viernes, 14 de junio de 2019

CCL

Te vi llorar de golpe. Era innecesario acariciar tu mejilla abrillantada de tristeza, pena añeja y robada al desamor inmerecido; pero no tuve alternativa: era eso o besarte otra vez, lo cual era imposible, imperdonable, profano. Recitaste tu vientre con los ojos, deshojada y radiante, aunque no pareciera posible que te vieras tan bella. Y eras. Si hoy supiera encontrarte no cabría en la vida; pero tengo terror de tu estatura y tus dolores furiosos como el trigo en el viento. Lloraste siglos de flores y bosques abandonados, sólo vistos por el resplandor lánguido de las luciérnagas. Y yo, tan chiquito, tan poco, tan entorpecido, sólo supe desandar mi pudor miserable hasta el punto exacto en que renuncié a ser digno de una lágrima tuya. No hay abismo más hondo que el que esconde mi amor. La cobardía está hecha de renuncias, pero ninguna fue tan amarga como esa que te despojó del fuego. Y vos llorabas como si quisieras regalarme un día más de vida, sin saber que me tejías el mundo en los nudillos humedecidos. Fue todo tan fugaz como el resplandor de una gota de lluvia; y sin embargo se ancló tu boca inmensa en la perpetuidad de lo ido. Vos sólo lloraste. Yo supe que estaba condenado a perseguir tu sombra siempre lejana y portentosa. Y ahora no hay cielo capaz de cobijar tanta ternura. La muerte queda demasiado lejos; ¿cómo se vive hasta entonces?

No hay comentarios:

Publicar un comentario