domingo, 13 de octubre de 2019

DXII

No puedo precisar el día en que la vi por última vez. Ni siquiera soy capaz de saber el año preciso; si fue en el 99 ó en el 2000. Creo que el 99, pero pudo ser el 98. Debería poder recordarlo, porque fue una historia de amor, extraña. Hablamos una sola vez, por iniciativa de ella y yo me quedé prácticamente mudo. Al día siguiente de la charla se acercó a mi mesa y me dejó una carta, que perdí, tal vez en devolución de las decenas que yo le dejaba, día tras día, tratando de imaginar cómo sería perderse en ese cuerpo hermoso, demasiado para mí, lamentablemente.
Ella trabajaba de prostituta en un bar. Yo, por esa época, estaba separado temporariamente y no tenía oficina, porque vivía en casa de un amigo, muy lejos del centro, donde tenía que pasar casi todo el día. Hice de ese bar mi oficina, por casualidad primero y por ella después. Dedicaba el tiempo a hablar por teléfono y a escribir y siempre, indefectiblemente, alguna de las cosas que escribía eran para ella, que con el correr del tiempo empezó a corresponderme las miradas con ternura. Mi primer pensamiento era tan obvio como razonable: yo era un cliente potencial, fácil de fidelizar, por otra parte, por lo que no me tomaba muy en serio sus sonrisas.
Pero pasó que un día se paró de su mesa y se me plantó adelante. Era, cercana, mucho más hermosa que la gota de miel que se le forma al higo maduro en febrero; y olía a perfume, pero tan tenue que parecía que su piel destilaba una fragancia floreal, casi de jazmín en el pico de su desenfreno. Me saludó con una sonrisa y me preguntó mi nombre, que nunca le había escrito. No me dijo el de ella, porque dijo que para eso había tiempo; mejor dicho: me dijo que se llamaba Diana, pero que no era ese su nombre; para lo que había tiempo era para que supiera el real, entonces. Yo debería de haber dicho algo, pero me fue imposible; se paró, me saludó con un beso en la mejilla y me agradeció las cartas, diciendo que le gustaban mucho y que las leía todas las noches.
Como dije, al día siguiente se acercó a mi mesa, pero apenas entró al bar, al que yo llegaba siempre más temprano, para dejarme un sobre hecho a mano, muy prolijo, que no decía nada. Me sonrió y se fue a su mesa. Abrí el sobre y la carta intentando, creo que con éxito, que no se notara mi desesperación. Como dije, no la tengo, por lo que no puedo transcribirla; pero me decía básicamente tres cosas: que sería muy lindo que nos conociéramos mejor, que yo ya sabía a qué se dedicaba, por lo que eso no iba a ser un problema y me reveló su nombre, que me guardo, por respeto a ella. Al pie, me dejaba su número de teléfono, con unos dibujitos muy tiernos.
Le mostré la carta a algunos amigos, sólo porque quería saber si yo estaba loco, o me estaba diciendo que podía invitarla a salir. Todos quienes la leyeron me miraron perplejos, como no entendiendo cuál era mi duda.
El tema es que un día la llamé y cuando atendió, le dije quién era y me pareció que no le importaba mucho escuchar mi voz. Por lo que le pedí disculpas por haberla molestado, agregando que ni sabía por qué la llamaba; me dijo que no la molestaba, pero me despedí pidiéndole perdón otra vez y corté la comunicación.
A partir de ahí, todo se redujo a las miradas y las cartas, pero curiosamente no fue igual; curiosamente para mí, quiero decir. Ella ya no me miraba igual y un día simplemente dejé de ir al bar, volví a mi pareja y la vida siguió. No la llamé más, no la vi más ni supe nada de ella, pero puedo afirmar que la amé profundamente, probablemente como a las personas que más he amado.
A veces camino por la ciudad y me resulta inevitable pensar que existe en algún sitio y se me pone la piel de gallina.
Obviamente, me pregunto si alguna vez se acordará de mí y si conservará mis cartas.
El amor está labrado en forma de enredadera. La vida es su muro.

2 comentarios:

  1. Hay textos que definen lo inefable, esté es el caso.

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  2. Gracias Aleksandra. Tus comentarios me levantan el ánimo. Me das mucho crédito. Un abrazo.

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