No puedo precisar el día en que la vi por última vez. Ni siquiera
soy capaz de saber el año preciso; si fue en el 99 ó en el 2000.
Creo que el 99, pero pudo ser el 98. Debería poder recordarlo,
porque fue una historia de amor, extraña. Hablamos una sola vez, por
iniciativa de ella y yo me quedé prácticamente mudo. Al día
siguiente de la charla se acercó a mi mesa y me dejó una carta, que
perdí, tal vez en devolución de las decenas que yo le dejaba, día
tras día, tratando de imaginar cómo sería perderse en ese cuerpo
hermoso, demasiado para mí, lamentablemente.
Ella trabajaba de prostituta en un bar. Yo, por esa época, estaba
separado temporariamente y no tenía oficina, porque vivía en casa
de un amigo, muy lejos del centro, donde tenía que pasar casi todo
el día. Hice de ese bar mi oficina, por casualidad primero y por
ella después. Dedicaba el tiempo a hablar por teléfono y a escribir
y siempre, indefectiblemente, alguna de las cosas que escribía eran
para ella, que con el correr del tiempo empezó a corresponderme las
miradas con ternura. Mi primer pensamiento era tan obvio como
razonable: yo era un cliente potencial, fácil de fidelizar, por otra
parte, por lo que no me tomaba muy en serio sus sonrisas.
Pero pasó que un día se paró de su mesa y se me plantó adelante.
Era, cercana, mucho más hermosa que la gota de miel que se le forma
al higo maduro en febrero; y olía a perfume, pero tan tenue que
parecía que su piel destilaba una fragancia floreal, casi de jazmín
en el pico de su desenfreno. Me saludó con una sonrisa y me preguntó
mi nombre, que nunca le había escrito. No me dijo el de ella, porque
dijo que para eso había tiempo; mejor dicho: me dijo que se llamaba
Diana, pero que no era ese su nombre; para lo que había tiempo era
para que supiera el real, entonces. Yo debería de haber dicho algo,
pero me fue imposible; se paró, me saludó con un beso en la mejilla
y me agradeció las cartas, diciendo que le gustaban mucho y que las
leía todas las noches.
Como dije, al día siguiente se acercó a mi mesa, pero apenas entró
al bar, al que yo llegaba siempre más temprano, para dejarme un
sobre hecho a mano, muy prolijo, que no decía nada. Me sonrió y se
fue a su mesa. Abrí el sobre y la carta intentando, creo que con
éxito, que no se notara mi desesperación. Como dije, no la tengo,
por lo que no puedo transcribirla; pero me decía básicamente tres
cosas: que sería muy lindo que nos conociéramos mejor, que yo ya
sabía a qué se dedicaba, por lo que eso no iba a ser un problema y
me reveló su nombre, que me guardo, por respeto a ella. Al pie, me
dejaba su número de teléfono, con unos dibujitos muy tiernos.
Le mostré la carta a algunos amigos, sólo porque quería saber si
yo estaba loco, o me estaba diciendo que podía invitarla a salir.
Todos quienes la leyeron me miraron perplejos, como no entendiendo
cuál era mi duda.
El tema es que un día la llamé y cuando atendió, le dije quién
era y me pareció que no le importaba mucho escuchar mi voz. Por lo
que le pedí disculpas por haberla molestado, agregando que ni sabía
por qué la llamaba; me dijo que no la molestaba, pero me despedí
pidiéndole perdón otra vez y corté la comunicación.
A partir de ahí, todo se redujo a las miradas y las cartas, pero
curiosamente no fue igual; curiosamente para mí, quiero decir. Ella
ya no me miraba igual y un día simplemente dejé de ir al bar, volví
a mi pareja y la vida siguió. No la llamé más, no la vi más ni
supe nada de ella, pero puedo afirmar que la amé profundamente,
probablemente como a las personas que más he amado.
A veces camino por la ciudad y me resulta inevitable pensar que
existe en algún sitio y se me pone la piel de gallina.
Obviamente, me pregunto si alguna vez se acordará de mí y si conservará
mis cartas.
El amor está labrado en forma de enredadera. La vida es su muro.
Hay textos que definen lo inefable, esté es el caso.
ResponderEliminarGracias Aleksandra. Tus comentarios me levantan el ánimo. Me das mucho crédito. Un abrazo.
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