jueves, 31 de octubre de 2019

DXLVIII

- No sé por qué me preguntás tanto sobre eso – dijo Renata –, es igual que lo que te pasa a vos.
- No – contestó Gerardo –, precisamente; no es igual. Yo tengo que calcular.
- Pero es que lo que vos contás no es lo que cuento yo; digo que es lo mismo porque ves números, igual que yo, que veo números. “Veo” es una forma de decir; en el sentido platónico, si querés, aparecen en la mente.
- ¿Ves? No es igual; lo mío de platónico no tiene nada, es el resultado de un procedimiento, a veces tan rápido que parece instantáneo, pero sólo para las cuentas. Para todo lo demás... mirá, ahí lo tenés: si lo tuyo es platónico, lo mío es kantiano; necesito del tiempo. Vos rompés el molde kantiano en acto; desmentís a Kant, al menos en eso.
Renata se acomodó un poco más abajo en la cama y se apoyó sobre el brazo de Gerardo, que la abrazó.
- Explicame mejor – dijo ella.
- ¿No sabés nada de Kant?
- Más o menos.
Gerardo hizo un silencio, largo; no tenía ganas de explicarle la teoría kantiana a Renata y menos en la situación en la que estaban. Renata era inteligente, pero no se entiende a Kant en forma express, de ninguna forma. De pronto pensó que teniéndola de contraejemplo, le podía resultar más fácil y además que no tenía que explicar todo, sino sólo la cuestión del tiempo como forma de la percepción. Igual era un montón.
- ¿Y? ¿No me querés explicar? - lo apuró Renata.
- No, no. No es que no quiera; es que no sé cómo te explico eso ahora, rápido.
- Explicame despacio, ¿qué apuro tenés? Creí que me quedaba a dormir.
- Sí, sí. No. Es que es tedioso.
- Probá; si me aburro, te digo.
- Bueno – dijo Gerardo después de pensar un poco –. A ver qué sabés: ¿Sabés qué es un juicio analítico?
Renata frunció el ceño y movió la cabeza, en un gesto que Gerardo interpretó como un “más o menos”, tirando a “no”.
- “El agua es agua” - dijo Gerardo -, pensá en esa proposición, en esa oración, no importa si sabés qué es una proposición; ¿es verdadera o es falsa?
Renata pensó un poco.
- ¿Tiene trampa? - preguntó.
- No, ninguna. “El agua es agua”: ¿verdadero o falso?
- Y... depende, ¿no?
- ¿De qué?
- Si está congelada, puede ser hielo; y es agua, o cuando es vapor.
- No. Esperá. Vamos por partes: en primer lugar, en estado líquido, sólido o gaseoso, podemos afirmar que lo que tenemos es agua, tenemos formas de ser del agua, pero no es el punto, porque podríamos decir que el estado líquido y sólido son formas de ser del vapor. El punto es otro. Te lo voy a explicar de otro modo, a ver si sale mejor: “un tirirí es un tirirí”, ¿eso es verdadero o es falso?”
- No sé qué es un tirirí, ¿cómo puedo saber?
Gerardo empezó a fastidiarse, lo cual era previsible: Kant fastidia. Trató de que no se le notara.
- A ver: se trata exactamente de eso. Yo no sé qué es un tirirí, es una palabra que acabo de inventar recién, pero aunque no sepa qué es un tirirí, si es un tirirí, es un tirirí; no necesito ver ni uno solo, con sólo pronunciar la palabra “tirirí” estoy diciendo que “si eso existiera”, sería un tirirí. Con el agua es lo mismo; si yo digo que tengo agua, entonces, ¿qué es lo que tengo en casa, si tengo agua?
- Agua. Pero me podés estar mintiendo.
- Renata, te acabo de decir que no te estoy mintiendo, te dije “si tengo agua en casa, si tengo, o sea, es verdadero que tengo agua en casa, entonces, ¿qué es lo que tengo en casa?
- Y...agua.
- ¿Porque qué es el agua?
Renata pensó un rato largo, tanto que a Gerardo le llamó la atención, pero cuando le iba a decir algo, ella le tapó la boca con los dedos. Finalmente se le dibujó una sonrisa.
- Ahhh... creo que entiendo; es como Saussure, ¿no?
Gerardo apoyó la cabeza contra la pared.
- A ver... - dijo.
- ¿Saussure no es el que dice que el lenguaje es un sistema de diferencias, o algo así?
- Sí, algo así – dijo Gerardo, en mal tono; pero Renata ya estaba en la suya.
- Entonces, si yo digo que el agua es hielo, me sobra una palabra; “agua” tiene que ser diferente de “hielo”, al menos en algo. Si fuera así, no importa qué es el agua, siempre va a ser agua, inclusive si la pienso como hielo; si digo “esto es agua”, entonces es agua y entonces es imposible que sea falsa la frase “el agua es agua”. Tiene que ser verdadera. Lo mismo con el tirirí... está buenísimo.
- Bueno, le diste una vuelta rara, al menos rara para mí, era más fácil, pero es exacto: es imposible que sea falsa la proposición “el agua es agua”, sea el agua lo que sea. Esa proposición es verdadera, no hay alternativa.
- ¿Pero para qué te sirve? Decís “agua” y listo.
Gerardo dio un saltito que sacudió a Renata.
- ¡Exacto! ¡Brillante! Ese es exactamente el punto. Olvidate de para qué sirve; quedate con lo último; decís “agua” y listo, porque el sujeto y el predicado son iguales. En otras palabras: el predicado está contenido en el sujeto. Cuando digo la palabra “agua”, estoy diciendo, sin decirlo, que es agua. Todo el predicado está en el sujeto. Eso es un juicio analítico, es decir, es una frase que va a ser siempre verdadera, sin necesidad de que exista ninguna experiencia, de ningún tipo, porque el predicado se desprende de analizar el sujeto. No hace falta saber qué “es en la realidad” lo que estoy nombrando, sea lo que sea, es lo que estoy nombrando.
- ¿Pero no es un poco estúpido? - Preguntó Renata.
Gerardo perdió todo entusiasmo.
- Olvidate, Renata – dijo –, cambiemos de tema. No me interesa Kant; sólo trataba de decirte que lo que vos hacés y lo que yo hago no son lo mismo y que a mí me sorprende lo que hacés. No sé cómo terminamos acá.
- Vos hablaste de Kant; ahora quiero saber.
Gerardo bufó. Renata le apoyó la cabeza en la panza y lo miró sonriendo. “Dale”, le dijo.
- Olvidate de analítico y todo eso. Vamos al punto; si lo entendés, listo, si no, dejémoslo ahí, ¿sí?
Renata hizo que sí con la cabeza, siempre sonriente, como si jugara.
- “Dos más dos es cuatro”; ¿verdadero o falso? - preguntó Gerardo.
- Verdadero – respondió ella.
- ¿Puede ser falso?
- ¿Cómo si puede ser falso? ¿Cómo sería falso? No entiendo.
- “En París está lloviendo” - dijo él - ¿Es verdadero o falso?
- ¡Y qué sé yo! ¿Cómo voy a saber?
- Pero sí sabés que dos más dos es cuatro.
Renata se quedó pensando y de golpe abrió los ojos como huevos duros.
- ¡Es como lo del agua! - dijo.
- ¡Ahí tenés! Exacto – contestó Gerardo - ¿pero por qué?
- Porque decir “dos más dos” es lo mismo que decir cuatro; es como decir “agua” las dos veces, ¿no?
- Bueno, precisamente, antes de Kant se creía eso, pero él dijo que no, que no era lo mismo; pero lo importante es la razón que dio, que es lo que te hace especial a vos. “dos más dos es cuatro” no es un buen ejemplo, dice Kant; pongamos otro: “un millón doscientos setenta y nueve mil trescientos once por tres mil cuarenta y tres”...
- Tres mil ochocientos noventa y dos millones novecientos cuarenta y tres mil trescientos setenta y tres – interrumpió Renata –, es lo mismo que “dos más dos”
- No, justamente, “para vos” es lo mismo y es incomprensible.
- Lo que no entiendo es por qué decís que no es lo mismo, es el mismo número dicho de dos maneras diferentes.
- No, o sí, digamos que sí; pero lo que dice Kant es que para que sean el mismo número es necesario algo más que el sujeto y el predicado; es decir, cuando digo “agua es agua” no hace falta más que eso. Mejor dicho: el predicado y el sujeto se contienen sin que haga falta ninguna otra cosa. Pero en el otro ejemplo que te puse eso no pasa, o por lo menos eso creía Kant, porque si bien es cierto que son dos formas de decir lo mismo, es necesario “transformar” ese sujeto en ese predicado, mediante el uso del tiempo. Sin tiempo, es imposible que sujeto y predicado digan lo mismo. Acá es donde aparecés vos: no lo necesitás. Yo puedo hacer esa cuenta mentalmente, pero no importa cuánto tarde, ponele que tarde cinco segundos, o uno; “necesito” ese tiempo. Entonces, se necesitan tres cosas, no dos: sujeto, predicado y tiempo. Vos te arreglás con las dos primeras. Eso es rarísimo.
- No entiendo mucho; eso es un problema del que tiene que hacer la cuenta, no de la cuenta.
- ¡Otra vez! ¡Exactamente! ¡Eso es lo que dice Kant! El tiempo lo pone el sujeto, es una facultad, una propiedad... Kant dice una “intuición” del sujeto, no una propiedad de las cosas. Pero no quería llegar acá, sólo quería decirte que sos un caso único. Y lo que lo hace más raro es que te pasa con las cosas; no sé, yo no lo entiendo y trato de entenderlo.
- ¿Cómo con las cosas?
- Como lo de las hojas de los árboles; esperá – Gerardo miró para los costados y agarró el control remoto del decodificador y se lo mostró a Renata – ¿Cuántos botones tiene este control?
- Treinta y nueve.
- ¿Ves? ¿Cómo sabés? ¿Cómo hacés eso?
- Es que tiene treinta y nueve botones; qué sé yo qué decirte. Soy como Funes, el de Borges.
- No, precisamente, eso sería más coherente; Funes no ve un árbol, nunca, ve cada diferencia y no la puede totalizar. Vos hacés las dos cosas: mirás el árbol y sabés cuántas hojas tiene, cuántas de cada color; pero también ves el árbol, es decir, no vas a pensar que no es el mismo árbol si se le caen las hojas. A Funes le pasaría eso.
- Igual – dijo Renata – lo que hacés vos es más difícil. Yo no lo entiendo... nadie lo entiende, creo.
Gerardo se quedó callado un rato, mientras le acariciaba la panza y ella cerraba los ojos. Pasado un rato, preguntó
- ¿Cuándo fue la primera vez que lo hiciste, si es que te acordás?
- En un súper, con mi mamá, cuando tenía cinco años. No sé si fue la primera vez que lo hice; fue la primera vez que me acuerdo de haberlo hecho, o de que me haya pasado, mejor dicho, porque no es algo que haga, ya lo sabés y si no lo aceptás eso decí que sí, que no quiero discutirlo de nuevo.
Se hizo un silencio, que rompió Gerardo.
- ¿Y?
- ¿Y, qué? - preguntó Renata.
- ¿Cómo fue? ¿Por qué no decís nada más?
- Ah... no me preguntaste cómo fue, no me di cuenta de que querías saberlo.
- ¿Y para qué te lo voy a preguntar?
- ¡Qué sé yo! Siempre hacés preguntas raras y anotás cosas. Pensé que sólo te interesaba el cuándo.
- Bueno, sí me interesa, pero sólo si te acordás el día exacto y, de ser posible, la hora, pero no sé eso.
- Dieciséis de abril del 84, apenas pasadas las diez de la mañana. Creo que eran las diez y diez.
Gerardo estuvo a punto de preguntarle la hora exacta, pero se dio cuenta que lo iban a sacar de raje, así que sólo se movió de la comodidad de la cama y salió de abajo de Renata, que cayó en el colchón.
- ¡Eh, bestia! - dijo ella.
Gerardo pidió disculpas al pasar y sólo fue a su saco a buscar la libreta y una lapicera. Volvió a la cama.
- Perdón otra vez – dijo, acomodándose de nuevo –; ahora sí, decime – siguió, ya anotando.
- Estás más loco que una cabra – dijo Renata, acomodándose sobre él otra vez y con una sonrisa –. Bueno, decime qué te cuento.
- Lo que pasó, cómo fue; yo te voy preguntando, si hace falta.
- Yo iba a la escuela a la tarde, así que cuando mamá iba a comprar la acompañaba. Ella agarraba las cosas y yo sólo miraba y, cada tanto, pedía algo, que casi siempre quedaba en el pedido. Una de esas veces, llegamos a la caja y la cajera hizo la cuenta con la máquina y yo le dije que nos estaba cobrando dos pesos con cuarenta de más. Yo ni me daba cuenta, pero cada vez que mamá agarraba algo yo pensaba en el número que se iba haciendo... bah, no pensaba; ya sabés, como vos decís, lo “veía”. Yo sabía lo que había en el chango y lo que habíamos gastado. La cajera y mi mamá hicieron algún comentario que no me acuerdo, entre sonrisas. Yo me enojé y le dije que nos había cobrado dos veces el pan. Insistí y, obviamente, tenía razón yo. Pero nunca lo fui pensando, sólo apareció la cuenta final y me di cuenta del error.
- ¿Vos ibas sumando?
- No... pero es una pregunta rara: me acabás de decir que yo no sumo. No sumé, sólo me iba apareciendo el número en la cabeza, cada vez que mi mamá agarraba algo. Si te sirve para anotar, en la heladera había setenta y nueve leches y mi mamá agarró dos. Yo le dije que agarrara dos más, para que no quedaran setenta y siete, un número horrible; pero me dijo que no y me quedé con rabia, no me lo saqué de la cabeza en todo el día.
Gerardo anotaba y Renata le pidió mirar.
- No vas a entender nada – dijo Gerardo.
- Me explicás – contestó ella.
- No, no; te muestro, pero no te explico.
Renata aceptó y Gerardo le dio la libreta. Ya cuando vio la página “de ella” puso una cara de estupor; fue un poco para atrás y para adelante y le devolvió la libretita a Gerardo.
- Es otro idioma, dijo. Está chapa, chapa.
Gerardo sonrió y dejó la libreta sobre la mesa de luz, con la lapicera arriba. Empezó a acariciarle la panza, otra vez y de a poco empezó a bajar con la mano. Renata sólo apoyó la mejilla en la pija de Gerardo, que se iba endureciendo. Cojieron como dos horas, con intervalos, hasta que se quedaron dormidos, Renata primero.
Antes de dormirse, Gerardo agarró la libreta y anotó unos números; después la corrió un poco a Renata, la abrazó y se entregó al sueño.

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