viernes, 1 de noviembre de 2019

DLI

Hugo llora. Vaya a saber qué desvíos de la vida lo llevaron al cordón de la vereda de Mitre y Riobamba y lo hicieron sentarse a derramar el tiempo por los ojos, como si sacárselo de encima en forma de sal pudiera aliviar el peso de la injusticia de no ser siquiera una cajita.
Hugo mira enfrente y después abajo, mientras la indiferencia le rasca la espalda en forma de apuro o de ceguera, voluntaria o no. Juega con el papel doblado en la mano, porque es eso, un papel; para otrxs, sería otra cosa, pero para él es sólo una hoja que no dice nada, aunque tenga rasgos que parecen letras y un sello que parece cierto. Llora solo, como todxs cuando lloramos.
Me siento en el cordón de la vereda. Hugo me mira y mira enfrente y mira el papel. “¿Puedo ayudar?”. Hugo llora, niega, se seca la cara.
Hugo tiene dos hijos y vive en una pieza con su compañera, que hoy no llora porque está limpiando una casa, de otrxs, porque Hugo no tiene una casa, ni tiene una pieza, aunque duerma en una. Hace dos meses que no trabaja, Hugo, el que llora. Le pregunto si me deja ver el papel, que para mí no sería un papel, como para él. Hugo llora porque tiene un papel y yo hago una fuerza bárbara para no llorar con Hugo. Miro el papel y sólo le pregunto un número, nada más. Hugo habla del hijo, que no es un número, o del mes sin trabajo, que sí es un número, pero no el que yo pregunto; porque Hugo quiere explicar lo que no se explica, lo que no importa. Vuelvo a preguntarle el número importante y Hugo mete la mano en el bolsillo, para mostrarme otros números que no me importan, porque sólo son una parte del número imposible, que pregunto por tercera vez.
Hugo dice un número y llora, pero menos. Los hombres no lloran, menos frente a otro hombre. Hugo llora por un número, lo cual es tan absurdo que es incomprensible que todavía quede algo en pie, porque, como Hugo, hay demasiada gente que llora por números. El número de Hugo es la vergüenza del mundo entero, porque no es posible que ese número no sea posible para él. Para mí es sólo una duda, un problema, una decisión y para él es el nombre de su hijo. Tengo el papel y le pido por favor que espere, que por favor espere, que no se vaya y que no llore. Está mal que le pida que no llore, porque tiene que llorar, pero me perdono la estupidez. Pasan cinco minutos, o diez, no sé; más números intrascendentes.
Hugo está en el cordón de la vereda, mirando enfrente. Ya no tengo el papel, sino una caja, que era lo que hacía llorar a Hugo. En realidad, no lloraba por la caja, sino porque no tenía la caja, sino un papel. Ahora llora. Agarra la caja y me mira y llora y quiere que yo me lleve los números que me había mostrado antes, que son papeles. Lloramos por papeles porque el mundo se volvió ridículo, lo cual es peor que injusto. No quiero los papeles de Hugo, que llora y me abraza.
Hugo huele bien y tiene un abrazo cálido y pétreo. Menos mal que no era yo la causa del llanto de Hugo, porque parece de metal. Ahora Hugo mira la caja y la sacude un poco y me mira y me aprieta la pierna, con su mano de quebracho. Insiste con sus papeles, insisto en que no los quiero.
Cuando me voy, Hugo ya no llora. Es así de fácil. Y el mundo es así de estúpido.

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