viernes, 28 de junio de 2019

CCLXXVIII

Ese día, casi de tarde, el eunuco resolvió cortarse las alas. Decidió su muerte de ángel como quien cierra un expediente. Si hubo alguna lágrima fue accidental y fugaz, la pesadez futura ya ocupaba la mesa. Ella lloró un poco, pero sólo por cortesía.
El, ya exiliado de la felicidad, caminó unas cuadras para ver la ciudad sin ella. Cruzó varias calles sin mirar, porque no era demasiado importante volver a destino.
Lo que siguió fue tan irrelevante como ridículamente extenso. Letanías, platos limpios, pulcras intervenciones en la rutina de la madrugada. Años de sábanas en orden y bodegones bohemios para aparentar destreza en la alegría.
Ella lastimaba menos en el tedio.
Pero los corazones rotos sólo sangran arena. Era inevitable que picara la espalda en los muñones, alguna vez. Desde luego, sería demasiado tarde. Un poco de alcohol, algo de lástima de sí mismo, unos gramos de impericia y un pasado en estampida hicieron el resto.
El eunuco sin cielo se borró la felicidad de la esperanza y la vio más espléndida que un zorzal en la higuera.
Ella lloró un poco, sólo para curarlo un rato.
Y él, despilfarrando por la vida, fue a morir al hueco de los miserables, allí donde los besos valen menos que un grano de trigo.

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