Hace ya varios años, mi cuñado se compró un terreno en Córdoba.
De a poco, con un esfuerzo noble y la ayuda de un amigo que vive
allá, más algunos peones de vez en cuando, fue levantando su casa.
Es raro cómo el sentido del ser se manifiesta y falso que no hay
ninguno; hoy, pasado ya mucho tiempo, mi cuñado disfruta de su casa
como de pocas cosas y puede sentarse en la galería, té en mano,
frente al espinillo en el que puso un fuentón con agua para que se
bañaran los pájaros, cosa que sucede todos los días y es un
espectáculo mágico y mirar las escaleras, o apenas un ladrillo de
las escaleras y verse a sí mismo en él. La casa de Pablo es Trabajo
Vivo, no alienado, en el que el resultado del obrar es el Sujeto
mismo, mejor, más pleno, más alegre; y es que la casa de mi cuñado
era ya una casa antes de que se pusiera el primer ladrillo; la
orfebrería posterior fue el advenir del ser en un objeto sin
distancia con su artífice.
No puedo dejar de pensar en eso, porque a mi alrededor hay ya una
orfebrería plena, un espacio acabado de paredes y puertas y
artefactos que ya son, que ya existen, pero que no constituyen una
casa. Me pregunto, de hecho, cuánto tarda un lugar en convertirse en
eso, porque mi casa estaba en otro sitio y, de un modo sombrío,
empezó a no ser mi casa, o a no serlo del todo; era, desde ya, más
“mi casa” que este lugar sin vida, sin ellos, sin ella. Vuelvo de
cenar con mis hijos en un lugar que nos gusta a los tres y estaba más
en mi casa mientras charlaba con ellos que ahora.
Noto lo triste que es estar en un lugar que no es otra cosa que eso y
pienso si tendré, alguna vez, una casa. Hoy no puedo imaginar que
sí, porque todo a mi alrededor es desacierto. Las paredes no son más
que interrupciones entre vidas y las puertas no llevan a ninguna
parte, es decir, en esta, mi primera noche solitaria, atravesar una
puerta es pasar de un lugar a un lugar, o sea, quedarse en el mismo
sitio todo el tiempo.
Tenía que llorar; ya lo hice y probablemente lo haga de nuevo, en un
ratito. No descarto la posibilidad de que de lágrimas pueda,
también, surgir un hogar, de una manera lunar y enredada, que
empiece a forjar un pasado común entre las paredes, las ventanas,
las puertas y yo; ¿y si fuera cuestión de pensar que mañana habrá
algo mío aquí? Estas paredes me vieron llorando y eso es algo más
que lo que hay ahora, que lloro de nuevo, extrañando casas que
fueron, casas que nunca dejaron de ser y otros lugares que
simplemente detuvieron el agua de lluvia, sin haber sido casas jamás.
Hay algo del orden de lo muerto que recorre los rincones de este
sitio. La vida parece, hoy, ahora, algo que simplemente no existe,
más que como matriz de una máquina desengrasada que insiste en
repetirlo todo en forma idéntica, pero como si cada repitencia fuera
una inauguración.
“La tierra se ha quedado ciega y sola”, decía César, el hijo
eterno. Tal vez con la vida termine pasando lo mismo, porque no sé
qué decirme que tenga significado.
Mi madre me llamó hace un par de días, tras años de silencio. Fue
una charla brutal, desesperante para ambos; ella esperaba una palabra
de mí, sólo una, que diera cuenta de mi amor; y yo no se la di,
porque no la tenía, ni la tengo. Sin embargo, me sentí en ese
diálogo horroroso más en casa que ahora, que estoy solo de veras.
“Dichoso el árbol...”
¿Qué habré de festejar, mañana, el día de los días, con tanto
dolor encima?
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