sábado, 19 de octubre de 2019

DXXIV

Apenas tuve la posibilidad de pensar seriamente en el amor, entendí que no estaba hecho para mí, al menos en los términos en que se me ofrecía al pensamiento. Es fácil descubrir la soledad; por lo general está compuesta de escenificaciones y palabras desacomodadas, que no cuadran con el cuerpo, que se enmohece rápido cuando se es niñx. Hasta las lágrimas son una pantomima insultante, hechas de todo aquello que no importa en absoluto, porque lo que hace falta se fabrica con besos y caricias, no con desencantos y mucho menos con permisos para hacer de cada instante una recriminación callada, pero evidente.
Mi madre lloraba. Siempre había forma de amasar tristezas alrededor de mi deseo infame de ser él al menos en el color de los ojos. Él no estaba, desde ya; y ni siquiera merece ser dicho. Debo conceder que ese mérito de mi madre era, es, digno de mención.
Hoy el amor se ha vuelto más complejo, menos evidente. Sólo dos afirmaciones categóricas puedo hacer sobre él, sometidas a revisión, pero aún no contradichas: la primera de ellas es que el amor no existe sino como una mítica equivalencia entre deseos, en la que el mito prevalece por sobre lo equivalente; la segunda, que hay sólo una característica que no puede faltar en una relación amorosa, siendo ésta una condición necesaria, pero no suficiente: una cierta relación directamente proporcional entre cuerpos alegres. Todo lo demás es, cartesianamente hablando, confuso.
El amor como mito supone que se trata de una forma del pensar que habita el orden de lo que “hay”. “Hay amor”, dicho sintéticamente. El problema de esta forma de abordarlo es que supone que es posible determinarlo como una diferencia respecto de aquello que no es él mismo y, creo, es bastante evidente que no parece que esa posibilidad sea determinable.
Por estúpidamente freudiano que parezca, he necesitado volver a las fuentes en esta materia y preguntarme si mi madre y mi padre me habían amado alguna vez, o si me aman hoy, en la distancia.
¿Cómo se responde esa pregunta? ¿Se responde, acaso? Y si se responde; ¿cuál es el sentido de obtener ese conocimiento? ¿Por gracia de qué el saber que unx ama o es amado es de por sí un dato que dé cuenta de un estado de cosas?
Diría que, sin ser una certeza, la sospecha de que el amor no es del lenguaje es poderosa.
Ayer conocí a Lidia, una mujer muy mayor que, desde la vereda y contra una pared me pedía una ayuda, que supuse económica, es decir, sencilla de satisfacer. Supuse bien, por otra parte. Eso pasó rápido, se trató de un acto casi mecánico, que ya se ha vuelto acostumbrado en estos años trágicos; pero me acuclillé y le pregunté tres cosas: el nombre, si no tenía frío y si necesitaba algo más que el dinero que ya tenía. La respuesta a la primera ya la revelé. La respuesta a la segunda era demasiado evidente: sí, tenía frío; me pregunté por qué la había interrogado sobre eso, si nada podía hacer ante lo obvio, o sí, pero no iba a hacerlo. La tercera tenía más sentido; me dijo que necesitaba dos remedios y un paquete de galletitas, con asombrosa precisión. Inquirí entonces por lo primero y sacó unos papelitos de un bolsillo, de los cuales eligió uno, en el que se leía, si no recuerdo mal, “Bisoprolol 30mg” y, debajo, “Buscapina compuesta”, escrito a mano, probablemente por ella. Como estaba a metros de una de esas farmacias que son como supermercados con remedios, le pregunté si no me prestaba el papel un segundito y fui. Lamentablemente, para el primero necesitaba una receta, que Lidia no tenía (lo supe después); había uno que costaba trescientos pesos y traía cinco comprimidos; no era tanto. El segundo lo conseguí fácil, al igual que las galletitas. Volví y le expliqué lo de la receta; ella revisó entre sus papeles y no tenía una; de hecho, no sé siquiera si sabía qué era lo que tenía que tener. Miré los papeles y no había. Le di, entonces, la Buscapina y dos paquetes de Cerealitas, sin saber siquiera si se puso contenta o no. Era irrelevante, por otra parte. Yo estaba contento, eso sí.
¿Fue este episodio una historia, breve, de amor? Si lo fue; ¿En qué sentido puede equipararse al término “amor” que usamos para referir el sentimiento hacia une hijx, sólo por poner un ejemplo del uso del signo en relación con una referencia (¿común?)? ¿Y al amor por le compañerx, o le amigx, o le compañerx (no es redundancia)? ¿Cómo se sabe si el amor crece, muta, desaparece? ¿Es del tiempo, por ejemplo?
Definitivamente, amor y habla se requieren, pero no concuerdan; hay palabras “de” amor, sin que las haya “para” el amor, que tiene mucho del ápeiron de Anaximandro, principalmente su condición de nada performativa. En ese sentido, hurgar en el amor es hurgar en un vacío irremediable, que no contiene respuestas ni consuelos y por eso duele, porque es mudo por sí, pero es condición de posibilidad de un sentido para el lenguaje. Rarísimo. No hay lenguaje sin amor pero no hay amor sin signo y, por ende, todo significado del amor es retroactivo.
¿Y el cuerpo? A veces creo que el gran Baruch me engañó, pero lo más probable es que no lo haya entendido.
Un compañero, una compañera; viven juntxs, años, muchos, los suficientes como para que no sea posible imaginar que el amor no habitó la vida, durante demasiado tiempo, o muchísimo, si demasiado suena a exceso. El exceso es una clemencia del amor, de todos modos. Pero en algún momento la palabra “amor” suena a demasía, no a exceso, sino a discordancia. Él ya no la pronuncia o deja de serle tan claro qué es lo que significa. No hay proceso. Es un golpe en la espalda, como decía Fernández Moreno Hijo, “caer enceguecido, irse de espaldas”; pero ayer, de la caída nacía el rostro de ella y hoy sólo hay el techo, que no dice nada, o mejor, dice “ella ya no está”; ¿cómo puede ser tan brutal el pasaje del amor al sinsentido? El cuerpo llega tarde o demasiado temprano; o el pensamiento se regocija en la incongruencia de un dolor que no tiene objeto, ni solución, ni certeza.
¿Hay amor en esa desventura aterradora?
Si fuera posible decidir el día de la muerte propia, más allá del inescrupuloso atajo del suicidio; ¿No sería necesario desamarlo todo? ¿Cómo puede querer morir un amante? Y sin embargo: ¿Cómo es que quiere vivir, con la carga del tormento a cuestas, sabiendo que nunca habrá traducción ni correspondencia? “La carta nunca llega a destino”. En el amor, llega la carta que nunca fue enviada, o el silencio lleno de palabras que no tienen referencia, ni significado, porque el amor habita lo Real y muere, y mata, en el momento mismo de su realización; es, en ese sentido, más indócil que el deseo, que apunta al menos a un objeto. Es sublime, en términos de Burke, porque plenifica de modo que ya no queda espacio para nada más y lo pleno es por definición inconsistente.
El amor, dije, no está hecho para mí. Hoy lo abandoné. No sé qué será de mí a partir de ahora.

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