Mi padre tenía los ojos del color del lago en septiembre y una
mirada grata, amorosa. Hoy pienso cómo puede haber tanta
discrepancia entre una mirada y un acto. “Tenía”, porque ya no
los veo, no porque haya muerto; de hecho, ni siquiera sé si murió y
es irrelevante, creo.
Carpintero. Sus manos eran de raulí, de arrayán, de pino. Duras y
templadas alrededor de las mías, dóciles como pequeños escarabajos
que pasan de palma en palma de la mano, de esos con los que aprendí
a jugar en mi sur amado.
Pero papá estaba herido, un poco por él, un poco por la vida. Creo
que me quiso, creo que me amó hasta donde le fue posible y después
simplemente claudicó. El amor era tal vez demasiado para él. Acaso
su soledad de aserrín se hizo cuajó en alguna lluvia y se hizo
grumo. Quizá simplemente no supo nunca qué hacer con eso que lo
despojaba de su condición de arrabal, siempre a tiro de la huída.
Manos rústicas, ojos lacios y dulces. A veces creo que lo extraño,
pero es un espejismo; extraño su brazo extendido para que yo pudiera
dormir en el tren, o mi pequeñez regalada a su barba rubia y
acogedora. Nada que pueda regresar, porque entre otras cosas ya no
quiero ser ese niño triste y mendicante.
Es raro que lo recuerde hoy, con cariño. No me alcanza pensar que
hizo lo que pudo, pero tampoco puedo ignorar que yo hago lo que puedo
y es intrascendente si es menos o más que lo que pudo él, más
vacío que yo, más exiliado.
El tiempo no contesta preguntas, sólo pone las cosas en lugares
nuevos.
Se puede, tal vez se debe, llorar el pasado. Pero quedarse en él es
desahuciarse.
No voy a morir de pasado, no me lo merezco.
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