma de decisiones colectivos. Lo directo y lo representativo no sólo no se oponen, sino que se complementan, por lo que existe entre las distintas formas de organizar la toma de decisiones una diferencia de grado, más que de tipo. Si se va más profundo, podría decirse que el carácter de “directa” de una decisión es también discutible. La sanción de una norma por medio de una Asamblea de todxs lxs ciudadanxs (no ya en Atenas, sino allí donde se practique), o por medio de un plebiscito, formas sindicadas como “directas” por excelencia son, curiosamente, representativas en cierto grado, a menos que se viva en una milagrosa y horrorosa sociedad unánime. Tomada una decisión, todx aquele que hubiera votado en forma contraria de lo decidido por la mayoría, se verá representado por esa decisión como si fuera propia. No existe otro modo de alterar esa decisión como no sea mediante el ejercicio de la praxis política, como herramienta de persuasión que produzca mayorías nuevas.
Antes de Hobbes y Spinoza, ya en Maquiavelo se encuentran las huellas de la forma en que el pueblo (o Soberano) ejercerá directamente el poder: la rebelión. La rebelión o la resistencia colectiva son, de hecho, las más democráticas de las formas de participación política. No por nada la modernidad burguesa ya establecida en el poder trató de enterrar a Spinoza (con éxito) y diabolizar a Hobbes (con más éxito aún). Al primero simplemente se lo guardó en alguno de los anaqueles de la Biblioteca de Babel; al segundo se lo emparentó con el concepto del absolutismo monárquico y sangriento. En ambos, la relación entre la multitud y el Estado aparece mediatizada y constreñida por la amenaza mutua. Es la “mediatización” el gran problema.
La democracia burguesa se encuentra con la paradoja de ser un gobierno de minorías, habiendo declarado la igualdad de todos los hombres como principio axiológico. La relación Sociedad – Estado no puede permitir mediaciones en semejante esquema, que identifica como “humano” lo masculino, propietario, blanco y europeo, sin poder conceptualizarlo dejando en pie el castillo de cartas que representa. La multitud no es “pueblo” y por ende carece de soberanía, lo cual genera irremediablemente la rebelión, que ya no es tal, puesto que sólo el “pueblo” puede rebelarse: “rebelión” es, ahora, “sedición”; es decir, un delito.
¿Cómo se llega a esta torsión antagónica con los principios democráticos más básicos? Eliminando la mediación entre el Estado y la Sociedad Civil, es decir, alterando el concepto mismo de “representación” (basta leer El Contrato Social y ver los problemas, irresolubles, con que se enfrenta Rousseau cuando debe distinguir la “Voluntad General” de la “Voluntad de todos”).
La primera de las mediaciones a echar por tierra ya la había derribado Hobbes, reemplazando el concepto de “nomoi” por el de “individuos” (esta ontología del individuo es la que permite explicar de qué manera, partiendo de los mismos supuestos, Hobbes y Spinoza llegan a conclusiones opuestas: la ontología espinoceana tomo como punto de partida, o como unidad de análisis, el género, del cual el individuo es apenas un “modo” de expresión; no es casualidad que fuera uno de los autores de cabecera de Marx), pero persistía en él el concepto de “multitud” como fuerza antagónica y amenazante.
Ya en el Siglo XVIII, el concepto de “multitud” es reemplazado por el concepto de “pueblo”, lo cual genera una curiosidad (he aquí el dilema de Rousseau y la “Voluntad General”): por una parte, la praxis política requiere del concepto de “pueblo”, porque sólo lo que hace Uno puede resistir; pero ese “pueblo” no puede (no debe) englobar a “toda” la multitud, sino sólo a aquella porción de la multitud que exprese los intereses de la clase burguesa (y esto no es un panfleto: váyase quien quiera a preguntar qué pasó en Haití en 1794). La única solución a este dilema es eliminar la mediación entre el pueblo y el Estado, por un lado y entre el Estado y el gobierno, por el otro, transfigurando de forma drástica el concepto de “representación”: el representante deja de ser aquel que “presenta el interés” del pueblo, para “ser” el pueblo. No hay que ir demasiado lejos para ver cómo funciona y se naturaliza esta torsión: la Democracia pasa a ser el “Gobierno del pueblo”, sin que eso sea contradictorio con la afirmación de que “el pueblo no gobierna”, sino por medio de sus representantes. El Gobierno “es” inmediatamente el Pueblo y cualquier resistencia transforma al Pueblo en Multitud sediciosa.
En conclusión: Piñera tiene razón. Está defendiendo la democracia, defendiéndose a él, del mismo modo que Jeanine Añez defiende la democracia, reponiendo a su clase en el gobierno y la Revolución Fusiladora restituyó el orden democrático, extirpando del Gobierno a la multitud.
Ahora tiren con lo que quieran.

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