Hoy arranco mis cincuenta, unos cuantos, digamos. La mente es rara.
Recibí el primer saludo pasados tres minutos de las cero y lo
primero que se me vino a la cabeza fue la sonrisa de Chicho. Hay
entre quienes pueden leer esto unxs cuantxs que lo conocieron y
sabrán entender lo que significa acordarse de él, sobre todo de su
sonrisa; ¿pero por qué acordarme hoy, en ese momento y de una forma
tan brutal que me erizó la piel?
La vida no es justa ni injusta, al menos eso creo; pero a veces
parece que sí. He sido ingrato, ruin, insolidario, egoísta, cruel,
embustero y tantas otras cosas que soy aun, tal vez en mayor medida.
Tuve mucha suerte, eso sí; se me ha querido y en algunos casos se me
quiere con una demasía que no acabo de comprender, sobre todo por
parte de gente cuya estatura es inalcanzable para alguien como yo.
Pero arranco mis cincuenta y Chicho no está. No está y tiene,
tendría que estar, más que yo, más que muchxs.
Lloro; escribo y lloro y no sé por qué, o sí, por él. Porque yo
tengo cincuenta y él no tiene y eso está mal, o tiene que estarlo.
Pareciera que quiero regalarme un padecer en mi día, pero no, es al
revés; creo que pienso en Chicho porque él era la imagen viva de mi
incompetencia. Hermoso como la pelusa del panadero volando a
contraluz, me dejó como regalo una sonrisa enorme a cambio de una
nota que ni siquiera lo calificaba.
Me regalo a Chicho, no a su memoria ni a su recuerdo, porque él no
lo hubiera querido; no hubiera tomado bien que todo lo que anhelaba y
hacía quedara como pieza de museo en la vitrina de lo que algún que
otro rufián llama “memoria”. No. Memoria es otra cosa y es lo
que no hago y por eso es que lloro y lo extraño. Es como si
estuviera exigiéndole a la muerte una redención para mí, por todo
lo que no soy, por todo lo que debo ser si de veras lo necesito al
lado.
Somos nosotros y yo no estoy, pero Chicho viene igual y me perdona y
me sonríe.
Gracias, Chicho del alma. Te quiero mucho.
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