domingo, 3 de noviembre de 2019

DLVI

La noche que Demetrio mató a su hermano estaba sobrio por decisión. Hacía ya tiempo que venía teniendo problemas con el alcohol, pero se tomó tres días de reposo, sólo porque quería tener plena conciencia del instante; esa idea lo sostuvo en una abstinencia que no le costó casi nada, pensando en el premio final.
Ubaldo, hermano mayor y víctima, le llevaba casi exactamente un año, que no se cumplía por seis días. El parto de Demetrio fue complicado y la madre de ambos casi se muere. No ocurrió, pero ya no pudo tener hijxs desde entonces, lo cual se volvió reproche mudo pero evidente, porque Isabel quería la nena, que obviamente no llegó nunca. Así, sin explicitarse nunca, Ubaldo tenía madre y Demetrio, padre, que ante los destratos de Isabel tomó al menor como protegido.
No fue mal negocio; al menos, ambos conocieron el cariño y el cuidado. Supieron, también, del orgullo de Isabel, Ubaldo y de Horacio, Demetrio.
Horacio era carpintero, pero de un tipo muy específico: de barcos. Su trabajo era reclamado y estaba constantemente haciendo malabarismos para no rechazar prdidos, lo que más de una vez se volvió imposible. Sin embargo, ya desde los doce años Demetrio empezó a ayudar en la carpintería y, de a poco, a aprender el oficio. La carpintería de los barcos tiene la particularidad de la meticulosidad obsesiva; cualquiera que haya subido a uno medianamente bueno lo habrá notado casi de inmediato. En los barcos no hay juntas, ni tornillos, ni clavos: no se ven, como no se ven las maniobras que los invisibilizan. Y como quien puede lo más, puede lo menos, un mueble salido de las manos de Horacio o Demetrio era, una vez que “Demi” ya era digno del oficio, una obra de arte, se tratara del mueble que se tratara. La carpintería sería su lugar en el mundo, además del hipódromo.
Ubaldo, indiferente al taller y poco afecto a las manualidades, mostró ya desde temprano sus dotes intelectuales, leyendo desde chico, con voracidad, los libros de la biblioteca de mamá, especialmente los de psicología, carrera que empezó y dejó para dedicar su tiempo a la biología, siguiendo una intuición que no lo traicionó. Se recibió de biólogo y se especializó en zoología, para terminar trabajando de veterinario.
Vivieron una infancia tranquila y relativamente afectuosa, con las limitaciones propias de las preferencias materna y paterna; no se llevaron bien, no se llevaron mal. El año de diferencia pareció siempre más un obstáculo que una ayuda y raramente hacían cosas juntos; sus gustos eran muy distintos y sus grupos de pertenencia muy diferentes y definidos. Se quisieron, de todos modos y se ayudaron cuando fue necesario.
Cuando tenían nueve y ocho, Horacio les fabricó dos sillitas y una mesa pequeña, que fue el espacio de los juegos comunes, particularmente cartas y dos o tres de mesa. Las sillas eran una preciosura, no sólo bien hechas, lo cual era inevitable, sino además casi indestructibles; ese “casi” terminaría con Ubaldo muerto. El día que Horacio apareció con el regalo, declaró la muerte de su hijo mayor y la cárcel de su hijo menor. Siempre es perturbador ver las cosas en retrospectiva, pero Demetrio lo hacía todo el tiempo, la mayoría de las veces para culpar a su padre y las otras para torturarse.
El conflicto no empezó como tal y, en rigor, no fue un conflicto hasta que murió Isabel, tres años después que Horacio. Ubaldo estaba aprendiendo a manejar, algo que Demetrio ya sabía, por necesidad, para ayudar a papá con las entregas y las compras de la carpintería. La mesita y las sillas ya habían cumplido su ciclo y estaban guardadas en la cochera de la casa, que funcionaba de baulera. Metiendo el auto en la cochera, marcha atrás, Ubaldo se llevó por delante la silla de Demetrio y la rompió, de forma tal que arreglarla era hacer otra silla; como ya no se usaban, Demetrio restó importancia al asunto, ante los pedidos de disculpas de su hermano. Nunca más se habló del asunto.
Pero murió Isabel; y murió Horacio, antes. Ubaldo ya no vivía en la casa, Demetrio sí. Se hicieron los trámites de la sucesión sin siquiera una discusión. La plata de la casa y el taller alcanzaban para dos departamentos, pero arreglaron que Demetrio se quedaba con la chata y el taller y Ubaldo se llevaba el setenta por ciento de la casa y el auto, que era caro. Era un buen arreglo para lo dos: Ubaldo alquilaba y ya se le hacía gravoso, más después del nacimiento de Ignacio, su primer y único hijo. Ubaldo dormía en una piecita del fondo de la carpintería y se compró un terreno para edificar.
Si bien a Demetrio le rendía el trabajo, empezó a tener algunos problemas cuando algunos de los encargos se entregaban con imperfecciones, producto de sus períodos de consumo, que siempre corregía. Entendió rápido que había encargos que lo obligaban a abstenerse, lo cual le costaba cada vez más.
Además de la casa estaban los muebles y las herramientas. Hicieron un acuerdo provechoso para Demetrio, porque los muebles costaban menos que las máquinas; considerablemente menos. Así y todo, cambiaron figuritas: los muebles eran de Ubaldo y las máquinas de Demetrio, todo por escrito. Pero entre los muebles estaban las sillitas y la mesita, o mejor dicho, una sillita sana, una inservible y la mesita. Cuando ya todos los acuerdos estaban cerrados, Demetrio dijo la frase grave: “la sillita es mía”.
Fue la primera vez que discutieron, en todo el proceso. Ubaldo alegaba que además de que los muebles le correspondían, esa sillita era de él, porque el viejo la había hecho para él. El argumento de Demetrio era que la que Horacio le había destinado, no existía más por responsabilidad de Ubaldo y que ese juego no entraba en la categoría “muebles”. Le ofreció, de hecho, reparar la silla rota y dársela, porque para Ignacio era igual. “No es igual para mí”, dijo Ubaldo, “y sí es un mueble y es mío; si querés arreglar la otra te la dejo, aunque también me pertenece”. “Papá es mío”, respondió Demetrio.
Se hizo un silencio triste. Ubaldo, casi con piedad, se dijo a Demetrio “estás borracho, Demi; no creo que tengamos que hablar ahora de esto, ni de nada”. Demetrio se quedó mirando la nada y se le saltaron un par de lágrimas. Mientras Ubaldo se iba para el auto, dijo, por última vez, “la sillita es mía”. Ubaldo no le contestó. Sólo se subió al auto y se fue, dejando a Demetrio entre lágrimas y sopor alcohólico, mirando la vereda.
Las conversaciones siguieron, pero por teléfono. El tema era siempre el mismo y Ubaldo, de a poco, empezó a perder la paciencia, hasta que dejó de contestar los llamados de su hermano. Una tarde, a las siete y media, sonó el portero. Era Demetrio. Ubaldo bajó resignado a la discusión interminable. Cuando bajó del ascensor, vio al pretendiente de la sillita del otro lado de la puerta, con una silla casi idéntica en la mano, que era una réplica reparada de la que Ubaldo había roto. Abrió la puerta y Demetrio, antes de decir nada, extendió su obra; “es idéntica a la que rompiste, a la que vos rompiste; dame la de papá y listo, terminamos”. Ubaldo dejó caer los hombros y apenas empezó a hablar dio un paso hacia Demetrio, que alzó la silla y la estrelló contra la cabeza de Ubaldo, que se quedó inmóvil, mirando a su hermano. Sólo llegó a apoyar la mano en el pelo, mientras un hilo de sangre empezaba a caerle por la frente. Fue cayendo de a poco, tanto que ni parecía que caía; puso una rodilla en el piso, después la otra y hasta llegó a apoyar las manos en el piso antes de que la cara quedara inmóvil en él. El resto del cuerpo se inclinó despacio hasta quedar tendido. Demetrio le sacó las llaves de la mano y subió al ascensor, bajó en el piso de Ubaldo, fue hacia su departamento y abrió la puerta. Lo recibió un “¿todo bien?”, de Carolina, la pareja de Ubaldo, que se sorprendió al ver entrar al hermano equivocado. Demetrio no dijo palabra; fue hasta el cuarto de Ignacio y agarró su silla, reemplazándola por la otra, manchada con algo de sangre.
Había pensado en ese momento, obsesivamente, durante semanas. El alcohol fue haciendo cada vez más grave el pecado de su hermano, hasta que se dio cuenta de que era merecedor de la pena capital. Fue cuando decidió no tomar por tres días, para que las cosas salieran bien y para que la palabra “borracho” no saliera de la boca de su hermano y todo se fuera de control. Quería, además, sentir la satisfacción del castigo merecido.
Ya con la silla en la mano, salió del departamento. “Demetrio, ¿qué pasa? ¿dónde está Ubi?”, preguntó Carolina. Demi sólo abrió el ascensor, bajó, pasó por al lado del cadáver de su hermano y vio que del otro lado del vidrio tres personas miraban para adentro. No les prestó atención. Abrió la puerta, tiró las llaves junto al cuerpo de Ubaldo, salió del edificio y volvió al taller, en la chata, con la silla recostada en el asiento de adelante. Cuando llegó a la carpintería, fue a la piecita y la apoyó contra la pared, al lado de la mesa de luz. Afuera del cuartito había una mesa improvisada con un tablón ancho y dos caballetes, sobre la cual había un mate y un termo, al lado de una cremona a medio comer y un cenicero. Se sentó, prendió un cigarrillo y se quedó esperando, inmóvil.
La policía llegó más o menos a la hora y media. Demetrio escuchó las sirenas unos segundos antes, así que se paró y fue hasta la puerta, la abrió y esperó apoyado en la cortina metálica, del lado de afuera, con las manos en los bolsillos. Cuando los patrulleros pararon frente a él, simplemente extendió las dos manos para que lo esposaran. Nunca se volvió a escuchar el sonido de su voz hasta que murió, dieciséis años después, en el penal de Ezeiza, de un paro cardíaco, mientras dormía.

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