Era el permiso que se daba: una porción de muzza con fainá en Güerrín,
en la barra, con un vaso de agua, los viernes a la noche.
Empezó a trabajar a los trece, con el padre, en la tornería.
Aprendió el oficio con rapidez y a los quince ya el viejo le daba
trabajos completos. Prolijo, detallista, cuidadoso. Ni un accidente
de trabajo en más de cincuenta años, ni en el taller de papá, ni
en el de él, que fue el mismo, ni en las fábricas, cuando el taller
ya no dio para más.
Nunca tuvo problemas de horario; el torno era para él como un piano
para un pianista, un instrumento artístico. Era poseedor, además,
de una magistral habilidad para el trabajo manual más exquisito, en
madera o metal; el torno era, en todo caso, su cúspide creativa,
pero no su único saber. Esa virtud lo transformó en un obrero
modelo, siempre dispuesto al yugo, que no era tal para él y, por
ende, en un carnero innato, de lo cual en la metalurgia, sobre todo
en su época más rutilante, no se salía indemne.
No se preocupó demasiado por ascender en ningún lado y hasta le
resultaba ingrata la idea, porque más responsabilidades implicaban
menos tiempo para dedicar a los juegos de ajedrez y las cuchillas y
cuchillos que fabricaba en un tallercito modesto en el fondo de su
casa de Avellaneda. Tuvo ofertas varias, de unas cuantas empresas,
muchas de las cuales eran tan difíciles de rechazar que sus propios
compañeros de trabajo se asombraban. Él no hablaba demasiado con
nadie, pero era afable en el trato y respetado por su saber, que lo
hacían fuente permanente de consulta, aunque poco querido por los
trabajadores más sindicalizados, que no llegaban a tenerle bronca
porque era difícil tenérsela, dado su carácter sereno y su
permanente tono conciliador y pacífico.
Cerca de los cincuenta perdió todo interés en formar una familia,
algo que nunca se había planteado seriamente, pero a lo que no
renunciaba en forma explícita, más por mandato que por otra razón.
Era tío y hermano y con eso le alcanzaba y su cariño estaba
reservado a su sobrina nieta, que jugaba con los artefactos que él
le fabricaba con dedicación, entre los que destacaba un trompo a
cordel.
Lo agarró el 2001 a los cincuenta y siete, con un trabajo firme sólo
en apariencia, que perdió en junio. De sus años de taller no tenía
aportes y descubrió que de sus años de obrero tampoco, tarde,
cuando ya no hubo a quién reclamar. Los pocos pesos que tenía
ahorrados se le terminaron casi al mismo tiempo en que consiguió un
trabajo en una empresa chiquita, en Lomas de Zamora, por
recomendación de un antiguo compañero de la fábrica, en el 2006.
No era un gran trabajo, pero fue mejorando con los años y,
prudencialmente, empezó a guardar una parte fija del sueldo,
comprando dólares y gastando lo mínimo indispensable para pagar los
gastos de la casa y, si le quedaba, materiales para sus obras de
arte.
Llegó entonces 2011 y la nieta se enfermó, feo. Su hermano había
fallecido unos años antes y a su cuñada no le alcanzaba para el
tratamiento en Cuba. Acá, gratis, no había nada que hacer; lo de
Cuba era quimérico, aunque cabía esperanzarse. Hicieron, la cuñada
y él, trámites interminables para conseguir apoyo económico, pero
no hubo caso, aun las coberturas más generosas dejaban un agujero
que no había forma de tapar. Sólo había una chance y la usó: la
casa. El sueldo en la fábrica le alcanzaba para alquilar algo
chiquito y de la venta se quedaba con algo, por las dudas. Se tenía
que hacer y se hizo y estuvo bien, porque la nena se curó. La cuñada
prometía una y otra vez que le iba a devolver, hasta que él le tuvo
que decir que dejara de decírselo, porque le hacía peor.
Y vino, finalmente, lo que no tenía que venir, que terminó siendo
peor que la enfermedad de la nieta. En 2016 llegaron las
consecuencias: la fábrica de Lomas cerró y él, sin años de
aportes, no calificaba para las moratorias, o al menos eso le decían.
Dejó el ambiente y se mudó a una pieza, que apenas llegaba a pagar.
Comía a veces con la cuñada, pero sólo porque le daba vergüenza
pedirle todos los días; ¿quién necesita comer todos los días, de
todos modos? ¿Y quién necesita una pieza, habiendo paradores? El
subsidio que cobraba se le iba en algún remedio, en algún regalo
para la princesa, en las comidas calculadas y en la SUBE. Descubrió,
además, que el parador era demasiado caro, la noche que le robaron
casi todo, menos la ropa que tenía puesta y una muda que no habían
visto en un bolsillo de su bolso, que por suerte le dejaron; ¿pero
quién necesita un parador, habiendo cajeros automáticos y puentes y
techitos?
Se daba, como ya fue dicho, un solo permiso, que no quería
abandonar: una porción de muzza con fainá en Güerrín, en la
barra, con un vaso de agua, los viernes a la noche. Pero ese viernes
simplemente no tenía con qué y pensó que después de tanto tiempo
podía animarse a pedirla y prometer que la pagaba en la semana. No
sólo ya debían conocerlo, sino que casi sesenta años de trabajo
tenían que ser mérito suficiente para tan poco premio. Entró con
su bolsito a la pizzería a buscar lo que le correspondía y se dio
cuenta de que al parecer no le correspondía, o al menos eso le
dijeron en la caja. Habló muy poco, sólo hasta que se escuchó
pidiendo por favor.
Encontraron el cuerpo unos diez días después, flotando en el
Riachuelo, donde había llegado desde el Puente Avellaneda. La cuñada
y la princesa sólo supieron que no apareció más, porque no tenía
ni documento. Se había llamado Hugo Chaparro y había sido tornero,
probablemente de los mejores.
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