miércoles, 30 de octubre de 2019

DXLVII

Era el permiso que se daba: una porción de muzza con fainá en Güerrín, en la barra, con un vaso de agua, los viernes a la noche.
Empezó a trabajar a los trece, con el padre, en la tornería. Aprendió el oficio con rapidez y a los quince ya el viejo le daba trabajos completos. Prolijo, detallista, cuidadoso. Ni un accidente de trabajo en más de cincuenta años, ni en el taller de papá, ni en el de él, que fue el mismo, ni en las fábricas, cuando el taller ya no dio para más.
Nunca tuvo problemas de horario; el torno era para él como un piano para un pianista, un instrumento artístico. Era poseedor, además, de una magistral habilidad para el trabajo manual más exquisito, en madera o metal; el torno era, en todo caso, su cúspide creativa, pero no su único saber. Esa virtud lo transformó en un obrero modelo, siempre dispuesto al yugo, que no era tal para él y, por ende, en un carnero innato, de lo cual en la metalurgia, sobre todo en su época más rutilante, no se salía indemne.
No se preocupó demasiado por ascender en ningún lado y hasta le resultaba ingrata la idea, porque más responsabilidades implicaban menos tiempo para dedicar a los juegos de ajedrez y las cuchillas y cuchillos que fabricaba en un tallercito modesto en el fondo de su casa de Avellaneda. Tuvo ofertas varias, de unas cuantas empresas, muchas de las cuales eran tan difíciles de rechazar que sus propios compañeros de trabajo se asombraban. Él no hablaba demasiado con nadie, pero era afable en el trato y respetado por su saber, que lo hacían fuente permanente de consulta, aunque poco querido por los trabajadores más sindicalizados, que no llegaban a tenerle bronca porque era difícil tenérsela, dado su carácter sereno y su permanente tono conciliador y pacífico.
Cerca de los cincuenta perdió todo interés en formar una familia, algo que nunca se había planteado seriamente, pero a lo que no renunciaba en forma explícita, más por mandato que por otra razón. Era tío y hermano y con eso le alcanzaba y su cariño estaba reservado a su sobrina nieta, que jugaba con los artefactos que él le fabricaba con dedicación, entre los que destacaba un trompo a cordel.
Lo agarró el 2001 a los cincuenta y siete, con un trabajo firme sólo en apariencia, que perdió en junio. De sus años de taller no tenía aportes y descubrió que de sus años de obrero tampoco, tarde, cuando ya no hubo a quién reclamar. Los pocos pesos que tenía ahorrados se le terminaron casi al mismo tiempo en que consiguió un trabajo en una empresa chiquita, en Lomas de Zamora, por recomendación de un antiguo compañero de la fábrica, en el 2006. No era un gran trabajo, pero fue mejorando con los años y, prudencialmente, empezó a guardar una parte fija del sueldo, comprando dólares y gastando lo mínimo indispensable para pagar los gastos de la casa y, si le quedaba, materiales para sus obras de arte.
Llegó entonces 2011 y la nieta se enfermó, feo. Su hermano había fallecido unos años antes y a su cuñada no le alcanzaba para el tratamiento en Cuba. Acá, gratis, no había nada que hacer; lo de Cuba era quimérico, aunque cabía esperanzarse. Hicieron, la cuñada y él, trámites interminables para conseguir apoyo económico, pero no hubo caso, aun las coberturas más generosas dejaban un agujero que no había forma de tapar. Sólo había una chance y la usó: la casa. El sueldo en la fábrica le alcanzaba para alquilar algo chiquito y de la venta se quedaba con algo, por las dudas. Se tenía que hacer y se hizo y estuvo bien, porque la nena se curó. La cuñada prometía una y otra vez que le iba a devolver, hasta que él le tuvo que decir que dejara de decírselo, porque le hacía peor.
Y vino, finalmente, lo que no tenía que venir, que terminó siendo peor que la enfermedad de la nieta. En 2016 llegaron las consecuencias: la fábrica de Lomas cerró y él, sin años de aportes, no calificaba para las moratorias, o al menos eso le decían. Dejó el ambiente y se mudó a una pieza, que apenas llegaba a pagar. Comía a veces con la cuñada, pero sólo porque le daba vergüenza pedirle todos los días; ¿quién necesita comer todos los días, de todos modos? ¿Y quién necesita una pieza, habiendo paradores? El subsidio que cobraba se le iba en algún remedio, en algún regalo para la princesa, en las comidas calculadas y en la SUBE. Descubrió, además, que el parador era demasiado caro, la noche que le robaron casi todo, menos la ropa que tenía puesta y una muda que no habían visto en un bolsillo de su bolso, que por suerte le dejaron; ¿pero quién necesita un parador, habiendo cajeros automáticos y puentes y techitos?
Se daba, como ya fue dicho, un solo permiso, que no quería abandonar: una porción de muzza con fainá en Güerrín, en la barra, con un vaso de agua, los viernes a la noche. Pero ese viernes simplemente no tenía con qué y pensó que después de tanto tiempo podía animarse a pedirla y prometer que la pagaba en la semana. No sólo ya debían conocerlo, sino que casi sesenta años de trabajo tenían que ser mérito suficiente para tan poco premio. Entró con su bolsito a la pizzería a buscar lo que le correspondía y se dio cuenta de que al parecer no le correspondía, o al menos eso le dijeron en la caja. Habló muy poco, sólo hasta que se escuchó pidiendo por favor.
Encontraron el cuerpo unos diez días después, flotando en el Riachuelo, donde había llegado desde el Puente Avellaneda. La cuñada y la princesa sólo supieron que no apareció más, porque no tenía ni documento. Se había llamado Hugo Chaparro y había sido tornero, probablemente de los mejores.

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