miércoles, 12 de junio de 2019

CCXLVI

Nada sabe un hombre de la brisa del beso que fermenta la memoria. Una mujer yace sobre la espuma del mar, esperando que encalle el amor a sus espaldas; y es más fácil que hierva en la nieve un suspiro que el amante haga huella en la arena y se rinda derrotado.
Es el sino trágico del hombre no caber en la cruda humillación de la impotencia. Su cobardía es el signo fatal de su porte tempestuoso y fútil; ser débil requiere demasiado esfuerzo, demasiado coraje.
Así nace el primero y peor de los silencios: "sé de vos que te divierto con mi mueca de agua, pero rendite a mí, espantada por la furia ridícula que llevo como estandarte". Sólo ella se resigna al juego, sabiendo que juega.
Pero ella habla y por eso existe. Habla con los dedos, con los ojos, con la cintura; con la quetud piadosa de quien ya ha vencido.
No hay amor más hermoso y feroz que la derrota. Pero ser derrotado no es posible sin renunciar a todo, sin extraviarse por completo del sinsentido de la coherencia y hundirse hasta el abismo en la corriente magistral del caos.
Eso, precisamente, es lo que ella sabe. Y no se inquieta.
La batalla es sólo un ritual inexorable. Todo está decidido en la primera mirada.
Ella sobrevive, siempre. Ella respira y baila, siempre.
¿Y qué hago yo conmigo, frente a la enormidad del deseo?
Estoy perdiendo palabras para confesarme.
Las que me quedan crujen camino a ella.
Y ella sabe todo, hasta lo que no es cierto.
Estoy perdido.
¿Me queda algo más que dolor para evitar el sueño? ¿Me queda algo más que yo?
Ni siquiera yo valgo. Mido menos que el grano de arroz que atormentó a la princesa del cuento.
Y ella sabe todo, menos mi estatura.

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