miércoles, 19 de junio de 2019

CCLX

Sé que no habrá resurrección posible del dulce abril que me devolvió la sangre y los hijos. Sufrir el desabrido pasar de las horas tanto tiempo dejó heridas, pero de ciertas muertes se regresa, aunque sea de a poco.
Despertar puede a veces parecer un cortejo con el dolor del mundo; uno se descubre atormentado por certezas tenaces, como el saber que la muerte del hijo nace con él, o que la crónica diaria del hastío está siempre acompañando cada suspiro.
Hay, sin embargo, una atrocidad que arrastra a la locura y es el saberse ajeno al devenir de los encantos sutiles, generalmente fugaces, pero a veces tan crudos como las sombras de aquel agosto infame en el que todo pudo ser exacto.
Si pudiera elegir el desamor, no dudaría; pero estoy condenado al infortunio de amar, como todos.
¿Cómo se desquiere, si acaso es posible? ¿Cómo puede una delicia ser tan terriblemente lacerante?
Quien viera lo que he visto, quien besara los labios que he besado o fuera mirado por ciertos ojos del modo en que fui visto, no dudaría un instante en que la vida es horriblemente hostil cuando hay memoria.
Hay, sin embargo, un consuelo fugaz y es que toda derrota sabe parir fantasías de venganza. La fantasía trina, aun la imposible. Canta canciones de cuna cuando el silencio parece definitivo.
El pájaro más bello puede equivocarse de rama y quien sabe; tal vez de eso se trate la felicidad.
Qué paradoja absurda que las tristezas más amargas de un amor imposible sean capaces de fabricar deleites y lágrimas sin pena.
El pájaro más hermoso duerme a veces. Yo aprovecho esos ratos para ser vigía de la risa que la mañana tratará de robarle.
Ese trabajo es mi albergue. El pájaro despierta y me encuentra huyendo para no molestar. Pero sé que un ratito, al menos un ratito, me quiere un poco.
No alcanza, pero acaricia un poco la mejilla húmeda que le pertenece.

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