Son
las siete de la mañana, siempre. Es raro pensarlo así, porque
siempre, todo el tiempo, son las siete de la mañana en algún lugar.
Si la eternidad es la totalidad del tiempo en el instante, entonces
la eternidad son las siete de la mañana, o cualquier hora, pero
seguramente a Dios le gustan más las siete de la mañana que las
doce del mediodía; es algo que se me ocurre, pero porque sí, por
ahí prefiere otra hora. Habría que preguntarle y es algo que no
puedo hacer. Porque no existe y porque no sé dónde está.
Son,
decía, las siete de la mañana; bueno, ya no, cosas del tiempo: la
eternidad dura demasiado poco. No tiene duración, de hecho. Pero
basta de eternidad, son las siete de la mañana en general, no
importa.
En
el balcón de la cocina viene y va la paloma torcaza; a veces se posa
en la baranda y me mira, entonces me quedo tieso para que se quede y
a veces se queda un rato largo, pero si me rasco la nariz se va, por
ejemplo, ni hablar si me paro. Ya puso huevos dos veces en una maceta
y las dos veces hubo que sacrificarlos; bueno, no “hubo que”
sacrificarlos, simplemente los tiré, para que no se hiciera una
familia en el balcón, por recomendación ajena, que no hubiera
seguido, pero seguí.
Me
estoy yendo de tema, porque justo hoy se posó la torcaza.
Son
las siete de la mañana y el día empieza desilusionándose de la
preciosidad del la boca de ella, la libélula, roja y desesperante
como frutilla del abuelo, a propósito, para que me sienta mal
sabiendo que nunca voy a probar ni un pedacito. Pero ella no sabe que
está el pelo de ella, negro como caballo azabache al mediodía
cuando suda y no hay nada más oscuro en el ser; pero ese pelo
también está ahí para que yo sepa lo que nunca voy a conocer como
quisiera. Y a la vez, los ojos de gata de ella, la Medusa más
hermosa que haya visto el mundo, que en lugar de petrificar derrite
lo que mira, pero sin matar. Ojos que ahí están, diciéndome
“nunca, nunca, nunca”.
Son
las siete de la mañana. La ciudad está seca y sola y en las
alcantarillas las ratas organizan una revolución demorada por
siglos. Vi una rata, una vez, muy cerca, además de aquella vez del
pánico de niño. Las ratas son hermosas, como las arañas y los
escarabajos. La ciudad está pidiendo recompensa por haber nacido más
temprano que el silencio; al menos eso parece desde acá, café y
humo de por medio, sin haber dormido. Vino así, como digo; la luz,
la ciudad y después, mucho después, la sinfonía arrabalera de lo
que no es más arrabal, pero quisiera y merece. Ruido a puta
volviendo, a bondi saliendo, a borracho en desmayo y a una flor del
alba perdida en su dolor siniestro, contra el que nada puedo y a una
hoja de albahaca con otro dolor, más patente, más comprensible,
pero igualmente irreparable, que duerme en un túnel de amores, que
tiene, por suerte.
Son
las siete de la mañana y la piel está más húmeda por despilfarro
de sueños y atrocidades sin lugar en el habla; y las ideas se
pegotean como el algodón de maíz alrededor de la boca, pero
trayendo nombres y caras y necesidad de un beso, sólo uno, que
mitigue el infierno del incendio que me devora. La libélula,
imposible. Imposible el azabache, imposible la gata. Imposible la
dulce cabellos de miel alucinada en su sufrir infinito y más aun la
que por culpa mía es triste. Imposible quien mintió un libro, dulce
como el pirulín de la puerta de la escuela a los ocho.
Son
las siete de la mañana. Cada cosa que se me pasa por la cabeza es el
motor de un apocalipsis de cinco minutos, del que sólo voy a
enterarme con las alas rendidas y desplumándose, cuando el mundo al
fin descubra que no tengo, que son de mentira, que no valen mierda.
Son
las siete. Las siete de la mañana y quisiera saber volar como ese
gorrión que acaba de pasar; no como “un” gorrión sino como ese,
que pasó por la ventana y dobló y pasó de nuevo. Imagino que el
horizonte le quedará chico y hasta demasiado cerca. O más: imagino
que en algún momento el gorrión deja de tener horizonte y
simplemente vuela porque volar es lindo, algo que yo no podría
hacer, porque no es lindo vivir, bajo ningún concepto. Y me acuerdo
de esa estupidez del horizonte que te sirve para caminar y yo pienso
no, basta de caminar, ¿por qué no morirse y listo? ¿por qué no
dejar el horizonte a lxs poetas y a lxs músicos y a las mujeres de
lava, que son demasiadas y a las travas y lxs putxs y a lxs niñxs?
¿por qué no reservar la utopía a quienes valen la pena y matarnos
a lxs demás, que somos un estorbo?
Son
las siete de la mañana, hace rato. En muy poco tiempo voy a quedarme
solo y las siete de la mañana van a ser para siempre. Tengo que
aprender a dibujar la vida con el crayón de Circe y el furor de
Medea, pero sin dejar huellas de mi crimen por ahí, porque la
felicidad es delito que se paga con sangre de otrxs. Van a ser para
siempre las siete de la mañana y sólo habrá papá que no existe y
mamá que no existe y todxs lxs que me despreciaron.
Hay
que morirse a las siete de la mañana. Voy a tenerlo en cuenta.
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