sábado, 26 de octubre de 2019

DXLIII

Ella es ya demasiado grande para aprenderlo y todavía demasiado chica para saberlo. Que no que sí que vamos a ver. Y un corazón esporádico reclutado del aburrimiento, sólo para que nadie crea que no está, que no es ella pero a la vez sí.
Jugar con la gente no es ni peligroso ni ruin, sino sólo triste. Hay una marca de patetismo en ciertos bamboleos entre la lujuria y el desprecio, o entre el deseo y el asco. Ella se desprende de su propia lengua como una lagartija de su cola; ya saldrá otra para besar otras espaldas, dejando en otro mundo una huella tangible de que el amor subsiste, a pesar de no haber sido nunca. Y llora plegarias desacomodadas a su silencio Real, vertido en otrxs con ferocidad estremecedora.
Ella no miente, porque no dice; y si habla es porque teje el hilo destemplado del no irse, creyendo que trama una tela que existe, que consiste, que la une alguien allí donde no hay nadie. Es como le elefante que se balancea sobre la tela de la araña, llamando a otrx elefante, pero no hay otrx elefante, ni está ella, ni hay tela. La canción es, para ella, el mundo. No entiende el concepto de signo, ni siquiera en el universo fantasmático que, aun imaginario, requiere diferenciar el nombre de lo nombrado.
Ella no sabe, por ende, el amor, que reclama lo contrario, pero no por carencia, sino por negación de la diferencia y por diferimiento del sentido que se detiene un instante, pero para corroborar la sutil temporalidad desacoplada entre lo que es del habla y lo que es de la lengua. Lo sublime (tal es el amor) necesita de la distancia, para quebrarla; allí donde no hay distancia no puede haber amor. Pero tampoco puede haberlo allí donde la distancia no se descompone, al menos un rato.
Ella es demasiado pequeña para saberlo. Luce ingrávida en su burla, pero pesa en el cuerpo de otrx. Pesa y no pesa. Y eso no se le hace a nadie.

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