La
noche que Demetrio mató a su hermano estaba sobrio por decisión.
Hacía ya tiempo que venía teniendo problemas con el alcohol, pero
se tomó tres días de reposo, sólo porque quería tener plena
conciencia del instante; esa idea lo sostuvo en una abstinencia que
no le costó casi nada, pensando en el premio final.
Ubaldo,
hermano mayor y víctima, le llevaba casi exactamente un año, que no
se cumplía por seis días. El parto de Demetrio fue complicado y la
madre de ambos casi se muere. No ocurrió, pero ya no pudo tener
hijxs desde entonces, lo cual se volvió reproche mudo pero evidente,
porque Isabel quería la nena, que obviamente no llegó nunca. Así,
sin explicitarse nunca, Ubaldo tenía madre y Demetrio, padre, que
ante los destratos de Isabel tomó al menor como protegido.
No
fue mal negocio; al menos, ambos conocieron el cariño y el cuidado.
Supieron, también, del orgullo de Isabel, Ubaldo y de Horacio,
Demetrio.
Horacio
era carpintero, pero de un tipo muy específico: de barcos. Su
trabajo era reclamado y estaba constantemente haciendo malabarismos
para no rechazar prdidos, lo que más de una vez se volvió
imposible. Sin embargo, ya desde los doce años Demetrio empezó a
ayudar en la carpintería y, de a poco, a aprender el oficio. La
carpintería de los barcos tiene la particularidad de la
meticulosidad obsesiva; cualquiera que haya subido a uno medianamente
bueno lo habrá notado casi de inmediato. En los barcos no hay
juntas, ni tornillos, ni clavos: no se ven, como no se ven las
maniobras que los invisibilizan. Y como quien puede lo más, puede lo
menos, un mueble salido de las manos de Horacio o Demetrio era, una
vez que “Demi” ya era digno del oficio, una obra de arte, se
tratara del mueble que se tratara. La carpintería sería su lugar en
el mundo, además del hipódromo.
Ubaldo,
indiferente al taller y poco afecto a las manualidades, mostró ya
desde temprano sus dotes intelectuales, leyendo desde chico, con
voracidad, los libros de la biblioteca de mamá, especialmente los de
psicología, carrera que empezó y dejó para dedicar su tiempo a la
biología, siguiendo una intuición que no lo traicionó. Se recibió
de biólogo y se especializó en zoología, para terminar trabajando
de veterinario.
Vivieron
una infancia tranquila y relativamente afectuosa, con las
limitaciones propias de las preferencias materna y paterna; no se
llevaron bien, no se llevaron mal. El año de diferencia pareció
siempre más un obstáculo que una ayuda y raramente hacían cosas
juntos; sus gustos eran muy distintos y sus grupos de pertenencia muy
diferentes y definidos. Se quisieron, de todos modos y se ayudaron
cuando fue necesario.
Cuando
tenían nueve y ocho, Horacio les fabricó dos sillitas y una mesa
pequeña, que fue el espacio de los juegos comunes, particularmente
cartas y dos o tres de mesa. Las sillas eran una preciosura, no sólo
bien hechas, lo cual era inevitable, sino además casi
indestructibles; ese “casi” terminaría con Ubaldo muerto. El día
que Horacio apareció con el regalo, declaró la muerte de su hijo
mayor y la cárcel de su hijo menor. Siempre es perturbador ver las
cosas en retrospectiva, pero Demetrio lo hacía todo el tiempo, la
mayoría de las veces para culpar a su padre y las otras para
torturarse.
El
conflicto no empezó como tal y, en rigor, no fue un conflicto hasta
que murió Isabel, tres años después que Horacio. Ubaldo estaba
aprendiendo a manejar, algo que Demetrio ya sabía, por necesidad,
para ayudar a papá con las entregas y las compras de la carpintería.
La mesita y las sillas ya habían cumplido su ciclo y estaban
guardadas en la cochera de la casa, que funcionaba de baulera.
Metiendo el auto en la cochera, marcha atrás, Ubaldo se llevó por
delante la silla de Demetrio y la rompió, de forma tal que
arreglarla era hacer otra silla; como ya no se usaban, Demetrio restó
importancia al asunto, ante los pedidos de disculpas de su hermano.
Nunca más se habló del asunto.
Pero
murió Isabel; y murió Horacio, antes. Ubaldo ya no vivía en la
casa, Demetrio sí. Se hicieron los trámites de la sucesión sin
siquiera una discusión. La plata de la casa y el taller alcanzaban
para dos departamentos, pero arreglaron que Demetrio se quedaba con
la chata y el taller y Ubaldo se llevaba el setenta por ciento de la
casa y el auto, que era caro. Era un buen arreglo para lo dos: Ubaldo
alquilaba y ya se le hacía gravoso, más después del nacimiento de
Ignacio, su primer y único hijo. Ubaldo dormía en una piecita del
fondo de la carpintería y se compró un terreno para edificar.
Si
bien a Demetrio le rendía el trabajo, empezó a tener algunos
problemas cuando algunos de los encargos se entregaban con
imperfecciones, producto de sus períodos de consumo, que siempre
corregía. Entendió rápido que había encargos que lo obligaban a
abstenerse, lo cual le costaba cada vez más.
Además
de la casa estaban los muebles y las herramientas. Hicieron un
acuerdo provechoso para Demetrio, porque los muebles costaban menos
que las máquinas; considerablemente menos. Así y todo, cambiaron
figuritas: los muebles eran de Ubaldo y las máquinas de Demetrio,
todo por escrito. Pero entre los muebles estaban las sillitas y la
mesita, o mejor dicho, una sillita sana, una inservible y la mesita.
Cuando ya todos los acuerdos estaban cerrados, Demetrio dijo la frase
grave: “la sillita es mía”.
Fue
la primera vez que discutieron, en todo el proceso. Ubaldo alegaba
que además de que los muebles le correspondían, esa sillita era de
él, porque el viejo la había hecho para él. El argumento de
Demetrio era que la que Horacio le había destinado, no existía más
por responsabilidad de Ubaldo y que ese juego no entraba en la
categoría “muebles”. Le ofreció, de hecho, reparar la silla
rota y dársela, porque para Ignacio era igual. “No es igual para
mí”, dijo Ubaldo, “y sí es un mueble y es mío; si querés
arreglar la otra te la dejo, aunque también me pertenece”. “Papá
es mío”, respondió Demetrio.
Se
hizo un silencio triste. Ubaldo, casi con piedad, se dijo a Demetrio
“estás borracho, Demi; no creo que tengamos que hablar ahora de
esto, ni de nada”. Demetrio se quedó mirando la nada y se le
saltaron un par de lágrimas. Mientras Ubaldo se iba para el auto,
dijo, por última vez, “la sillita es mía”. Ubaldo no le
contestó. Sólo se subió al auto y se fue, dejando a Demetrio entre
lágrimas y sopor alcohólico, mirando la vereda.
Las
conversaciones siguieron, pero por teléfono. El tema era siempre el
mismo y Ubaldo, de a poco, empezó a perder la paciencia, hasta que
dejó de contestar los llamados de su hermano. Una tarde, a las siete
y media, sonó el portero. Era Demetrio. Ubaldo bajó resignado a la
discusión interminable. Cuando bajó del ascensor, vio al
pretendiente de la sillita del otro lado de la puerta, con una silla
casi idéntica en la mano, que era una réplica reparada de la que
Ubaldo había roto. Abrió la puerta y Demetrio, antes de decir nada,
extendió su obra; “es idéntica a la que rompiste, a la que vos
rompiste; dame la de papá y listo, terminamos”. Ubaldo dejó caer
los hombros y apenas empezó a hablar dio un paso hacia Demetrio, que
alzó la silla y la estrelló contra la cabeza de Ubaldo, que se
quedó inmóvil, mirando a su hermano. Sólo llegó a apoyar la mano
en el pelo, mientras un hilo de sangre empezaba a caerle por la
frente. Fue cayendo de a poco, tanto que ni parecía que caía; puso
una rodilla en el piso, después la otra y hasta llegó a apoyar las
manos en el piso antes de que la cara quedara inmóvil en él. El
resto del cuerpo se inclinó despacio hasta quedar tendido. Demetrio
le sacó las llaves de la mano y subió al ascensor, bajó en el piso
de Ubaldo, fue hacia su departamento y abrió la puerta. Lo recibió
un “¿todo bien?”, de Carolina, la pareja de Ubaldo, que se
sorprendió al ver entrar al hermano equivocado. Demetrio no dijo
palabra; fue hasta el cuarto de Ignacio y agarró su silla,
reemplazándola por la otra, manchada con algo de sangre.
Había
pensado en ese momento, obsesivamente, durante semanas. El alcohol
fue haciendo cada vez más grave el pecado de su hermano, hasta que
se dio cuenta de que era merecedor de la pena capital. Fue cuando
decidió no tomar por tres días, para que las cosas salieran bien y
para que la palabra “borracho” no saliera de la boca de su
hermano y todo se fuera de control. Quería, además, sentir la
satisfacción del castigo merecido.
Ya
con la silla en la mano, salió del departamento. “Demetrio, ¿qué
pasa? ¿dónde está Ubi?”, preguntó Carolina. Demi sólo abrió
el ascensor, bajó, pasó por al lado del cadáver de su hermano y
vio que del otro lado del vidrio tres personas miraban para adentro.
No les prestó atención. Abrió la puerta, tiró las llaves junto al
cuerpo de Ubaldo, salió del edificio y volvió al taller, en la
chata, con la silla recostada en el asiento de adelante. Cuando llegó
a la carpintería, fue a la piecita y la apoyó contra la pared, al
lado de la mesa de luz. Afuera del cuartito había una mesa
improvisada con un tablón ancho y dos caballetes, sobre la cual
había un mate y un termo, al lado de una cremona a medio comer y un
cenicero. Se sentó, prendió un cigarrillo y se quedó esperando,
inmóvil.
La policía llegó más o menos a la hora y media. Demetrio escuchó las sirenas unos segundos antes, así que se paró y fue hasta la puerta, la abrió y esperó apoyado en la cortina metálica, del lado de afuera, con las manos en los bolsillos. Cuando los patrulleros pararon frente a él, simplemente extendió las dos manos para que lo esposaran. Nunca se volvió a escuchar el sonido de su voz hasta que murió, dieciséis años después, en el penal de Ezeiza, de un paro cardíaco, mientras dormía.
La policía llegó más o menos a la hora y media. Demetrio escuchó las sirenas unos segundos antes, así que se paró y fue hasta la puerta, la abrió y esperó apoyado en la cortina metálica, del lado de afuera, con las manos en los bolsillos. Cuando los patrulleros pararon frente a él, simplemente extendió las dos manos para que lo esposaran. Nunca se volvió a escuchar el sonido de su voz hasta que murió, dieciséis años después, en el penal de Ezeiza, de un paro cardíaco, mientras dormía.
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