El desasosiego se enquista en banalidades, el dolor despierta en la
trivialidad, como la tristeza, la angustia o la afonía del alma, que
ante gestos pueriles nacen como agujas que hieren hasta la sed
insoportable de final. La soledad, por ejemplo, aparece en el cuerpo,
en su magnitud deflectora del placer de tener un cuerpo, tan sólo
como la falta de un sonido que nunca había tenido sentido, hasta que
desaparece, como el motor de una caldera o el ronroneo de un
ventilador. Se está en una mesa, de noche, escribiendo o simplemente
recorriendo la banalidad de un teléfono y se nota de repente que
falta el ruido del televisor prendido en el otro cuarto, o los pasos
ligeros al baño, o el minúsculo ruido de una taza de té apoyándose
en una mesita redonda. Sucede lo mismo con la ajenidad del espacio de
aquello que sólo por economía puede llamarse “casa”, cuando
simplemente se entra en un cuarto oscuro y no se recuerda cómo se
prende una luz, dónde queda el interruptor. Y el tiempo, la hora,
los minutos; no se piensa en eso hasta que corren paralelos a sí
mismos, hasta que no están dislocados del tiempo por esperarla o por
esperar que se vaya, o porque hable, o porque escuche, o porque diga
lo incorrecto para que yo me calle y asienta. Todo es formalmente
normal hasta que noto que mi vagabundeo irrelevante no va a ser
interrumpido, que algo tan sencillo como mirar un programa de
televisión es un hueco en el ser, sólo porque es posible verlo
todo. Entonces, leo al lúcido Guillermo Ricca decir que “el vacío
salva” y pienso que es exactamente eso, el vacío, lo que impide
persistir en el no ser que fabrica lo humano; porque hay espacios que
habitar, silencios que romper e interruptores que memorizar; hay algo
“allí” que no está y eso es lo que nos hace Sujetxs: ser el
relleno contingente de esa falta milagrosa. Y seguiremos llorando por
estirar la mano para el lado contrario de la perilla, pero sabiendo
que así se forja el Yo, a los manotazos.
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