lunes, 11 de noviembre de 2019

DLXVIII

En algún momento el tiempo dejó de ser una medida con sentido. La vida se contaba en cantidades, en centímetros cúbicos, en vidrios huecos y atisbos de lucidez que debían ser curados de inmediato. Ni siquiera el sueño, si acaso se podía llamar así al acto de desligarme de todo contacto con la vida, se contaba en minutos o, milagrosamente, horas, sino en veces, cantidades de visitas a la cocina, a la heladera o al fondo del mueble riesgoso, en el que reposaba la inconciencia necesaria, líquida.
La vida no es buena, eso es un hecho. Tampoco es mala. La vida pasa a pesar de y siempre existe la chance de interrumpirla. El modo más drástico es, desde ya, la muerte; pero se puede morir a medias y eso es el a be ce de le alcohólicx, porque el suicidio es el fin de la pena ante la inconsistencia del ser y le alcohólicx no quiere acabar con eso, sino sufrirlo, cada vez más, para ratificar su condición de malviviente, de paria, de víctima, de aberración. Sabe que aun sin saber por qué, merece castigo, que sólo esporádicamente se le inflige desde fuera de sí, si es que eso sucede alguna vez (generalmente no sucede); por eso no muere, o no quiere morir, sino castigarse con una inclemencia de la que serían incapaces hasta lxs más feroces enemigxs.
Ya la dueña de los silencios y el hombre del pánico eran parte de una escenografía deshilachada, rota, comprometida con el cariño diseccionado, casi estratificado de acuerdo con un criterio de origen en el que mi presencia desentonaba, por ser sangre infame de un demonio de pacotilla, pero demonio al fin, que reservaba sus ojos claros para sí mismo, como artefactos de expulsión del amor agarrotado en su niñez perenne, aun esperando materializarse, lo que no ocurriría jamás.
Hay quienes dicen que le alcohólicx siente lástima de sí, pero no parece una descripción acertada de la tristeza resbalosa que lx habita, al menos en mi caso. Yo sentí lástima, honda y lacerante; lástima hasta el punto de que cada minuto de cordura era un desuello que había que detener como fuera. Pero el objeto del sufrir no era biográfico, sino existencial, confirmatorio de que la vida sólo podía doler siempre un poco más. Mi adolescencia fue más bien una ratificación de esa máxima, sospechada desde la infancia más temprana y sólo suspendida bajo el cerezo o al pie del frutillar, que ya no eran, ni volverían a ser. Había que poner algo ahí y el alcohol hizo la magia, pero no era gratuita, algo que debí haber sabido, pero no pude, porque cuando fue el momento de saberlo ya nada era comprensible. El cerezo, de hecho, no sólo ya no importaba, sino que dolía como puñal en el pecho que hacía todo peor, más insoportable.
Tomando los hechos con rigurosidad, hasta donde fuera posible, el hombre del miedo ya no asustaba más que a su esclava irredimible; y supe, mucho después, que ni siquiera era el caso. El miedo es una de las primeras víctimas del alcoholismo, aunque sólo en apariencia, porque le alcohólicx simplemente deja de temerlo todo mientras bebe, pero bebe porque teme; entonces sólo bebe y todo lo demás son espejismos, apariencias de sociabilidad que no son más que gestos mecánicos que el cuerpo, afortunadamente, recuerda.
Es que el miedo es una víctima residual, dependiente de la víctima primera, que es la voluntad. Mi adolescencia no supo de deseo, ni intenciones, ni apetitos o inclinaciones que no dependieran del ansia primordial por la ausencia; pero no fue una ausencia respecto de esto o aquello, sino esencial, sustancial, formal, en el sentido platónico del término. El eco de las ranas en el arroyo, al borde del lago y al pie del Lanín, eso, así como la risa en el parque o la espuma del café de la sirena, debía no ser más, porque lo perdido se aloja en las vísceras y las retuerce. Si nada hubo, todo existe. Ese fue el motor de la desaparición progresiva. Le alcohólicx encuentra en cada trago esa oscuridad sublime y pacífica, pero que dura demasiado poco. Le alcohólicx no desea beber, simplemente no sabe cómo no hacerlo; su única decisión real empezará con un “no” inconcebible.
Biográficamente, ese “no” fue el resultado de una construcción invertida. Muerta la sirena, muerto el orfebre, patetizadxs la dueña del mutismo eterno y su hombre terrible y sin simiente y desaparecido el dueño de los ojos vacíos y las manos rústicas, ya innecesarias, no quedaba más remedio que avanzar en la demolición. Sólo sobre la ruina total se construye la negativa al dolor, cuando ya nada queda para romper. No es menor que la vía hacia la destitución total de lo existente hubiera contado con una testiga, ineficaz en sí misma, pero especular en el espanto.
¿Y si acaso había algo todavía? ¿Y si acaso valía la pena dejar en su lugar al menos un escombro de referencia? Los actos no son evidencias si no pueden ser testimoniados por otrx, que en la vida vil de le alcohólicx no es más que un instrumento que sirve como vía de acceso al lenguaje; su futuro está escrito desde el inicio: en cuanto surja el habla, será descartadx. No lo sabe, como no lo sabe le alcohólicx, que disfraza de amor lo que es pura instrumentación de un cuerpo deseante y descartable.
Fue así que llegó el tríptico del vértigo, ya no para mí sino para ella, un ardid de la vida que deseaba para mí, al parecer, cierta ventura. La estratagema, dolorosa, fue simplemente hacer imposible la ceguera, obligarme a ver el escombro en su condición de tal. La testiga era a tales efectos lo que las Doce Tablas al Derecho de Roma: un mero enunciado referencial, que suturaba el ser inconsistente.
Parte Uno. El viernes amaneció, como todos los días, varias veces, con pronóstico favorable y un presente rápidamente llamado al orden, cada vez, en la cocina. El último amanecer fue a las siete y media y a las ocho menos cuarto las cosas ya no tenían sentido, excepto la noche adivinable, en casa de un conocido con quien coincidíamos en gustos musicales y poco más. El día, ya no lo repetiré, no fue, como ya no eran desde hacía rato. La mecánica muscular me depositó en la puerta de mi anfitrión, que me importaba en forma inversamente proporcional a lo que sabía que había para mí. La mente alcoholizada es (debe serlo) siempre retrospectiva; asumo que el cuerpo me depositó en ese sitio, simplemente porque amanecí en una cama insospechada. Mis recuerdos son visuales y, no casualmente, sólo uno de ellos es preciso: me senté en un sillón y el dueño de casa depositó al costado de mi sillón una caja de vino tinto. No sé de caras, ni charlas, ni sensaciones; sólo recuerdo abrir los ojos y desconfiar de la vigilia. Había un placard, que no era mío y la colcha sobre la que me encontraba tampoco. Me senté en la cama y vi que eran las ocho de la mañana. El estatismo es frecuente en quien se desmaya bebiendo; la memoria es vil y siempre ajena; ¿habría hecho algo malo? Era probable; me enteré más tarde de que era inocente de cargos graves, aunque pesaba sobre mí el escarnio de comentarios y canciones fuera de lugar y tono. Hasta que la máquina se apagó, simplemente. En eso pensaba mientras buscaba la forma de salir, que encontré relativamente rápido. Eran épocas menos infames que las actuales y, para mi bien, la puerta de salida del edificio se abría desde adentro simplemente girando un picaporte. Con tiempo y paciencia, encontré la forma de regresar, ayudado por una botella de vino blanco que había tenido la precaución de retirar de la casa, falta que difícilmente alguien fuera a notar.
Parte Dos. Otro día no sido, sábado, contiguo a la noche amnésica. La promesa de una nueva visita a las alcantarillas de la vida movía el cuerpo en direcciones precisas. Un alto en San Telmo, para regocijarme en la parodia de las amistades inexistentes, sólo posibles en el sopor de la ginebra, para partir a explorar la noche conurbana, tarea compleja entre tantas, más si los ojos no ven nada que la mente pueda procesar. Tras largos e infructuosos intentos por encontrar el sitio en el que con urgencia debía renovar mis alucinaciones, me encontré frente a una reja cuyo número era idéntico al que debía albergarme; era, de hecho, el sitio correcto. Sucedió así el último recuerdo nítido de esa nueva aventura: al tocar el timbre, sonó una música tintineante y sorpresiva que, para mi contento, variaba con cada pulsar. Quise, como cualquiera hubiera querido, agotar el repertorio del aparato, por lo que apreté ese timbre unas cuantas veces, absorto. Sé que en algún momento una cara conocida me alejaba de la verja, hacia la casa. Cruzada la puerta, algunos destellos vagos y una botella de ginebra escondida, que supuestamente me pertenecía. Le alcoholicx desarrolla un formidable sentido de la ubicación, en lo que a búsquedas del tesoro se trata. Lo último que recuerdo es una escalera y entonces, nuevamente, un despertar extraño, en un colchón enorme tirado en el piso, entre dos niñas de no más de ocho años. La casa, silenciosa, ya no tenía sentido, por lo que bajé las escaleras y me encontré con otros cuerpos durmientes en colchones viejos, que no me notaron. Sólo busqué mi botella de ginebra, pero estaba vacía. En un estante había una botella cerrada de licor de chocolate, que agarré, no por el chocolate, para salir hacia algún lado. Ya en la calle, entendí que no sabía ni dónde estaba ni hacia dónde ir, hasta que fui asesorado por una mujer que con algo de desprecio me dio unas indicaciones complicadas pero suficientes. Llegué a casa cerca de las ocho y media, ya sin mi botella, para desmayarme nuevamente.
Parte Tres. Domingo, contiguo al sábado contiguo al viernes. La única novedad de ese día fue el llamado telefónico de la testiga, recriminatorio y preocupado, o viceversa, o algo. El afán por escapar de la casa desconocida fue más fuerte que mi capacidad para reconocer como suyo uno de los cuerpos durmientes. La situación se volvía extraña, porque en algún momento ya nadie se preocupa por une borrachx, empezando por lé mismx; como la conversación fue tardía, ni siquiera tuve el gesto de cortesía de agradecer, aunque fuera en secreto, que otrx ser humanx quisiera saber dónde estaba; probablemente, más temprano, hubiese tenido un cerebro para comprender al menos algunas de las palabras que se me decían. Esa noche, para mi mal, no había promesas o invitaciones; si quería tomar algo, iba a tener que comprarlo. No era que no me alcanzara la plata, sino el fastidio de tener que beber llorando, que es como se bebe a partir de cierto momento. Fue así que decidí invitarme a Güerrín a mí mismo, lugar que tenía dos ventajas: se comía muy bien y no había que realizar proezas mentales para llegar. El número 29 era parte del archivo. El inconveniente es que la borrachera hace de los archivos laberintos; vaya a saber cómo, o por qué, unos minutos más tarde estaba sentado en el 53, lo cual noté sólo cuando llegué a Constitución, lo que no debía estar sucediendo. Colectivo de bajadas abruptas y recorridos multiformes, significaba para mí una proeza inolvidable, que ya he contado; en esta ocasión no tuve que ser tan drástico. Ya debajo del aparato, entendí que no entendía. Es muy extraño que le borrachx aprenda a convivir con esa sensación de no saber nunca absolutamente nada de lo que tiene que hacer y hacerlo igual. Esta vez, de todos modos, supuse que mi destino era diferente de mi deseo, como pasa siempre, sea unx borrachx o no. Por lo que simplemente entré en la estación de tren y, con algo de hambre. Me senté en una barra en la que me sirvieron un sandwich de milanesa y una cerveza, que se repitió varias veces antes de pedir un vino. Hablaba con alguien, eso lo sé, aunque ignoro de qué o por qué. Y entonces de nuevo, por tercera vez, en esta ocasión fastidiado por un rayo de sol en la cara, abrí los ojos para descubrir que no sabía dónde estaba. Era una puerta, eso lo sé y era la calle. Sé también que no tenía zapatillas ni billetera. Con algo de investigación logré averiguar mi paradero: Longchamps, a tres cuadras de la estación. Eran cerca de las seis y media, o al menos eso me dijeron, porque no tenía reloj, objeto que había corrido el mismo destino que los otros, también desaparecidos. En esa época no era tan difícil viajar en tren sin pagar; no tenía otra alternativa, por otra parte. Caminé de Constitución a casa, donde llegué a eso de las ocho y media, exactamente a tres horas de ir a trabajar, lo que no hice.
En lugar de eso, sucedió el llanto; pero no era ya ese llanto morboso y lastimero, mentiroso, ridículo y grotesco que sabía recorrer. Sólo lloré para ver si en el acto de llorar podía incubar un perdón para mí, o al menos un nombre propio, independiente del amor de manteca de la migrante letárgica y el dueño de las verdades con altavoz. Lloré en serio, mucho tiempo; y hablé, pedí por favor, en voz alta y en silencio, entender por qué, cómo, dónde había una vida para mí que valiera más que el olor a rancio de mi ropa de cinco días.
No sé si fueron los gritos, o el llanto, o el silencio seguido a mis ruegos, pero ese día a la tarde hice lo que fue, probablemente, la proeza más grande de la que fui capaz. Esa noche en Constitución fue mi adiós al alcohol. Todo lo que vino después se escribió en otro idioma.

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