viernes, 25 de octubre de 2019

DXXXVII

Se equivocan quienes dicen que Eva conoció el silencio por un arrebato; basta conocerla para entender que lo fue acunando secretamente, aunque no lo supiera. No el silencio propio, que practicó con pericia, sino el literal, el de quien quiere reposar la sangre del furor perpetuo del grito o del llanto y, porque no, de la risa, siempre efímera y casi seguramente escénica, montada para el olvido o el diferimiento, que a veces son los mismo.
Supo ya desde el vientre de las palabras “puta”, “imbécil”, “pedazo de mierda” y sutilezas similares. También del ruido de los golpes y las puertas cerradas con desprecio; desde luego, del sonido del llanto y el lamento y los pedidos de disculpas y los besos amargos. Entendió más adelante que esas palabras eran sinónimos de “mamá”, o “mujer”; de ella, en fin, aunque no fuera ella misma la destinataria directa de la voz pastosa y alcohólica que las repetía como rezos, a veces por puro hastío y otras más peligrosamente.
Ya a los cuatro años era conciente de que el ruido de la puerta era el fin de cualquier placidez posible, por minúscula que fuera. “Reina”, “linda”, “mariposa” eran otras palabras cotidianas, pero duraban poco y olían rancio, del mismo modo que los besos asqueaban un poco.
Mamá dormía. Eva sabía que ser mujer era dormir y llorar y, sobre todo, estar herida, visiblemente o no. A veces, pero sólo e veces, ser mujer podía ser sonreír y abrazar. A los siete años se despojó de esa esperanza.
A Eva le extrañaban las madres de sus amigas, que no parecían mujeres; iban, venían, conversaban entre ellas y, si eventualmente las visitaba en sus casas, no se sobresaltaban ante el ruido de la puerta. Pero más aun le llamaba la atención que sus amigas tuvieran padres que olían más parecido a la piel de ella, que besaban con ternura y conversaban con las mujeres sin usar la palabra “turra” ni una sola vez; tal vez había en ellos, y en sus esclavas, una cierta habilidad en el disimulo ante ella. Sí, definitivamente debía ser así. Las mujeres felices eran de los libritos y de los dibujos animados; en el mundo de los vivos la alegría era simulacro.
A los diez, Eva y Marina se encontraron por primera vez. A Eva le llamó la atención casi al instante de verla que estaba frente a un ser extraño. Ya había tenido maestras y sólo había tenido maestras; pero una maestra no es una mujer, o sí, al menos del modo en que lo era su madre. Pero en Marina había algo de excesivo, que a Eva le daba hasta pudor; sus ademanes, su pelo suave, su tono de voz, nunca estridente y, sobre todo, su impronta de mujer inadecuada. Marina fue la primera persona que le preguntó qué le había pasado, un día que había llegado al colegio con los brazos amoratados. “me caí”, había dicho Eva; pero vio en la cara de Marina un gesto de sospecha, aunque sólo hizo una pausa y le dijo con dulzura, “tenés que tener más cuidado, ¿si? La próxima vez que te caigas así, contame”.
El problema de Eva era que ya tenía edad de puta, porque a veces se vestía como una puta, o al menos eso decía papá, que de eso sabía mucho. Las caricias de papá daban cuenta también de su condición: “¡Mirá cómo crecen esas tetitas!”, decía él y ella no sabía si eso era bueno o malo.
Era malo, lo sabría muy pronto.
Mamá miraba la tele, o dormía, o lloraba o le prestaba el cuerpo a papá para que él le enseñara cómo se trataba a los hombres. Una sola vez la escuchó decir “dejala a Evita, Marcos, por favor”; y no fue bueno. Tal vez, en el proceso de aprendizaje, una mujer tenía que servir para defender a mamá, aunque costara malos ratos; entonces, no se quejaba. Pero se caía cada vez más seguido y se sentía mal con Marina, porque iba siempre de manga larga y no le decía nada.
La primera vez que Marcos la violó, mamá no estaba. Eran tantas las cosas que pasaban por la cabeza de Eva que no tuvo siquiera la posibilidad de sentir pánico, a pesar de que le dolió mucho; pero a ella le resultaban más espantosos el olor y los jadeos. Pensaba, además, que por ahí eso que le pasaba podía servir para que mamá no la pasara tan mal a la noche. Además, imaginaba qué habría pasado si mamá hubiera estado; ¿le estaría pasando esto? ¿y si la respuesta hubiera sido que sí? ¿no hubiese sido peor? ¿qué estaría haciendo Marina, en ese momento? Ni había terminado de pensar en todas esas cosas cuando todo había llegado a su fin. “Escuchame una cosa, putita; llegás a decir algo de esto y la mato a tu mamá y después te mato a vos; ¿entendés eso?”. Eva asintió con la cabeza. “Te hice una pregunta: ¿entendés o no entendés?”. Eva dijo que sí. “Ahora andá al baño, te lavás y ponés las sábanas en el lavarropas, ¿me escuchaste? Y las lavás y hacés la cama. Ya; ¿te queda claro? Eva volvió a decir que sí. Le costó caminar y recién cuando vio la sangre los ojos se le llenaron de lágrimas; “¿por qué llorás, idiota? Cambiá la carita”, dijo él, camino a la cocina; “y caminá bien, mierda”.
Parte de lo que había pensado Eva no se cumplió, lamentablemente; mamá llegó tarde, o al menos eso dijo Marcos, que además le preguntó en dónde había estado, vestida así, de puta. Mamá casi no pudo ni empezar a contestar y Eva se encerró en su cuarto.
Con el paso del tiempo, la situación empezó a hacerse más llevadera, porque al menos no le dolía, ni le salía sangre. Al principio, la rutina era la misma: mamá salía, Marcos hacía lo suyo, mamá volvía y cobraba y Eva sólo transcurría. No pasado mucho tiempo, Marcos empezó a visitarla de noche, cuando mamá dormía; a veces la despertaba mientras le bajaba la bombacha.
Cuando estaba por terminar el año, en noviembre, la ropa de Eva, que ya era algo que Marina veía extraño, no fue suficiente para cubrir un moretón en el cuello. Lo primero que pensó Eva fue cómo no se había cuidado. Ensayó algunas respuestas, pero Marina ya no la miraba con la misma cara y no aceptaba ninguna de sus respuestas. Cuando la clase terminó, le pidió que se quedara. Eva estaba aterrorizada, porque sabía que la vida de mamá y la de ella misma estaba en peligro si no respondía correctamente; pero Marina preguntó poco y le dijo que esperara un segundito. Muy poco tiempo después, llegó al aula una señora que Eva conocía; la había visto miles de veces, pero no sabía quién era ni qué hacía en la escuela. Sonreía mucho, eso sí; pero esta vez llegaba con una sonrisa que no denotaba alegría. Se llamaba Lucía y habló, mucho. Hasta que llegó el momento terrible, el que Eva sabía que no podía llegar. Marina fue al grano: le pidió que se levantara las mangas largas y un poquito, sólo un poquito la remera, hasta arriba del ombligo. Eva empezó a llorar y a pedir que la dejaran irse. “Vos no sabés nada, Marina”, decía; “dejame ir”. Marina y Lucía sabían que estaban en un límite muy delgado; no la podían desvestir. Lucía, la psicopedagoga de la escuela, cambió el tono y le habló con una ternura muy particular, que Eva desconocía. Eva escuchó, gimoteando; y lo único que dijo fue “esto no se puede decir”. Hizo una pausa y antes de mostrar su cuerpito las miró de nuevo: “por favor”, les dijo. Marina le acarició la cara.
Eva se sacó el guardapolvos y la remera, completa. Marina y Lucía se miraron y a Eva le pareció que Marina estaba aguantándose de llorar. Se alejaron unos pasos, tras decirle que se vistiera de nuevo y hablaron entre ellas, algo que Eva no escuchó. “¿Me puedo ir?”, preguntó Eva; “si se me hace tarde me van a retar”. Marina le dio la mano y la acompañó a la puerta de la escuela; se acuclilló, la abrazó y la despidió con un abrazo y un beso hermoso, que fue su refugio el día de la mudez absoluta.
De todo lo que siguió, Eva entendió poco. Fue largo, habló con gente de todo tipo, supo lo que era un juez, una trabajadora social, un abogado. Marina la acompañaba muchas veces, otras veces la acompañaba Lucía y si no, la tía Amelia, que lloraba todo el tiempo. Ruido. Siempre ruido.
La cuestión fue que Eva y mamá se mudaron a casa de la tía Amelia, que le explicó a Eva que papá ya no la iba a poder lastimar porque había un perímetro, o algo así. Y lloraba. Y el tío Enrique se la pasaba diciendo cosas de matar, que a Eva no le gustaban. Encima agarraba un revólver que tenía en una vitrina y eso le daba mucho miedo. Era policía. Eva no pudo terminar el año en la escuela, porque no la dejaban salir sola, ni con mamá. Marina la visitaba puntualmente y fue quien le explicó lo importante que era que se quedara en casa un tiempo, por algo que se llamaba excarcelación, que le habían dado a papá. Y mamá dormía o lloraba.
Una tarde, los tíos trabajaban; Eva estaba en su cuarto y escuchó ruidos abajo, cosas que se rompían y gritos, de hombre y de mamá. La voz de Marcos era reconocible. Abrió la puerta y vio que mamá iba a la cocina, arrastrada por papá, que le gritaba cosas espantosas mientras le decía que ahora iba a ver. Desde lejos, vio a Eva y le dijo “¿qué te dije, yegua de mierda? ¿qué te pensaste, que te hablaba en chiste? ¡Vení, putita, vení a ver lo que te va a pasar!”. Eva hizo algo que ni siquiera pudo entender: corrió hasta mamá y la agarró de las piernas y gritó que la dejara, tirando para atrás; pero las fuerzas eran desparejas y Eva terminaba arrastrada junto con mamá, que por primera vez hablaba de una forma que tenía sentido: “¡Andate, Evita! ¡Andate, corré!”. Pero Eva ya no escuchaba, sólo tiraba, en vano gritándole a Marcos que soltara a mamá, pero sin llorar; era una orden. Marcos entró a la cocina con mamá arrastrada de los pelos, abrió un cajón y sacó una cuchilla. Eva soltó a mamá de golpe y dudó, quiso saltar sobre Marcos, pero tenía mucho miedo; y entonces se acordó del tío y de la vitrina, salió corriendo y agarró el revólver. Volvió a la cocina, desde donde Marcos le gritaba “¡Vení, puta, vení a mirar, que seguís vos, mierda!”; y ella fue, con el revólver en la mano. Cuando Marcos la vio se empezó a reír; “¡Mirá a la negrita sucia! ¿Sabes qué es eso, estúpida? ¿Qué vas a hacer?”. Eva le volvió a ordenar que soltara a mamá. Marcos se agachó un poco, siempre mirándola: “¿querés que la suelte? La suelto, mirá”. Fue simultáneo, la cuchilla abrió en dos la garganta de mamá y Eva tiró una vez y después otra vez; y otra. Marcos no sabía que Eva sabía. El tío le había explicado. Mamá estaba en el piso, sacudiéndose, con la mirada fija en Eva, hasta que dejó de moverse. Marcos quedó sentado contra los cajones y Eva se acercó y le tiró de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, directamente en la cara, a menos de veinte centímetros de distancia.
Se quedó un rato mirándolo, miró a mamá y salió despacito de la cocina. Puso el revólver en la vitrina y se sentó en el sillón.
Y conoció ese silencio acunado secretamente, hasta de ella. No el silencio propio, que practicó con pericia, sino el literal, el de quien quiere reposar la sangre del furor perpetuo del grito o del llanto y, porque no, de la risa, siempre efímera y casi seguramente escénica, montada para el olvido o el diferimiento, que a veces son los mismo. Fue el silencio hermoso y puro de la nada misma, en la que sólo había una cosa: el beso de Marina esa tarde a la salida de la escuela. Los vecinos habían llamado a la policía y rápidamente todo fue un caos. Pero Eva no escuchaba nada, sólo se tocaba la mejilla. Siguió viviendo con los tíos y se hizo amiga de Marina. Cada tanto iba a ver a Lucía a la escuela, para llevarle bombones de fruta. Sus hijas se llamaron Marina y Lucía, desde ya.

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