Hay
arrabales de los cuales se regresa a pie, silbando bajo para agasajar
al camino que nos lleva de vuelta a la tibieza de lxs otrxs, siempre
solubles en abrazos y cuentos de príncipes y princesas hermosxs que
siempre aman y besan. Son suburbios en los que unx se aventura con
precauciones, pero que sabe inofensivos. La lejanía del amor no es
un problema, porque el hilo de Ariadna se tiende de ser a ser como un
canto en dialecto que es el puro sonido del amor que no cabe en el
habla y se remienda en música. Todx ser humanx ha recorrido estos
territorios azarosos alguna vez y ha regresado más que indemne,
mejorado y más bello, porque lo que cabe en una comarca sin afueras
no puede ser amado ni pensado sin lágrimas de espanto ante la
iteración perpetua. La muerte misma vale más que eso, ya sólo por
el hecho de que no sabemos siquiera si hay algo allí, un suburbio
más cáustico, o más esplendoroso, o simplemente nada; ¿quién
sabe de eso?
El
amor es una comarca, un poblado, una aldea; pero su topografía sólo
es comprensible por todo lo que no contiene, que es precisamente lo
que se busca en las afueras. Le amante sabe que para amar de veras es
necesario desamar varias veces, decidir tomar el hilo y ver lo que
podría ser, lo que no hay, que no es lo que falta, sino lo que se
tramita por fuera de los confines de la rutina, virtuosa o
inclemente; esto último, precisamente, es lo que se descubre
corriéndose del límite.
El
acto del regreso configura el amor en su estado de gracia; soltar el
hilo y simplemente andar, su estado de ausencia.
Pero
no toda visita arrabalera configura un acto amoroso, ni mucho menos.
A veces, unx ya sabe que el suburbio es más rico que la aldea y
simplemente deja el hilo en el hogar, que ya no lo es. Es una
decisión formidable, inmensa y dolorosa, porque se parte sabiendo
que el retorno será difícil, si acaso lo hay; o simplemente se
interna unx más allá de los límites, habiendo decidido que el
regreso no será nunca, aunque no sepa si eso es cierto o no. Esa
aventura es lacerante, hiere el alma, propia y ajena.
Hay,
sin embargo, un modo de no ser más habitante de la comarca y es la
expulsión. Une otrx simplemente guarda el hilo en lugares secretos e
invita a vagar por un arrabal que, ahora, se engrandece, un suburbio
sin límites, hecho de fibras de soledad y miseria, con una lógica
propia que se aprende a golpes, a veces mortales. En este acto brutal
de exilio, el expulsado no pierde su aldea, sino todas las aldeas
posibles, al menos por un tiempo; hay quienes encuentran comarcas
verdecidas y quienes hallan pueblos de posguerra y hay, es mi caso,
quienes no encuentran barrios nuevos que den al alma un descanso de
su dolor infausto, sino sólo refugios en el arrabal eterno,
incurable, en los que la piel se vuelve costra, caparazón y
silencio.
Hace
unos días, en una circunstancia poco fértil, mi madre me llamó por
teléfono, luego de años de silencio mórbido, regado por ambxs con
celo y constancia. Yo sabía, puedo imaginar por qué, aunque no lo
sepa, que iba a llamarme y había imaginado esa conversación en mi
cabeza infinitas veces en muy poco tiempo. Había resuelto odiarla,
despreciarla, hacerle notar que cuando me arrojó al suburbio
doloroso, siendo yo un niño apenas, me dejó una marca de angustia
irresoluble en el pecho vacío. Pero hay que crecer, aunque sea uno
lo suficientemente viejo como para no poder jugar más al juego del
amor que quema; y escuché su voz, arropada en miserias propias, de
ella, tratando de decirme que tenía el hilo, que rechacé; pero
sentí su pena de flor sin primavera, su habla insistente en el calor
de su amor singular, del que ella misma es víctima; y todo lo que
había imaginado responderle simplemente tuvo que dejar paso, no a la
clemencia, sino a la fulgencia empática frente al ser herido y, por
mucho que me cueste admitirlo, amado. No fui cortés, no fui amoroso
ni sosegador; pero dijo “no me importa que me llames por mi nombre,
fui, soy y seré tu mamá y te amo”; era la señal para humillarla,
despreciarla, lastimarla; sólo debía decir que no era cierto, o que
no me importaba, o que dejara de llamarme, eso era lo que me había
enseñado mi vagar por el suburbio oscuro que me legó. Pero sólo
pude decir “no lo dudo” y ella lloró. “no lo dudo, pero no
alcanza”, lo cual es estrictamente cierto. Pero no se humilla ni se
agravia a quien hizo lo que supo, lo que pudo, por insuficiente que
haya sido; me dijo que le alegraba saberlo, sin que hiciera falta, su
tono de voz era tan triste que podía marchitar jardines en flor; el
mío era austero, ínfimo en matices, pero mejor que yo. Ella repetía
su amor esperando un “yo también”, que no pude regalarle,
simplemente porque no sé dónde está guardado. Pero el “ya lo sé”
era ya un desagravio a su dolor de siglos, iniciado en un exilio,
hija ella también de arrabales sin hilo.
Unx
no hace lo que debe ni lo que quiere, sino lo que puede querer. Lo sé
ahora, que rompí en pedazos un amor de incienso, bebiendo hasta
perder la cordura, desapareciendo de la vida de ella, no de mi madre
sino de la mejor ella que pude cruzarme, la que salvó mi vida y me
hizo mejor. Yo le pagué con pena y llevaré esa herida encima. Mi
madre hizo lo mismo, al fin y al cabo; “soy tu mamá”, dijo; y es
verdad. Tal vez no vuelva a verla jamás, tal vez no volvamos a
hablar, tal vez la muerte la sorprenda, o me sorprenda, antes de que
eso sea posible. Pero ella dijo eso y yo contesté “lo sé”.
Soy
un poquito mejor.
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