viernes, 25 de octubre de 2019

DXL (3)

- No, Tuerto, más que eso, mucho más, vos sabés que lo que acabás de hacer es tomarme de boludo – dijo Chapa y agarró de nuevo la tenaza para cortar cadenas, que empezó a acomodar en el tercer dedo del pie derecho.
Al lado de la silla, sobre la mesa, había un frasco con formol, con el dedo chico y el siguiente. Le había dado a elegir al Tuerto entre la otra mano o un pie, pero el Tuerto no había dicho nada, sino apenas gimoteado. Finalmente eligió por él, “para hacerle un favor”, le había dicho, “así estás a tiempo de guardarte una mano”. Ya después del primer dedo, el Tuerto había empezado a decir algo, tratando de no decir nada. Estaba muy desmejorado después de la noche anterior. Chapa terminó de acomodar la tenaza.
- Acordate que van los cinco dedos y después medio pie y el pie completo y todo eso es con la sierra; y si no empezás a comer o tomar agua te voy a empezar a pasar suero.
Se acomodó para cortar, pero el Tuerto lo paró.
- Fue Barrientos – dijo.
Chapa se sentó, dejando la tenaza en su lugar.
- El que vino con el dato fue Barrientos y arregló el encuentro vía minas.
Chapa dudó.
- Eso te lo dije yo, Tuerto, no me jodás.
- No, no, pará. Barrientos y Ayala hablaron cara a cara y el problema del reparto de la guita fue lo primero que salió. Era arriesgado y Barrientos no quería dividir más que por cuatro. Ayala, al principio, le insistió en que tenía que ser por seis. No hubo caso... dame agua.
Chapa sacó la tenaza del pie y la recostó al lado y fue a la heladera.
- Mejor así, ¿no, Tuerto? Después vas a comer algo. Pero ahora me contás todo, sea lo que sea, “la verdad os hará libres”, dijo alguno que no me acuerdo.
- Jesús, Chapa.
- Ah... con razón no sabía; ni idea de esas boludeces de la Biblia – respondió Chapa, mientras le acercaba una pajita a la boca al Tuerto, para que tomara agua. El Tuerto se bajó la botella completa –. Bueno, dale, seguí; estabas en que tenían que ser cuatro.
- Barrientos no transó y era mucha guita para que Ayala dijera que no; además, si caían dos la cana podía mostrar algo. El acuerdo fue que ni Ayala, ni Godoy ni yo tiráramos a matar; vos y Paco ya estaban entregados desde el principio; Barrientos se iba a ocupar de que la custodia les tirara a ustedes. Igual era arriesgado, porque Los otros de la custodia no sabían... bah, creo que no sabían, así que se podía asegurar hasta por ahí nomás; pero no hay nada sin riesgo, ¿no?
El Tuerto hizo una pausa para pensar y después arrancó de nuevo.
- A vos te dimos por muerto, pero vimos que Paco se les fue, desde lejos. Ya habíamos quedado que ese día la guita se la llevaba Ayala y cada uno se iba a su casa desde Nazca y Rivadavia, a donde íbamos con el auto de recambio. Llegamos fácil, nos subimos y rajamos, así que Paco se fue con el auto del golpe. Cuando llegó a Nazca, nosotros ya habíamos rajado. Él dejó el coche y se volvió para la casa, pero la luneta rota fue la excusa. Barrientos ya sabía dónde nos cambiábamos por segunda vez, así que levantaron el coche y lo peritaron; estaba lleno de Paco, así que lo fueron a allanar a él, porque de vos no sabían una puta mierda, con Barrientos a la cabeza. Dijeron que se resistió, pero lo cierto es que Barrientos lo fue a limpiar. Ayala le preguntó a Barrientos cómo era que no había rastros tuyos y Barrientos le dijo que eso decían los de la forense; y que él no podía ir a decir “buscame material de Cabrera”. Y qué querés que te diga... tenía razón. De hecho, Barrientos le dijo a Ayala que por ahí alguien de adentro estaba jugando sucio y que se cuidara; los forenses no son pelotudos, pero saben hacerse muy bien.
Paró de nuevo, como para tomar aire y pensar un poco más qué decir que le salvara el dedo, o que lo salvara de seguir sufriendo por el día. No daba mucho más y ya estaba empezando a pensar en entregar la plata; pero tenía la ilusión de que si ganaba tiempo, Chapa caía. Pero dudaba, ya dudaba.
- Y ahí el problema fuiste vos. Te mandó matar Ayala, en el Hospital, en la cárcel... te subestimó. Y Godoy y yo también y Barrientos ni hablar, hablaba de vos como del “pibe ese”, un irrespetuoso, un bocón. Entonces la cosa quedó para cuando salieras, pero desapareciste y ahí Ayala se empezó a poner nervioso, tanto que cuando lo llamé para decirle que habías venido a buscar la plata, la primera vez, puso al toque dos tipos que te tenían que seguir y, llegado el caso, liquidar. Lo que sigue lo sabés solamente vos, porque pasaban los días y los tipos reportaban que te les perdías siempre y Ayala se dio cuenta enseguida de que vos sabías, o al menos que sospechabas; y que no ibas a volver por las buenas.
El Tuerto no dijo más nada y se lo quedó mirando a Cabrera, tratando de adivinarle algún gesto de piedad en la mirada.
- Oíme, Tuerto; con esto, por ahí, te ganaste un día, dependiendo de lo que hagas cuando vuelva, que va a ser mañana, porque tengo algo que hacer. Si mañana me das más datos que te voy a pedir, terminás el día como hoy, sin nada menos; pero tratá de pensar en Barrientos, porque te voy a pedir detalles. Quiero saber todo lo que sepas vos de él, pero todo. Obviamente, si recapacitás y me llevás a la guita, aparecés en tu camita, tapadito y todo.
Chapa levantó la tenaza y la puso en la mesa. Fue a la heladera y desenvolvió un fiambre, que le dio al Tuerto así, sin pan, en rollitos, a pedido del mismo Tuerto, que se comió todo en segundos. Ignacio ya sabía que la guita del Tuerto estaba adentro; por ahí el Tuerto no, todavía. Pero esa noche era peligrosa y tenía que irse rápido. Limpió el lugar, saludó al Tuerto, subió la escalera, apagó la luz y se fue con un “descansá”, antes de cerrar la entrada.

- ¿Todavía dormís? ¿Por qué no contestabas, Ayala? ¡Prendé la tele, pelotudo!
Ayala se refregó los ojos. Barrientos lo increpaba desde el otro lado del teléfono. Miró el reloj; eran algo más de las siete.
- ¿Qué carajo te pasa? - contestó, ronco.
- ¡Prendé la tele, C5N, Crónica, TN! Hablamos después.
Barrientos cortó.
Ayala se sentó y se apoyó contra la pared, sentándose. Manoteó el control del televisor, que estaba puesto en C5N. El zócalo decía: “ALERTA: MASACRE EN WILDE”; le tomó unos segundos darse cuenta de que las imágenes que estaba viendo se transmitían desde la puerta de la casa de Godoy. En la esquina superior de la pantalla estaban la foto de Camisa y la de Ayala.
- ¿Qué mierda...?
Manoteó el control y subió el volumen. Se escuchaba la voz en off de Paulo Kablan, hablando de una “cacería” en la banda de Ayala y relacionando el hecho con la muerte del hijo de Paco, días antes. Ayala era, según el periodista, el sospechoso principal, a quien además se vinculaba con la sospechosa desaparición de Cabrera y Pelayo. Los hechos: alguien había entrado en casa de Godoy, en horas de la noche y había asesinado al propio Godoy, a su esposa y a sus dos hijxs, mientras dormían, de un tiro en la cabeza a cada unx. En el jardín de la casa había un custodio, degollado. En el cuarto del muerto, había un placard abierto y vacío y el piso estaba levantado, revelando un hueco enorme, en el que se suponía se guardaban armas y dinero. Kablan, además, repasaba el historial de Ayala, tanto de los golpes por los que había estado preso como de aquellos en los que había sido sospechado, sin poder probar su culpabilidad. El zócalo cambiaba: “¿DONDE ESTÁN PELAYO Y CABRERA?”, decía ahora. El cronista no descontaba que pudieran ser parte de la maniobra, aunque no fuera la hipótesis principal.
El teléfono hizo el sonido de la entrada de un mensaje; “No me llames. Borrá todo”, se leía; era de Barrientos. Ayala empezó a revisar y borrar mensajes, mientras la cabeza le giraba a toda velocidad, a la vez que esperaba la llegada de la policía, en cualquier momento, aunque a la vez se decía que no tenía por qué pasar, al menos por ahora, o que sí. Estaba desencajado.
- Chapa y la reputísima madre que te parió – farfulló.
Tomó por primera vez conciencia de que la cosa no iba a ser tan fácil como creía; había subestimado a Cabrera, demasiado. El tema era qué hacer con su arsenal y la guita que tenía en el doble piso de la despensa, por si lo allanaban. Pero lo que más le preocupaba era la quinta de Escobar; Cabrera la conocía y sabía todo lo que había ahí.

En el mismo momento, a unos kilómetros de ahí, Chapa y el Tuerto miraban la tele, en silencio. Hacía más o menos una hora que Cabrera había llegado, con un nuevo bolso, ufanándose de la guita que le había sacado a Godoy y de cómo había sabido dónde estaba. “Fue él mismo”, había dicho. “una noche en pedo sacando chapa con Paco; un bocón. Yo no me olvido de nada”.
- Te volviste loco – dijo el Tuerto, resollando.
Chapa ni siquiera se mosqueó con el comentario. Fue al fondo y agarró la manguera; “preparate, Tuerto”, le avisó y empezó a manguerearlo, para después baldear y limpiar, hasta donde se podía. Terminada la limpieza, fue a la heladera, miró al Tuerto, le mostró el agua y le preguntó si quería. Pelayo asintió con la cabeza, por lo que le acercó la botella.
- ¿Querés comer? - le preguntó.
El Tuerto negó. Chapa apagó el televisor y puso la silla enfrente del secuestrado y la pinza de cortar candados a un costado, como el día anterior. Agarró el frasquito con los dedos ya cortados, lo abrió y lo puso a la vista.
- Bueno, Tuerto, ya está de descanso. Como te dije ayer, Barrientos y la plata. Ya con lo segundo podrías dejarte de joder, ¿no? No seas gil, decime dónde a tenés y salís; lo de Barrientos te puede dar tiempo, pero si me das la plata te vas.
El Tuerto estaba cada vez peor y le costaba hablar, pero miraba la tenaza, lo miraba a Chapa; pensaba que no iba a salir de ahí nunca y que no tenía sentido darle a Cabrera lo que pedía. Pero a la vez era conciente de que Chapa lo iba a hacer sufrir mucho y se preguntaba hasta dónde iba a aguantar. Si lo iban a matar, tal vez era mejor que fuera antes, cantar y listo.
- ¡Ey, Tuerto! ¿Dónde estás?
El tuerto levantó la cabeza y lo miró con desprecio.
- Si es cierto que no te olvidás de nada, entonces tendrías que saber dónde está la plata.
- Turquito... no me jodas. Si no me vas a decir dónde está, tu destino ya lo sabés. Listo, no te lo digo más. Si querés ganarte un día tranquilo, por lo menos, hablame de Barrientos.
El Turco miró para adelante y ya no dijo nada. Chapa agarró la pinza.

- No dejó nada – dijo Barrientos.
- ¿Nada de qué? - preguntó Ayala.
Hablaban es un estacionamiento de Congreso, afuera de un auto. Barrientos había movido algunos contactos y el allanamiento se había aplazado.
- Nada de nada: ni un mango, ni un arma y, sobre todo, ni un puto rastro. Y mirá que yo lo tenía como perejil; ¿quién carajo es este tipo, Ayala? Poneme al día, porque parece un personaje de Misión Imposible. No dejó nada en el Clío, no dejó nada en lo de Paco, en lo de Godoy.
- Lo que te pasa a vos, me pasa a mí, papá. Lo entregamos porque para mí era inofensivo, un tipo de respeto, pero no mucho más, además de que creí que no salía vivo del asunto; ahí la cagaron ustedes, Barrientos
- ¿Ah, sí? ¿Y que hacía, le volaba la cabeza adelante de los otros, así nomás? ¿Y vos, y tu gente adentro? ¿Pudieron o no? No, ¿No?
- No sé, puta madre no sé; o era mucho más vivo de lo que se hacía, o la cárcel lo endureció, o lo entrenó, o qué mierda sé. Pero escuchá, porque es importante, tengo que mover las cosas de Escobar, pero ya; muchos supuestos leales se están haciendo bien los boludos y del otro lado nadie canta un carajo; o están igual de en bolas que nosotros, o me están perdiendo el respeto. Yo de esta zafo y pongo las cosas en orden, pero mover Escobar es prioridad y para eso necesito cobertura.
- ¿Y ahora querés hacer eso? No soy el Ministro, Ayala; ¿hasta dónde creés que llego? Lo que te puedo decir es que hasta donde sé, no te sigue nadie; pero no te puedo decir cuánto dura eso y ni siquiera te lo puedo asegurar cien por ciento. El pajero de Kablan está todo el día con el tema; en C5N y en Crónica hablan cada diez minutos. Los otros canales se van a hacer los boludos, porque saben que atrás tuyo cae gente que no puede caer. Te puedo ofrecer tres tipos de confianza; ¿pero sabés a dónde vas a mover todo? ¿es un lugar seguro?
- Ningún lugar es seguro para eso. La puta madre que lo parió a Cabrera.
- Escuchá, Ayala, yo te entiendo, pero lo principal es hacernos los boludos. Vos no fuiste y no lo van a poder probar, además de que a muchos no les conviene. El tema es que el sorete este nos está avisando. Quiere la guita, pero más te quiere a vos; y si conozco en algo al tuerto, ya sabe de mí. La prioridad es encontrarlo. No sé cómo, pero todos los cañones tienen que apuntar ahí. No puede ser que nadie sepa nada, es imposible. Hay que mover a todo el mundo. La guita ahora es lo de menos y está custodiada. A esa casa no va a ir nadie a allanar, eso te lo firmo ahora. Decime una cosa: ¿qué mierda está haciendo tu gente? ¿no hay uno que valga un mango como para traer un dato? ¡Tenés un ejército, la puta que te parió! ¡Uno, un dato hace falta! Además, lo dijiste vos: vos lo pusiste ahí, lo elegiste vos solito y resultó que el tipo era Rambo; Es ¡Tú! Responsabilidad – dijo, ya pegándole con las puntas de los dedos en el pecho a Ayala y habiendo subido el tono a medida que hablaba.
Ayala se quedó quieto y mudo, mirándolo. Finalmente habló.
- Me volvés a hablar en ese tono y te conviene pegarme un tiro, porque te la pongo, Barrientos, o te la hago poner.
Se hizo un silencio largo, espeso. Sólo se miraban, sin bajar la vista jamás.
- Sólo encontralo – dijo Barrientos. Tiró el cigarrillo al piso, siempre mirando a Ayala, hasta que giró y entró en el auto –. La oferta de los tres tipos sigue – dijo, antes de arrancar. Una vez que el auto desapareció, Ayala le pegó un trompazo tremendo a una columna.
- ¡Cabrera hijo de re mil putas y la reputísima madre que te parió! - le gritó al piso; y fue a su auto.

La cara del Turco era la imagen del dolor más grave; hacía gemidos y gruñidos y se mordía los labios y lloraba y tiraba la cabeza para adelante y para atrás. En el frasco, los cinco dedos del pie y medio pie, cortado con un cuchillo de carnicero, que estaba en el piso, al lado de la pinza. Chapa estaba en la mesa, dándole la espalda y silbando “bandoneón arrabalero”. Cuando se dio vuelta, tenía en la mano la maza, dos clavos de los largos y una sierra para metales. Se lo notaba ofuscado.
- Bueno, Pelayo – dijo –, lo que viene va a doler mucho, no te voy a mentir; digo “mucho” porque es mucho más que lo que te dolió hasta ahora todo el chiste este. Te cuento, para que decidas antes. Primero te voy a tener que clavar la pierna a la silla, como hice con el brazo, porque te voy a tener que desengrillar cuando vuele el pie. El tema viene ahí. El pie te lo voy a cortar con la sierra y me voy a tomar tiempo; va a ser casi a la altura de los tobillos. Si te desmayás, te despierto y sigo, todas las veces que haga falta; todo el corte va a ser muy sufrido, pero lo peor es al final, cuando corte el tendón, por el corte en sí y porque el músculo se te va a ir para arriba, como un calambre. Lo que te quiero decir es que de acá en adelante todo va a ser así. Cada cosa que haga, por chiquita que sea, la voy a hacer de la manera más dolorosa que se me ocurra. Y tengo bastante claro el orden, además. Para que veas que no soy tan mal tipo, antes de dejarte sin las dos manos y los dos pies, te voy a cortar las orejas, después te voy a arrancar el cuero cabelludo y después voy a empezar con los dientes. Después viene la lengua y ahí ya sí, la mano y el pie que faltan, los brazos a la altura de los codos y las piernas a la altura de las rodillas, para terminar con el ojo que todavía te queda. Ya me cansé. Termino con vos y voy por Ayala y Barrientos; pero acordate: no te voy a matar, te voy a dejar así, como quedes cuando termine, porque sos el regalito que les tengo, además de los que le voy mandando a Ayala, que debe estar como loco para ver qué mierda hace para sacar la guita de Escobar.
Se acuclilló frente al Turco, dejó un clavo en el piso y apoyó la punta del otro en la pierna del Turco. Cuando estaba por agarrar la maza, escuchó la voz doliente, fatigosa, áspera y resbalosa del Turco
- Hay un entretecho... en el baño de Mansilla – dijo.
Chapa dejó el clavo y la maza y lo miró.
- Repetí
- En el ambiente de Mansilla... en el baño... hay un entretecho; ahí... tenés la plata.
Apenas llegaba a terminar las frases, agobiado de dolor, de hambre, de sed.
- Mirame bien, Turco – dijo Chapa, esperando la mirada de Pelayo, que a duras penas podía sostener el peso de la cabeza y mucho menos mantenerla en una dirección. Cabrera le dio una mano, lo agarró del mentón y le siguió hablando mirándolo a los ojos –; acordate de lo que te dije al principio: si me estás verseando para ganar tiempo, si es una trampa, si hay algo que me quieras decir antes de que vaya para que nada me agarre por sorpresa, hacelo ahora. Llego a volver con las manos vacías y va a ser peor. Si me mentís o me trampeás, es peor que si te quedás callado; pensá bien lo que me dijiste y si querés agregar algo. Todavía tenés tiempo de perder nada más que un pie.
- No sabe nadie... Chapa. Ni Ayala... sabía; me la iba a currar. Ayala ni sabe que Mansilla... existe.
- ¿Y no me espera nadie? Pensalo bien, te doy un rato.
- No... no... nadie... no hay nadie. Arriba del... inodoro, Chapa... hay una madera corrida, apenas... tirá para atrás y se abre... todo.
- ¿Está en un bolso o tengo que llevar?
- Un bolso azul... está en un bolso azul.
Cabrera se paró y se fue para el fondo. Revisó los tres bolsos que había traído de lo de Paco y Godoy. Más o menos a ojo calculó la plata, revolviendo un poco. No le faltaba casi nada para tener lo suyo, sobre todo por la plata que le había sacado a Godoy; pero ahora estaba cebado, quería más, quería todo. Sacó de uno de los bolsos dos armas y les puso silenciador a las dos. Agarró un saco de una silla que tenía dos bolsillos especiales, guardó las armas y subió la escalera, yéndose con un “hasta luego; esperemos, por vos, que vuelva cargado”; apagó la luz, salió y cerró la entrada.
Se quedó en la casa hasta que se hicieron las diez de la noche y salió para Capital. Tardó una hora, dando algunas vueltas necesarias para pispear y cuando llegó encontró espacio para estacionar casi frente a la puerta. Apagó las luces del auto y se quedó un rato; el ambiente daba al frente y no se veía luz; en el ínterin entraron y salieron tres personas del edificios, vecinos, era obvio. La calle estaba vacía. Salió del auto y fue a la puerta. Miró la cerradura y se dio cuenta de que era una llave difícil. No la iba a poder abrir, así que se asomó a la vereda y miró para los dos lados. No venía nadie, pero era demasiado arriesgado pegarle un tiro a la cerradura, si alguien llamaba a la policía no tenía como rajar. Mientras pensaba en cómo había podido ser tan pelotudo de no haberle preguntado a Pelayo por la llave, vio que se abría la puerta del ascensor, del que salía una chica con un perrito, que abrió la puerta. Acercó la boca al portero, sosteniendo la puerta y, mientras la chica vacilaba, dijo en voz alta “¡Nacho, pará, no bajes que me abren!”, la chica no atinó a mucho; él le agradeció y ella simplemente dijo “no es nada”. Llegó a los ascensores, miró que no viniera nadie y fue para las escaleras, parando en cada piso, escuchando y oteando con disimulo, hasta llegar al cuarto. Las llaves de Mansilla eran fáciles, más para él; las abrió con un sigilo extremo y esperó que se apagara la luz del pasillo para entrar. Se quedó quieto, escuchando desde el pasillito que daba al ambiente; cuando uno se entrena bien hasta la respiración se escucha, callando la propia; y el olor a departamento vacío también se aprende. No había nadie, pero no prendió la luz. Fue directo al baño, cerró la puerta y ahí sí, encendió la lámpara. Miró para arriba y vio un espacio apenas perceptible entre una tabla de machimbre y la pared; levantó la tapa del inodoro y vio que llegaba bien. Empujó la tabla hacia arriba y, efectivamente, se movieron otras tres, que se corrieron como si estuvieran enmantecadas. Puso un pie en el lavabo y, apoyando la espalda en la pared, se asomó.
Dos horas después, ya estaba de nuevo bajando la escalera del sótano, con un bolso azul y dos bolsos negros. El Tuerto, cuando lo vio entrar, se quiso anticipar
- Chapa...
- Un bolso azul, me dijiste.
- Oíme, Chapa, por favor...
Cabrera lo paró con la mano y le dijo que se callara, que no abriera la boca. Fue hacia atrás, para dejar las armas y los bolsos y contar la plata, que ya era una pequeña fortuna. Dejó sólo un arma y se giró. Al mismo tiempo que el Turco decía “Chapita...” le tiró en la nuca y toda la cara de Pelayo quedó desparramada en el piso, junto con la tapa de los sesos; entonces sí, guardó la nueve y agarró un celular, se puso enfrente de lo que quedaba del Turco y sacó una foto.
Lentamente, empezó a subir los bolsos y a meterlos en el baúl del auto. Después entró en la casa, se puso un traje especial, con botas y guantes de un plástico resistente y una máscara antigás. Agarró unos bidones y bajó y simplemente empezó a rociar absolutamente todo, cada milímetro del sótano, Turco incluido y de casi todo salía humo, sobre todo del cuerpo muerto, que se iba derritiendo como cera. Subió las escaleras con el último bidón, rociando los escalones. Al llegar arriba, el piso de madera empezó a humear, por lo que salió de la casa, que ya había limpiado. Fue hasta la parte de atrás y con cuidado se fue sacando el disfraz, dejándolo en un tambor; lo último fueron los guantes de plástico, que se sacó sacudiendo de a poco. Roció con querosén y prendió fuego todo. Fue al auto, buscó unos guantes de cuero y el teléfono y le mandó la foto del Tuerto a Ayala, para después tirar el teléfono al fuego, junto con los nuevos guantes. Salió con el coche a eso de las cuatro de la mañana y ya nunca volvió al lugar.

“Tres días, tres palos. Saludos del Tuerto”. Ayala miraba el teléfono, apoyado en la mesa, sin sacar la vista de la foto de Pelayo. La cabeza le reventaba. Agarró el aparato y borró el mensaje; sabía que el teléfono del que había salido ya no existía más. Empezó a repasar mensajes para atrás y borró varios que no tenían conexión, pero era mejor extremar la prudencia. Encontró, además, algunas omisiones delicadas, que también borró, sólo por si acaso. Era la primera vez que sentía semejante desconcierto, iba para atrás, repasaba y no entendía cómo habían llegado las cosas a ese punto, cómo había sido tan perejil, él, justo él; pensaba en lo que le había dicho Barrientos y lo que más furia le daba era que tenía razón. Trataba de recordar algún detalle de Cabrera que le sirviera de algo; padre y madre no tenía y si tenía hermanos no lo sabía, pero tampoco sabía si le iban a importar, si le encontraba alguno; además, Chapa sabía dónde vivía él, conocía los horarios de los hijos y de la mujer, la casa de Escobar. Esperaba el allanamiento, del que Barrientos le había avisado. Ya había dejado todo impecable. Pero Cabrera... la puta que lo había parido. No iba a admitírselo ni a él mismo, pero tenía miedo, pero miedo de verdad. El hijo de Paco, pero sobre todo Godoy, todo sin dejar una puta huella ni un puto rastro y sacándose de encima a los custodios como si fueran pibes de cinco años.
Pegó un salto de medio metro en la silla cuando sonó el timbre. Miró por la mirilla y vio los patrulleros en la vereda y al menos dos policías en la puerta. Abrió y eran cerca de diez, Barrientos entre ellos, que venía con el juez, que le explicó todas cosas que ni escuchó, porque ya se sabía de memoria. Dejó entrar a todos y se sentó en el sillón a esperar que todo acabara. Barrientos le pasó por al lado y le hizo un gesto tranquilizador con el pulgar de la mano izquierda. Era humo. Lo sabía Ayala, lo armaba el juez, un conocido, lo controlaba Barrientos. Afuera, la prensa pugnaba por entrar, forcejeando con tres policías. Lo filmaban desde ahí y le gritaban preguntas que no respondía; sólo pensaba en Chapa y Chapa y Chapa. Se estaba volviendo loco. “Tres días, tres palos”; ¿dónde, a qué hora, a quién, cómo? Había que darlo de baja en ese momento y en ese lugar, pero no conocía ninguna de las dos cosas. Era lo que Cabrera quería, por otra parte. Ya se había sacado de la cabeza la idea de ir a Escobar; se lo imaginaba al Chapa de guardia esperándolo y se le ponía la piel de gallina. La casa estaba custodiada, pero eso no le aseguraba nada, ya estaba probado con Godoy. Del allanamiento casi ni se enteró, excepto cuando la policía y el juez se fueron, llevándose una notebook y dos celulares, sin siquiera advertir que tenía el propio encima. En lo que se llevaron no había nada y nadie iba a mirar en serio, por otra parte. Antes de salir, Barrientos le hizo un teléfono con la mano, que Ayala no llegó a entender si significaba “llamame” o “te llamo”. Cuando todos se fueron, su esposa le preguntó si quería algo; “traeme un whisky... la botella... y un vaso”, contestó. En menos de un minuto ya tenía todo sobre la mesa ratona y empezó a chupar, esperando el llamado de Barrientos, que no llegó, al menos antes de que se durmiera.

Lo despertaron unos cuantos cachetazos. Estaba perdido, fuera de tiempo y lugar, viendo borroso; muy de a poco se le fue acomodando la cabeza. Estaba embalado en una silla con cinta, en pelotas, con la boca también encintada, en el medio de la nada misma, sin siquiera árboles a la vista. Enfrente de él, de cuclillas, Chapa y, más atrás, Barrientos y tres tipos más. Entre ellos, una fosa.
- Te voy a decir lo que más me llama la atención, Ayala – dijo Chapa –: que nunca te lo hubieras siquiera imaginado. Te hacía más vivo, en serio; pensé que iba a ser mucho más difícil todo, pero, o te pusiste bastante pelotudo, o tenías más fama que la que merecías; ¿en serio creíste que Barrientos no me voló la cabeza para no quedar mal con esa banda de mafiosos? Paco se le fue... pero yo; ¡Ayala querido! El golpe era una papa, todos en el auto de Suárez sabían, menos él, obviamente. La idea, siempre, fue repartir por dos, descontando los honorarios del Ruso y Raimundi; pero el golpe era, además de la guita, la excusa perfecta para acceder a la guita del Turco y de Godoy, pero, sobre todo, de Escobar, con vos fuera de juego. En la compu y los teléfonos que se llevaron de tu casa hay de todo, Ayala; nos encargamos bien de eso. Estás hasta las bolas, quiero decir. Bueno... más allá de esto – Chapa lo señaló y señaló el foso.
Ayala trataba de gritar y se sacudía, tanto que se cayó un par de veces y Cabrera lo tuvo que levantar entre puteadas.
- Cortala, Ayala, ya está. Digo que estás hasta las bolas porque te van a dar por prófugo. El Tuerto se murió, Godoy y Paco también y a mí me hiciste matar. Decime: ¿en serio creíste que un boludo como Godoy podía traerte un dato así? Quedamos con Barrientos que se lo pasara a él, porque vaya a saber por qué causa estrambótica lo tenías de hijo; y te aviso: te estaba recontra cagando, no tenés idea de la guita que tenía en la casa; y la sacó de Escobar. El arreglo era que la guita del golpe era para mí y la de Escobar era veinticinco mío y setenta y cinco para Barrientos; pero Godoy nos hizo cambiar las cuentas. Quedamos bastante a mano, te voy a decir. Yo necesitaba la guita de Suárez y para eso lo precisaba a Barrientos, él, la de Escobar, y me necesitaba a mí. Y la otra pata el Turco, que tenía una fortuna. Otro que te cagaba, con la merca, imagino. Yo lo sabía y se la iba a sacar. En eso fuimos sesenta cuarenta, pero al revés. Igual, te digo, duro el Turco. Más leal que todos los otros y vos lo tratabas como mierda. Pero bueno, ya está. Lo único caro fue el juez, el resto se arregló con chirolas. Ya no te bancaba nadie, Ayala. Cuco me forró por esto. C'est fini... ¿se dice así?
Chapa se encogió de hombros y se dio vuelta, llamando a Barrientos, que se acercó.
- ¿Vos le querés decir algo?
Barrientos negó con la cabeza y tiró el cigarrillo en el foso. Sólo preguntó:
- ¿Le pegamos un tiro o lo enterramos así?
Cabrera miró a Ayala, que estaba desesperado.
- Creo que prefiere así – le dijo a Barrientos.
Barrientos chifló y los tres tipos que estaban un poco más allá se acercaron; entre los tres agarraron la silla con Ayala arriba y la tiraron a la fosa, desde donde salió un rugido de dolor. A una seña, empezaron a palear.
- Vayan apisonando – dijo Barrientos –, y cuando terminen tírenle el pasto encima, por las dudas.
Cabrera y Barrientos fueron a los autos.
- ¿Ya sabés a dónde vas? - preguntó Barrientos.
- Eso no se pregunta – respondió Chapa –. Sí, sé.
- Bue... es una cagada; hay tanta guita dando vueltas. Se te va a extrañar.
- No me hace falta más que lo que me llevo. Con eso tengo para tres vidas, más o menos.
Se dieron la mano y Chapa se fue a su auto.
Vivió en Roma nueve años, donde lo mataron a tiros en un asalto a un blindado.

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