Amargándome
un poco con la televisión, me atacó Piñera, hablando de su
compromiso y obligación en la tarea de defensa de la democracia. La
primera reacción ante este tipo de enunciados es siempre la
indignación, que impide el pensamiento; no obstante, en el balcón,
fumando un pucho, me quedé pensando en el tema y empecé a pensar de
qué modo ciertas torsiones del lenguaje puede producir sentidos
antagónicos entre el nombre y lo nombrado, que no sólo pasan
desapercibidas, sino que imaginarizan como evidencias enunciados que
son absurdos. Vaya si tenían razón todxs aquellxs que hablaron de
la dimensión imaginaria como aquello sobre lo que se posa el sentido
colectivo.
Existe
una idea, muy diseminada, de que la Grecia de los siglos VII a IV
a.C., años durante los cuales creó y fortaleció la democracia,
pensaba este tipo de gobierno bajo la lógica de la no-delegación;
en otras palabras, se diferencia muy comúnmente la democracia griega
como “directa” y la actual como “representativa” y, en
algunos casos “participativa”.
Esta
idea es falsa de toda falsedad. No hay que leer demasiado para
escapar del error, por lo que llama la atención escuchar y leer
sobre el tema, en esos términos, a gente que unx supone formada, o
en textos que pasan sin más sobre el término “democracia”, como
aproblemático. De hecho, alcanza con Kitto y Vernant para desasnarse
un poco (hay varixs más, pero esos dos son buenos y escriben fácil
y hasta entretenido).
El
primero de los problemas para comprender la magnitud de disparates
que se dicen alrededor de la democracia es la mera traducción de la
palabra como el “gobierno del pueblo”. Todo está mal en esa
traducción: ni “demos” es “pueblo”, ni “kratías”, o
“kratós” es “gobierno”. La traducción del término
“gobierno” no es polisémica ni ofrece grandes complicaciones:
“gobierno” es “kyvérnisi”
y está acotada al concepto de “manejo”, ya sea de un barco, un
auto o el conjunto (o una parte) de instituciones burocráticas del
Estado. Gobernar es conducir, manejar, llevar (en los sentidos
anteriores), etcétera. “Pueblo” es “Poli” (hay que retener
esto para entender la cercanía entre la palabra “Poli” y la
palabra “Polis”, para entender las razones por las cuales los
mejores pensadores del mundo griego han aborrecido la idea de
traducir “Polis” como “Ciudad Estado”) o “Plíthos” (esto
último, más cercano a “Multitud”). “Kratós” sí ofrece
posibilidades y es claramente polisémica, dependiendo del contexto y
de las declinaciones, puede significar tanto “poder”, como
“potencia”, “fuerza” (no en el sentido de “dýnami”, sino
entendida como “fuerza para”, o “fuerza de” obrar sobre
otrxs) o “Estado”. En cualquiera de los casos y sin siquiera
empezar a discutir el concepto de “pueblo”, una democracia sería
una forma de gobierno en la cual el “poder”, la “potencia” o
la “fuerza” son, en última instancia, atributos del pueblo y no
de sus mandatarios. Si se toma la concepción de “Kratías” como
“Estado”, que curiosamente es el modo más habitual y literal
(hasta donde es posible), “Pueblo” y “Estado” quedarían
homologados, por lo que la democracia, más que una forma de
gobierno, sería la forma por excelencia de la política, pasible de
adquirir formas monárquicas, aristocráticas o democráticas en un
sentido estrecho; más precisamente: la democracia es, a la vez,
“una” forma de organización social (una forma de gobierno) y
“la” forma de la política misma. Dejando de lado esto, que me
saca del punto, “democracia” significa poder, potencia o fuerza
del pueblo.
Ahora
bien, esta última palabra (“pueblo”), como ya se ha dicho, no es
traducción aceptable de “demos”. Un “demo” es una unidad
territorial administrativa; sólo para ser gráfico y salvando las
distancias, una “comuna” o un “barrio” (“comuna” es más
acertado). Esta no es una traducción fácilmente rebatible, ya que
tampoco hay polisemia en el término. “Democracia” sería,
entonces, el poder, la potencia o la fuerza del “demo” (de aquí
en más, incluiré todas las acepciones en “poder”). Pero esta
traducción es también desacertada, ya que el “demo” no tiene
poder: los “demoi” lo tienen, es decir, los miembros del demo.
“Democracia” es el “poder de los comuneros” (utilizo el
masculino intencionalmente, porque sabemos que las mujeres no eran
“demoi” en sentido pleno, ya que carecían de isonomía).
¿Cómo
se produce la transformación del “poder de los comuneros” al
“gobierno del pueblo”?
Esta
nueva y extraña transformación se produce en la modernidad tardía.
Los primeros teóricos modernos que trataron de pensar lo político
en ruptura con la visión clásica teológica fueron Hobbes, primero
y Spinoza, después. En ninguno de estos autores encontramos esta
nueva figura, tampoco en Rousseau. Los tres autores mencionados
mencionan al gobierno como una función, no como un Estado. El
centro, en todos, sigue siendo el poder, que no reside en el
“pueblo”, sino en el Soberano (aunque se lea en algunos
fragmentos la palabra “pueblo”, lo que también aleja el punto),
figura que puede adoptar formas múltiples, sin alterar el carácter
democrático del gobierno (en Hobbes y Spinoza esto se ve con mucha
claridad); es decir: puede haber gobiernos monárquicos,
aristocráticos o democráticos (en sentido estrecho), sin que eso
altere el carácter democrático de la forma de la organización
política, en lo que hace a la detentación del poder, que es uno,
único e indivisible (recién en Montesquieu vamos a encontrar la
idea de la división de “poderes”) y reside siempre, sin
excepción, en el Soberano, que para Hobbes se manifiesta de mejor
manera en la monarquía y para Spinoza, en la democracia (en sentido
estrecho). Las prerrogativas ejecutivas, las decisiones judiciales y
las facultades legislativas son “funciones”, en las que
preponderan la primera y la última (de hecho, en el mismo Russeau,
encontramos la judicatura como una función absolutamente dependiente
de las otras, casi como una técnica). El “gobierno” es una
función en el ejercicio del poder, pero no el poder. De hecho, la
idea de poderes que se controlan los unos a los otros es
antidemocrática: el único órgano real de contralor es siempre el
Soberano, es decir, la totalidad de los pactantes, “expresada en”,
en algunos casos, o directamente, por medio de la rebelión, en
otros.
La
pregunta es cuál es la razón y la relevancia de la transformación
del Nomoi en Soberano y de este en “pueblo” y del poder en
“gobierno”. La respuesta a esto se encuentra en el concepto de
“delegación” y el modo en el cual la conformación de un cuerpo
de gobierno pasa a convertirse en una entrega del poder.
Recién
aquí se pueden entender el equívoco en la división entre lo
“directo” y lo “representativo” y sus connotaciones.
Nunca
ha existido una democracia (en sentido estrecho) puramente directa o
representativa. La idea de que los atenienses tenían esa forma de
gobierno es una creación mítica, ya desmentida por Aristóteles.
“Directa” o “Representativa”, por mucho que se haya escrito
al respecto, no son formas de la democracia, sino instrumentaciones
para la toma de decisiones colectivos. Lo directo y lo representativo
no sólo no se oponen, sino que se complementan, por lo que existe
entre las distintas formas de organizar la toma de decisiones una
diferencia de grado, más que de tipo. Si se va más profundo, podría
decirse que el carácter de “directa” de una decisión es también
discutible. La sanción de una norma por medio de una Asamblea de
todxs lxs ciudadanxs (no ya en Atenas, sino allí donde se
practique), o por medio de un plebiscito, formas sindicadas como
“directas” por excelencia son, curiosamente, representativas en
cierto grado, a menos que se viva en una milagrosa y horrorosa
sociedad unánime. Tomada una decisión, todx aquele que hubiera
votado en forma contraria de lo decidido por la mayoría, se verá
representado por esa decisión como si fuera propia. No existe otro
modo de alterar esa decisión como no sea mediante el ejercicio de la
praxis política, como herramienta de persuasión que produzca
mayorías nuevas.
Antes
de Hobbes y Spinoza, ya en Maquiavelo se encuentran las huellas de la
forma en que el pueblo (o Soberano) ejercerá directamente el poder:
la rebelión. La rebelión o la resistencia colectiva son, de hecho,
las más democráticas de las formas de participación política. No
por nada la modernidad burguesa ya establecida en el poder trató de
enterrar a Spinoza (con éxito) y diabolizar a Hobbes (con más éxito
aún). Al primero simplemente se lo guardó en alguno de los
anaqueles de la Biblioteca de Babel; al segundo se lo emparentó con
el concepto del absolutismo monárquico y sangriento. En ambos, la
relación entre la multitud y el Estado aparece mediatizada y
constreñida por la amenaza mutua. Es la “mediatización” el gran
problema.
La
democracia burguesa se encuentra con la paradoja de ser un gobierno
de minorías, habiendo declarado la igualdad de todos los hombres
como principio axiológico. La relación Sociedad – Estado no puede
permitir mediaciones en semejante esquema, que identifica como
“humano” lo masculino, propietario, blanco y europeo, sin poder
conceptualizarlo dejando en pie el castillo de cartas que representa.
La multitud no es “pueblo” y por ende carece de soberanía, lo
cual genera irremediablemente la rebelión, que ya no es tal, puesto
que sólo el “pueblo” puede rebelarse: “rebelión” es, ahora,
“sedición”; es decir, un delito.
¿Cómo
se llega a esta torsión antagónica con los principios democráticos
más básicos? Eliminando la mediación entre el Estado y la Sociedad
Civil, es decir, alterando el concepto mismo de “representación”
(basta leer El Contrato Social y ver los problemas, irresolubles, con
que se enfrenta Rousseau cuando debe distinguir la “Voluntad
General” de la “Voluntad de todos”).
La
primera de las mediaciones a echar por tierra ya la había derribado
Hobbes, reemplazando el concepto de “nomoi” por el de
“individuos” (esta ontología del individuo es la que permite
explicar de qué manera, partiendo de los mismos supuestos, Hobbes y
Spinoza llegan a conclusiones opuestas: la ontología espinoceana
tomo como punto de partida, o como unidad de análisis, el género,
del cual el individuo es apenas un “modo” de expresión; no es
casualidad que fuera uno de los autores de cabecera de Marx), pero
persistía en él el concepto de “multitud” como fuerza
antagónica y amenazante.
Ya
en el Siglo XVIII, el concepto de “multitud” es reemplazado por
el concepto de “pueblo”, lo cual genera una curiosidad (he aquí
el dilema de Rousseau y la “Voluntad General”): por una parte, la
praxis política requiere del concepto de “pueblo”, porque sólo
lo que hace Uno puede resistir; pero ese “pueblo” no puede (no
debe) englobar a “toda” la multitud, sino sólo a aquella porción
de la multitud que exprese los intereses de la clase burguesa (y esto
no es un panfleto: váyase quien quiera a preguntar qué pasó en
Haití en 1794). La única solución a este dilema es eliminar la
mediación entre el pueblo y el Estado, por un lado y entre el Estado
y el gobierno, por el otro, transfigurando de forma drástica el
concepto de “representación”: el representante deja de ser aquel
que “presenta el interés” del pueblo, para “ser” el pueblo.
No hay que ir demasiado lejos para ver cómo funciona y se naturaliza
esta torsión: la Democracia pasa a ser el “Gobierno del pueblo”,
sin que eso sea contradictorio con la afirmación de que “el pueblo
no gobierna”, sino por medio de sus representantes. El Gobierno
“es” inmediatamente el Pueblo y cualquier resistencia transforma
al Pueblo en Multitud sediciosa.
En
conclusión: Piñera tiene razón. Está defendiendo la democracia,
defendiéndose a él, del mismo modo que Jeanine Añez defiende la
democracia, reponiendo a su clase en el gobierno y la Revolución
Fusiladora restituyó el orden democrático, extirpando del Gobierno
a la multitud.
Ahora
tiren con lo que quieran.
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