En
algún momento el tiempo dejó de ser una medida con sentido. La vida
se contaba en cantidades, en centímetros cúbicos, en vidrios huecos
y atisbos de lucidez que debían ser curados de inmediato. Ni
siquiera el sueño, si acaso se podía llamar así al acto de
desligarme de todo contacto con la vida, se contaba en minutos o,
milagrosamente, horas, sino en veces, cantidades de visitas a la
cocina, a la heladera o al fondo del mueble riesgoso, en el que
reposaba la inconciencia necesaria, líquida.
La
vida no es buena, eso es un hecho. Tampoco es mala. La vida pasa a
pesar de y siempre existe la chance de interrumpirla. El modo más
drástico es, desde ya, la muerte; pero se puede morir a medias y eso
es el a be ce de le alcohólicx, porque el suicidio es el fin de la
pena ante la inconsistencia del ser y le alcohólicx no quiere acabar
con eso, sino sufrirlo, cada vez más, para ratificar su condición
de malviviente, de paria, de víctima, de aberración. Sabe que aun
sin saber por qué, merece castigo, que sólo esporádicamente se le
inflige desde fuera de sí, si es que eso sucede alguna vez
(generalmente no sucede); por eso no muere, o no quiere morir, sino
castigarse con una inclemencia de la que serían incapaces hasta lxs
más feroces enemigxs.
Ya
la dueña de los silencios y el hombre del pánico eran parte de una
escenografía deshilachada, rota, comprometida con el cariño
diseccionado, casi estratificado de acuerdo con un criterio de origen
en el que mi presencia desentonaba, por ser sangre infame de un
demonio de pacotilla, pero demonio al fin, que reservaba sus ojos
claros para sí mismo, como artefactos de expulsión del amor
agarrotado en su niñez perenne, aun esperando materializarse, lo que
no ocurriría jamás.
Hay
quienes dicen que le alcohólicx siente lástima de sí, pero no
parece una descripción acertada de la tristeza resbalosa que lx
habita, al menos en mi caso. Yo sentí lástima, honda y lacerante;
lástima hasta el punto de que cada minuto de cordura era un desuello
que había que detener como fuera. Pero el objeto del sufrir no era
biográfico, sino existencial, confirmatorio de que la vida sólo
podía doler siempre un poco más. Mi adolescencia fue más bien una
ratificación de esa máxima, sospechada desde la infancia más
temprana y sólo suspendida bajo el cerezo o al pie del frutillar,
que ya no eran, ni volverían a ser. Había que poner algo ahí y el
alcohol hizo la magia, pero no era gratuita, algo que debí haber
sabido, pero no pude, porque cuando fue el momento de saberlo ya nada
era comprensible. El cerezo, de hecho, no sólo ya no importaba, sino
que dolía como puñal en el pecho que hacía todo peor, más
insoportable.
Tomando
los hechos con rigurosidad, hasta donde fuera posible, el hombre del
miedo ya no asustaba más que a su esclava irredimible; y supe, mucho
después, que ni siquiera era el caso. El miedo es una de las
primeras víctimas del alcoholismo, aunque sólo en apariencia,
porque le alcohólicx simplemente deja de temerlo todo mientras bebe,
pero bebe porque teme; entonces sólo bebe y todo lo demás son
espejismos, apariencias de sociabilidad que no son más que gestos
mecánicos que el cuerpo, afortunadamente, recuerda.
Es
que el miedo es una víctima residual, dependiente de la víctima
primera, que es la voluntad. Mi adolescencia no supo de deseo, ni
intenciones, ni apetitos o inclinaciones que no dependieran del ansia
primordial por la ausencia; pero no fue una ausencia respecto de esto
o aquello, sino esencial, sustancial, formal, en el sentido platónico
del término. El eco de las ranas en el arroyo, al borde del lago y
al pie del Lanín, eso, así como la risa en el parque o la espuma
del café de la sirena, debía no ser más, porque lo perdido se
aloja en las vísceras y las retuerce. Si nada hubo, todo existe. Ese
fue el motor de la desaparición progresiva. Le alcohólicx encuentra
en cada trago esa oscuridad sublime y pacífica, pero que dura
demasiado poco. Le alcohólicx no desea beber, simplemente no sabe
cómo no hacerlo; su única decisión real empezará con un “no”
inconcebible.
Biográficamente,
ese “no” fue el resultado de una construcción invertida. Muerta
la sirena, muerto el orfebre, patetizadxs la dueña del mutismo
eterno y su hombre terrible y sin simiente y desaparecido el dueño
de los ojos vacíos y las manos rústicas, ya innecesarias, no
quedaba más remedio que avanzar en la demolición. Sólo sobre la
ruina total se construye la negativa al dolor, cuando ya nada queda
para romper. No es menor que la vía hacia la destitución total de
lo existente hubiera contado con una testiga, ineficaz en sí misma,
pero especular en el espanto.
¿Y
si acaso había algo todavía? ¿Y si acaso valía la pena dejar en
su lugar al menos un escombro de referencia? Los actos no son
evidencias si no pueden ser testimoniados por otrx, que en la vida
vil de le alcohólicx no es más que un instrumento que sirve como
vía de acceso al lenguaje; su futuro está escrito desde el inicio:
en cuanto surja el habla, será descartadx. No lo sabe, como no lo
sabe le alcohólicx, que disfraza de amor lo que es pura
instrumentación de un cuerpo deseante y descartable.
Fue
así que llegó el tríptico del vértigo, ya no para mí sino para
ella, un ardid de la vida que deseaba para mí, al parecer, cierta
ventura. La estratagema, dolorosa, fue simplemente hacer imposible la
ceguera, obligarme a ver el escombro en su condición de tal. La
testiga era a tales efectos lo que las Doce Tablas al Derecho de
Roma: un mero enunciado referencial, que suturaba el ser
inconsistente.
Parte
Uno. El viernes amaneció, como todos los días, varias veces, con
pronóstico favorable y un presente rápidamente llamado al orden,
cada vez, en la cocina. El último amanecer fue a las siete y media y
a las ocho menos cuarto las cosas ya no tenían sentido, excepto la
noche adivinable, en casa de un conocido con quien coincidíamos en
gustos musicales y poco más. El día, ya no lo repetiré, no fue,
como ya no eran desde hacía rato. La mecánica muscular me depositó
en la puerta de mi anfitrión, que me importaba en forma inversamente
proporcional a lo que sabía que había para mí. La mente
alcoholizada es (debe serlo) siempre retrospectiva; asumo que el
cuerpo me depositó en ese sitio, simplemente porque amanecí en una
cama insospechada. Mis recuerdos son visuales y, no casualmente, sólo
uno de ellos es preciso: me senté en un sillón y el dueño de casa
depositó al costado de mi sillón una caja de vino tinto. No sé de
caras, ni charlas, ni sensaciones; sólo recuerdo abrir los ojos y
desconfiar de la vigilia. Había un placard, que no era mío y la
colcha sobre la que me encontraba tampoco. Me senté en la cama y vi
que eran las ocho de la mañana. El estatismo es frecuente en quien
se desmaya bebiendo; la memoria es vil y siempre ajena; ¿habría
hecho algo malo? Era probable; me enteré más tarde de que era
inocente de cargos graves, aunque pesaba sobre mí el escarnio de
comentarios y canciones fuera de lugar y tono. Hasta que la máquina
se apagó, simplemente. En eso pensaba mientras buscaba la forma de
salir, que encontré relativamente rápido. Eran épocas menos
infames que las actuales y, para mi bien, la puerta de salida del
edificio se abría desde adentro simplemente girando un picaporte.
Con tiempo y paciencia, encontré la forma de regresar, ayudado por
una botella de vino blanco que había tenido la precaución de
retirar de la casa, falta que difícilmente alguien fuera a notar.
Parte
Dos. Otro día no sido, sábado, contiguo a la noche amnésica. La
promesa de una nueva visita a las alcantarillas de la vida movía el
cuerpo en direcciones precisas. Un alto en San Telmo, para
regocijarme en la parodia de las amistades inexistentes, sólo
posibles en el sopor de la ginebra, para partir a explorar la noche
conurbana, tarea compleja entre tantas, más si los ojos no ven nada
que la mente pueda procesar. Tras largos e infructuosos intentos por
encontrar el sitio en el que con urgencia debía renovar mis
alucinaciones, me encontré frente a una reja cuyo número era
idéntico al que debía albergarme; era, de hecho, el sitio correcto.
Sucedió así el último recuerdo nítido de esa nueva aventura: al
tocar el timbre, sonó una música tintineante y sorpresiva que, para
mi contento, variaba con cada pulsar. Quise, como cualquiera hubiera
querido, agotar el repertorio del aparato, por lo que apreté ese
timbre unas cuantas veces, absorto. Sé que en algún momento una
cara conocida me alejaba de la verja, hacia la casa. Cruzada la
puerta, algunos destellos vagos y una botella de ginebra escondida,
que supuestamente me pertenecía. Le alcoholicx desarrolla un
formidable sentido de la ubicación, en lo que a búsquedas del
tesoro se trata. Lo último que recuerdo es una escalera y entonces,
nuevamente, un despertar extraño, en un colchón enorme tirado en el
piso, entre dos niñas de no más de ocho años. La casa, silenciosa,
ya no tenía sentido, por lo que bajé las escaleras y me encontré
con otros cuerpos durmientes en colchones viejos, que no me notaron.
Sólo busqué mi botella de ginebra, pero estaba vacía. En un
estante había una botella cerrada de licor de chocolate, que agarré,
no por el chocolate, para salir hacia algún lado. Ya en la calle,
entendí que no sabía ni dónde estaba ni hacia dónde ir, hasta que
fui asesorado por una mujer que con algo de desprecio me dio unas
indicaciones complicadas pero suficientes. Llegué a casa cerca de
las ocho y media, ya sin mi botella, para desmayarme nuevamente.
Parte
Tres. Domingo, contiguo al sábado contiguo al viernes. La única
novedad de ese día fue el llamado telefónico de la testiga,
recriminatorio y preocupado, o viceversa, o algo. El afán por
escapar de la casa desconocida fue más fuerte que mi capacidad para
reconocer como suyo uno de los cuerpos durmientes. La situación se
volvía extraña, porque en algún momento ya nadie se preocupa por
une borrachx, empezando por lé mismx; como la conversación fue
tardía, ni siquiera tuve el gesto de cortesía de agradecer, aunque
fuera en secreto, que otrx ser humanx quisiera saber dónde estaba;
probablemente, más temprano, hubiese tenido un cerebro para
comprender al menos algunas de las palabras que se me decían. Esa
noche, para mi mal, no había promesas o invitaciones; si quería
tomar algo, iba a tener que comprarlo. No era que no me alcanzara la
plata, sino el fastidio de tener que beber llorando, que es como se
bebe a partir de cierto momento. Fue así que decidí invitarme a
Güerrín a mí mismo, lugar que tenía dos ventajas: se comía muy
bien y no había que realizar proezas mentales para llegar. El número
29 era parte del archivo. El inconveniente es que la borrachera hace
de los archivos laberintos; vaya a saber cómo, o por qué, unos
minutos más tarde estaba sentado en el 53, lo cual noté sólo
cuando llegué a Constitución, lo que no debía estar sucediendo.
Colectivo de bajadas abruptas y recorridos multiformes, significaba
para mí una proeza inolvidable, que ya he contado; en esta ocasión
no tuve que ser tan drástico. Ya debajo del aparato, entendí que no
entendía. Es muy extraño que le borrachx aprenda a convivir con esa
sensación de no saber nunca absolutamente nada de lo que tiene que
hacer y hacerlo igual. Esta vez, de todos modos, supuse que mi
destino era diferente de mi deseo, como pasa siempre, sea unx
borrachx o no. Por lo que simplemente entré en la estación de tren
y, con algo de hambre. Me senté en una barra en la que me sirvieron
un sandwich de milanesa y una cerveza, que se repitió varias veces
antes de pedir un vino. Hablaba con alguien, eso lo sé, aunque
ignoro de qué o por qué. Y entonces de nuevo, por tercera vez, en
esta ocasión fastidiado por un rayo de sol en la cara, abrí los
ojos para descubrir que no sabía dónde estaba. Era una puerta, eso
lo sé y era la calle. Sé también que no tenía zapatillas ni
billetera. Con algo de investigación logré averiguar mi paradero:
Longchamps, a tres cuadras de la estación. Eran cerca de las seis y
media, o al menos eso me dijeron, porque no tenía reloj, objeto que
había corrido el mismo destino que los otros, también
desaparecidos. En esa época no era tan difícil viajar en tren sin
pagar; no tenía otra alternativa, por otra parte. Caminé de
Constitución a casa, donde llegué a eso de las ocho y media,
exactamente a tres horas de ir a trabajar, lo que no hice.
En
lugar de eso, sucedió el llanto; pero no era ya ese llanto morboso y
lastimero, mentiroso, ridículo y grotesco que sabía recorrer. Sólo
lloré para ver si en el acto de llorar podía incubar un perdón
para mí, o al menos un nombre propio, independiente del amor de
manteca de la migrante letárgica y el dueño de las verdades con
altavoz. Lloré en serio, mucho tiempo; y hablé, pedí por favor, en
voz alta y en silencio, entender por qué, cómo, dónde había una
vida para mí que valiera más que el olor a rancio de mi ropa de
cinco días.
No
sé si fueron los gritos, o el llanto, o el silencio seguido a mis
ruegos, pero ese día a la tarde hice lo que fue, probablemente, la
proeza más grande de la que fui capaz. Esa noche en Constitución
fue mi adiós al alcohol. Todo lo que vino después se escribió en
otro idioma.
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