lunes, 21 de octubre de 2019

DXXIX

Mi padre tenía los ojos del color del lago en septiembre y una mirada grata, amorosa. Hoy pienso cómo puede haber tanta discrepancia entre una mirada y un acto. “Tenía”, porque ya no los veo, no porque haya muerto; de hecho, ni siquiera sé si murió y es irrelevante, creo.
Carpintero. Sus manos eran de raulí, de arrayán, de pino. Duras y templadas alrededor de las mías, dóciles como pequeños escarabajos que pasan de palma en palma de la mano, de esos con los que aprendí a jugar en mi sur amado.
Pero papá estaba herido, un poco por él, un poco por la vida. Creo que me quiso, creo que me amó hasta donde le fue posible y después simplemente claudicó. El amor era tal vez demasiado para él. Acaso su soledad de aserrín se hizo cuajó en alguna lluvia y se hizo grumo. Quizá simplemente no supo nunca qué hacer con eso que lo despojaba de su condición de arrabal, siempre a tiro de la huída.
Manos rústicas, ojos lacios y dulces. A veces creo que lo extraño, pero es un espejismo; extraño su brazo extendido para que yo pudiera dormir en el tren, o mi pequeñez regalada a su barba rubia y acogedora. Nada que pueda regresar, porque entre otras cosas ya no quiero ser ese niño triste y mendicante.
Es raro que lo recuerde hoy, con cariño. No me alcanza pensar que hizo lo que pudo, pero tampoco puedo ignorar que yo hago lo que puedo y es intrascendente si es menos o más que lo que pudo él, más vacío que yo, más exiliado.
El tiempo no contesta preguntas, sólo pone las cosas en lugares nuevos.
Se puede, tal vez se debe, llorar el pasado. Pero quedarse en él es desahuciarse.
No voy a morir de pasado, no me lo merezco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario