jueves, 19 de diciembre de 2019

DCLI

Mis abuelos trajeron a cuestas
la guerra y el regreso providencial
en las manos de mi abuelo se olía la pólvora
y se veían en los ojos de mi abuela
los reflejos tétricos del pan verde
y del cuerpo amputado y moribundo

Trajeron también un exilio salvaje
que no se supo tal hasta que fue tarde
mi madre, verbena en blanco y negro
fabricada a golpes de impericia y dolor
y durmiente solitaria en su voz inadecuada

Yo no debería nombrarme
pero fui de algún modo el espectro de un duelo
entre la lejanía agónica del guerrero
y la danza triste de la sirena mutilada
contra el surco de soledad de un nombre tremendo

¿Cómo podía yo esperar jazmines y damascos
de un canasto de huesos podridos
por el ansia brutal de no ser nunca nadie?
¿Con qué derecho abdiqué de perdones necesarios
a quien tuvo al menos el gesto terso
de una tarde de verano en la barranca del mundo?

Todo lo sé, todo lo supe
pero sólo vagando entre rencores abruptos
hirvientes como brasas que hieren el alma
puse un grito en el mundo y así fue mi silencio
el castigo más cruel a la mujer más triste

¿Cómo se desanuda el lienzo de la vida sola
cuando las soledades son incongruentes?
Un día la muerte va a cerrarlo todo
y quedará en la senda una distancia infame
que hubiera podido destejer cada mañana.

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