Unx se despierta ya con las tripas entre los dedos y el alma
abarrotada de carencias, de pulsiones de muerte que no encuentran
reposo más que en la ausencia imposible, porque volver al ruedo lo
hace todo más trágico y penoso. No se duerme nunca de verdad, ni
hay vigilia real que no sea una bola de espinas atravesando el
esófago, el estómago, los intestinos; y la solución está ahí,
cruzando la calle, esperando la debilidad fatal pero inexorable. De
esa debilidad esencial, constitutiva, debe nacer el acto más
valiente que pueda concebirse, que se resume en un “no” que
desespera, que arranca lágrimas y empuja al abismo de la locura.
Puede parecer a quien no ha sufrido nunca una abstinencia que vivir
sin pensar, sin desear, careciendo completamente de intención y sin
voluntad es imposible; pero no, no lo es. El cuerpo está reglado en
el trance excesivo de la ruina y la reclama sin pausa; y a ese ruego
feroz sólo se le opone una mente que no hay, que no está, que sólo
conoce la negación como forma de existir. Nada, absolutamente nada
existe más que el ansia sin clemencia. Se llora, se camina, se fuma,
se duerme sin dormir. El cuerpo enloquece de una rabia incontrastable
que no acaba jamás, que hace agujeros en el tiempo llamando a pasar
al lado correcto, ese en el que nada existe, excepto lo único que
está prohibido y unx ve los huecos aunque cierre los ojos, aunque se
bañe una, dos seis veces.
La palabra es una víctima propiciatoria, porque se carece de
lenguaje, de significados, de sentidos. No hay signos, porque hay
nada que señalar, excepto la muerte. No hay hijxs, ni amores, ni
amigxs, ni auxilios. La piel quema, se pudre, se desprende en el
sillón que de a poco se hace hogar de la angustia infinita.
Y no hay ella, no hay él, no hay elle, ni le, porque no hay Yo. Yo
está muerto o enfurecido y no entiende por qué se lo maltrata tanto
y pide, por favor, volver a no ser de la forma correcta y en
complicidad con el cuerpo fabrica los dolores atroces que se curan
renunciando al aire, porque Yo asesina, o lo intenta de la forma que
sabe: mostrando ventanas de las que saltar para morir en serio.
Porque no se soporta, Yo no quiere verse porque está sucio,
revocado, expresado en olvidos que se vuelven memoria y eso no se
perdona. No hay que recordar; el pasado es una aglomeración de todo
lo que no puede mirarse, por lo que hay que salir, correr, cruzar el
mundo a adormecer un sufrimiento que no tiene medida.
Pero afortunadamente hay vida sin Yo, o sin ese Yo cuajado en
desamparos que le agradan, porque lo explican todo. Se puede, se debe
vivir sin Yo, para ir a buscarlo en quienes han fabricado la vida
desde el fondo de los abismos más oscuros.
Y un día sucede, como un pase de magia, que Yo se despierta y ve la
paloma en la ventana y descubre que hubo ayer y hay hoy y,
probablemente, habrá mañana. La voluntad no hace nada más que
entregarse a la revelación de que el mundo es posible, triste, pero
soportable. Ese día, sólo se entra en un baño y se llora una
felicidad sin repetición. Nadie sabe, nadie conoce esa porción de
paraíso fugaz, que es el parto de un silencio sin lágrimas, más
allá de las que todxs conocen. Y Unx es humanx por vez primera. Y
esa noche duerme, al fin, entre tulipanes y libélulas.
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