- No, Tuerto, más que eso, mucho más, vos sabés que lo que acabás
de hacer es tomarme de boludo – dijo Chapa y agarró de nuevo la
tenaza para cortar cadenas, que empezó a acomodar en el tercer dedo
del pie derecho.
Al lado de la silla, sobre la mesa, había un frasco con formol, con
el dedo chico y el siguiente. Le había dado a elegir al Tuerto entre
la otra mano o un pie, pero el Tuerto no había dicho nada, sino
apenas gimoteado. Finalmente eligió por él, “para hacerle un
favor”, le había dicho, “así estás a tiempo de guardarte una
mano”. Ya después del primer dedo, el Tuerto había empezado a
decir algo, tratando de no decir nada. Estaba muy desmejorado después
de la noche anterior. Chapa terminó de acomodar la tenaza.
- Acordate que van los cinco dedos y después medio pie y el pie
completo y todo eso es con la sierra; y si no empezás a comer o
tomar agua te voy a empezar a pasar suero.
Se acomodó para cortar, pero el Tuerto lo paró.
- Fue Barrientos – dijo.
Chapa se sentó, dejando la tenaza en su lugar.
- El que vino con el dato fue Barrientos y arregló el encuentro vía
minas.
Chapa dudó.
- Eso te lo dije yo, Tuerto, no me jodás.
- No, no, pará. Barrientos y Ayala hablaron cara a cara y el
problema del reparto de la guita fue lo primero que salió. Era
arriesgado y Barrientos no quería dividir más que por cuatro.
Ayala, al principio, le insistió en que tenía que ser por seis. No
hubo caso... dame agua.
Chapa sacó la tenaza del pie y la recostó al lado y fue a la
heladera.
- Mejor así, ¿no, Tuerto? Después vas a comer algo. Pero ahora me
contás todo, sea lo que sea, “la verdad os hará libres”, dijo
alguno que no me acuerdo.
- Jesús, Chapa.
- Ah... con razón no sabía; ni idea de esas boludeces de la Biblia
– respondió Chapa, mientras le acercaba una pajita a la boca al
Tuerto, para que tomara agua. El Tuerto se bajó la botella completa
–. Bueno, dale, seguí; estabas en que tenían que ser cuatro.
- Barrientos no transó y era mucha guita para que Ayala dijera que
no; además, si caían dos la cana podía mostrar algo. El acuerdo
fue que ni Ayala, ni Godoy ni yo tiráramos a matar; vos y Paco ya
estaban entregados desde el principio; Barrientos se iba a ocupar de
que la custodia les tirara a ustedes. Igual era arriesgado, porque
Los otros de la custodia no sabían... bah, creo que no sabían, así
que se podía asegurar hasta por ahí nomás; pero no hay nada sin
riesgo, ¿no?
El Tuerto hizo una pausa para pensar y después arrancó de nuevo.
- A vos te dimos por muerto, pero vimos que Paco se les fue, desde
lejos. Ya habíamos quedado que ese día la guita se la llevaba Ayala
y cada uno se iba a su casa desde Nazca y Rivadavia, a donde íbamos
con el auto de recambio. Llegamos fácil, nos subimos y rajamos, así
que Paco se fue con el auto del golpe. Cuando llegó a Nazca,
nosotros ya habíamos rajado. Él dejó el coche y se volvió para la
casa, pero la luneta rota fue la excusa. Barrientos ya sabía dónde
nos cambiábamos por segunda vez, así que levantaron el coche y lo
peritaron; estaba lleno de Paco, así que lo fueron a allanar a él,
porque de vos no sabían una puta mierda, con Barrientos a la cabeza.
Dijeron que se resistió, pero lo cierto es que Barrientos lo fue a
limpiar. Ayala le preguntó a Barrientos cómo era que no había
rastros tuyos y Barrientos le dijo que eso decían los de la forense;
y que él no podía ir a decir “buscame material de Cabrera”. Y
qué querés que te diga... tenía razón. De hecho, Barrientos le
dijo a Ayala que por ahí alguien de adentro estaba jugando sucio y
que se cuidara; los forenses no son pelotudos, pero saben hacerse muy
bien.
Paró de nuevo, como para tomar aire y pensar un poco más qué decir
que le salvara el dedo, o que lo salvara de seguir sufriendo por el
día. No daba mucho más y ya estaba empezando a pensar en entregar
la plata; pero tenía la ilusión de que si ganaba tiempo, Chapa
caía. Pero dudaba, ya dudaba.
- Y ahí el problema fuiste vos. Te mandó matar Ayala, en el
Hospital, en la cárcel... te subestimó. Y Godoy y yo también y
Barrientos ni hablar, hablaba de vos como del “pibe ese”, un
irrespetuoso, un bocón. Entonces la cosa quedó para cuando
salieras, pero desapareciste y ahí Ayala se empezó a poner
nervioso, tanto que cuando lo llamé para decirle que habías venido
a buscar la plata, la primera vez, puso al toque dos tipos que te
tenían que seguir y, llegado el caso, liquidar. Lo que sigue lo
sabés solamente vos, porque pasaban los días y los tipos reportaban
que te les perdías siempre y Ayala se dio cuenta enseguida de que
vos sabías, o al menos que sospechabas; y que no ibas a volver por
las buenas.
El Tuerto no dijo más nada y se lo quedó mirando a Cabrera,
tratando de adivinarle algún gesto de piedad en la mirada.
- Oíme, Tuerto; con esto, por ahí, te ganaste un día, dependiendo
de lo que hagas cuando vuelva, que va a ser mañana, porque tengo
algo que hacer. Si mañana me das más datos que te voy a pedir,
terminás el día como hoy, sin nada menos; pero tratá de pensar en
Barrientos, porque te voy a pedir detalles. Quiero saber todo lo que
sepas vos de él, pero todo. Obviamente, si recapacitás y me llevás
a la guita, aparecés en tu camita, tapadito y todo.
Chapa levantó la tenaza y la puso en la mesa. Fue a la heladera y
desenvolvió un fiambre, que le dio al Tuerto así, sin pan, en
rollitos, a pedido del mismo Tuerto, que se comió todo en segundos.
Ignacio ya sabía que la guita del Tuerto estaba adentro; por ahí el
Tuerto no, todavía. Pero esa noche era peligrosa y tenía que irse
rápido. Limpió el lugar, saludó al Tuerto, subió la escalera,
apagó la luz y se fue con un “descansá”, antes de cerrar la
entrada.
- ¿Todavía dormís? ¿Por qué no contestabas, Ayala? ¡Prendé la
tele, pelotudo!
Ayala se refregó los ojos. Barrientos lo increpaba desde el otro
lado del teléfono. Miró el reloj; eran algo más de las siete.
- ¿Qué carajo te pasa? - contestó, ronco.
- ¡Prendé la tele, C5N, Crónica, TN! Hablamos después.
Barrientos cortó.
Ayala se sentó y se apoyó contra la pared, sentándose. Manoteó el
control del televisor, que estaba puesto en C5N. El zócalo decía:
“ALERTA: MASACRE EN WILDE”; le tomó unos segundos darse cuenta
de que las imágenes que estaba viendo se transmitían desde la
puerta de la casa de Godoy. En la esquina superior de la pantalla
estaban la foto de Camisa y la de Ayala.
- ¿Qué mierda...?
Manoteó el control y subió el volumen. Se escuchaba la voz en off
de Paulo Kablan, hablando de una “cacería” en la banda de Ayala
y relacionando el hecho con la muerte del hijo de Paco, días antes.
Ayala era, según el periodista, el sospechoso principal, a quien
además se vinculaba con la sospechosa desaparición de Cabrera y
Pelayo. Los hechos: alguien había entrado en casa de Godoy, en horas
de la noche y había asesinado al propio Godoy, a su esposa y a sus
dos hijxs, mientras dormían, de un tiro en la cabeza a cada unx. En
el jardín de la casa había un custodio, degollado. En el cuarto del
muerto, había un placard abierto y vacío y el piso estaba
levantado, revelando un hueco enorme, en el que se suponía se
guardaban armas y dinero. Kablan, además, repasaba el historial de
Ayala, tanto de los golpes por los que había estado preso como de
aquellos en los que había sido sospechado, sin poder probar su
culpabilidad. El zócalo cambiaba: “¿DONDE ESTÁN PELAYO Y
CABRERA?”, decía ahora. El cronista no descontaba que pudieran ser
parte de la maniobra, aunque no fuera la hipótesis principal.
El teléfono hizo el sonido de la entrada de un mensaje; “No me
llames. Borrá todo”, se leía; era de Barrientos. Ayala empezó a
revisar y borrar mensajes, mientras la cabeza le giraba a toda
velocidad, a la vez que esperaba la llegada de la policía, en
cualquier momento, aunque a la vez se decía que no tenía por qué
pasar, al menos por ahora, o que sí. Estaba desencajado.
- Chapa y la reputísima madre que te parió – farfulló.
Tomó por primera vez conciencia de que la cosa no iba a ser tan
fácil como creía; había subestimado a Cabrera, demasiado. El tema
era qué hacer con su arsenal y la guita que tenía en el doble piso
de la despensa, por si lo allanaban. Pero lo que más le preocupaba
era la quinta de Escobar; Cabrera la conocía y sabía todo lo que
había ahí.
En el mismo momento, a unos kilómetros de ahí, Chapa y el Tuerto
miraban la tele, en silencio. Hacía más o menos una hora que
Cabrera había llegado, con un nuevo bolso, ufanándose de la guita
que le había sacado a Godoy y de cómo había sabido dónde estaba.
“Fue él mismo”, había dicho. “una noche en pedo sacando chapa
con Paco; un bocón. Yo no me olvido de nada”.
- Te volviste loco – dijo el Tuerto, resollando.
Chapa ni siquiera se mosqueó con el comentario. Fue al fondo y
agarró la manguera; “preparate, Tuerto”, le avisó y empezó a
manguerearlo, para después baldear y limpiar, hasta donde se podía.
Terminada la limpieza, fue a la heladera, miró al Tuerto, le mostró
el agua y le preguntó si quería. Pelayo asintió con la cabeza, por
lo que le acercó la botella.
- ¿Querés comer? - le preguntó.
El Tuerto negó. Chapa apagó el televisor y puso la silla enfrente
del secuestrado y la pinza de cortar candados a un costado, como el
día anterior. Agarró el frasquito con los dedos ya cortados, lo
abrió y lo puso a la vista.
- Bueno, Tuerto, ya está de descanso. Como te dije ayer, Barrientos
y la plata. Ya con lo segundo podrías dejarte de joder, ¿no? No
seas gil, decime dónde a tenés y salís; lo de Barrientos te puede
dar tiempo, pero si me das la plata te vas.
El Tuerto estaba cada vez peor y le costaba hablar, pero miraba la
tenaza, lo miraba a Chapa; pensaba que no iba a salir de ahí nunca y
que no tenía sentido darle a Cabrera lo que pedía. Pero a la vez
era conciente de que Chapa lo iba a hacer sufrir mucho y se
preguntaba hasta dónde iba a aguantar. Si lo iban a matar, tal vez
era mejor que fuera antes, cantar y listo.
- ¡Ey, Tuerto! ¿Dónde estás?
El tuerto levantó la cabeza y lo miró con desprecio.
- Si es cierto que no te olvidás de nada, entonces tendrías que
saber dónde está la plata.
- Turquito... no me jodas. Si no me vas a decir dónde está, tu
destino ya lo sabés. Listo, no te lo digo más. Si querés ganarte
un día tranquilo, por lo menos, hablame de Barrientos.
El Turco miró para adelante y ya no dijo nada. Chapa agarró la
pinza.
- No dejó nada – dijo Barrientos.
- ¿Nada de qué? - preguntó Ayala.
Hablaban es un estacionamiento de Congreso, afuera de un auto.
Barrientos había movido algunos contactos y el allanamiento se había
aplazado.
- Nada de nada: ni un mango, ni un arma y, sobre todo, ni un puto
rastro. Y mirá que yo lo tenía como perejil; ¿quién carajo es
este tipo, Ayala? Poneme al día, porque parece un personaje de
Misión Imposible. No dejó nada en el Clío, no dejó nada en lo de
Paco, en lo de Godoy.
- Lo que te pasa a vos, me pasa a mí, papá. Lo entregamos porque
para mí era inofensivo, un tipo de respeto, pero no mucho más,
además de que creí que no salía vivo del asunto; ahí la cagaron
ustedes, Barrientos
- ¿Ah, sí? ¿Y que hacía, le volaba la cabeza adelante de los
otros, así nomás? ¿Y vos, y tu gente adentro? ¿Pudieron o no? No,
¿No?
- No sé, puta madre no sé; o era mucho más vivo de lo que se
hacía, o la cárcel lo endureció, o lo entrenó, o qué mierda sé.
Pero escuchá, porque es importante, tengo que mover las cosas de
Escobar, pero ya; muchos supuestos leales se están haciendo bien los
boludos y del otro lado nadie canta un carajo; o están igual de en
bolas que nosotros, o me están perdiendo el respeto. Yo de esta zafo
y pongo las cosas en orden, pero mover Escobar es prioridad y para
eso necesito cobertura.
- ¿Y ahora querés hacer eso? No soy el Ministro, Ayala; ¿hasta
dónde creés que llego? Lo que te puedo decir es que hasta donde sé,
no te sigue nadie; pero no te puedo decir cuánto dura eso y ni
siquiera te lo puedo asegurar cien por ciento. El pajero de Kablan
está todo el día con el tema; en C5N y en Crónica hablan cada diez
minutos. Los otros canales se van a hacer los boludos, porque saben
que atrás tuyo cae gente que no puede caer. Te puedo ofrecer tres
tipos de confianza; ¿pero sabés a dónde vas a mover todo? ¿es un
lugar seguro?
- Ningún lugar es seguro para eso. La puta madre que lo parió a
Cabrera.
- Escuchá, Ayala, yo te entiendo, pero lo principal es hacernos los
boludos. Vos no fuiste y no lo van a poder probar, además de que a
muchos no les conviene. El tema es que el sorete este nos está
avisando. Quiere la guita, pero más te quiere a vos; y si conozco en
algo al tuerto, ya sabe de mí. La prioridad es encontrarlo. No sé
cómo, pero todos los cañones tienen que apuntar ahí. No puede ser
que nadie sepa nada, es imposible. Hay que mover a todo el mundo. La
guita ahora es lo de menos y está custodiada. A esa casa no va a ir
nadie a allanar, eso te lo firmo ahora. Decime una cosa: ¿qué
mierda está haciendo tu gente? ¿no hay uno que valga un mango como
para traer un dato? ¡Tenés un ejército, la puta que te parió!
¡Uno, un dato hace falta! Además, lo dijiste vos: vos lo pusiste
ahí, lo elegiste vos solito y resultó que el tipo era Rambo; Es
¡Tú! Responsabilidad – dijo, ya pegándole con las puntas de los
dedos en el pecho a Ayala y habiendo subido el tono a medida que
hablaba.
Ayala se quedó quieto y mudo, mirándolo. Finalmente habló.
- Me volvés a hablar en ese tono y te conviene pegarme un tiro,
porque te la pongo, Barrientos, o te la hago poner.
Se hizo un silencio largo, espeso. Sólo se miraban, sin bajar la
vista jamás.
- Sólo encontralo – dijo Barrientos. Tiró el cigarrillo al piso,
siempre mirando a Ayala, hasta que giró y entró en el auto –. La
oferta de los tres tipos sigue – dijo, antes de arrancar. Una vez
que el auto desapareció, Ayala le pegó un trompazo tremendo a una
columna.
- ¡Cabrera hijo de re mil putas y la reputísima madre que te parió!
- le gritó al piso; y fue a su auto.
La cara del Turco era la imagen del dolor más grave; hacía gemidos
y gruñidos y se mordía los labios y lloraba y tiraba la cabeza para
adelante y para atrás. En el frasco, los cinco dedos del pie y medio
pie, cortado con un cuchillo de carnicero, que estaba en el piso, al
lado de la pinza. Chapa estaba en la mesa, dándole la espalda y
silbando “bandoneón arrabalero”. Cuando se dio vuelta, tenía en
la mano la maza, dos clavos de los largos y una sierra para metales.
Se lo notaba ofuscado.
- Bueno, Pelayo – dijo –, lo que viene va a doler mucho, no te
voy a mentir; digo “mucho” porque es mucho más que lo que te
dolió hasta ahora todo el chiste este. Te cuento, para que decidas
antes. Primero te voy a tener que clavar la pierna a la silla, como
hice con el brazo, porque te voy a tener que desengrillar cuando
vuele el pie. El tema viene ahí. El pie te lo voy a cortar con la
sierra y me voy a tomar tiempo; va a ser casi a la altura de los
tobillos. Si te desmayás, te despierto y sigo, todas las veces que
haga falta; todo el corte va a ser muy sufrido, pero lo peor es al
final, cuando corte el tendón, por el corte en sí y porque el
músculo se te va a ir para arriba, como un calambre. Lo que te
quiero decir es que de acá en adelante todo va a ser así. Cada cosa
que haga, por chiquita que sea, la voy a hacer de la manera más
dolorosa que se me ocurra. Y tengo bastante claro el orden, además.
Para que veas que no soy tan mal tipo, antes de dejarte sin las dos
manos y los dos pies, te voy a cortar las orejas, después te voy a
arrancar el cuero cabelludo y después voy a empezar con los dientes.
Después viene la lengua y ahí ya sí, la mano y el pie que faltan,
los brazos a la altura de los codos y las piernas a la altura de las
rodillas, para terminar con el ojo que todavía te queda. Ya me
cansé. Termino con vos y voy por Ayala y Barrientos; pero acordate:
no te voy a matar, te voy a dejar así, como quedes cuando termine,
porque sos el regalito que les tengo, además de los que le voy
mandando a Ayala, que debe estar como loco para ver qué mierda hace
para sacar la guita de Escobar.
Se acuclilló frente al Turco, dejó un clavo en el piso y apoyó la
punta del otro en la pierna del Turco. Cuando estaba por agarrar la
maza, escuchó la voz doliente, fatigosa, áspera y resbalosa del
Turco
- Hay un entretecho... en el baño de Mansilla – dijo.
Chapa dejó el clavo y la maza y lo miró.
- Repetí
- En el ambiente de Mansilla... en el baño... hay un entretecho;
ahí... tenés la plata.
Apenas llegaba a terminar las frases, agobiado de dolor, de hambre,
de sed.
- Mirame bien, Turco – dijo Chapa, esperando la mirada de Pelayo,
que a duras penas podía sostener el peso de la cabeza y mucho menos
mantenerla en una dirección. Cabrera le dio una mano, lo agarró del
mentón y le siguió hablando mirándolo a los ojos –; acordate de
lo que te dije al principio: si me estás verseando para ganar
tiempo, si es una trampa, si hay algo que me quieras decir antes de
que vaya para que nada me agarre por sorpresa, hacelo ahora. Llego a
volver con las manos vacías y va a ser peor. Si me mentís o me
trampeás, es peor que si te quedás callado; pensá bien lo que me
dijiste y si querés agregar algo. Todavía tenés tiempo de perder
nada más que un pie.
- No sabe nadie... Chapa. Ni Ayala... sabía; me la iba a currar.
Ayala ni sabe que Mansilla... existe.
- ¿Y no me espera nadie? Pensalo bien, te doy un rato.
- No... no... nadie... no hay nadie. Arriba del... inodoro, Chapa...
hay una madera corrida, apenas... tirá para atrás y se abre...
todo.
- ¿Está en un bolso o tengo que llevar?
- Un bolso azul... está en un bolso azul.
Cabrera se paró y se fue para el fondo. Revisó los tres bolsos que
había traído de lo de Paco y Godoy. Más o menos a ojo calculó la
plata, revolviendo un poco. No le faltaba casi nada para tener lo
suyo, sobre todo por la plata que le había sacado a Godoy; pero
ahora estaba cebado, quería más, quería todo. Sacó de uno de los
bolsos dos armas y les puso silenciador a las dos. Agarró un saco de
una silla que tenía dos bolsillos especiales, guardó las armas y
subió la escalera, yéndose con un “hasta luego; esperemos, por
vos, que vuelva cargado”; apagó la luz, salió y cerró la
entrada.
Se quedó en la casa hasta que se hicieron las diez de la noche y
salió para Capital. Tardó una hora, dando algunas vueltas
necesarias para pispear y cuando llegó encontró espacio para
estacionar casi frente a la puerta. Apagó las luces del auto y se
quedó un rato; el ambiente daba al frente y no se veía luz; en el
ínterin entraron y salieron tres personas del edificios, vecinos,
era obvio. La calle estaba vacía. Salió del auto y fue a la puerta.
Miró la cerradura y se dio cuenta de que era una llave difícil. No
la iba a poder abrir, así que se asomó a la vereda y miró para los
dos lados. No venía nadie, pero era demasiado arriesgado pegarle un
tiro a la cerradura, si alguien llamaba a la policía no tenía como
rajar. Mientras pensaba en cómo había podido ser tan pelotudo de no
haberle preguntado a Pelayo por la llave, vio que se abría la puerta
del ascensor, del que salía una chica con un perrito, que abrió la
puerta. Acercó la boca al portero, sosteniendo la puerta y, mientras
la chica vacilaba, dijo en voz alta “¡Nacho, pará, no bajes que
me abren!”, la chica no atinó a mucho; él le agradeció y ella
simplemente dijo “no es nada”. Llegó a los ascensores, miró que
no viniera nadie y fue para las escaleras, parando en cada piso,
escuchando y oteando con disimulo, hasta llegar al cuarto. Las llaves
de Mansilla eran fáciles, más para él; las abrió con un sigilo
extremo y esperó que se apagara la luz del pasillo para entrar. Se
quedó quieto, escuchando desde el pasillito que daba al ambiente;
cuando uno se entrena bien hasta la respiración se escucha, callando
la propia; y el olor a departamento vacío también se aprende. No
había nadie, pero no prendió la luz. Fue directo al baño, cerró
la puerta y ahí sí, encendió la lámpara. Miró para arriba y vio
un espacio apenas perceptible entre una tabla de machimbre y la
pared; levantó la tapa del inodoro y vio que llegaba bien. Empujó
la tabla hacia arriba y, efectivamente, se movieron otras tres, que
se corrieron como si estuvieran enmantecadas. Puso un pie en el
lavabo y, apoyando la espalda en la pared, se asomó.
Dos horas después, ya estaba de nuevo bajando la escalera del
sótano, con un bolso azul y dos bolsos negros. El Tuerto, cuando lo
vio entrar, se quiso anticipar
- Chapa...
- Un bolso azul, me dijiste.
- Oíme, Chapa, por favor...
Cabrera lo paró con la mano y le dijo que se callara, que no abriera
la boca. Fue hacia atrás, para dejar las armas y los bolsos y contar
la plata, que ya era una pequeña fortuna. Dejó sólo un arma y se
giró. Al mismo tiempo que el Turco decía “Chapita...” le tiró
en la nuca y toda la cara de Pelayo quedó desparramada en el piso,
junto con la tapa de los sesos; entonces sí, guardó la nueve y
agarró un celular, se puso enfrente de lo que quedaba del Turco y
sacó una foto.
Lentamente, empezó a subir los bolsos y a meterlos en el baúl del
auto. Después entró en la casa, se puso un traje especial, con
botas y guantes de un plástico resistente y una máscara antigás.
Agarró unos bidones y bajó y simplemente empezó a rociar
absolutamente todo, cada milímetro del sótano, Turco incluido y de
casi todo salía humo, sobre todo del cuerpo muerto, que se iba
derritiendo como cera. Subió las escaleras con el último bidón,
rociando los escalones. Al llegar arriba, el piso de madera empezó a
humear, por lo que salió de la casa, que ya había limpiado. Fue
hasta la parte de atrás y con cuidado se fue sacando el disfraz,
dejándolo en un tambor; lo último fueron los guantes de plástico,
que se sacó sacudiendo de a poco. Roció con querosén y prendió
fuego todo. Fue al auto, buscó unos guantes de cuero y el teléfono
y le mandó la foto del Tuerto a Ayala, para después tirar el
teléfono al fuego, junto con los nuevos guantes. Salió con el coche
a eso de las cuatro de la mañana y ya nunca volvió al lugar.
“Tres días, tres palos. Saludos del Tuerto”. Ayala miraba el
teléfono, apoyado en la mesa, sin sacar la vista de la foto de
Pelayo. La cabeza le reventaba. Agarró el aparato y borró el
mensaje; sabía que el teléfono del que había salido ya no existía
más. Empezó a repasar mensajes para atrás y borró varios que no
tenían conexión, pero era mejor extremar la prudencia. Encontró,
además, algunas omisiones delicadas, que también borró, sólo por
si acaso. Era la primera vez que sentía semejante desconcierto, iba
para atrás, repasaba y no entendía cómo habían llegado las cosas
a ese punto, cómo había sido tan perejil, él, justo él; pensaba
en lo que le había dicho Barrientos y lo que más furia le daba era
que tenía razón. Trataba de recordar algún detalle de Cabrera que
le sirviera de algo; padre y madre no tenía y si tenía hermanos no
lo sabía, pero tampoco sabía si le iban a importar, si le
encontraba alguno; además, Chapa sabía dónde vivía él, conocía
los horarios de los hijos y de la mujer, la casa de Escobar. Esperaba
el allanamiento, del que Barrientos le había avisado. Ya había
dejado todo impecable. Pero Cabrera... la puta que lo había parido.
No iba a admitírselo ni a él mismo, pero tenía miedo, pero miedo
de verdad. El hijo de Paco, pero sobre todo Godoy, todo sin dejar una
puta huella ni un puto rastro y sacándose de encima a los custodios
como si fueran pibes de cinco años.
Pegó un salto de medio metro en la silla cuando sonó el timbre.
Miró por la mirilla y vio los patrulleros en la vereda y al menos
dos policías en la puerta. Abrió y eran cerca de diez, Barrientos
entre ellos, que venía con el juez, que le explicó todas cosas que
ni escuchó, porque ya se sabía de memoria. Dejó entrar a todos y
se sentó en el sillón a esperar que todo acabara. Barrientos le
pasó por al lado y le hizo un gesto tranquilizador con el pulgar de
la mano izquierda. Era humo. Lo sabía Ayala, lo armaba el juez, un
conocido, lo controlaba Barrientos. Afuera, la prensa pugnaba por
entrar, forcejeando con tres policías. Lo filmaban desde ahí y le
gritaban preguntas que no respondía; sólo pensaba en Chapa y Chapa
y Chapa. Se estaba volviendo loco. “Tres días, tres palos”;
¿dónde, a qué hora, a quién, cómo? Había que darlo de baja en
ese momento y en ese lugar, pero no conocía ninguna de las dos
cosas. Era lo que Cabrera quería, por otra parte. Ya se había
sacado de la cabeza la idea de ir a Escobar; se lo imaginaba al Chapa
de guardia esperándolo y se le ponía la piel de gallina. La casa
estaba custodiada, pero eso no le aseguraba nada, ya estaba probado
con Godoy. Del allanamiento casi ni se enteró, excepto cuando la
policía y el juez se fueron, llevándose una notebook y dos
celulares, sin siquiera advertir que tenía el propio encima. En lo
que se llevaron no había nada y nadie iba a mirar en serio, por otra
parte. Antes de salir, Barrientos le hizo un teléfono con la mano,
que Ayala no llegó a entender si significaba “llamame” o “te
llamo”. Cuando todos se fueron, su esposa le preguntó si quería
algo; “traeme un whisky... la botella... y un vaso”, contestó.
En menos de un minuto ya tenía todo sobre la mesa ratona y empezó a
chupar, esperando el llamado de Barrientos, que no llegó, al menos
antes de que se durmiera.
Lo despertaron unos cuantos cachetazos. Estaba perdido, fuera de
tiempo y lugar, viendo borroso; muy de a poco se le fue acomodando la
cabeza. Estaba embalado en una silla con cinta, en pelotas, con la
boca también encintada, en el medio de la nada misma, sin siquiera
árboles a la vista. Enfrente de él, de cuclillas, Chapa y, más
atrás, Barrientos y tres tipos más. Entre ellos, una fosa.
- Te voy a decir lo que más me llama la atención, Ayala – dijo
Chapa –: que nunca te lo hubieras siquiera imaginado. Te hacía más
vivo, en serio; pensé que iba a ser mucho más difícil todo, pero,
o te pusiste bastante pelotudo, o tenías más fama que la que
merecías; ¿en serio creíste que Barrientos no me voló la cabeza
para no quedar mal con esa banda de mafiosos? Paco se le fue... pero
yo; ¡Ayala querido! El golpe era una papa, todos en el auto de
Suárez sabían, menos él, obviamente. La idea, siempre, fue
repartir por dos, descontando los honorarios del Ruso y Raimundi;
pero el golpe era, además de la guita, la excusa perfecta para
acceder a la guita del Turco y de Godoy, pero, sobre todo, de
Escobar, con vos fuera de juego. En la compu y los teléfonos que se
llevaron de tu casa hay de todo, Ayala; nos encargamos bien de eso.
Estás hasta las bolas, quiero decir. Bueno... más allá de esto –
Chapa lo señaló y señaló el foso.
Ayala trataba de gritar y se sacudía, tanto que se cayó un par de
veces y Cabrera lo tuvo que levantar entre puteadas.
- Cortala, Ayala, ya está. Digo que estás hasta las bolas porque te
van a dar por prófugo. El Tuerto se murió, Godoy y Paco también y
a mí me hiciste matar. Decime: ¿en serio creíste que un boludo
como Godoy podía traerte un dato así? Quedamos con Barrientos que
se lo pasara a él, porque vaya a saber por qué causa estrambótica
lo tenías de hijo; y te aviso: te estaba recontra cagando, no tenés
idea de la guita que tenía en la casa; y la sacó de Escobar. El
arreglo era que la guita del golpe era para mí y la de Escobar era
veinticinco mío y setenta y cinco para Barrientos; pero Godoy nos
hizo cambiar las cuentas. Quedamos bastante a mano, te voy a decir.
Yo necesitaba la guita de Suárez y para eso lo precisaba a
Barrientos, él, la de Escobar, y me necesitaba a mí. Y la otra
pata el Turco, que tenía una fortuna. Otro que te cagaba, con la
merca, imagino. Yo lo sabía y se la iba a sacar. En eso fuimos
sesenta cuarenta, pero al revés. Igual, te digo, duro el Turco. Más
leal que todos los otros y vos lo tratabas como mierda. Pero bueno,
ya está. Lo único caro fue el juez, el resto se arregló con
chirolas. Ya no te bancaba nadie, Ayala. Cuco me forró por esto.
C'est fini... ¿se dice así?
Chapa se encogió de hombros y se dio vuelta, llamando a Barrientos,
que se acercó.
- ¿Vos le querés decir algo?
Barrientos negó con la cabeza y tiró el cigarrillo en el foso. Sólo
preguntó:
- ¿Le pegamos un tiro o lo enterramos así?
Cabrera miró a Ayala, que estaba desesperado.
- Creo que prefiere así – le dijo a Barrientos.
Barrientos chifló y los tres tipos que estaban un poco más allá se
acercaron; entre los tres agarraron la silla con Ayala arriba y la
tiraron a la fosa, desde donde salió un rugido de dolor. A una seña,
empezaron a palear.
- Vayan apisonando – dijo Barrientos –, y cuando terminen tírenle
el pasto encima, por las dudas.
Cabrera y Barrientos fueron a los autos.
- ¿Ya sabés a dónde vas? - preguntó Barrientos.
- Eso no se pregunta – respondió Chapa –. Sí, sé.
- Bue... es una cagada; hay tanta guita dando vueltas. Se te va a
extrañar.
- No me hace falta más que lo que me llevo. Con eso tengo para tres
vidas, más o menos.
Se dieron la mano y Chapa se fue a su auto.
Vivió en Roma nueve años, donde lo mataron a tiros en un asalto a
un blindado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario