martes, 25 de junio de 2019

CCLXXI

Cercado en un exilio previsible, quien sueña con el frío suele hallarse vagabundo y solo. Afuera están el cielo y los parques, la verja dulce de la infancia adormecida y el árbol añejo que vio el primer desastre. El pordiosero se acomoda en su esquina con menos temor al mañana que el amante.

Ella temblaba
bailarina del trino
como extenso pájaro
terciopelo del alba
mientras él lloraba
cada nuevo día

En las afueras de casa algo existe, pero no se aparece a menos que los ojos se llenen de memoria. Se disfraza de esquina, de auxilio a la madre que cruza la calle, de Pedrito el triste de los hombros blancos. Se oye desde adentro un rumor de alimañas, a veces un canto y la eterna ebriedad del despojado. Pero inquieta más un silencio rugoso y algo seco, traicionero. Es que el amante escucha siempre los pasos de su vida, la que no vive en él, la que brilla en las piernas de la piedad inalcanzable, en cada intervalo. El silencio exaspera prometiendo, como dicen Sosa y el Polaco en el auto. Y una promesa interminable es la tortura peor que pensó Dios, el mismo que goteó el milagro y lo hizo inaccesible.

Zarza de fruta inmóvil
cueva del murciélago atroz
¿Dónde cabe la mano
que pueda quitar letras al pasado?
Y la bailarina
poliniza el día
que está siempre detrás del ventanal
al que no le caben cobardías.
Niebla del verso
basta, ya no bailes
que la noche es corta
Y el día infinito.

Es condición de quien ha visto al menos una vez un mediodía de frente expatriarse de todo. Sólo el ciego tiene tierra fértil para sembrar amaneceres sin semillas. La tristeza es la patria, en todo caso, del que un día dejó el cerezo para siempre. Toda felicidad quedó postrada bajo el árbol y muy a su pesar se presta un rato, un par de veces en la vida toda.

Nadie llora.
Nadie viene.
Nadie ama.
Nadie hay,
excepto el torpe, en su cueva
y la bailarina, en su aroma de mundo.
¿Quién hay para mí
que tanto peno?

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