Se equivocan quienes dicen que Eva conoció el silencio por un
arrebato; basta conocerla para entender que lo fue acunando
secretamente, aunque no lo supiera. No el silencio propio, que
practicó con pericia, sino el literal, el de quien quiere reposar la
sangre del furor perpetuo del grito o del llanto y, porque no, de la
risa, siempre efímera y casi seguramente escénica, montada para el
olvido o el diferimiento, que a veces son los mismo.
Supo ya desde el vientre de las palabras “puta”, “imbécil”,
“pedazo de mierda” y sutilezas similares. También del ruido de
los golpes y las puertas cerradas con desprecio; desde luego, del
sonido del llanto y el lamento y los pedidos de disculpas y los besos
amargos. Entendió más adelante que esas palabras eran sinónimos de
“mamá”, o “mujer”; de ella, en fin, aunque no fuera ella
misma la destinataria directa de la voz pastosa y alcohólica que las
repetía como rezos, a veces por puro hastío y otras más
peligrosamente.
Ya a los cuatro años era conciente de que el ruido de la puerta era
el fin de cualquier placidez posible, por minúscula que fuera.
“Reina”, “linda”, “mariposa” eran otras palabras
cotidianas, pero duraban poco y olían rancio, del mismo modo que los
besos asqueaban un poco.
Mamá dormía. Eva sabía que ser mujer era dormir y llorar y, sobre
todo, estar herida, visiblemente o no. A veces, pero sólo e veces,
ser mujer podía ser sonreír y abrazar. A los siete años se despojó
de esa esperanza.
A Eva le extrañaban las madres de sus amigas, que no parecían
mujeres; iban, venían, conversaban entre ellas y, si eventualmente
las visitaba en sus casas, no se sobresaltaban ante el ruido de la
puerta. Pero más aun le llamaba la atención que sus amigas tuvieran
padres que olían más parecido a la piel de ella, que besaban con
ternura y conversaban con las mujeres sin usar la palabra “turra”
ni una sola vez; tal vez había en ellos, y en sus esclavas, una
cierta habilidad en el disimulo ante ella. Sí, definitivamente debía
ser así. Las mujeres felices eran de los libritos y de los dibujos
animados; en el mundo de los vivos la alegría era simulacro.
A los diez, Eva y Marina se encontraron por primera vez. A Eva le
llamó la atención casi al instante de verla que estaba frente a un
ser extraño. Ya había tenido maestras y sólo había tenido
maestras; pero una maestra no es una mujer, o sí, al menos del modo
en que lo era su madre. Pero en Marina había algo de excesivo, que a
Eva le daba hasta pudor; sus ademanes, su pelo suave, su tono de voz,
nunca estridente y, sobre todo, su impronta de mujer inadecuada.
Marina fue la primera persona que le preguntó qué le había pasado,
un día que había llegado al colegio con los brazos amoratados. “me
caí”, había dicho Eva; pero vio en la cara de Marina un gesto de
sospecha, aunque sólo hizo una pausa y le dijo con dulzura, “tenés
que tener más cuidado, ¿si? La próxima vez que te caigas así,
contame”.
El problema de Eva era que ya tenía edad de puta, porque a veces se
vestía como una puta, o al menos eso decía papá, que de eso sabía
mucho. Las caricias de papá daban cuenta también de su condición:
“¡Mirá cómo crecen esas tetitas!”, decía él y ella no sabía
si eso era bueno o malo.
Era malo, lo sabría muy pronto.
Mamá miraba la tele, o dormía, o lloraba o le prestaba el cuerpo a
papá para que él le enseñara cómo se trataba a los hombres. Una
sola vez la escuchó decir “dejala a Evita, Marcos, por favor”; y
no fue bueno. Tal vez, en el proceso de aprendizaje, una mujer tenía
que servir para defender a mamá, aunque costara malos ratos;
entonces, no se quejaba. Pero se caía cada vez más seguido y se
sentía mal con Marina, porque iba siempre de manga larga y no le
decía nada.
La primera vez que Marcos la violó, mamá no estaba. Eran tantas las
cosas que pasaban por la cabeza de Eva que no tuvo siquiera la
posibilidad de sentir pánico, a pesar de que le dolió mucho; pero a
ella le resultaban más espantosos el olor y los jadeos. Pensaba,
además, que por ahí eso que le pasaba podía servir para que mamá
no la pasara tan mal a la noche. Además, imaginaba qué habría
pasado si mamá hubiera estado; ¿le estaría pasando esto? ¿y si la
respuesta hubiera sido que sí? ¿no hubiese sido peor? ¿qué
estaría haciendo Marina, en ese momento? Ni había terminado de
pensar en todas esas cosas cuando todo había llegado a su fin.
“Escuchame una cosa, putita; llegás a decir algo de esto y la mato
a tu mamá y después te mato a vos; ¿entendés eso?”. Eva asintió
con la cabeza. “Te hice una pregunta: ¿entendés o no entendés?”.
Eva dijo que sí. “Ahora andá al baño, te lavás y ponés las
sábanas en el lavarropas, ¿me escuchaste? Y las lavás y hacés la
cama. Ya; ¿te queda claro? Eva volvió a decir que sí. Le costó
caminar y recién cuando vio la sangre los ojos se le llenaron de
lágrimas; “¿por qué llorás, idiota? Cambiá la carita”, dijo
él, camino a la cocina; “y caminá bien, mierda”.
Parte de lo que había pensado Eva no se cumplió, lamentablemente;
mamá llegó tarde, o al menos eso dijo Marcos, que además le
preguntó en dónde había estado, vestida así, de puta. Mamá casi
no pudo ni empezar a contestar y Eva se encerró en su cuarto.
Con el paso del tiempo, la situación empezó a hacerse más
llevadera, porque al menos no le dolía, ni le salía sangre. Al
principio, la rutina era la misma: mamá salía, Marcos hacía lo
suyo, mamá volvía y cobraba y Eva sólo transcurría. No pasado
mucho tiempo, Marcos empezó a visitarla de noche, cuando mamá
dormía; a veces la despertaba mientras le bajaba la bombacha.
Cuando estaba por terminar el año, en noviembre, la ropa de Eva, que
ya era algo que Marina veía extraño, no fue suficiente para cubrir
un moretón en el cuello. Lo primero que pensó Eva fue cómo no se
había cuidado. Ensayó algunas respuestas, pero Marina ya no la
miraba con la misma cara y no aceptaba ninguna de sus respuestas.
Cuando la clase terminó, le pidió que se quedara. Eva estaba
aterrorizada, porque sabía que la vida de mamá y la de ella misma
estaba en peligro si no respondía correctamente; pero Marina
preguntó poco y le dijo que esperara un segundito. Muy poco tiempo
después, llegó al aula una señora que Eva conocía; la había
visto miles de veces, pero no sabía quién era ni qué hacía en la
escuela. Sonreía mucho, eso sí; pero esta vez llegaba con una
sonrisa que no denotaba alegría. Se llamaba Lucía y habló, mucho.
Hasta que llegó el momento terrible, el que Eva sabía que no podía
llegar. Marina fue al grano: le pidió que se levantara las mangas
largas y un poquito, sólo un poquito la remera, hasta arriba del
ombligo. Eva empezó a llorar y a pedir que la dejaran irse. “Vos
no sabés nada, Marina”, decía; “dejame ir”. Marina y Lucía
sabían que estaban en un límite muy delgado; no la podían
desvestir. Lucía, la psicopedagoga de la escuela, cambió el tono y
le habló con una ternura muy particular, que Eva desconocía. Eva
escuchó, gimoteando; y lo único que dijo fue “esto no se puede
decir”. Hizo una pausa y antes de mostrar su cuerpito las miró de
nuevo: “por favor”, les dijo. Marina le acarició la cara.
Eva se sacó el guardapolvos y la remera, completa. Marina y Lucía
se miraron y a Eva le pareció que Marina estaba aguantándose de
llorar. Se alejaron unos pasos, tras decirle que se vistiera de nuevo
y hablaron entre ellas, algo que Eva no escuchó. “¿Me puedo ir?”,
preguntó Eva; “si se me hace tarde me van a retar”. Marina le
dio la mano y la acompañó a la puerta de la escuela; se acuclilló,
la abrazó y la despidió con un abrazo y un beso hermoso, que fue su
refugio el día de la mudez absoluta.
De todo lo que siguió, Eva entendió poco. Fue largo, habló con
gente de todo tipo, supo lo que era un juez, una trabajadora social,
un abogado. Marina la acompañaba muchas veces, otras veces la
acompañaba Lucía y si no, la tía Amelia, que lloraba todo el
tiempo. Ruido. Siempre ruido.
La cuestión fue que Eva y mamá se mudaron a casa de la tía Amelia,
que le explicó a Eva que papá ya no la iba a poder lastimar porque
había un perímetro, o algo así. Y lloraba. Y el tío Enrique se la
pasaba diciendo cosas de matar, que a Eva no le gustaban. Encima
agarraba un revólver que tenía en una vitrina y eso le daba mucho
miedo. Era policía. Eva no pudo terminar el año en la escuela,
porque no la dejaban salir sola, ni con mamá. Marina la visitaba
puntualmente y fue quien le explicó lo importante que era que se
quedara en casa un tiempo, por algo que se llamaba excarcelación,
que le habían dado a papá. Y mamá dormía o lloraba.
Una tarde, los tíos trabajaban; Eva estaba en su cuarto y escuchó
ruidos abajo, cosas que se rompían y gritos, de hombre y de mamá.
La voz de Marcos era reconocible. Abrió la puerta y vio que mamá
iba a la cocina, arrastrada por papá, que le gritaba cosas
espantosas mientras le decía que ahora iba a ver. Desde lejos, vio a
Eva y le dijo “¿qué te dije, yegua de mierda? ¿qué te pensaste,
que te hablaba en chiste? ¡Vení, putita, vení a ver lo que te va a
pasar!”. Eva hizo algo que ni siquiera pudo entender: corrió hasta
mamá y la agarró de las piernas y gritó que la dejara, tirando
para atrás; pero las fuerzas eran desparejas y Eva terminaba
arrastrada junto con mamá, que por primera vez hablaba de una forma
que tenía sentido: “¡Andate, Evita! ¡Andate, corré!”. Pero
Eva ya no escuchaba, sólo tiraba, en vano gritándole a Marcos que
soltara a mamá, pero sin llorar; era una orden. Marcos entró a la
cocina con mamá arrastrada de los pelos, abrió un cajón y sacó
una cuchilla. Eva soltó a mamá de golpe y dudó, quiso saltar sobre
Marcos, pero tenía mucho miedo; y entonces se acordó del tío y de
la vitrina, salió corriendo y agarró el revólver. Volvió a la
cocina, desde donde Marcos le gritaba “¡Vení, puta, vení a
mirar, que seguís vos, mierda!”; y ella fue, con el revólver en
la mano. Cuando Marcos la vio se empezó a reír; “¡Mirá a la
negrita sucia! ¿Sabes qué es eso, estúpida? ¿Qué vas a hacer?”.
Eva le volvió a ordenar que soltara a mamá. Marcos se agachó un
poco, siempre mirándola: “¿querés que la suelte? La suelto,
mirá”. Fue simultáneo, la cuchilla abrió en dos la garganta de
mamá y Eva tiró una vez y después otra vez; y otra. Marcos no
sabía que Eva sabía. El tío le había explicado. Mamá estaba en
el piso, sacudiéndose, con la mirada fija en Eva, hasta que dejó de
moverse. Marcos quedó sentado contra los cajones y Eva se acercó y
le tiró de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, directamente en la cara, a
menos de veinte centímetros de distancia.
Se quedó un rato mirándolo, miró a mamá y salió despacito de la
cocina. Puso el revólver en la vitrina y se sentó en el sillón.
Y conoció ese silencio acunado secretamente, hasta de ella. No el
silencio propio, que practicó con pericia, sino el literal, el de
quien quiere reposar la sangre del furor perpetuo del grito o del
llanto y, porque no, de la risa, siempre efímera y casi seguramente
escénica, montada para el olvido o el diferimiento, que a veces son
los mismo. Fue el silencio hermoso y puro de la nada misma, en la que
sólo había una cosa: el beso de Marina esa tarde a la salida de la
escuela. Los vecinos habían llamado a la policía y rápidamente
todo fue un caos. Pero Eva no escuchaba nada, sólo se tocaba la
mejilla. Siguió viviendo con los tíos y se hizo amiga de Marina.
Cada tanto iba a ver a Lucía a la escuela, para llevarle bombones de
fruta. Sus hijas se llamaron Marina y Lucía, desde ya.
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