jueves, 19 de diciembre de 2019

DCLII


El desasosiego se enquista en banalidades, el dolor despierta en la trivialidad, como la tristeza, la angustia o la afonía del alma, que ante gestos pueriles nacen como agujas que hieren hasta la sed insoportable de final. La soledad, por ejemplo, aparece en el cuerpo, en su magnitud deflectora del placer de tener un cuerpo, tan sólo como la falta de un sonido que nunca había tenido sentido, hasta que desaparece, como el motor de una caldera o el ronroneo de un ventilador. Se está en una mesa, de noche, escribiendo o simplemente recorriendo la banalidad de un teléfono y se nota de repente que falta el ruido del televisor prendido en el otro cuarto, o los pasos ligeros al baño, o el minúsculo ruido de una taza de té apoyándose en una mesita redonda. Sucede lo mismo con la ajenidad del espacio de aquello que sólo por economía puede llamarse “casa”, cuando simplemente se entra en un cuarto oscuro y no se recuerda cómo se prende una luz, dónde queda el interruptor. Y el tiempo, la hora, los minutos; no se piensa en eso hasta que corren paralelos a sí mismos, hasta que no están dislocados del tiempo por esperarla o por esperar que se vaya, o porque hable, o porque escuche, o porque diga lo incorrecto para que yo me calle y asienta. Todo es formalmente normal hasta que noto que mi vagabundeo irrelevante no va a ser interrumpido, que algo tan sencillo como mirar un programa de televisión es un hueco en el ser, sólo porque es posible verlo todo. Entonces, leo al lúcido Guillermo Ricca decir que “el vacío salva” y pienso que es exactamente eso, el vacío, lo que impide persistir en el no ser que fabrica lo humano; porque hay espacios que habitar, silencios que romper e interruptores que memorizar; hay algo “allí” que no está y eso es lo que nos hace Sujetxs: ser el relleno contingente de esa falta milagrosa. Y seguiremos llorando por estirar la mano para el lado contrario de la perilla, pero sabiendo que así se forja el Yo, a los manotazos.

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