martes, 1 de octubre de 2019

CDXCII

El amor se seca, muta, rota, se perfora, se desteje, se hilvana, nace, muere o se destempla. El amor no es cosa, ni sentido, ni marca, ni lamento, ni felicidad, ni pena.
Hablamos del amor como si fuera un término que señalara algo, como si amar signara una identidad entre objetos o un oficio de artesano, que moldea la materia para estampar en el mundo una totalidad saciada en su existencia.
El amor, digámoslo, no es, sucede.
El amor es del tiempo, no del alma o del cuerpo individual, como si tales cosas fueran posibles. Se ama a borbotones o en gotas, con brasas o llamaradas. No hay un qué del amor, sino un quiénes, un cómo, un dónde.
¿Cómo es posible pedir amor o, más insólito aun, reclamarlo?
Se ama de por vida y se ama un minuto. Ama la lengua como ama el recuerdo o la espera, o las yemas de los dedos, o las fantasías absurdas.
El amor es absurdo, deviene siempre vestido de lo que no había, o de lo que había y ya no.
Hacer una tipología del amor es tan ridículo como tipologizar el deseo. El amor y el deseo se contienen mutuamente y es por eso que sólo a veces coinciden; porque tratan de totalizarse el uno al otro en una pugna infinita
El amor no perpetúa nada, ni siquiera el olvido, que es uno de sus materiales. No hay amor sin olvido, como no lo hay sin futuro. Si acaso es cierto que el presente es sólo un futuro que se va haciendo pasado entonces el amor es la brutalidad de una colisión que no consiste y sin embargo pesa sobre la vida más aun que la piedra de Sísifo, ya que ni siquiera se sabe hacia qué lugar hay llevarla de nuevo.
El amor es el frío, también. La piel agallinada en la esquina esperando a alguien que jamás va a llegar siendo lo que se pretende. Y si llueve, mejor, porque el amor es líquido como el jazmín y la mora.
Sólo hay que amar, sin hacer palabra lo que se irrita ante el signo.
Todo lo demás, no importa tanto.

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